Maruja S.L.

Isabel Petrus


Cuento


Maruja es cualquier cosa menos una sociedad limitada.

Derrocha tiempo, humanidad, presencia a su alrededor. Corre de un lado para otro desde que empieza el día porque, claro, ella no trabaja, y, ante esto, todo el mundo en casa se siente capacitado para pedirle algo, exigirle más, esperar que ella se desmonte por piezas por el resto de la familia.

Anda en esta edad indecisa, que se difumina en su cara y en su cuerpo como una nube, bordeando los cuarenta, aunque a veces ha de esforzarse para recordar que ya ha cumplido los treinta.

Y es que, todo, absolutamente todo, parece que pasó ayer. Ha de contar mentalmente los años que han transcurrido desde su boda, desde el nacimiento de Carlos, desde que Lorena hizo la primera comunión. Claro que guarda un álbum gordote y estropeado en los bordes, en el que todo el mundo le sonríe desde la distancia en el tiempo, en el que ella, más que nadie, conoce fechas y felicidades, aventuras y desventuras, sin necesidad de que nadie le recuerde el cuándo, el cómo, el dónde.

Sin ella saberlo, es un prototipo ideal. Es, exactamente, lo que no quiere ser su hija, lo que no fue su madre, lo que no querría ser ella misma.

Se conforma, porque no tiene más remedio, con lo que le ha dado la vida. Y se queja, porque es lógico y humano, por todo lo que no ha tenido, por todo aquello a lo que cree tener derecho. Basta fijar la vista en el espejo de cuerpo entero que preside su dormitorio: si pudiera colocar en el pecho exactamente lo que le sobra en las caderas, sería una mujer diez. Al menos, esto es lo que cree, y, entretenida en imaginarlo, no se desespera encontrando problemas más hondos, dilemas más serios. Conoce todos los sistemas de la abuelita para adelgazar, aderezados con los últimos sistemas del mercado: el «biomanán» no tiene misterios para ella, la revolución dietética del doctor Atkins la llevó a cambiar la comida por el aburrimiento, la mermelada por la mayonesa, la fruta por el sabor correoso, continuo y repetitivo de la carne. Pero, aun así, su talla de caderas sigue siendo muy superior a la de su talle, y visitar las tiendas de moda, un autentico suplicio.

No la preocupa tanto el hecho de que su cabeza también se agoste demasiado delante de la tele, sufriendo, como sufre, por Rubí, Cristal, Manuela y tantas desgraciadas que llegan de allende los mares para hacemos sufrir sus penas con ellas, en la telenovela, a la hora del café.

Los culebrones, la tarta de manzana, los concursos de la tele y soñar con Miami son sus debilidades más comunes.

Porque, en el fondo, ella sabe que es todas y cada una de las mujeres cuyas historias sufre en carne propia con cada uno de los seriales, y sabe que, al mismo tiempo, no es ninguna de ellas. Pero su vida se ha vuelto tan normal, que necesita estos sueños para hacerla un poco más pasable.

Porque a ella no la engañaría Luis Alfonso, que va. Ni la llevaría al huerto Armando. Ella, con su «savoir faire», los llevaría a todos de calle, los transformaría en ciudadanos normales, les enseñaría a vivir, lejos de tanta desgracia, de tanto sufrimiento. Pero es que estas chicas de hoy en día... Y se queja por lo bajini de que por culpa de este capítulo de hoy, va a llegar tarde a Mercoisa, y le queda todavía la cocina por arreglar, y, además, debería preparar esta coca de albaricoques para la asociación de vecinos, ya que se ofrecieron todas a colaborar en la venta del sábado, para recaudar fondos...

Qué agobio. Y pensar que en casa dicen que ella es una privilegiada, que no depende de horarios, de jefes, de maestros, de oficinas ni clases... pero qué sabrán. A todos les encanta encontrar la cama hecha, la ropa limpia, su comida preparada. Nadie se ofrece para lavar los platos, para poner en marcha la secadora. Y, por supuesto, nadie le pregunta al llegar la noche si su día ha sido bueno, ni cómo lleva el tener que adaptar el presupuesto familiar a los ingresos que llegan cada mes, algo que se está convirtiendo cada día en un trabajo más difícil. Si intenta comentar con su marido la subida de los precios, las colas del supermercado, o este chismorreo último que le ha contado Pili, la mujer del municipal que vive en la casa vecina, todo el mundo corre, se escapa, o encierra la nariz en el periódico. Lorena y Carlos chistan para que calle, interesados en la programación de la tele. Pero, claro, cuando ellos necesitan a alguien que les escuche, vienen corriendo a ella, ya se sabe, pues siempre debe encontrar tiempo para consolarles, lamer sus heridas, darles apoyo...

Menudo papelón le ha dado la vida. No vale. Es una trampa asquerosa. Y se lo repite a sí misma muchas mañanas, mientras prepara la lista de la compra, o apenas queda vacía la casa, cuando han salido todos corriendo. Antonio, su marido, a la oficina. Lorena, sin tiempo casi para dar los buenos días, cogiendo los libros al paso, corriendo hacia el Instituto. Carlos, un poco más cariñoso, dándole un beso distraído, mientras pide su desayuno, a punto para ir al colegio...

Y todos marchan, y la dejan con la tarea inmensa de lograr que esto, la casa, funcione. Y ahí no hay excusas. Todos llegarán al mediodía con hambre, con deberes por hacer, con problemas de trabajo.

Y no puede quejarse, qué va. Si le recuerdan entonces que su vida es la más fácil de lodos...

Y ella, mientras lava los platos cada mediodía, sola otra vez en casa, piensa en la forma absurda que pasa su vida, corriendo hacia la nada, como esta agua que escapa por el desagüe. Y no siempre fue así.

A veces, todavía sueña y recuerda aquellos tiempos en que se sentía capaz de hacer grandes cosas. Creía, ilusa, que la vida era algo más, bastante más que esto. Creía, por ejemplo, que el amor era algo más que este distraído beso de buenas noches, o esta gimnasia a veces tan poco deseada en que se han convertido las relaciones con su marido. Los sábados, ya se sabe... ¡Ah! ¡Qué distinto es esto a la pasión de sus telenovelas! ¡Esto es amor de verdad, del bueno, y no amor programado, como el que ella conoce...! Pero no puede quejarse. En el fondo, sabe que no tiene motivos para quejarse en modo alguno. Antonio es un buen marido, con un trabajo estable, y no le ha dado problemas en la vida. No sale muchas veces con amigotes, sólo cuando es auténticamente necesario. No le ha dado una mala vida, es cierto. A veces, sus ojos tienen también un brillo extraño, le ha sorprendido mirando a alguna chica guapa, o sonriendo como un idiota ante las imágenes de estas descaradas de Telecinco, que enseñan más de lo que tienen en la tele... pero ya se sabe: los hombres... Y ella ha aprendido a no molestarse por ello. Porque, a ver, ¿que tendrán estas que ella no tenga? Tampoco son tan guapas... Y si ella pudiese ir a la peluquería todos los días, y, comprarse los vestidos que quisiera, y cuidarse... a ver. Así, cualquiera es guapa. Pero no. Ella tiene que esperar a que le toque el turno, que siempre es después del de los demás. Antes de pensar en un vestido, debe recordar que Lorena necesita esto, aquello, o lo de más allá, y que las clases de repaso de Carlos, que le son imprescindibles, cuestan un ojo de la cara, y que su marido necesita ir arreglado a la oficina, y que...

Pero bueno. Tampoco es para quejarse. ¿A dónde iría Antonio si ella le dejara? Tiene ya tripita, y alguna cana. Y el pelo le clarea en la frente. Y hay que verle también, en bata y zapatillas... Poco miedo le dan las aventuras que pueda correr su marido. Y, al fin, siempre vale más malo conocido que bueno por conocer, ¿no?

¿Y sus hijos? Pues son buenos chicos, piensa mientras se levanta al fin del sofá, y se decide a marchar a la compra. Lorena no le ha dado ningún disgusto, incluso este noviete medio hippie que tuvo el verano pasado es ya historia, que menuda es ella, dando la lata y explicándole a su hija que este chico no le convenía de ningún modo, que ellos tenían mayores ilusiones para ella, que para esto no se iban a matar, dándole estudios... menos mal que, al fin, ella volvió al redil, y sigue estudiando, y seguro que en la universidad conocerá algún chico conveniente... aunque ella quiere, por supuesto, que Lorena acabe una carrera. Hoy en día, las mujeres necesitan ganarse la vida por ellas mismas, aunque sólo sea para saber que si algo va mal... Y Lorena es muy lista. Lo han dicho siempre los profesores.

Carlos es más normalito. Pero es tan cariñoso... Quizá no llegue a estudiar para algo importante, como ella querría, pero seguro, seguro, que encontrará la forma de ganarse la vida. Y es serio, y responsable, y no le da ningún disgusto. A veces, le gustaría verle un poco más espabilado, pero ya se sabe, hoy por hoy, los espabilados suelen serlo demasiado, y acaban con el alcohol, y las drogas, y a lo mejor... no, mejor no pensar en lodos los males que pueden esperar a sus hijos apenas abandonen los brazos protectores de sus padres...

Se arregla, deprisa, ante el espejo. Otra vez, la falda queda un poco estrecha en las caderas... Esta Navidad, con las comidas familiares, y tanto compromiso... ya se sabe. A partir de mañana, verdura y carne a la plancha. Aunque, ¿para que?, se pregunta a sí misma, mientras esconde un poco esta tripita con un jersey largo. Si total, Antonio no se da ni cuenta, y para lo que la miran los demás... y tampoco quiere ella gustar a nadie. Menudo follón, añadir ahora estos problemas... Aunque dicen, y ella casi se lo cree, que la dependienta del super de la esquina tiene un lío. Y, a ver, ¿no tiene casi su misma edad? Claro que su marido es un manta, y no le hace ni caso, y el tío con el que la han visto varias veces está muy bien... pero mira que liarse una mujer casada, y con hijos como los suyos... Bueno, a lo mejor son sólo comentarios con mala idea. Aunque ya se ha fijado ella en que últimamente va muy arreglada, y se la ve muy compuesta, con rimmel desde primera hora de la mañana... ¿y cómo será esto de tener un lío? ¡Uf! Tener que preocuparse por gustar a otro, cuando la vida ya se te ha vuelto tan cómoda con tu compañero de siempre... Pero este es uno de los peligros de salir a trabajar, como dice Antonio. Él, en esto, es muy moro. Recuerda todavía cuando su hermana puso la mercería, y le ofreció compartir el negocio. Que ilusión. Y que jarro de agua fría, cuando Antonio le dijo que ni hablar. Que el ganaba bastante para mantener una familia, y que estaría bueno que ahora, cuando los chicos la necesitaban más, tuvieran que prescindir de ella... Y que iba a hacer. Lo dejó, claro. Y resulta que a Marta le va muy bien, con su negocio. Y que incluso han podido irse ella y su marido a Canarias, esta Navidad... ¡Que envidia! Escapar de las comidas familiares, tumbarse al sol, vagar lodo el día, en lugar de escuchar las enfermedades de siempre, los problemas de siempre, y de tener que cocinar para todos... porque claro, al marchar Marta, le tocó a ella doble trabajo. Que si comida en Navidad, y comida en Año Nuevo. Menuda egoísta es Marta. Y además, con cara de mártir, porque claro, como ahora trabaja...

Estos zapatos necesitan ir al zapatero. Tienen el tacón desgastado. Claro que, lo que de verdad necesitaría son otros nuevos. Y ha visto unos tan bonitos en el escaparate de Rúbrica... pero no. Todavía no. Estos resistirán el invierno, y está el viaje de fin de curso de Carlos a la vuelta de la esquina, y habrá que comprarle tantas cosas... Porque claro, no querrá ir como un pordiosero. Y con la manía que le ha dado ahora por las marcas... que si Levis, que si Reebok... En fin. Sólo serán jóvenes una vez, y mientras ella pueda...

Pero estaría bien que pudieran tomarse unas vacaciones, piensa para sí, mientras se pinta distraída los labios. Casi no recuerda la última vez que marcharon fuera de Menorca. Y era sólo unos días en Barcelona, pero que bien lo pasaron... Ya se ha salido otra vez la pintura en los bordes. Se retoca corriendo con un kleenex, y piensa que este color, definitivamente, no es el que aparece este año en las revistas. Aunque, bueno, tampoco esta gabardina es el último grito de la moda... pero bueno, ¿quién va a controlar su aspecto en Mercoisa? Si todas van a lo suyo, comprando rápido, buscando ofertas y el mejor precio... Deprisa. Ya llega, definitivamente, tarde para preparar la cena.

Sale a toda prisa, y ha de volver a entrar. Se ha dejado la cartera en el otro bolso, y la lista de la compra en la mesa de la cocina. El coche, este maldito R-5, pide ya la jubilación Pero claro, compraron el coche grande hace dos años, y no están para estos gastos, y, total, para lo que ella usa el coche... Arranca al fin, con un ruido sospechoso que le recuerda que ha de pasar, ya, por el mecánico.

El súper está cada vez más imposible. Carritos por todos lados, y la gente que parece no saber ni andar, y tropiezan unos con otros continuamente. Hay una cola enorme en la carnicería, pero le toca apuntarse a ella, pues no ha dejado nada fuera del congelador para la cena. ¿Hamburguesas? Lorena protestará, pero le encantan a Carlos... Y Antonio, al fin, cena mirando el telediario, y come cualquier cosa... Deprisa, deprisa, pasa por los mostradores de fruta y verduras. ¿El pan? No ha mirado si queda todavía en casa. Compra un paquete de Bimbo, como previsión, esto siempre va bien, y dura mucho en la nevera... pasa sin mirar ante la pastelería. Y se siente bien consigo misma. Al fin, no es tan difícil vencer la tentación... pero, ¿qué ve? turrones en oferta. Claro, ya han pasado las fiestas... pero estaría bien llevarse un par de barritas a casa. Total, es un postre sufrido, y están tan bien de precio... Llega al fin a la caja registradora, y, como siempre, se ha pasado. Menos mal que lleva siempre la Visa en el bolso...

Aunque esto suele traer problemas. Quiere ajustarse a un presupuesto, y ahora, va a desequilibrarlo... En fin. No hay remedio.

Corriendo, corriendo, llega a casa. Ponerse las zapatillas, y ropa cómoda. ¡Uf! Estos tacones la matan. ¿y las medias? ya se ha hecho una carrera sin darse cuenta... otro par tirado. Qué horror. En sus tiempos, recuerda, había en cada calle una señora que recogía los puntos... qué risa. Ahora, esto es impensable. ¡Agg! Se ha olvidado de la espuma de afeitar. Y mira que Antonio se lo había recordado esta mañana... en fin, que hay que volver a salir, aunque sea rápido.

La cena. El teléfono que suena.

—Sí, mamá. Sí, recuerdo que hoy es tu santo. Pero pensábamos llamarte todos, a la hora de la cena...— Qué horror. Menudo despiste. ¿Se habrá dado cuenta de que no lo recordaba? Parece que queda convencida.

—Sí, mamá. Te llamaremos todos igual. Y el domingo cenamos en casa, ¿de acuerdo? Le llega el olor a chamusquina desde la cocina. ¡Las hamburguesas! Menos mal que es todavía salvable. Da la vuelta rápida a la carne, prepara las patatas. Estarán ya al llegar. Timbre de la puerta. No son ellos, todos tienen llave... La vecina, una vez más, que se ha olvidado de comprar sal. Qué pesada. Y la obliga a perder diez minutos. Y sigue hablando... menos mal que consigue cortarla, y volver a la cocina. Y llegan ellos. Uno tras otro, hambrientos, como siempre. Con sus propios problemas, como siempre. Viéndola, también como siempre, como ese mueble imprescindible, necesario, que se ocupa de la intendencia de la casa, y poquito más. Y cuando ya han cenado, han felicitado todos a la abuela, ha lavado los platos, y ha llegado al límite de su resistencia, agotada casi ya en la cama, contesta a la pregunta ritual:

—¿Has tenido un buen día? —pura rutina, lo sabe, de un Antonio medio dormido.

Y va a contestarle, a decirle que no, que este día, como todos sus días, es demasiado igual al anterior, que está agotada, que necesita vacaciones, que quiere que la mimen, que quiere que la quieran, que ella también es una persona, que también tiene problemas, que... que...

Pero se da cuenta, mientras planea cómo empezar su discurso, de que Antonio ha dado ya media vuelta, y está dormido.

En fin. Si siempre es igual, ¿de qué va a quejarse ahora? Y se pone el pijama, hace sitio junto a su marido, le da un rápido beso de buenas noches, que él acepta entre sonidos ininteligibles y, una noche más, se dispone a dormirse.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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