¿Quién Teme al Lobo Feroz?

Isabel Petrus


Cuento


Es un jueves cualquiera, o podría serlo. Pero no. Es jueves, siete de enero, y son las diez y media de la noche. Mi amiga Laly lleva ocho horas en el quirófano, y yo estoy sentada al lado del teléfono, esperando una llamada que me diga, simplemente:

—Todo ha ido bien. No hay peligro, y Laly se recupera.

Pero no. No llega esta llamada, que me haría reconciliarme hoy con el mundo. Elisa, amiga mutua y cuñada de Laly, ha prometido llamarme apenas su marido, Paco, la llame desde la clínica Quirón. Y yo mato las horas y la angustia escribiendo, mientras este maldito teléfono se empeña en permanecer mudo.

Porque Laly es mucha Laly, incluso dormida, incluso bajo los efectos de la anestesia. Incluso luchando, como hace ahora, por volver a la vida normal, esta vida que nos gusta a todos, y que suele despertarse cualquier viernes, cuando me llama.

—¿Bel? ¿Terminarás hoy muy tarde?

Y yo ya sé, entonces, que es una buena noche para dar una vuelta, para despejar fantasmas, para enfrentamos juntas a este vivir de cada día que se asoma sin remedio, sin solución, y que sólo estos buenos ratos nos ayudan a sobrellevar.

Y a Laly y a mí, entonces, nos encanta tomar una pizza en el puerto, cuando el buen tiempo nos lo permite, o cualquier cosa en La Jarrita. La noche, aunque sea larga, resulta corta para estas amigas que, de vez en cuando, juegan a recuperar unos tiempos que, de ningún modo, pueden morir en el recuerdo. Luego, por supuesto, Es Cau, es nuestro mejor sitio. Allí mueren muchas angustias, entre las canciones de Biel, la dulce guitarra de Curro, y los comentarios que bordean la broma:

—Manitas de plata, eres un manitas de plata —repite Biel, entre canción y canción.

Y yo les pido, como siempre, que canten «Si tu me dices ven», esta canción que hace soñar, imaginar un mundo imposible.

Y, bolero tras bolero, la noche puede ser lenta, espesa, fácil o difícil, mientras los amigos de siempre acompañan las nostalgias como siempre, y esconden, como siempre, los miedos en una noche que sabe a poco, a soledad compartida, a eterna presencia.

Paqui, si se deja convencer, canta las canciones del festival de Alaior. Mercedes no canta, pero vive la noche con deleite. Tina se mantiene en esa quietud que la hace tan enigmática, y más de dos, estoy segura, repetirían aquello de:

—Daría cualquier cosa por saber lo que piensas. —Pero no se atreven. Tina es mucha Tina, e impone mucho.

Las noches de Es Cau, y que me perdone la competencia, son las mejores noches de la isla. A veces, salta la chispa, y, en grupo, emigramos todas al Salón. Éste es un rincón de amigos especial. Nuestra otra casa. Otro mundo de sueños, de ilusiones, que derivan en lentejuelas, brillos, tacones. Pero nada es más real que esta fantasía, nada tiene más magia que sus canciones, ningún sitio se convierte en mejor posada para almas errantes que buscan, cualquier noche, sentirse en paz consigo mismas.

Y porque Laly no ha estado bien, porque tenía en puertas esta aventura de hoy, hemos dejado, durante meses, de disfrutar de alguna de estas noches de viernes, hechas, como no, para almas que se sienten a gusto entonando juntas la canción de las noches perdidas, como canta Joaquín Sabina. Cómo entiende este poeta urbano a los que ya no cumpliremos treinta años, a los que sabemos que la vida nos enganchó ya, sin remedio, en un juego sin concesiones, en el que la única posibilidad es, de vez en cuando, romper por la calle de en medio, y arañar la noche, hasta hacerle daño.

Porque la noche es mala, cruel y traicionera. A veces, le desvela, en tu propia cama, y te cuenta tantas angustias, que no deja, de ningún modo, que vuelvas a dormirte.

Se apodera de ti, convierte en cartón piedra tus ilusiones, te enfrenta con estas realidades que no tienen solución, ni nombre apenas. Y otras, la noche es un guante de seda que te acompaña, te enamora de su magia, le encandila. Para las aves nocturnas, la noche es el refugio, la isla del náufrago, la promesa que nunca se cumplirá.

Pero este teléfono sigue sin sonar. Y esta noche es larga. Pienso en su madre, en sus hermanos, que, como yo, esperan la buena noticia que ponga fin a tantos minutos malos.

Y recuerdo las cosas de la vida, que me han llevado a sentir a Laly, amiga de mi infancia, de mi primera juventud, como algo tan cercano, tan amiga siempre, cuando ya los años nos recuerdan que no pasan de vacío, cuando ya, ahora, el rimmel y el lipslick nos son imprescindibles para conservar la ilusión de que somos las mismas de siempre. Aquellos años de Instituto, en los que el mundo era un abanico de posibilidades sin fondo. Aquellos primeros chicos que nos gustaron, y nos llenaban el recreo con versiones en tecnicolor de lo que iba a ser nuestra vida. Aquellas veces en que probábamos a pintarnos las uñas, como vampiresas, mientras el esmalte se corría sin remedio, y nos quedaban unas manos espantosas. Las mañanas de Asinpros, cuando jugábamos a remediar el mundo. Y los días de exámenes, en que todo quedaba anulado por el peligro inminente.

Y Laly sobrevivió a todo esto, como sobreviví yo, como lo hicieron tantas y tantas compañeras de curso. La vida, luego, nos separó un poco, puso el Mediterráneo por en medio: ella, como muchas compañeras, siguió estudiando en Palma. Yo, como tantas, termine mi COU, y me incorpore al mundo de nuestra isla, desde el trabajo. Luego, los años, la afición política, los viejos recuerdos, se encargaron de unimos de nuevo. Ella era ya una abogada no decidida a ejercer demasiado, que había cambiado las salas de juicio por la vocación de enseñar. Yo, me había dejado vapulear por la vida, y me encontraba, como siempre, a un paso exacto de la deriva, en un mar que siempre, siempre, ha sido demasiado grande y tentador para mí. La vida, esta colección de momentos fugaces, inolvidables, para mí, ha estado siempre por encima del vivir de cada día. Y así me han funcionado las cosas.

Y, como predestinadas por el tiempo, reiniciamos a marchas forzadas una amistad que no había muerto, simplemente, había conocido el barbecho, que, ya se sabe, es ideal para dar buenos frutos.

Y ahí estamos ahora. Amigas, como siempre, y salvando las distancias. Y esta noche, Laly me recuerda que hay noches buenas y malas, que, inevitablemente, volveremos, apenas se recupere, a disfrutarlas como nos gusta, codo con codo con la ilusión, con las canciones, con la buena conversación. Pero ésta, inevitablemente, es una noche difícil. Porque son las once y media, y el teléfono sigue sin llamar, y la duda, todavía, me mantiene el alma en vilo.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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