Pesadillas

Isabel Petrus


Cuento


No tenía ningún motivo para ello. Pero vivía aterrorizada.

En cualquier momento, sin avisar, sin motivo aparente, aparecía una imagen en su mente que rompía toda la armonía, que lo estropeaba lodo.

Por ejemplo, este verano. Era un día soleado, de piscina, de niños jugando, un día ideal, en una palabra. Se quedó dormida. Influyó en ello este sol, adormecedor, el aperitivo, el bienestar. Los niños jugaban, tranquilamente.

De repente, despertó sobresaltada. Había un extraño silencio a su alrededor, que contrastaba profundamente con el bullicio anterior. No se movía ninguna hoja de los árboles, el agua estaba extrañamente calmada. Ningún ruido turbaba una paz que, de ningún modo, correspondía a una mañana de agosto en un complejo de apartamentos de Menorca.

Sobresaltada, quiso gritar. Ningún ruido salió de su boca. Quiso moverse, hacer algo. Pero todo estaba quieto, parado y silencioso, como ella, y no se veía a nadie allí.

La sensación de ahogo, de impotencia, la embargó. Y estuvo así un rato, un momento eterno, que parecía no acabar nunca.

Cerró los ojos, al fin, un minuto. Y al abrirlos de nuevo, todo había vuelto a la normalidad. Los niños jugaban, el agua no estaba calmada ni por un momento, la gente bordeaba la piscina, se lanzaba a ella. Había vuelto al mundo real, al que conocía. Tomó un sorbo rápido de su aperitivo, se aseguró de no cerrar los ojos de nuevo, y siguió disfrutando del verano, sin dejarse avasallar por las imágenes extrañas.

Pero hubo más veces. Antes, y después de ésta. Y algunas muy extrañas. Casi irrepetibles. De hecho, prefería no acordarse de ellas, pues eran demasiado terroríficas. Pero no podía evitar que, de vez en cuando, le volvieran a la memoria, le quitaran el sueño durante la noche.

Recordaba una en especial. Era de noche. Una noche lluviosa, oscura como pocas. Conducía cansada ya, con ganas de llegar a casa.

Su marido dormía, después de haber realizado su tumo de conducción. Los niños habían acabado, agotados, rendidos, hartos de cantar, de comer galletas, de hacer todo el ruido y barullo posibles, en los asientos traseros del coche. Al fin, un poco de calma la dejaba concentrarse en la conducción, y luchar contra este sueño dulce lento, que intentaba vencerla.

Puso la radio. No la ayudó demasiado, pues la música clásica que transmitían a estas horas era ideal para calmar el ánimo, pero no para mantener despierto a alguien que se dejaba vencer ya por el sueño, por el agotamiento de todo un día de carretera, aunque alternara el conducir con su marido.

No podía jurarlo. No sabía hasta qué punto pudo vencerla el agotamiento. No podría asegurar el haberse dormido o no, por un segundo sólo. Pero lo que vio, lo que tenía de repente ante ella, le quitó el aliento.

De repente, la carretera ante ella se había vuelto vertical. El asfalto subía, en línea recta, hasta el cielo. No veía su final. Y nada, ni nadie, podría evitar el inminente choque frontal que iba a tener ya, en décimas de segundo.

Apretó el freno con fuerza, agarró desesperada el volante, quiso avisar del impacto a su marido y a sus hijos. Y, ante lo imposible, ante el hecho inminente, cerró los ojos.

Se sobresaltó al notar que no pasaba nada. Que no habían chocado, que seguían enteros. Y que seguía conduciendo. No hubo choque alguno. Abrió de nuevo los ojos, asombrada. La carretera había recobrado la normalidad, su dirección y su tamaño. El muro de asfalto no existía, sólo una cinta continua, de la que no se veía el fin, iluminada apenas en un tramo por los faros del coche.

Respiró aliviada, recuperando totalmente el control. No dijo nada a los suyos. ¿Para que preocuparles? Ya se quejaban a menudo de sus ocurrencias, de sus sueños despierta, como los llamaban. Nadie entendía estas crisis, nadie de su casa las compartía. Eran un mundo especial, terrorífico y perverso, que la acompañaba sólo a ella. Y que le volvía la vida, a ratos, intolerable.

Por esto, ahora, recordando estas historias y otras muchas, cerraba los ojos con fuerza, y los abría con desesperación. Porque estaba segura de que este maldito sueño, esta pesadilla, también debía terminar. Era otra vez lo mismo, estaba segura, no podía ser de otro modo.

Pero no encontraba el modo de salir de ella. No podía. Ninguno de sus viejos trucos le servía esta vez.

Definitivamente, desde hacía un buen rato, estaba enterrada, viva, en una tumba a la que no sabía cómo había llegado. Había despertado, convencida de que esto acabaría bien, como siempre. Pero empezaba a darse cuenta, a convencerse, de que esta vez no era un sueño.

Y, desde luego, superaba sus peores pesadillas.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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