La Mujer Lunar

Isabel Petrus


Cuento


Siempre fue una soñadora. Una vez, en que decidió buscar el porqué de su razón de ser, le dijeron que era una mujer lunar: influenciada por la luna, vivía de sueños, de quimeras, y los anteponía a sus realidades, a su cada día.

Lo pensó lentamente, mientras escuchaba. Y decidió que le gustaba así. Era feliz de esta forma, evadiendo realidades, tan duras a veces, y jugando con un mundo de sueños que se anteponían a su vida, que la hacían vivir, un poco más feliz, aunque a contrapunto de lo real, en un mundo que, al fin, ella elegía.

No consideraba que tuviera que dar explicaciones a nadie por ello. Había decidido ser así, y esto le ayudaba a superar los problemas, a enfrentarse a la vida.

En su vida de sueños, era una quimera en busca de realidades. Amaba y se enamoraba del amor, perseguía sus sueños en un mundo irreal, y formaba realidades con sus sueños. Pero se daba trompazos imposibles cuando intentaba convertir en verdades estos sueños, cuando realizaba, de algún modo, sus deseos.

Se enamoraba, y amaba a sus sueños y deseos en cada hombre. Deseaba la felicidad, cuando ellos sólo deseaban su cuerpo. Se enamoraba de los vértices del alma que imaginaba en sus amantes, y ellos sólo amaban el borde agudo de sus pechos, la concavidad dulce de su sexo. Buscaba, en cualquier relación, la compañía, la soledad compartida, la conversación lenta. Y ellos buscaban el placer rápido y escondido, el cuerpo cálido en el que enterrar su deseo, la curvatura exacta de sus caderas.

Nunca se dio cuenta exacta de que no la amaban a ella. Pero su insatisfacción debió dejarle alguna duda, cuando iba, de uno a otro, persiguiendo lo que no hallaba en ninguno.

Fue la flor perfecta y deseada de la noche, que perseguía quimeras en una barra, anhelaba encuentros en soledades que eran siempre amargas, y volvía, siempre, con la insatisfacción en el borde del alma, que le hacía buscar sin detenerse, anhelar lo no logrado, seguir adelante, persiguiendo un sueño.

Coleccionó romances en primavera, amores de verano, despedidas de otoño. Sus inviernos se repartían entre la soledad, la despedida y la búsqueda constante, reiniciando otra vez el ciclo interminable, persiguiendo lo que nunca alcanzó. Confundió mil veces el deseo con el amor, sus ansias con las de su oponente. Creía sus promesas que eran flor de un día, soñaba con ellas de madrugada, se engañaba a sí misma, creyendo que el amor era este velo turbio que, en la noche, oscurecía la mirada de sus compañeros, poniendo poesías y juramentos eternos en lo que no era más que juego de una noche, deseo rápidamente colmado. Cada despedida, definitiva, era para ella un hasta mañana. Pero en su mundo, no amanecía nunca en compañía, y la soledad, los sueños rotos, iban poniendo una costra cada vez más dura a su alma, una capa más fuerte a su soledad, un escalón más alto a sus quimeras.

Persiguió sus sueños mientras su cuerpo fue, todavía, deseable. Su soledad se apoyaba cada noche en otra soledad en compañía, y confundía el vino compartido con la vida, su soledad atroz y perdida con el protagonismo de la noche, con el amor buscado.

Nadie le dijo nunca que se equivocaba. Y ella siguió, persiguió, reiteró su búsqueda. De algún modo, era feliz, porque añadía lo que faltaba a sus relaciones. Inventaba las despedidas dulces, confundía la risa con el cariño, las caricias con el amor.

Se reinventaba cada anochecer, con el último trazo de maquillaje que colocaba en su cara. Se despedía, de madrugada, de la versión que había sido en esta noche, y se inventaba ya su versión de mañana. Se enamoraba de todas las mujeres que fue, de sus mentiras. Y amanecía, cada día, un poco más perdida, un poco más lejana, un poco más imposible.

Pero la vida, como los sueños, fue dulce con ella. No la dejó descubrir que no era ya deseable, que su mundo se acababa, cuando empezaron a nacer las arrugas, cuando empezó este deterioro lento, imparable ya, de su cuerpo.

Antes de perder su protagonismo de la noche, antes de dejar de ser ella, antes de que la abandonaran incluso sus quimeras, sus amantes rápidos y poco complacientes, la abandonó la vida.

Amaneció, una mañana, rota en un coche destrozado. El amor, ah, este amor que ella buscaba desesperadamente, sin darse cuenta de que no era más que un deseo, un espejismo provocó el accidente. En un descuido, rápido, sin tiempo para darse cuenta, el coche volcó y le rompió la vida.

Pero fue para bien. Nadie, nadie, consiguió romperle los sueños. Se fue convencida de que la amaba quien, en aquel momento, buscaba su cuerpo con sus caricias rápidas, para colmar un deseo y una ausencia que no tenía el color de sus ojos, ni el sabor de sus labios. La vida fue difícil pero buena con ella. La muerte fue su mejor aliada. Le evitó las soledades abruptas de la noche, las búsquedas ya anunciadas. Se fue convencida, como siempre, de que el amor la rondaba y la encontraba, antes de que, inevitablemente, le mostrara la cara amarga, dura y difícil que enseña a quien se ha vuelto viejo para el amor y, sin embargo, ama.

Aquella madrugada, la de su muerte, la de su encuentro definitivo con su mundo de sueños, la vida y la muerte se dieron la mano. Para liberarla.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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