Una Casa con Mucho Amor

Isabel Petrus


Cuento


Habían empezado como en un sueño. Despacito, poco a poco, a costa de ataques de nervios continuos, convirtieron aquella especie de nave inmensa, esto sí, muy bien situada, en la casa de sus sueños.

Me explicaban, entre la ilusión y el ensueño, cómo se habían colocado las baldosas del baño, minúsculas, una a una, cómo cada uno de los detalles se había discutido hasta la saciedad, y cómo cada uno de los logros acumulados era fruto de discusiones continuas con los albañiles, con todo el personal que compartió los sabores y sinsabores de tan magna obra.

Doscientos metros cuadrados arrancados a la vulgaridad, a la nada, para convertirlos en un sueño hecho realidad: ellos podían hacerlo, tenían los medios, el lugar, los sueños y la ilusión, y, poco a poco, lo convirtieron en esta presencia viva que les envolvió, después, durante años, y les hizo más fácil la convivencia, el ensueño, la continua presencia que significa, de repente, pasar de ser uno a ser dos, con los inmensos problemas que ello conlleva.

Discutir sobre azulejos, madera de parquet, o acabados de obra, une mucho. Durante algún tiempo uno no necesita ser chistoso, ocurrente o extraordinario, porque no hace falta inventar temas de conversación: la decoración lo llena todo, y los posibles vacíos se llenan con cemento de obra, mármol, lechos y molduras de yeso. Esto siempre da un respiro a uno mismo, y uno juega a ser genio, por encima de cualquier vulgaridad, uno se siente al pairo de tantos problemas de cada día.

Poco a poco, fue tomando forma y color aquel sueño que les había ocupado, y liberado, anocheceres y discusiones, que había hecho de ellos genios creadores, y había llenado vacíos llenos de sinamor, pero ocupados al fin.

Nadie les había avisado del peligro que corrían al terminar su aventura, nadie imaginaba lo que podía pasar después. Verdaderamente, era difícil de adivinar.

Pero, de repente, terminaron. El parquet no podía brillar más. Cada ventana encajaba exactamente en su marco. Los muebles eran el remate final a tanta maravilla. Los esfuerzos se concretaban en todos y cada uno de los detalles que formaban, en conjunto, este ciclo de los justos, este marco perfecto para un amor, también perfecto, si hubiese sobrevivido. Pero, de repente, se acabaron los temas.

Con la colocación de la última cortina, con el último cenicero puesto en su lugar, ya no supieron cómo llenar sus veladas. Había un vacío inmenso, desconocido para ellos hasta entonces, porque, hasta este mismo instante, había estado lleno. Lleno de soledad compartida, de albañiles, electricistas, problemas municipales, licencias y permisos.

Buscaron una solución. Decidieron hacer una fiesta de inauguración como no había conocido ninguna, con aperitivos, cócteles, enhorabuenas.

Redactar invitaciones, seleccionar invitados, preparar el menú, elegir los vinos y los cavas, fue tema suficiente para un mes. Durante este tiempo, se olvidaron también del vacío que se formaba a su alrededor, que aparecía semidibujado, expectante, detrás de sus últimas palabras. Pero era bonito. Tenían algo de que hablar, algo que discutir, algo que llenaba sus largas veladas. Después de una jornada laboral, en las que no se les pedía más que ser los mejores en su campo profesional, siempre era un alivio volver a lo conocido, al sofá seleccionado entre cien, a los cuadros elegidos con tan sumo gusto, a este teatro tan bien formado para su exclusivo disfrute. Y resultó un éxito. Jamás tanta soledad fue tan bien compartida. Los ¡ohs! de maravilla resallaban en las paredes, se deslizaban por las cortinas, formaban un nido de amor en cada esquina, se adaptaban a los bordes curvos de las molduras de yeso. El asombro se saboreaba, formaba parte ya de este teatro tan snob y exclusivo que quedaba encajado exactamente, en el vano del salón, en la esquina de la chimenea.

Pero también la fiesta se terminó. Con la despedida del último invitado, con el último adiós, volvió el silencio. Y la casa ya rozaba de nuevo los bordes ocultos de su alma, les enseñaba, poco a poco, qué vacía es la ilusión cuando se consigue, qué poco duran los sueños cuando se convierten en nuestro pan de cada día.

Y se replantearon poco a poco, y por separado, sus problemas. Tenían una casa que era el sueño de los dos, realizado. Por tanto, era indivisible, les pertenecía por igual. Pero era lo único propiamente de los dos. Todo lo otro que compartieron lo perdieron en este camino para lograr la perfección, se les fue en esta persecución de lo perfecto, en esta ópera prima que había ocupado sus últimos años, sus vidas, sus anhelos.

Y, de repente, una vez más, su vida quedó vacía. Y no supieron cómo llenar sus veladas, tras el beso frío de buenas noches, sus ¿que tal, en el trabajo?, su pseudoamor entre sábanas que olían maravillosamente, estaban perfectamente combinadas, pero no encerraban ni rastro de ilusión, de búsqueda.

Poco a poco, como a ráfagas, se les volvió la vida insoportable. Tenían el mejor de los cuartos de baño, pero se estorbaban. En su hilo musical sonaba Vivaldi, pero las estaciones eran cada vez más sombrías: el otoño, o un invierno precoz, les llenaba el alma. Todo era demasiado perfecto, intocable, y, por tanto, mustio. Nada devolvía el color a su obra de arte, que, poco a poco, tomaba el color absurdo, amarronado, del aburrimiento.

Y, un buen día, hartos ya de buscar soluciones sin reconocerlo, aparecieron por mi oficina. Era lógico: su amor y su convivencia se basaron en una ilusión convertida en casa, y debían buscar en una agencia inmobiliaria la salida.

Me gustaron inmediatamente. Ella era tan rubia, tan perfecta, tan vestida por Sybilla. Él tenía el aspecto perfecto de los triunfadores. Olían a éxito, a dinero, a aburrimiento. Ni el Armani sabiamente dosificado, que llegaba en pequeñas oleadas de él, ni el Saint Laurent que le animaba a ella las esquinas del alma, podían disimular su infelicidad, su búsqueda continua. Eran guapísimos hasta la perfección, perfectos hasta el absurdo. Y, por tanto, les compadecí.

Nadie puede ser tan maravilloso: algo debe romperse por algún lado para proporcionar la felicidad de la búsqueda, el placer trémulo del encuentro. Pero aquí no había trampa ni cartón.

Buscaban la felicidad perdida, el tiempo robado al desamor, aquello que una vez tuvieron sin apreciarlo. Y yo, que llevo años intentando adivinar lo que se esconde tras cada deseo, lo que busca cualquier posible cliente cuando intenta encontrar sus sueños en mis álbumes fotográficos de ofertas inmobiliarias, les entendí a tiempo. No les ofrecí el paraíso del yuppie, ni el reposo del guerrero al borde de la maravillosa piscina. Aquella maravilla rústica al borde del pueblo de cuento de hadas era poco para ellos: no tenía arreglo posible. Tampoco les servía el ático de ensueño, ni el chaletito en la colina. Tenía que ser algo maravilloso, único, cargado de dificultades. Algo, en fin, que hubiese rechazado cualquier mortal, algo que no se quisiera ni regalado, pero que para ellos fuese un reto, un llenar su cada día, un mundo de sueños que les llenara este vacío inmenso que les bordeaba el alma y se les asomaba en la esquina de los ojos, en la comisura amarga de su boca.

Y yo lo tenía, claro. Faltaría más. Una vida dedicada a intentar vender lo invendible, a buscar la ganga imposible, da mucho de sí.

Busque en mi carpeta de imposibles, aquella que el buen Dios quiso un día que empezara para acabarme la paciencia y el humor, aquella que era mi cajón de sastre de los retos, aquella en que se acumula lo imposible y lo invendible, pero que, de vez en cuando, amanece para recrear el milagro, para convencerme de que, al fin, soy una buena vendedora. Aquella que justifica mi oficio y beneficio, y me pone en paz con mi supervivencia y con el absurdo continuo de ganarse el pan de forma tan prosaica. Lo encontré. Y note el acierto en sus ojos, en la expresión de asombro y amor reencontrado que sorprendí en su mirada cómplice. Había ilusión. Y esto era lo más importante. Verdaderamente, su elección y la mía era todo un reto, y cabalgaba entre lo imposible y lo absurdo, a un paso de la pesadilla y del más dulce de los sueños. Aquella casa, pegadita al agua, oculta en la cala más desconocida de Menorca, cayéndose a pedazos, era su máxima aspiración. No podíamos encontrar algo mejor.

Ninguna pared está recta. El muelle de acceso al mar está lleno de baches y pedruscos. Ni una baldosa recuerda el color que tuvieron inicialmente. Los balcones son una muestra de auténtica imprudencia. Las puertas se atrancaron hace tiempo. Pero es una casa solitaria, situada allí mismo donde el mar decide cambiarse en arena, dibujada donde el agua y el ciclo confunden su azul. Una ruina que cuesta millones por su situación, pero no los vale. Algo que, definitivamente, llevará años de trabajo restaurar, algo que puede ocupar toda una vida. Algo que, de poseerlo, te da la sensación de que eres el amo del mundo, de que tus posibilidades son infinitas, pero insuficiente.

Algo, en fin, que enamora a quien hace tiempo que olvidó lo que es el amor, y necesita materializarlo en imposibles. Algo que es todo un reto a la imaginación, a la capacidad de inventar, al tiempo libre. Y, además, terriblemente caro, faltaría más.

Y ahí están, desde entonces. Terriblemente infelices en su inmensa felicidad. Terriblemente ocupados, llenando el vacío de su tiempo. Ilusionados hasta el absurdo, entre planos, arquitectos, albañiles y polvo de obra.

Calculo que, más o menos, les he dado cinco años de feliz vida conyugal. Se que, en un arrebato, descubrieron de nuevo la ilusión del amor prohibido entre sacos de cemento, el sexo rápido y placentero a escondidas, o casi, de los albañiles, de espaldas a su realidad, a su cama de lujo, a sus sábanas de ensueño. Sé que no necesitan inventar conversaciones, porque, por ahora, las tienen llenas. Sé que no tienen bastantes horas para la obra inmensa que se han marcado.

Y son terriblemente felices. Y a mí, me toca el trabajo ímprobo de intentar vender su anterior casa, tan perfecta, personal y aburrida como ellos mismos. No lo lograré nunca, claro, pues aquella casa inicial, el primer pozo donde enterraron sus sueños y su amor, se siente terriblemente celosa de su nueva competidora, y no cede ante los numerosos posibles clientes que le he presentado. Fría, distante, perfecta y terriblemente orgullosa, consigue, con su arrogancia, con su aspecto de dama ofendida, repeler a cualquier posible comprador. Y les aseguro que me empeño en ello. Pero no tiene una gran importancia. Ya se le caerá algún azulejo, ya se volverá dentro de algún tiempo, humana, y, por tanto, vendible en su imperfección.

Y, mientras, busco en qué ocuparles cuando terminen su nueva obra maestra. Aunque es difícil. De momento, les tengo entretenidos y atareados, enamorados hasta el aburrimiento, agotados hasta la náusea.

Después, ya veremos. Estoy pensando en el castillo derrumbado que hay al otro lado del pueblo, algo que, sin duda, puede ocuparles el resto de su vida. No es urgente, pues, como les digo, tienen, de momento, trabajo para rato.

Ya saben, si conocen algo difícil, imposible, si tienen algo encantador pero irrecuperable para vender, avísenme. Tengo los compradores ideales para ello. Además, entre ustedes y yo, vamos a salvar a este matrimonio para la eternidad. Les tendremos, eternamente, ocupados. Y enamorados, claro. Faltaría más.


Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 8 veces.