Cuentos

Isidoro Fernández Florez


Cuentos, colección



Prólogo

Nació Fernanflor periodista, y de él nacieron la viveza, la gracia y brevedad de las formas literarias aplicadas al periódico.

Antes que él, otros corrigieron la estructura mazacote del articulo político, poniendo un poco de amenidad en aquellos grandes pellejos que insuflaban los redactores de la Prensa rudamente sectaria y camorrista de las generaciones que precedieron á la nuestra. Ya estaban en evidente descrédito las parrafadas declamatorias y el estilo parlamentario, con las hinchadas amplificaciones y el Datismo que hicieron las delicias del lector de antaño, el cual era casi siempre del partido, pues el lector neutro apenas existía. Pero la reforma permaneció circunscrita á las partes nobles del periódico, ocupadas por la política, mientras que en la zona interior, donde solían tener cabida los esparcimientos literarios, las columnas se fabricaban con argamasa de odas ó cantos épicos, y con las apelmazadas revistas ó crónicas semanales de teatros ó de costumbres. En esto fué donde puso su mana reformadora Fernanflor, desbrozando lo retórico para dejar más espacio á lo espiritual, y acomodando las dimensiones á la limitada paciencia de un público que cada día tomaba mayor gusto á la multiplicidad de las lecturas y á la intensidad de las impresiones.

Recuerdo haber disputado amistosamente con Fernanflor acerca de este punto, rebatiéndole yo lo que juzgaba monomanía de la brevedad; recuerde también que, años adelante, convencido por la experiencia de que no debemos decir con veinte palabras lo que fácilmente se expresa con cinco, le declaré vencedor en aquellas polémicas. Habían pasado algunos años en que la transformación del estilo de periódicos daba el triunfo á la concisión; y al interés sobre las estiradas retóricas, y en que la Prensa se había convertido de linfática en sanguínea, y de adiposa en muscular. Por mi parte, no debí mi conversión, si así puede llamarse, á, la práctica del periodismo, abandonado ya por mí, en aquel tiempo, sino al Teatro, que es grande ejercicio y aprendizaje de sobriedad. Así lo dije á Fernanflor, y convinimos en que Teatro y Prensa tienen cierto aire de familia, señal de parentesco remoto, por la dirección sintética que en uno y otra llevan los pensamientos, y por el carácter de momentaneidad que forzosamente ha de tener la acción de dichos pensamientos sobre el ánimo de lector ó público.

El moderno estilo de Crónicas, composición corta, como esbozo de obra dramática ó novelesca, y que en su intensa realidad trae á las veces tan hondo humanismo, y todos los gemidos y vibraciones de la inquietud social, tuvo en Fernanflor un maestro infatigable, que andando demostraba el movimiento. Sus Cartas á mi tío, en las cuales el vuelo imaginativo no pierde nunca de vista en actualidad, son ejemplar modelo de la aplicación del arte literario al periodismo, y por la donosura y el delicado humorismo que contienen, no sólo amenizan la hoja de cada día, sino que dan á ésta la permanencia y gravedad del libro. Con igual fortuna cultivó Fernanflor la novela chica y el cuento, que es la máxima condensación de un asunto en forma sugestiva, ingénua, infantil, con la inocente marrullería de los niños terribles, que filosofan sin saberlo y expresan las grandes verdades, cándidamente atrevidos á la manera de los locos, que son realmente personas mayores retro llevadas al criterio elemental y embrionario de la infancia. El gran periodista Fernández Flórez fué propagador infatigable de los cuentos, viendo en esta graciosa literatura el filón de amenidad más apropiado á la renovación diaria, que es carácter fundamental de la Prensa moderna. Comprendió que el lector miraba ya con hastío y desconfianza el se continuará de los novelones, y quería saborear de una sentada todas las emociones de un asunto.

Pero la introducción del cuento en nuestros métodos literarios de trabajo no era empresa fácil, pues los escritores de acá propendíamos á las longitudes y á dormirnos sobre las cuartillas, sin duda porque la gran correa de nuestro idioma facilita el fraseo, el desarrollo verbal, y éstos desatan, sin sentirlo, la sarta analítica de las ideas. Unicamente Trueba y Fernán-Caballero habían acertado en el género, conteniéndolo sistemáticamente dentro del molde de la ideación y de la cháchara pueriles. No colmaba esto las aspiraciones del maestro, que para nutrir el periódico quería más pasión humana y algo menos de candor escolar, forma vigorosa, y argumentos derivados de las costumbres generales. De este modo, el género se engrandecía, aumentaba en valor literario y eficacia moral, sin perder sus cualidades propiamente castizas: el sentido apológico y la brevedad epigramática. Que Fernanflor reforzó con el ejemplo su incansable propaganda en tal materia literaria y periodística, bien claro lo demuestra este volumen, en que El Liberal saca de nuevo á luz todos los cuentos de su ilustre Presidente. Es una colección interesantísima, que si en su primera salida tuvo muchos lectores, hoy ha de tener más, por la mayor afición de los españoles al puro recreo literario. La lectura febril del periódico, en muchos casos con interés ardiente, en otros con el solo fin de saber lo que pasa en el mundo, matando dulcemente las horas, despierta el gusto de otras lecturas. La Prensa buena ó mala, que en esto de la maldad ó bondad de los periódicos no hay medida para todos los gustos ni puede haberla, es el despertador de los pueblos dormidos y el acicate contra perezosos del entendimiento. No dudemos de que hoy se lee más que ayer, y de que un ameno libro encuentra cada día más favorable ambiente. El pesimismo español, nota culminante de nuestra época, no puede dejar de ser, en este terreno de la cultura por las letras de molde, un pesimismo relativo. Vengan Gobiernos que acometan resueltamente la extinción de los analfabetos; añádase un cordial acuerdo con las naciones hispano-americanas, estableciendo aquí y allá el debido respeto á la paternidad literaria, y á la vuelta de veinte años, el imperio español, que políticamente es uno de los más inverosímiles ensueños, será realidad en el orden espiritual constituido bajo la majestad del idioma.

Válgame esta digresión para confirmar mi esperanza de que á los Cuentos de Fernanflor acudan hoy más lectores que acudieron en su primera salida. Veintidós historietas forman el tomo, á cuál más entretenida y amena. En algunas resplandece la ingenuidad infantil, que es la tradición del género; en otras, nos trae el cuentista gallardamente al mundo de las personas mayores; las figuras se agrandan y los problemas morales se complican. Hombres y niños aparecen juntos en otras; las hembras, en muchas, ostentan su natural imperio sobre la familia humana. Las hay que parecen planes de obras psicológicas, y que habrían podido serlo, si él autor se hubiera decidido á quebrantar su terco propósito de brevedad. Bocetos de novelas y aun de dramas veo en algunos de éstos lindos cuentos, escritos para la emoción de un instante, imágenes rapidísimas de la existencia, mirada por sus lados más interesantes, la duda, la pasión, la fe.

Encabeza la colección La Nochebuena de Periquín, seductor relato de aventuras de chiquillos, con todas las de la ley, misterio, candor y piedad, y la termina Mientras haya rosas, poema corto, fugaz, contado en cuatro rasgos de pluma, y que debe su principal encanto al arte de condensar el pensamiento en una exquisita miniatura. Entre estos jalones plantados al comienzo y fin del tomo, diversos asuntos cautivan y embelesan al lector. Como escena iluminada por un relámpago, aparece la original historia de Los ojos verdes, verdad humana rematada con la más donosa inverosimilitud. Toda la gracia del cuento está en lo que no puede ser. El número 6, de carácter lúgubre, presenta una justicia aterradora, un fondo sombrío, tipos de rudeza campesina, magistralmente trazados con línea vigorosa. La Escalera es un cuento delicioso, epigramático, de la más genuina casta cuentista: nada más gracioso que el suicidio final. En El Padre Eterno es encantadora la impresión descriptiva de la Naturaleza; y en El Sueño nos cautiva la pompa chinesca del llamado Mantón de Manila, bellísima prenda de vestir... cuando es bella la mujer que ciñe con ella su cuerpo. El Beso, La Escondida Senda, Sólo por verla son instantáneas en las que el artista sorprende una actitud, y de ella obtiene la idea moral ó el ejemplo parabólico en visión rapidísima. Hermosas y tristes páginas son En alta mar y Funerales extraños; la primera, el acto de dar sepultura al cadáver de una hermosa mujer en la inmensidad del Océano; la segunda, el sepelio de un clown, con requiem mixto de lágrimas y risas. En el rostro del infeliz Pepino, la expresión mortuoria evoca en los que lo miran el recuerdo de sus desatinadas gracias, y hasta el cura que arroja con el hisopo gotas de agua bendita sobre las amarillas facciones del payaso, no puede poner en las suyas el mohín aflictivo que piden así el ritual como la piedad humana. Las Cartas de Rosa nos ofrecen un bosquejo, en vaga mancha de acuarela, del eterno poema de la juventud sin juicio: por no tenerlo es interesante. Los enamorados, faltando á todos los principios, mayormente á los económicos, dan al arte materia de graciosos ensueños, y realizan la vida intensa y libre, fuera del acompasado ritmo del vivir social.

Admiro, en fin, los Cuentos de Fernanflor por la rica variedad en los asuntos y en los fines sintéticas, que en reducido espacio nos descubren segmentos interesantes de la ideal esfera, en que, al modo de constelaciones, brillan nuestros dolores, nuestras penas, el infinito anhelo del bien y de la belleza, y los no menos grandes desengaños y contratiempos que componen la vida, Astrónomo de ese firmamento es el Arte. Dichosos los que tienen ojos para ver las constelaciones y maña para reproducirlas. En este segundo libro de las obras de Fernanflor, vemos y celebramos lindas imágenes chicas de cosas grandes.

B. Pérez Galdós

Madrid, Junio de 1904.

La Nochebuena de Periquín

Dedicado á Isabelita Roma Ratazzi.

I

En aquella noche de velada universal, el placer se ocultaba, como el ascua entre la ceniza, detrás de las paredes: en el fondo de los palacios y de los chiribitiles; bien cerradas las puertas, mejor cerradas aún las ventanas. Ni sonar de panderos, ni redoblar de tambores, ni chirriar de chicharras.

¡Aquel siempre glorioso aniversario del Nacimiento del Hijo de Dios fué todo nieve, silencio y soledad en las calles!

¡Veinticuatro de Diciembre! En esta noche de redención tiene derecho á compartir nuestra cena y á calentarse al fuego de nuestro hogar el mendigo más miserable.

Sin esta costumbre de la piedad cristiana... ¿qué hubiera sido de Periquín?

¡Periquín! Seguid esas huellas que dos pequeños pies descalzos han dejado sobre la nieve, y le encontraréis.

Si, es Periquín: el lazarillo de Roque el ciego, un rapaz de ocho años; endeble, enfermizo, de rubio, abundante y enmarañado cabello. Parece un esqueleto que se revuelve entre harapos.

Pero no creáis que Periquín es uno de esos granujas que viven y crecen abandonados en las calles, con el sello de la abyección en la frente, desde su más tierna edad predestinados para el vicio y el crimen. Es pobre, es solo y está desamparado; pero en sus grandes ojos azules, hechos á llorar desde el nacer, llenos de miedo hacia los hombres y las cosas del mundo, transparentase la serenidad de un alma toda dolor y toda inocencia.

¿Por qué Periquín se encuentra en la calle y no en la buhardilla de Roque? O ¿por qué Roque no está, como de costumbre, al lado de Periquín?

Periquín no era hijo, ni quizás pariente de Roque; era sólo su víctima. ¿Desde cuándo estaba con el ciego? No lo sabía. Sabia únicamente que Roque le pegaba todas las noches cuando volvían de pordiosear, el uno hambriento y lloroso, el otro blasfemador y borracho.—Acordábase de que un día huyó de casa del ciego, y que los vecinos del barrio le cogieron y le entregaron á Roque, el cual le agarró por la nuca y á correazos le puso la espalda en carne viva, para precaver así cualquier arranque de independencia... Resignóse, pues, á vivir temblando bajo el poder del ciego. Y ¿á dónde hubiera ido él con sus ocho años y su historia desconocida, vestido de harapos, lleno de miseria, deshecho en lágrimas?...

Pero en la noche del Santo Aniversario, Roque volvía á su zaquizamí de la calle del Fúcar, después de haber recorrido muchas tabernas cantando y bebiendo. Bebiendo y cantando en honor de la Vírgen Madre, del parto divino, del Niño Dios y de los Reyes de Oriente. Y algo extraño le pasaba. Bamboleábase más que de costumbre, y no maltrataba á su lazarillo ni maldecía. Pero de cuando en cuando abría desmesuradamente los ojos y miraba á Periquín con indefinible terror. Al subir por la escalera tropezó, y articuló un ronquido estertoroso. Su rostro, cruel y estúpido, contrájose horriblemente. Y dentro ya de su estrecha y obscura buhardilla, tendió los brazos hacia adelante, como quien busca un apoyo, y diciendo... «¡Jesús!... ¡me muero!...» se desplomó cadáver.

Era la primera vez que Periquín vela un muerto. Aquel cuerpo, rígidamente tendido sobre las baldosas, le causó estupefacción. Instintivamente comprendió que la fiera había dejado de hacer daño. Pero el ciego muerto le inspiraba más miedo aún que vivo. El horror le impedía alegrarse... ni moverse. ¡Ni se atrevía á gritar, temiendo que á sus gritos resucitase el ciego!

Y aunque hubiera gritado, no le hubieran oído.

¿Cómo habían de oírle las gentes de la casa?... En las celdillas de aquella gran colmena nunca hubo alegría tan ruidosa... Unos atizaban el fuego; cantaban otros al compás del chisporroteo de las astillas y al chasquido de las castañas puestas entre el rescoldo; cuáles reían á carcajadas, ó acompañaban los cantares con mal tañidos y no bien pergeñados instrumentos. ¡Los gritos del niño se hubieran perdido en la baraúnda enloquecedora de las familias pobres que se divierten!

Sólo en un cuchitril próximo sintióse ruido como de abrirse una puerta y salir tropel de gente al pasillo; gente que pasó por delante de la buhardilla del ciego, rasgueando bandurrias y guitarras, y cantando la copla:


¡Esta noche es Nochebuena,
y mañana Navidad;
dame la bota, morena,
que me quiero emborrachar!


Periquín hizo un esfuerzo supremo, y encontrando fuerzas en su mismo terror, lanzóse fuera de aquel tugurio; bajó casi rodando la escalera; salvó de un salto el umbral de la puerta de la casa, y echó á correr con Ímpetu, sin rumbo, entre la nieve, trémulo, desatentado!...

¡Y corría y corría, como si la sombra de Roque le fuera siguiendo!

II

Al cabo le fué preciso detenerse ó caer exánime.

Miró entonces... Encontrábase en una irregular plazoleta, cuya línea más extensa estaba formada por un edificio de carácter monumental. Anunciábale como habitación de un magnate su portada, de esbeltas columnas, rodeadas, como tirsos, por guirnaldas y cuyos adornos esculturales subían, revistiendo el grande balcón central, hasta engarzar un ancho escudo que sobre grifos y angelones y coronando el edificio, rompía la inmensa línea del alero.

Periquín sudaba á chorros; su frente ardía, sus pies estaban doloridos ó hinchados.

No viendo más que sombras y nieve, corrió al hueco de la puerta que tenía delante; arrinconóse en él; cubrióse el pecho con sus brazos para darse calor, y así, material y moralmente reconcentrado, rompió á llorar... ¡Llorar; único y triste consuelo! de su infancia desventurada!

Pero el vientecillo de la noche le cortaba la piel, y la nieve seguía cayendo. Los recuerdos de su pena huyeron ante un nuevo dolor. Dejó de llorar de tristeza, y lloró de frío.

De pronto un ruido extraordinario le hizo levantar la cabeza, y miró tímidamente.

Delante de él acababa de parar una carroza. Bajó el lacayo, abrió la portezuela, y Periquín, á través de sus lágrimas, vió una mujer vestida de blanco.

Detrás de la puerta sonó el complicado herraje de la cerradura, y una de las hojas giró pesadamente para dar entrada á la dama del coche.

—¿Qué es... esto?—preguntó ella, reparando en aquel extraño bulto.

Acercóse el lacayo, y olfateando á Periquín á modo de sabueso, y aplicándole un puntapié como última prueba de reconocimiento, dijo:

—Señora, es un granujilla que tiene frío y que no tiene casa, y que viene aquí á llenar de miseria la puerta del palacio.

La dama pasó.

—¡Dame la fusta, Juan—dijo el lacayo al cochero,—y verás qué pronto hago entrar en calor á este canalleja!...

Pero el cochero le contestó:

—¡Hombre! ¿Te parece á tí que estoy para perder el tiempo?... Mi mujer y mis hijos, y unas buenas brasas y una soberbia cena me están esperando. ¿Qué nos importa á nosotros ese chicuelo?...

El carruaje partió á todo el correr de los caballos.

La aparición de aquella mujer fué para Periquín un relámpago de esperanza. El cielo se había abierto en una visión resplandeciente... Mas ¡ay! que se encontraba en mayor obscuridad que nunca. A la esperanza perdida sucedió, como siempre, un nuevo temor. Era, en verdad, un triste rincón de muerte aquella puerta; ¡pero al menos podía morir allí tranquilo!... Y quizás el portero y los criados de la casa iban á salir, y le arrojarían de allí á palos para que muriera en mitad del arroyo, entre charcos de agua helada; mordido quizás por los perros; sepultado, vivo aún, bajo la nieve...

¡Morir, sí... que la muerte de hielo le iba subiendo ya por las piernas y le agarrotaba los brazos!

¡El recuerdo de la buhardilla, donde yacía en soledad espantosa el cadáver del ciego, cruzó entonces por la mente de Periquín como un refugio de salvación, y pensó en volver á la calle del Fúcar, y quiso levantarse!

¡Infeliz, no podía moverse!

¡Periquín abrió los labios y rezó...!

Pero al subir la escalera, la dama del vestido blanco había dicho:

—¡Bernardo, que hagan entrar á ese niño, y que le pongan otro vestido, y que le den lumbre, y cena y cama, y que no salga de aquí sin una buena limosna...!

Un minuto de atención de la dama había bastado para cambiar en gozo la pena de Periquín.

¡Sí! ¡Ya se abren las puertas del palacio; ya salen criados vestidos con libreas de gala; ya cogen y meten dentro á Periquín!

¡Dios mío! ¡Cuán fácilmente puede hacer el bien el poderoso!

III

La dama del vestido blanco era doña Matilde Monzón de Alderete, condesa del Berrocal, esposa de D. Braulio de Torrejoncillo y Zúñiga, embajador que fué en París, cuando París estaba en la China y la China no estaba en el mundo; y era la más ilustre, y la más rica, y la más hermosa, y la más elegante de cuantas daban esplendor á la corte del señor rey D. Carlos IV y de la señora reina doña María Luisa.

Tales cosas y tan honoríficas le habían acontecido, que entraba en su palacio con el rostro radiante de felicidad. Tenía razón para creerse dichosa. Aquel 24 de Diciembre, doña Matilde estaba de guardia en el cuarto de María Luisa, y con temor de que la augusta señora le dispensase la honra de retenerla toda la noche á su cuidado; porque era vieja costumbre de los condes celebrar el Nacimiento de Dios reuniendo en su casa y en magnífica fiesta á todos los Zúñigas y Torrejoncillos. Monzones y Alderetes que se encontrasen en Madrid y disfrutasen de salud: damas y caballeros, ancianos y niños, ricos y pobres.

Pero no bien el reloj de soneria de la antecámara repitió su música de campanario y dió las nueve, salió un ujier del regio camarín y dijo á la sin par hermosura de su excelencia que S. M. deseaba hablarla. La reina le llamaba para despedirla; y á tal punto llevaba su extrema bondad, que con sus propias reales manos le entregaba una pequeña figura de cera, vestida con primor, y que representaba un rey negro, para que la pusiera en el Nacimiento de Isabelita. Isabelita era la hija de los condes. Manifestó doña Matilde su gratitud en vivas frases, é inclinándose ante María Luisa con respetuosa sencillez, como quien rinde homenaje á una reina que suele muchas veces mostrarse amiga, ó á una amiga que alguna vez suele acordarse de que es reina, salió del camarín con el precioso muñeco en brazos... á tiempo en que se entraba por la antecámara, sin previo aviso, el señor D: Manuel Godoy, príncipe de la Paz, duque de la Alcudia y de Sueca, soñador de un reino en el Algarbe. El cual, apartándose, dobló graciosamente el cuerpo, y puesta la izquierda mano en la cintura, y bajando la derecha hasta tocar con el sombrero en la alfombra, la dijo: ¡Soberbia nodriza!...

Una gran fiesta en perspectiva; un regalo, tres veces augusto, para el amor de sus amores, y una flor galante calda de los labios del verdadero rey de España, bien podían regocijar los cascos de una dama de aquel tiempo.

Aguardaban ya en el salón el conde y los parientes y los amigos; y así se lo dijo á la condesa la respetable aya de Isabelita, madame Courtois, venida de París con la embajada; pero doña Matilde entró en su tocador, y los convidados esperaron aún otra hora.

Y no fué mucho, si se atiende á que cincuenta minutos los invirtió en ponerse un lunar en el rostro, costumbre que jamás perdió desde que vino de Francia. Primero se le puso en la sien, y acaso le pareció parche microscópico medicinal; después sobre el labio, y no le gustó verle tan cerca de la nariz; y le hizo viajar por aquel paraíso hasta dejarle en la mejilla como enterrado en el hoyuelo de la risa. Se perfumó, se blanqueó, se adornó, y poniéndose delante de un gran espejo, torció gallardamente la cintura por admirar una vez más las formas de su cuerpo, y exclamó:

—¡A pesar de mis treinta y cinco, seré hoy la más hermosa de todas! ¡Vamos!

Pero al salir del tocador le cortaron el paso alborotadamente madame Courtois y dos niños.

Uno de ellos era Isabelita.

—Y este caballerito... tan elegante, ¿quién es?—preguntó la condesa.—¿Cómo te llamas?...

—¡Este es el pobre.!—exclamó Isabel con su vocecita de plata.

—Yo—contestó el niño tímidamente y fijando sus grandes ojos del color del cielo en el rostro de doña Matilde—yo me llamo... ¡Periquín!...

IV

Como la señora doña Justa, antigua doncella de la madre de la condesa, tenía las llaves de los roperos, á ella vino á parar el niño.

—¡Jesús!—exclamó la buena señora al verle llegar entre dos lacayos—; pero ¿qué me traéis aquí? ¡Si esto es un pedazo de hielo! Y ¡qué harapos! Y ¡cómo chorrea!... Pronto, pronto,¡secadlo, envolvedlo en una manta, ponedlo cerca de la lumbre! ¡Desgraciado, cuánta miseria hay en el mundo! ¡Qué padres! ¡Si no tendrá padres! ¡Jesús!—volvió á decir, tocándole en sus brazos desnudos.—¡Quema de frío! ¡Vamos, dadle friegas en todo el cuerpo! ¡Bárbaros, que le hacéis mal! ¡Así, bien!... Voy á sacar alguna ropa de desecho del señorito Luis para vestirlo.

—La ropa de desecho del señorito Luis es para el sobrino del ayuda de cámara de S. E.—le interrumpió un lacayo...

—¿Te quieres callar? Bastante quedará para el sobrino de ese gabacho. ¡Nos vino Dios á ver con la dichosa embajada! Y el mosiú pase, pero... ¿y su mujer, que es la deshonra de la casa y que, como no la entiendo, me parece que me insulta en francés? ¡Qué aya para doña Isabelita! ¡Si la va á pervertir! Si la pobre niña lo mismo ya habla el francés que el español. ¡Jesús, Jesús, y cómo va el mundo! Bien dice el padre capellán que de todo tiene la culpa Napoleón.

Periquín dió un prolongado suspiro. Volvia á vivir, y volvia á quejarse.

Doña Justa despidió á los criados; puso agua templada en una palangana, y vertió en ella un chorrito de Esencia de Circasia, procedente sin duda del tocador de la señora. La esencia perfumó todo el cuarto.

Doña Justa aspiró el aroma con fuertes resoplidos de nariz, y luego exclamó para descargar su conciencia de este pecado de voluptuosidad:

—¡Jesús, no sé cómo Dios permite que los franceses hagan estas cosas que huelen tan bien!...

Abrió una cómoda y después un ropero, y sacó calcetas y calzoncillos de algodón, una camisa de finísimo lienzo con chorrerita de gusto ya entonces antiguo, unos pantalones de paño de grana, un chaleco blanco con botonadura de cristal, y una chaquetilla de color de tabaco con dibujos de trencilla negra, á modo de marsellés y según el estilo de la manolería... No eran menos lujosos los zapatitos con hebillas de nácar, ni la chalina de raso azul que sacó luego.

—Ven aquí, hijo mío, que te voy á poner hecho todo un príncipe de Asturias.—Y sentando sobre sus rodillas al asombrado, regenerado y perfumado Periquín, que le miraba con alegre esperanza, no limpia completamente de susto, empezó á vestirle.

—La señora es buena, muy buena—decía doña Justa, vistiéndole—; pero tú, pobrecito mío, no estarías tan majo si yo no supiera que ese francés, ocupado en darse tono por el salón, no te verá la ropa... Y aunque la vea, ¿qué? ¿No es más justo que la gaste el hijo de un español que no el sobrino de un francés?...

—Y ¡es muy guapo! Y ¡cómo se deja vestir! No se parece al señorito, que me pega cada pescozón y cada bocado... Ya, pero el señorito es noble y mayorazgo, y éste... ¿Pero qué quieres, chico?...

Periquín había visto sobre una cómoda un gran trozo de bizcocho y alargaba el brazo para cogerlo. ¡Tal era su hambre!

—No, hijito, no—dijo doña Justa—que ese bizcocho es mío y para mi, y no es del sobrino de Mr. Courtois. Pero ¡toma!—y sacó de una alacena un pedazo de pan.

El niño lo devoró en un momento.

Y ahora que ya estás hecho un sol, ¡á la cocina!...

—¿Dónde está, dónde está? ¡Quiero verle!—dijo en esto una voz infantil en el pasillo.

—¡No tan de prisa, ma petite!—dijo otra voz; y se oyó ruido de gente que venía corriendo.

—¡La señorita Isabel! ¡El aya!—exclamó doña Justa.

Una preciosa niña de cinco ó seis años entró, bulliciosamente, como una paloma que revolotea, en el cuarto de doña Justa.

—¿Dónde está el pobre? ¡Que me enseñen al pobre!—decía.

Y viendo al otro niño, se le plantó frente á frente; le miró de los pies á la cabeza, y soltando como un alegre canto su risa, le echó al cuello los brazos y le dió un beso en un carrillo, diciendo:

Comm'il est gentil!

Madame Courtois soltó la carcajada. Doña Justa se santiguó y dejó caer sobre la conciencia del siglo estas palabras:

—¡Qué época. Dios santo!

En cuanto á Periquín, se quedó confuso, abrió y cerró los ojos, se puso encarnado y se sonrió al fin, quizás por la primera vez de su vida.

No había entendido el francés... Pero había entendido el beso.

V

Ni los razonamientos, ni los halagos, ni las súplicas, pudieron evitar la desgracia que se venía sobre el blasón de los Monzones, Alderetes y demás góticos apellidos. Isabelita se arrojó, llorando, sobre la otomana del tocador, y afirmó, entre los hipos lastimosos de su cólera y su pena, que no entraría en el salón si no la dejaban llevar á Periquín de chevalier servant ó de cortejo.

—Pero, niña, ¿por que?—le preguntó su madre.

—Porque sí; porque es rubio, y porque es espigadito, y porque tiene los ojos azules, y sobre todo, porque es el último que he visto.

Quedóse doña Matilde como petrificada al oir tan absurda pretensión. ¡Su hija del brazo de un mendigo en la fiesta! ¡Y de un mendigo que había recibido un puntapié poco antes de uno de los lacayos! ¡Su hija complaciéndose en ser dama de aquel granuja recién dorado, en mal hora, y por compasión, venido á su casa, y que por todo abolengo, ejecutoria y respetabilidad, traía el nombre—ni el nombre—el alias de Periquín!

La condesa volvió los ojos para no ver la cara de su hija. No podía negarse á ninguno de sus caprichos mirándola. Y en verdad que jamás fué disculpado por tal conjunto de gracias un carácter ligero y voluntarioso, nacido en la fortuna y educado en el mimo. No era el rostro de Isabelita notable por la armonía de sus lineas; no era tampoco de esa belleza germánica de nieve y oro, tipo del hada y de la ondina. Era un rostro de incorrectos perfiles que tenia algo respingadilla la nariz, de un moreno desvanecido casi hasta dejar de parecerlo, y de mejillas coloradas como amapolas. Sus ojos eran su verdadero encanto, el imán que le atraía todos los corazones, el embebecimiento de sus padres, el tema obligado y jamás molesto de la conversación de parientes y amigos. Sus ojos eran la alegría, la luz, la felicidad, la perturbación de la casa; ojos que eran todo su rostro; ojos grandes, cuyas negras pupilas parecían abismos de lágrimas en sus penas, tempestades en su cólera, diamantes de deslumbradoras luces en sus alegrías.

¡Si en alguna ocasión Isabel se olvidaba de si misma y la mujer diablillo se convertía en estatua, Isabel, como una flor que se cierra, perdía sus más vivos colores, sus más alegres reflejos, su más poderosa seducción; perdía su alma, que era toda actividad de nobles instintos y de irreflexivos movimientos; su alma, cuya luz se veía palpitar en su rostro encendido y sonriente, como la del sol si le miramos á través de una rosa!

Siendo la condesa madre, y siendo madre de tal preciosidad, la orden general de todos los días debía ser ésta: ¿Isabelita lo quiere? ¡Pues hágase lo que quiere Isabelita!

Pero la pretensión de aquel momento le pareció á doña Matilde un delirio... Y como la única persona que tenía influencia sobre Isabel era su aya, volvió los ojos con aire turbado hacia madame Courtois.

Desgraciadamente, esta recia, fresca y rubia señora tenía su orgullo—y acaso el fundamento de su prestigio—en mostrarse más cariñosa con Isabel que la misma doña Matilde. Y para mayor desventura, madame Courtois, según murmuración del capellán de la casa, habla tenido relaciones amorosas con Voltaire. El aya encontró, pues, muy natural el deseo de la niña, y expuso una tesis que dió pretexto á la condesa para ceder. Y fué la siguiente: que si bien ella conceptuaría indigno de la prosapia de tan altos señores casar á Isabelita con un desventurado sin abuelos, como Periquín, no se hablaba de un bodorrio aquella noche, puesto que Mademoiselle sólo trataba de pasar alegremente el rato con un petit monsieur que le parecía bien, aunque plebeyo, por ser lindo y galán, sin que esta deplorable confusión de categorías pudiera obligarles en lo futuro, siendo breve amistad que duraría lo que duran las flores y los caprichos de los niños.

Y para reforzar su dictamen enumeró clarísimamente, salvo algún error en la pronunciación, los apellidos de las infinitas señoras de la corte cuya conducta era ejemplo de esta fraternidad, puramente civil, de todas las clases.

La verdad tiene una elocuencia irresistible. Como entre los nombres citados por el aya, estaban casi todos los de su parentela, tranquila ya doña Matilde en sus puntillos de honra, dió su autorización para aquel galanteo de una velada.

—Conque al salón, y... ¡ya verás lo que nos divertimos!—dijo Isabelita colgándose del brazo de Periquín.

La condesa y el aya les seguían riendo. La condesa empezaba á interesarse por aquel niño. ¡Cuando los afectos caen en un corazón generoso, se desarrollan con súbita abundancia!

Atravesaron varias salas, revestidas unas de tapices, otras de armas y cuadros, y al fin llegaron á la puerta del salón principal: destacábase como la boca de un horno encendido, en obscura pared; y salian por ella, en vapores tormentosos, el calor y el ruido de la fiesta.

Isabelita tiró del brazo á Periquín y le preguntó:

—¿Sabes tú hablar francés?

¡Oh, dichosa inocencia, que no debió ser malicia! ¡Oh, feliz desconocimiento del organismo de las lenguas!... Quedóse Periquín así como quien hace memoria, y debió de hacerla, en efecto, pues diciendo á Isabelita:—¿No es así como se habla?—la devolvió sencillamente aquel beso con que la niña, saludándole en gringo, habla escandalizado á doña Justa.

Bajo tan buenos auspicios entraron en el salón.

VI

Cuando Periquín entró y miró, lo primero que hizo fué santiguarse.

Isabel soltó una carcajada, y volviéndose hacia su madre, dijo:

—Mamá, ¿si creerá que entra en la iglesia? Esto habla creído, en efecto, el niño.

El salón era inmenso y de altísima techumbre. Dos de los lienzos de pared tenían puertas; los otros, que formaban los frentes, ninguna. En uno de estos últimos habla un escenario, propio de un teatro para actores niños, y de vistoso telón. Por los otros tres lienzos corría un aparador, sólo interrumpiéndose para dejar Ubres las puertas, y descansaban sobre él grupos de barro y talla, que figuraban escenas de la Sagrada Biblia. El lienzo que daba frente al teatrillo, y que era el principal, estaba ocupado por un Nacimiento, pobladísimo de figuras de talla, barro y cera; fabricado de rocas de cartón; de árboles y plantas de lienzo y papel; de casas de madera; de arroyos, lagos y cascadas de cristal. El techo era un fresco que representaba la apoteosis de los Torrejoncillos y Zúñigas, Monzones y Alderetes. Los condes podían ver desde el estrado á sus ascendientes gozando de Dios, como por incontrovertible derecho les correspondía. Sostenían el cornisamento columnas empotradas en las paredes, y entre columna y columna pendían de cordones magníficos cuadros. Alzábase uno, disforme, en el testero del salón, sobre el Nacimiento, que parecía figurar un manzano cargadísimo de fruto; pero luego se vela que no eran manzanas, sino retratos de ilustres cabezas. Y como complemento de este frutal genealógico, formábale marco una brillante cenefa heráldica.

¡Jamás el ingenio de Churriguera deliró como en la ornamentación de aquel recinto! ¡Aquellas cornisas truncadas; aquellas ventrudas columnas; aquellas puertas de jambas, con triglifos; aquellos medallones con marcos de cornucopias; aquellos ángeles, sátiros y dragoncillos escondidos entre parrales, ó que se descolgaban por las columnas desde el techo al salón; aquel laberinto de escaroladuras, entortijaciones y hojarasca, era un poema de Góngora esculpido en madera y yeso!

Alumbraban el salón grandes arañas de cristal recargadas de chupadores; candelabros que salían de la pared como manojos de sarmientos de oro, y número incalculable de vasos de color, farolillos y candelitas, puestos formando dibujos, ó al capricho, alrededor de los grupos bíblicos y por montes, valles y laderas del Nacimiento.

En divanes y taburetes, en sillas y sillones puestos en formación delante de aquellos tinglados, discurriendo en parejas, arremolinándose en grupos ó contemplando la minuciosa copia de alguna escena sagrada, encontrábanse allí los parientes de los condes y sus amigos; la flor de la sociedad, deshojada sobre la alfombra, en damas, señorones, petimetres y niños. Ellas vestían sus túnicas de estatua, sus muselinas venidas del Asia con las flotas de Cádiz, y pintadas á pincel, ó con dibujos de abalorios ó de lentejuelas; y traían sobre sus cabezas en continuo temblor airones de brillantes y de plumas. Ellos lucían casacones de terciopelo, rasos y sargas que hacían tornasol, bordados de dibujos de ramaje, flores, grecas y cordonería, con sedas, plata y oro; y pelucas bien, ensebadas y mejor espolvoreadas.

Si Periquín hubiera sido poeta, hubiera comparado este conjunto de colores, luz y movimiento, á una concha de nácares vivísimos en que celebrasen una fiesta multitud de insectos fosforescentes. Aquel espectáculo le produjo una emoción de sorpresa y placer que le era casi dolorosa. Pero no podía juzgar de nada. Sólo veía una confusión de dorados; una confusión de gentes; una confusión de luces; una confusión de confusiones.

La aparición de la condesa produjo en el salón murmullo y movimiento, como los que debe promover en una colmena la entrada de la abeja reina. Todos se acercaron á ella; quién á saludarla, por cumplir; quién á tasar con la mirada el vale: de sus joyas; quién por entregarle al propio tiempo la solicitud de una pensión sobre cualquiera mitra ó de unos cordones, ó de una bandolera, ó de una plaza en el consejo de Castilla; y todos también rodearon á Isabel, y la dijeron flores, y la dieron besos y pusieron sobre la luz del sol la luz de sus ojos.

El conde, el señorito Luis y el capellán fueron los últimos que llegaron á donde estaba doña Matilde.

Minutos después, la conversación general versaba sobre el vestido y tocado de la condesa; sobre el rey moro, regalo de la reina, y sobre los amores de Periquín é Isabelita.

Fuese bondad de alma, cortesía ó adulación para con doña Matilde, todos se mostraban llenos de cuidados, de benevolencia y cariño; y todos buscaban pretextos para hablar, jugar y reir con Isabelita y Periquín. Todos los embromaban, felicitándoles por su boda. Cierto covachuelista, de gran privanza con Godoy, se ofreció á ser padrino de los futuros y de sus más futuros hijos...

En aquel centro de alegría, mimado, acariciado de todos; llena el alma de un dulce calor que le parecía venir de los ojos de Isabelita; confundido en un corro de niños, revoltosos y sonrientes, Periquín fué calmándose; fué perdiendo sus sombríos recuerdos; fué empezando á comprender que también él podía ser dichoso.

Y... ¡cómo no!, si él, que en su miserable existencia callejera y en su escasa edad tenía veneración por los curas, y jamás dejaba de correr á besarles conmovido de respeto la mano, oyó estas palabras de los mismos labios del respetable capellán de la casa:

—¡Ya verás! Cuando yo te case con Isabelita, serás conde, tendrás caballos y carrozas, escopeta y perros, vestidos de terciopelo, y ríos y ríos de oro. ¡Todo cuanto miras, será tuyo!

—¿Todo?...

—Sí.

—¿Y ese Nacimiento, también?

—¡También ese Nacimiento!

—Pues, ¡vamos, Isabelita, vamos á ver si me conviene!—exclamó Periquín.

El capellán, sacando su caja de rapé, tomó dos polvos, y dijo entre uno y otro estornudo:

—¿Cuánto va á que este pobre niño no sabe ni una jota del Catecismo, ni es capaz de ayudará una mala misa?...

Y se fué detrás de ellos hacia el magnífico Nacimiento, que por la solemnidad de la noche era la novedad, el interés, el mejor adorno y la admiración de la fiesta.

VII

¡Nacimiento hermoso sobre toda ponderación!

Si nos dirigiéramos hacia él por la derecha de la sala, como viniendo del escenario, podríamos seguir, cronológicamente, el desarrollo del Santo Misterio.

Esto quiso el capellán que hicieran Periquín é Isabelita.

El Sr. D. Lucas Corchado, respetable clérigo, proveedor del pasto espiritual de la casa, gozaba crédito de orador elocuente. La verdad es que no era menos chabacano que los más reputados entonces; que ingería en sus peroraciones alusiones personales á feligreses y feligresas; y que alguna vez perdía la continencia, hasta el punto de llamar hacia sus filípicas la atención de algún circunstante distraído, tirándole desde el pulpito el bonete. Y no era tan sólo útil en la casa como hablador verboso, húmedo y agresivo y como teólogo sutilísimo; era, sobre esto, maestro de educación de todas las aves de la pajarera; gran chocolatero; pendolista clásico; experto en relojería; artífice sin igual en palillos afiligranados; el primer tijeretista del reino en la fabricación de encajes y cuadros de papel, y repostero con repertorio original y exclusivo de almíbares.

Pero el que poseyese tantas habilidades no excluía que tuviera un corazón lleno de verdadera piedad y de ternura, y su goce más puro era enseñar la Doctrina cristiana á los niños; obra que realizaba pacientísimamente con los de la casa, puesto el libro sobre sus rodillas y el dedo índice bajo la línea ó el pasaje dificultosos.

Encontrábase, pues, en sus glorias, con la idea de mostrar su erudición y ejercer su profesión de maestro explicando el Nacimiento; y conforme iba visitando las esculturas, iba empujando hacia él fondo del salón á cuantas personas podía reunir, á manera de pastor que trata de encerrar su rebaño.

El primer grupo era La Visitación.

—Sepamos, Isabelita—dijo D. Lucas.—¿Recuerdas lo que aprendiste estos días para que hoy pudieras recitarlo? ¡Vaya si te acordarás! ¡Así tuvieras vocación monjil como tienes memoria!... ¡Vaya, no me dejes mal, lucero!...

—Sí, me acuerdo... oiga usted; en tiempo de Heredes vivía en Morón...

—¡En Hebrón!... ¡Isabelita!

—En Hebrón, un varón al que llamaban...

—Un varón justo, y no le llamaban, ni él venía; sino que tenía por nombre...

—¡Pacarías!...

—Zacarías, quieres decir. No le hagan sus mercedes caso. Esta niña está perdiendo la buena pronunciación con tanto hablar el francés... ¡Adelante! El grupo siguiente era La Anunciación. En el centro de un intercolumnio griego, entre dos macetas que alzaban gentilmente sus altísimas varas de azucenas, estaba María. Veíanse por detrás de las columnas magníficas palmeras casi vencidas con el peso del fruto; el ángel descansaba de rodillas sobre una nube de azulados reflejos; Gabriel tenía las alas abiertas y juntas. Parecía una mariposa descansando sobre un lirio.

Rompió su largo silencio Periquín, diciendo maquinalmente:

—«¡Dios te salve ¡oh, María! llena de gracia; el Señor es contigo: bendita tú eres entre todas las mujeres!...»

—¿Quién te ha enseñado eso, Periquín?—le preguntó D. Lucas.

—¡El ciego!...—contestó el pobre muchacho. Y una nube de tristeza pasó por su rostro...

El tercer grupo era el niño San Juan, vestido con un saco de pieles de camello, sustentándose de langosta y de la miel silvestre en el Desierto. Así esperaba la venida de Jesús.

La procesión, engrosándose cada vez más, siguió.

—Y esto, y esto, ¿qué es?—preguntó una voz recia y desagradable.

Era nada menos que el señorito Luis quien hacia la pregunta, alargando el brazo hacia un grupo de talla que figuraba un asno con la boca abierta, como solicitando posada, y sobre el asno un varón de aspecto grave; grupo que descansaba sobre amplia y churrigueresca repisa.

—Ese grupo—le contestó un humanista representa á Balaan oyendo la pregunta que le dirige su burra.

—Qué, ¿también preguntan los burros?—exclamó el ilustre primogénito.

—Si, querido—replicó sosegadamente el humanista.—Sí, ¡también preguntan!

VIII

En esto se encontraron delante del Nacimiento. El padre capellán se volvió hacia los que le seguían, y extendiendo los brazos como para contenerlos en su marcha y reunirlos, dijo:

«¡Damas y caballeros, amados oyentes míos! Vosotros, y sólo vosotros, sois discretos entre cuantos realzan el decoro de este salón, Olimpo de tan magníficos señores; vosotros sólo, porque dejando para las noches de Luzbel, que lo son casi todas, esas conversaciones reprobables sobre galanteos y politiquillas, y sobre chucherías, perendengues y zarandajas de París, honráis la noche de Dios congregándoos para oir su santa palabra, que sale de la impureza de mi boca como raudal del caño de barro! ¡Vosotros sólo...»

Sabe Dios dónde hubiera ido á parar con estos arranques oratorios el capellán, si no se hubiera encontrado interrumpido por el llanto súbito y desesperado de Isabelita...

—Pero, ¿qué es esto? ¿Por qué llora la rosa, el lucero y la maravilla de Madrid?...—preguntaron todos.

—¡Porque—dijo Isabelita—yo había dicho á Periquín que me sabía la explicación muy bien y muy de memoria, y su merced no me deja decirla!...

—Pero, ¿no sabes que has dicho antes una porción de desatinos... hija mía?...

—¡Fué de broma, porque me estaba pellizcando Periquín! Pero lo sé muy bien ¡Déjeme su merced, Sr. D. Lucas!

El fecundo orador dió un suspiro, sintiéndose sin fuerzas para oponerse á la voluntad de la caprichosa reina de aquel salón. Periquín acercó un taburete dorado; y haciéndole pulpito colocóse sobre él Isabelita, la cual, para sostenerse mejor, rodeó con un brazo el cuello de D. Lucas, y dirigiéndose á Periquín, empezó de este modo:

«Quedó cumplida, pues, la profecía de aquel ángel tan hermoso que se apareció á la Virgen... Se había dado un edicto mandando que todas las personas se empadronasen en la ciudad de su nacimiento ó de su origen. José, que pertenecía á la familia del rey David, el elegido de Samuel, el que por casarse con la hija de Saul mató á Goliat y á 200 filísteos, se fué á Belén, donde David había nacido; y sucedió que hallándose allí parió María á su Hijo, y lo envolvió en pañales y recostóle en un pesebre...»

Y alargando su mano derecha, Isabelita señaló el portal de Belén que estaba en el centro del magnífico grupo.

Y continuó:

«...Porque habían llegado tarde y no había sitio para ellos en el mesón.

»Muy serena estaba la noche, muy serena. Los pastores de Belén guardaban el sueño á sus ganados junto á las hogueras, que resplandecían menos que la serenidad de sus rostros y la bondad de sus almas. Y estando con los ojos puestos en el cielo recreándose con las estrellas, vieron un numeroso ejército de la milicia celeste, que, como una banda fulgurosa, se tendía por el espacio y cantaba las alabanzas de Dios.

»Como una estrella que cae y que antes de llegar á tierra se despliega en alas y queda milagrosamente cerniéndose en el aire, así un ángel descendió y vino á ellos y les habló, diciéndoles: «Hoy ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo. Buscadle, rústicos, y le hallaréis reclinado en un pesebre.»

»Y ved los pastores y los pastorcillos corriendo hacia Belén, y á sus rebaños de ovejas y corderos detrás, y con ellos los fieles mastines, y después cuantos hombres y mujeres encuentran en su camino. Allí véis á los pastores de rodillas: sus rostros curtidos expresan sentimiento de cariño, mezclado de admiración; sus labios murmuran oraciones; cruzan sus manos sobre el pecho; doblan también sobre él sus cabezas sin montera, dejando caer sus lágrimas sobre el estiércol. ¡Cuán bien expresan la confusión de tiernos sentimientos que les agita! Traen leche; traen huevos y manteca; traen gallinas y pollos, y cántaros de vino y cantarillas de leche, y frutas y manojos de romero y de flores. ¡Dan á Dios cuanto Dios les ha dado!

»El Niño está en el pesebre, tan blanco y tan sonriente que parece resplandecer, y los pastores le comparan á un gusanito de luz.

»Su cuna es humilde; pero le arrullan los cantos de los ángeles, que como gorriones y golondrinas juegan y cantan en los árboles vecinos y en los tejados de Belén. ¡Es pequeño en la tierra, y ya le teme Heredes el poderoso! ¡Sus pies son tiernezuelos, y han aplastado ya la cabeza de la serpiente!

¡Sus brazos son chiquititos, y bastan para abrazar y para redimir al mundo!

»¡Ya Jesús tiene nombre; ya se llama Jesús!—Jesús quiere decir Salvador.—Lo llamaron así porque el ángel que se apareció á María dijo que así le llamasen; y el que se apareció á Josef en sueños, añadió la razón:—«Porque El hará salvo á su pueblo de los pecados.» El es el Salvador, no de los cuerpos ni de las haciendas, sino de las almas. Jesús quiere decir hermosura, perfección, esperanza, perdón de los pecados, amor eterno. ¡Jesús, dulcísimo nombre...! ¡Bendito, bendito seas!

»Por entonces vinieron del Oriente á Jerusalén unos Magos... Que habían visto en su país una estrella clarísima que anunciaba el nacimiento de un nuevo príncipe. Y aterróse Heredes, ya enfermo de enfermedad de muerte; y cuando supo esta noticia, y la agitación que tal nueva producía en los judíos, congregó á los príncipes de los sacerdotes, los cuales le dijeron que Jesús había de nacer en Belén.

»Y él dijo á los Magos que fuesen á ver al nuevo Rey, y que le avisasen en cuanto le hubiesen visto, para que él también fuese á adorarle. Y partieron los Reyes Magos y apareció nuevamente la estrella. Y la siguieron todos embebecidos, como se sigue una esperanza de eterna felicidad; y la estrella se detuvo sobre Belén.

»¿Cómo podrá compararse esta fiesta que los Reyes ofrecen á Dios, con las fiestas que los hombres ofrecen á los Reyes? Los Magos de Oriente llegan con sus bárbaras servidumbres, y de rodillas le rinden homenaje. Y hacen venir sus camellos y hacen abrir los cofres de sus tesoros, y que sus esclavos arrojen á brazadas, ante la cuna, ánforas, armas, joyas de oro de preciosa cinceladura; telas que parecen tejidas con hilos de la luz del sol, y pintadas con colores de los celajes de Oriente; y queman incienso y mirra, y pareciéndoles aún poca humildad la que así muestran, y complaciéndose y deleitándose en el desprecio de su propia grandeza, con sus propias manos arrancan los preciosos bordados de sus mantos y los ofrecen al Niño.

¡Y también le ofrecen sus cetros y sus coronas!...

»Y uno de ellos, un Rey negro, que es el que véis delante de la Vírgen en este magnífico Nacimiento... con manto de carmín y un turbante coronado por la media luna...»

Una carcajada general cortó la inspirada peroración de Isabelita.

—Pero ¡tonta!—le dijo el mayorazgo—¿no has visto que le hemos cambiado?...

A Isabelita le hablan hecho aprender de memoria, párrafo más ó menos, la relación descriptiva del Nacimiento, escrita por un poeta amigo del escultor; pero no habían podido enseñarla que durante su discurso, el conde, por hacer honor al regalo de María Luisa, sustituiría el Rey legítimo y propio del Nacimiento con el otro Rey advenedizo. Isabelita, que ya se iba cargando de su largo discurso, saltó del pulpito al suelo, y arrastrando consigo á Periquín, echó á correr diciendo:

—¡Vaya!... ¡Que no digo más!

—¡Isabel! ¡Sublime criatura de memoria y de gracia sin igual, ven, por Dios, y dinos cómo los Reyes Magos volvieron á su tierra sin ver á Heredes, y cómo Heredes no dejó niño con vida en toda la comarca!

Así exclamó el capellán.

Pero ella le gritó ya desde lejos:

¡Colorín, colorao, mi cuento se ha acabao!... La sustitución de Rey hecha por el Conde fué interpretada por todos como un rasgo de galantería palaciega, digna de su habilidad diplomática.

Sin embargo, un abate, adjunto á la casa, y natural cortejante de la condesa, cuya más alta misión era avisar al peluquero y traer cosméticos y perfumes, y noticia diaria de los adelantamientos que experimentaban, bajo la tijera y la aguja de las costureras, baqueros, jubones, mantos, escofietas y sombrerillos; arrugado de carnes, como si le hubieran disecado por evaporación; atiplado de voz; fino de nariz; una quisicosa, en fin, que vestía de clérigo á la romana, no encontró tan feliz la inspiración del conde; pues volviéndose á un su amigo, alto y delgado, percha de un pelucón, le dijo con volteriana sonrisa:

—¡Mal ha hecho el conde! ¡Mal ha hecho!

—¿Por qué, hombre?

—¡Porque cuando se tiene unos Reyes como los nuestros, no es diplomático dar pública lección de cómo se ponen y se quitan los Reyes...!

IX

Mr. Courtois en persona acababa de abrir el comedor. Todos se dirigieron á él y entraron por la ancha puerta con el arremolinamiento, la confusión y el rumor sordo con que pasa un aluvión por el ojo de un puente.

El comedor era casi tan espacioso como el salón del Nacimiento. Las puertas estaban cubiertas con tapices flamencos, tejidos con oro y plata, y revestían las paredes Cacerías, en lienzo, de Sniders:

Las chimeneas pudieran servir de alcobas modernas, y tenían un cerco churrigueresco de mármol blanco, en el cual la imaginación del artista había arrojado vegetación fantástica de flores y frutos, y multitud de faunos, ninfas y alados monstruos. En los hogares descansaban árboles casi enteros sobre altos morillos de bronce. De este metal eran también las escaroladas arañas de infinitas bujías. Sobre la mesa brillaba magnífico servicio de plata, y en fuentes y bandejas alzábanse grupos, castillos y agujas de pastas, helados, frutas y dulces; la luz de las arañas se derramaba sobre los manteles chispeando en los vasos y copas de cristal y en la vajilla, produciendo alegría en los ojos. Periquín sintió en el estómago como vagidos de esperanza... Hasta entonces la curiosidad, la rareza de cuanto veía y le pasaba, habíanle embotado el apetito.

Periquín comió y bebió como si no hubiera comido nunca, ó como si no hubiera de volver á comer y á beber en toda su vida.

A ello le convidaban las bromas de Isabel.

Cuando se levantaron de la mesa, Periquín le dijo á su linda pareja:

—¿Sabes una cosa? Pues no te lo quisiera decir; pero se me figura que me pasa lo que le pasaba al ciego... ¡Que estoy algo chispo!

—Señores—dijo la condesa—ya están puestas las sillas en el salón; ¡vamos á ver el Auto!...

Isabelita, que se había separado un momento de Periquín, volvió corriendo hacia él.

—¡Ven, ven! El Rey Baltasar se ha puesto malo, y yo he dicho que tú vas á representar su papel.

—No entiendo lo que dices—exclamó Periquín, andando con cierto movimiento oscilatorio.

—Pues nada, ¡que vas á ser Rey! ¿Te parece poco?

X

Lo que pasó dentro del escenario y detrás del telón mientras damas y caballeros ocupaban las sillas, es imposible decirlo.

Periquín, como Wamba, se negaba rotundamente á ceñirse la corona. Verdad es que era una corona de papel dorado.

Se negaba, porque aseguraba no tener tan buena memoria como Isabelita.

—Pero, ¡bendito de Dios!—le decía ésta, impaciente.—¿No sabrás repetir los versos conforme te los digan?

—Repetirlos... ya es diferente.

—Pues ensayemos: Julianito, ven aquí y apunta unos versos á Periquín.

Julianito era el apuntador.

—¡Allá va eso!—dijo éste sacando del bolsillo un manuscrito.—Repite lo que voy diciendo:

Que la inmensa torre suba a ser támbico pilar, á ser dórica columna, embarazo de los vientos y lisonja de la luna.

Periquín repitió los versos.

—¡Qué bién! ¡Qué bién!—gritaba Julianito.—¡No se ha equivocado más que cuatro veces!

Periquín aceptó, por fin, la corona.

Periquín había dejado de ser Periquín. Sus ademanes eran desenvueltos, fuerte su voz, audaz su mirada, inseguro su paso y sus ojos azules centelleaban.

El Auto sacramental que iba á representarse había sido original de D. Pedro Calderón. En la actualidad pertenecía, por derecho de arreglo, reducción y acomodamiento á las necesidades de aquel teatro y actores liliputienses, al capellán de la casa.

En este Auto, el mayorazgo hacía de Profeta Daniel; Isabelita, de Idolatría; una niña de siete ú ocho años, blanca como la nieve y rubia como el oro, de Vanidad; y de Baltasar, Periquín. Salían, además, en la obra, Pensamiento, Muerte, una Estatua á caballo y músicos.

El Jerez había dado á Periquín arranques de inspiración. Repetía los versos á maravilla y los recitaba con arrogancia.

Pero ocurrióle una cosa particular. Se había olvidado de que todo aquello era una farsa, y creía que era verdad y que realmente sucedía lo que se representaba.

Así es que cuando Idolatría recitaba estos versos:


A tus pies verás que estoy
siempre firme y siempre amante;


y cuando le decía Vanidad:


Siempre, Baltasar constante,
luz de tus discursos soy,


se figuraba que él era un rey, y que las dos lindas niñas estaban enamoradísimas de él.

Su gozo era inmenso, por lo tanto, cuando oía de aquellos labios, hechos de rubíes, estos versos de Calderón:

Idolatría:
Y si á los dioses te igualas
yo por Dios te haré adorar.

Vanidad:
Yo porque puedas volar
dare á tu ambición mis alas.

Idolatría:
Sobre la deidad más suma
coronaré tu arrebol.

Vanidad:
Yo para subir al sol
te haré una escala de pluma.

Idolatría:
Estatuas te labraré
que repitan tu persona.

Vanidad:
Yo al laurel de tu corona
más hojas añadiré.


Si Julianito no le hubiera apuntado después los versos que le correspondían, él los hubiera adivinado. Con admirable soltura y firmeza se dirigió á las dos actrices, y tendiendo los brazos hacia ellas, las dijo profundamente conmovido:


Baltasar:
Dadme los brazos las dos.
¿Quién de Un dulces abrazos
podrá las redes y lazos
romper...?


Pero no contaba con el mayorazgo, que cuando vió que Periquín abrazaba á la niña rubia, que era su prometida fuera de las tablas, le dió un terrible sopapo, derribándole al suelo y diciendo según rezaba el texto:


Daniel:
¡La mano de Dios!


(Confusión en la escena. El Rey Baltasar arremete con el profeta Daniel; La Vanidad huye; La Idolatría da un grito de primera actriz y se desmaya; la condesa y madame Courtois acuden en socorro de Isabelita, y el capellán y un alcalde de casa y corte la cogen y la sacan del salón; lamentos universales; conatos de destile general. El conde y Mr. Courtois buscan á Periquín. Periquín ha desaparecido.)

D. Lucas Corchado, por su parte, junta las manos y exclama:

—¡Y para esto le he corregido yo el Auto á Calderón!

XI

¡Es triste el salón donde se acaba de celebrar la fiesta! Los grandes ramos de flores, ya mustios y que sobre los mármoles de las consolas han deja de caer sus hojas marchitadas; las sillas fuera de línea, revueltas; los servicios de refrescos dejados sobre los muebles; algún objeto caído; el pábilo de las bujías que se consume en el hueco de los candeleros y en las arañas, arrojando llamaradas como ojos de luz que pestañean en las sombras; el chasquido de las arandelas de cristal caldeadas por los besos del fuego!... ¡todo esto es triste!... Y cuando es un salón grandioso, como el de los condes lo era, las tinieblas caen sobre la luz con manchas extrañas; en los tapices se animan las figuras; los retratos de los caballeros de hábito y de las damas de tontillo nos miran con ojos que hieren como espadas de acero; los monstruos de las esculturas se hacen de carne blanda y fría como la de los reptiles, y vienen á nosotros para acariciarnos; el más pequeño ruido detiene nuestra planta, nos suspende el ánimo, ¡nos eriza el cabello!

No es raro, por lo tanto, que Mr. Courtois, al atravesar el salón minutos después de terminada la fiesta, se estremeciese oyendo un gemido prolongado que parecía venir de sitio recóndito.

Repuesto de su primera impresión, Mr. Courtois, con su palmatoria de plata en la mano, se echó á buscar la procedencia de aquel ruido.

Al fin, cuando levantó la falda del aparador que sostenía el grupo de La Visitación, encontró el origen.

—¡Ah, granuja! ¡Te habías escondido aquí huyendo del castigo!... ¡Sal afuera! ¡Pero no salgas, no, que no hace falta!—Y agarrando por una pierna ú Periquín, le sacó arrastrando.

—¡Vamos, ponte en pie, hombre, que quiero yo ver aquí á solas si sabes llevar bien la ropa de mi sobrino! ¡Canalleja!...

Y puso de pie á Periquín.

Pero el niño se tambaleó y amenazó caer.

El ayuda de cámara le hizo guardar el equilibrio aplicándole un cachete.

Periquín murmuró confusamente:

—¡Perdón!

Mr. Courtois se acercó á la habitación inmediata y exclamó:

—¡Bernardo! Apareció un lacayo.

—Lleva á tu cuarto á este chico mientras yo hablo con Su Excelencia.

Mr. Courtois entró en la alcoba del conde. Encontrábase éste en ese crepúsculo de sombras y de ideas con que empieza la noche del sueño.

—¡Señor!... ¡Soy yo!... ¡Courtois!...

—¿Qué ocurre á Isabelita?—preguntó el conde sorprendido.

—Está buena, señor, y durmiendo y soñando como un ángel... sin acordarse de las cosas de la tierra. Es, señor, que ya he encontrado á ese... Periquín.

—¿Y qué?...—preguntó el conde con visible mal humor.

—Que me atrevo á preguntar, en vista de todo lo sucedido, qué es lo que se debe hacer de él.

El conde guardó profundo silencio; y ya creía Mr. Courtois que se había dormido, cuando dijo natural y sencillamente:

—Pues... ¡ponle en la calle!

¿Pensó el conde en Isabelita y quiso separarla para siempre de Periquín?...

Mr. Courtois fué al cuarto del lacayo.

—Mira—le dijo.—Vé por la ropa que trajo este gamin... ¡que no es cosa de que se lleve la de mi sobrino!...

Bernardo volvió con los andrajos del lazarillo empapados aún de agua. Los traía cogiéndolos con

¡as puntas de los dedos.

Periquín luchaba con el atontamiento que le había producido el alcohol; comprendía que estaba enfrente de un peligro, pero no se daba completa cuenta de él. Ante sus ojos pasaban ráfagas luminosas y profundas obscuridades.

Le quitaron su marsellés de trencillas, y sus pantalones de grana, y su chaleco blanco, y sus zapatos de hebillas, y ni la camisa le dejaron.

¡Aquella ropa tenia otro dueño!

Después le vistieron de su antigua miseria.

Y luego lo llevaron al portal y abrieron la puerta, y Mr. Courtois le dió un puntapié y le puso en la calle.

XII

Amanecía.

La plazoleta estaba desierta. La nieve había cesado de caer. La unidad opaca del cielo se rompía en nubes violadas y sucias como vapores de humo. Sobre la esponjada nieve se veían las huellas de un hombre que había pasado. Estas huellas encharcadas eran huellas de unos zapatos, grandes como zuecos, y se repetían de esquina á esquina de las calles con simetría y regularidad propias de los pasos de un hombre que va y viene y pasa la noche en vela por oficio. En electo, al revolver una callejuela, una luz rojiza, un punto de fuego, el pábilo ya hecho ascua y chisporroteador de un farolillo, daba á conocer la presencia de algún sereno.

El frío y el horror de la noche removidos, si puede así decirse, por el gris del amanecer, agitaron instantáneamente con un sacudimiento nervioso los miembros de Periquín. El dulce calor de las ropas de que le habían vestido ¡y desnudado!; la sofocante atmósfera del salón; las repetidas agitaciones de la fiesta; la gustosa cena, con ansia de pobre devorada, le hablan producido vahos de fuego que le venían al rostro y le abrasaban el cerebro, y una picazón como la que experimentamos en los principios de una enfermedad eruptiva.

Pero este estado físico era artificial; y cuando la escarcha cayó sobre aquel pobre niño, juguete de tan contradictorias emociones, el malestar del insomnio, ese golpe de maza que los trasnochadores reciben cuando salen de sus orgías y sienten el aire del amanecer, cayó sobre él y le hizo estremecerse con siniestro temblorcillo.

Por un movimiento instintivo se volvió y empujó con sus pequeñas manos la puerta. Estaba cerrada; ni se movió siquiera. ¡La puerta del cielo debe parecer menos recia y fuerte á los condenados!...

Dejó de empujar la puerta y clavó los ojos en su antiguo rincón; aquel sitio de redención donde la caridad le habla encontrado; aquel lugar de muerte á donde el egoísmo le volvía...

Clavó en él los ojos con cierto espanto, que parecía no estar exento de curiosidad.

Buscaba algo en aquel sitio; algo que no encontraba.

Se inclinó, fué hacia el rincón y tentó en el vacio con las palmas de las manos, indeciso y temeroso, como tentaba Roque el ciego.

¿Estaba borracho aún, ó era más bien que él recordaba haber estado allí, y que se creía víctima de un sueño, de una ilusión, de un delirio, y creía despertar y buscaba su cuerpo moribundo, que debía haberse quedado allí mientras su alma volaba de maravilla en maravilla por celestiales regiones?...

¡Sólo los desesperados saben los absurdos que reviste con apariencias de verdad la desesperación!

Pero él no estaba allí. Allí no había nadie.

Espantóse y huyó; resbaló en el hielo y cayó de bruces en medio de la plazuela.

Y... ¡volvió á ser dichoso un momento, porque ni vió, ni oyó, ni sintió nada!

Algunos minutos después, aquel punto de fuego que luchaba con las sombras en la callejuela empezó á venir, como »in fuego fatuo, hacia Periquín. Un hombre que desaparecía bajo un saco de ¡pano pardo con capucha, fué acercándose hasta dar con el pie en el cuerpo del niño.

—¡Calle!—exclamó con voz llena y áspera.—

¡Cero y van tres!... ¡Y éste parece un chico! ¡Muchacho, pronto empiezan á gustarte las turcas!

Y le tiró del brazo con grande violencia. Periquín era un plomo.

—¡Esta es, por lo visto, de padre y señor mió!—exclamó el sereno.—Voy al cuerpo de guardia por alguien que me ayude...

Y le soltó el brazo y se fué.

Periquín volvió á quedar sobre la nieve boca abajo y con los brazos en cruz.

Poco después dió un suspiro, intentó levantarse, apoyó lentamente un codo en tierra y mirando á todos lados, llenos de asombro los ojos, murmuró con indefinible acento esta palabra, quizás de placer, quizás de dolor:

—¡Vivo!

Y sus ojos se arrasaron de lágrimas.

XIII

Sin duda que un novelista de oficio hubiera creído que lo mejor hubiera sido dejar á Periquín sobre la nieve, para que se muriese hecho hielo. Pero es la verdad que Periquín no murió helado, pues dos soldados vinieron por él y lo llevaron á un cuerpo de guardia establecido para la seguridad pública. Periquín debía vivir y vivió, que, como suelen decir las viejas, creyendo hacer una alabanza de la misericordia divina. Dios aprieta pero no ahoga.

Los soldados abrieron la puerta de un barracón adjunto al cuerpo de guardia; le empujaron adentro y cerraron. Un tufo de candil apagado le anunció que allí también había habido velada. La sombra era densa, pero no tanto que Periquín no viese cuerpos que se movían. Del techo del barracón caían gotas de nieve, y al apoyarse con las manos en la pared, sintió que chorreaba también agua.

Al dar un paso hacia adelante, pisó un cuerpo blando, y vió alzarse un bulto del suelo y oyó una maldición. Entonces otras sombras se alzaron dando gritos.

Periquín, de los horrores de la nieve, había pasado á los horrores de la sombra. Le parecía que sapos hinchados pasaban entre sus pies; que murciélagos enormes revoloteaban sobre su cabeza. Pero ni los sapos ni los murciélagos hablan, gritan, blasfeman. Periquín se quedó en pie sin moverse de terror... y esperó.

Por entre las junturas de las tablas del barracón se veía ya la primera luz del día...

—¿Quién ha matado el candil?—preguntó una voz con acentos de gruñido, desde uno de los rincones.

—¡Quién ha de haber sido, sino la falta de aceite!—exclamó otro.

—¡Miserables! ¡Me habréis robado, sin duda!

—¡Robarle!—exclamo otra voz.—Y aunque te hubiéramos robado... ¿qué? Quien roba á un ladrón...

—¡Ven aquí! ¿Dónde estás? Ven y dímelo cara á cara—dijo la primera voz; y se oyó ruido de una persona que se levanta, y se vió una como mancha negra que se iba corriendo por la pared.

—¡Allá voy, allá voy, que tú no me das miedo!—Y otra mancha se corrió por la pared opuesta á encontrarse con la que venía.

Siguió á esto una confusión de cuerpos, de gritos y de movimientos indefinibles. Las sombras luchaban brazo á brazo, se insultaban, se mordían, se asesinaban.

Por fin, una de las sombras cayo pesadamente al suelo, tropezando al caer y arrastrando en la caída á Periquín.

Al ruido de la contienda, abrieron la puerta los soldados.

—¿Qué demonios hacéis?—preguntó el cabo.—Calle... ¿Quién ha reñido con éste? ¡Tremenda navajada! Has sido tú, ¿eh? ¡Valiente gresca habéis traído toda la noche!... Reconocimiento general, á ver qué casta de pájaros hemos enjaulado aquí.

Y dirigiéndose á un soldado le preguntó:

—¿Por qué han traído á éste?

—A éste y aquél, y aquél y ese granuja—y el soldado señaló á Periquín—por borrachos; el que está recostado sobre aquella mesa, por haber hecho añicos la guitarra en la cabeza de su novia; ese que duerme en aquel rincón, por haber robado un pan; y el que le sigue, el del pañuelo ensangrentado en la frente, por riña con ese otro del rincón, con quien ha vuelto á reñir ahora.

—Pues orden del día: A los borrachos una docena de palos por barba, y á la calle; el que rompió la guitarra en la cabeza de su novia, bastante pena tiene con los celillos que le habrá dado esa mujer; al que robó el pan y el que acaba de dar á ese infeliz una puñalada, á la cárcel; y el herido...

—El herido—prosiguió el cabo acercándose al que estaba tendido cuan largo era en el rincón, y poniéndole la mano sobre el pecho y la oreja en la boca,—¡al cementerio!...

Periquín estaba condenado por embriaguez á doce palos. El cabo, comprediendo sin duda que en cuerpo de pocos años no cabe grande borrachera, por equidad, le perdonó... seis.

Cuando vió desierto el barracón, formó el cabo sus cuatro soldados, y poniéndose al frente, dijo:

—¡Arrrh! ¡Marchen!...

Y... sin duda que antes de formar en la milicia del rey habla estudiado en Salamanca, porque añadió fiosóficamente:

—¡El vino de Nochebuena es muy dulce; poro sus posos son muy amargos!

XIV

Una vez más en la calle, y más desgraciado cada vez, Periquín miró al cielo preguntándole cuál era su porvenir.

¡El cielo estaba cubierto con una inmensa nube de tristeza!

¿Qué fué de ti, pobre niño, triste, solo, desamparado?...


23 de Diciembre de 1875.

La escalera

—¿Sabes quién ha vuelto de París?—me preguntó ayer un amigo.

—¡Qué he de saber, hombre! Vamos, dime quién.

—¡Marianito Lucientes!

Y ahora voy á contar á ustedes por qué se había marchado á París Marianito.

Hace cuatro años, y á eso de las once de la noche, me dirigía yo hacia mi casa, por la calle Mayor, cuando, de pronto, sentí un golpe violento en la espalda. Me volví, sorprendido y furioso, y ví que el golpe me lo había dado un caballero que llevaba una escalera en el hombro. Un caballero, si, señores, y esto era lo sorprendente.

El siguió, sin decirme una palabra, con paso rápido, con ademán descompuesto, y hasta me pareció que hablando á media voz consigo mismo.

Me quedé atónito; acababa de conocer en el caballero de la escalera á mi amigó Lucientes; un joven distinguido, letrado, empleado en el ministerio de Hacienda, con sus puntas y ribetes de poeta y músico.

—No puede ser él—me dije.—Si es él—añadí,—es que se ha vuelto loco.

Y eché tras él, hacia los Consejos, gritando:

—¡Eh, Marianito!

Pero Marianito no volvió la cabeza.

Era una noche de Febrero, clara, pero muy fría; la calle estaba desierta.

—¡Está loco! No es posible dudarlo. ¡Una persona decente por la calle, con una escalera, ni más ni menos que un cartelero! ¿Qué misterio es este?

Pero Marianito no corría, volaba. Verdad es que la escalera era muy delgada y corta.

Marianito llegó al final de la calle Mayor, y, en vez de torcer hacia Palacio, como yo me figuraba, entró en el Viaducto.

Una idea terrible atravesó mi cerebro. Acababan de alzar la verja del puente, con objeto de que los desesperados de la vida no pudieran arrojarse de un salto, como estaba de moda.

En efecto; Mariano entró en el puente, y, antes de llegar al centro, aplicó la escalera á la barandilla, subió un tramo...

Y no subió más, porque yo le agarré del paletó y le obligué á bajar violentamente.

—¡Dejadme! ¡Dejadme!—exclamó, levantándose del suelo, pálido como la cera, con los ojos extraviados y dispuesto á luchar conmigo para realizar su propósito.

—¡Qué he de dejarte! ¡Dame el brazo, vente conmigo ó llamo á la pareja y hago que te lleven á la cárcel!

No había pareja ninguna; pero mi afirmación le convenció de que de era imposible realizar su suicidio. Me dió el brazo, bajó la cabeza, rompió en sollozos, y sentí que en mis manos caían sus ardientes lágrimas.

Como una hora estuvimos andando por las calles extraviadas de Madrid, sin que él ni yo pronunciásemos palabra. De este modo llegamos hasta la plazuela de las Cortes. Allí, al fin, me decidí á interpelarle.

—Pero, hombre—le dije,—tú, el hombre feliz por excelencia; querido de tus jefes, de tus amigos, de las mujeres en general, y de tu hermosísima novia en particular... Explícame, que no comprendo... ¿No ibas á ser más dichoso que nunca?...

¿No ibas á realizar tu sueño dorado?... ¿A casarte?

—¡Oh, fementida! ¡No me hables de ella! ¡Mujer inicua, vil!

Me quedé consternado.

—¿Qué dices? ¿Ella, un ángel de hermosura y de bondad, todo amor, todo constancia?... ¿No me lo has dicho cien veces?

—Sí, te lo he dicho. ¡Oh! ¡Quién puede bucear en ese abismo que se llama corazón de la mujer!¡Me he engañado: su amor era mentira;, su rostro angelical es una máscara que oculta el semblante del más repugnante materialismo!

—Me confundes. Cuéntamelo todo. Soy yo, tu amigo de la infancia. ¿Dudas de mi amistad?

—No, aunque me hayas salvado la vida. Escucha, pues. Ya lo sabes: había decidido casarme con Julia: yo lo deseaba, y, por otra parte, su madre me había hecho indicaciones tan explícitas, que no tenia más remedio, que pedir su mano ó no volver por la casa. Yo no dudaba del amor de Julia. ¿Qué dudar? ¡Si creo que creo en él todavía! Sin embargo, aunque esperaba ser feliz con ella, me inquietaba su afición á los placeres, al lujo, á todo género de vanidades. ¡Lo que esa mujer me ha hecho gastar en butacas para los teatros, en bouquets, en chucherías y, ahora me atrevo á decirlo, en alguna que otra joya de excesivo valor para mí, y que ella fingía regalo de alguna de sus amigas! Pero yo encontraba todo esto disculpable.

¿No es natural que la mujer se complazca en regalarse y brillar, y más quien, como Julia, es tan bonita? Cuando se case—decía yo—dejará de ser frívola, y será buena mujer de su marido y de su casa. El día en que ella supo que yo había pedido su mano, manifestó júbilo; pero me dijo... que no corría prisa.

—¡Rara contestación!—exclamé. Lucientes continuó:

—Mira—me dijo la pérfida,—yo te quiero mucho, muchito, de todas veras, más de lo que tú te figuras; pero no soy tan impaciente como mi mamá.

¿No me has dicho que te darán pronto un ascenso? Que ese ministro amigo tuyo quiere que seas diputado? ¿Que tienes proyectos importantes para mejorar de fortuna? ¿Y por qué no esperar?... ¿No crees en mi cariño? ¡Jamás, jamás seré de nadie, sino tuya!

No sé qué inquietud se apoderó de mí. Sus ojos expresaban amor; pero sus frases...

La madre, por el contrario, muy satisfecha, me convidó á comer aquel día.

—Come con nosotros—me dijo—un antiguo amigo de mi difunto esposo; uno de los más ricos propietarios de Valladolid. Parece que se vuelve á fijar en la corte. ¡Mire usted lo que le ha regalado á Julia en recuerdo de la amistad que él tuvo con su padre!

Y me mostró una caja para guantes, de cristal y plata, que valdría muy bien sus quinientos duros.

Un frío glacial corrió por mi cuerpo.

—¡Ese señor debe ser muy rico!—exclamó mirando á Julia.

Julia bajó los ojos y se puso á hojear un álbum.

—¿Y es joven?—pregunté.

—¡Tiene la edad de todo el mundo!—contestó la madre.—Cincuenta años.

Salí de la casa; todo lo veía negro; sospechaba una horrible traición; pero cuando recordaba su semblante candoroso, sus juramentos, renacía mi esperanza.

Comí con ellos, con el gran propietario y con doña Matilde, tía de Julia; ya la conoces.

El gran propietario habló de sus dehesas, de los millones que tenia en fincas urbanas, en acciones del Banco de España y en papel del Estado; afirmó que habla resuelto establecerse en Madrid, abonarse á todos los teatros, á palco; comprar coches, tener gran mesa, dar magníficos bailes, y, en fin, gastar sus inmensas rentas alegremente.

—¡Pero, qué dice usted!—exclamó la mamá de Julia.—¿Qué dice usted, Sr. D. Plácido? Todo eso no me parece que debe hacerlo un hombre viudo.

Y dejó caer estas palabras con retintín:

—¡Ya! ¡Es que pienso casarme!

Y lanzó á Julia una mirada de triunfador, que, de rechazo, se entró en mi pecho como una saeta.

D. Plácido era un hombre ya maduro; bajo, muy gordo, coloradísimo; pero no antipático; sus modales eran presuntuosos; en todo él se adivinaba su dinero.

Había comido como un elefante.

Concluída la comida, me levanté y quise marcharme.

—Espérese usted—me dijo la tía de Julia;—mi sobrina tiene que decir á usted dos palabras.

Esperé.

Noté que la madre y la tía de Julia hablaron mucho con D. Plácido; la madre expresaba sorpresa y placer á un tiempo. Creí notar que me dirigía miradas de piedad. Me acerqué á la tía, y la dije:

—Diga usted á Julia que soy yo quien tiene que hablarla; que venga, ó doy un escándalo.


Julia vino, entró conmigo en uno de los gabinetes de la sala, y... ¡oh!... ¡imposible, imposible que yo te diga lo que me dijo, y sobre todo, cómo dijo aquellas satánicas palabras! ¿Eran sus ojos ó era su voz quien mentía? ¡Oh! ¡Toda ella, ojos, voz, carne, espíritu, era una perfidia, una infamia!

Se irguió como el bandido heróico que desafía el patíbulo, y me dijo:

—¡Te amo... pero me caso!

—¡Miserable!—exclamé.

Y todo mi amor se convirtió en ira y en desprecio... ¡No sé cómo mis manos no la deshicieron allí mismo!

Salí tambaleándome, loco, muriéndome, y anduve toda la noche, como ahora, por las calles.

Al día siguiente supe que la boda se formalizaba, que debía verificarse hoy... ¡Hoy se habrá verificado! ¿Comprendes, al fin?

—¡Pobre amigo mío!—exclamé, dándole un abrazo.

Y le llevé á mi casa, en la cual, hablando y hablando, pasamos la noche.

Por la mañana le acompañé á la suya.

—Señorito—le dijo su criada,—dentro hay una señora de edad que le espera á usted; dice que es doña Matilde.

Era la tía, que le alargó un papel.

—¿Qué es esto?—exclamó Mariano.—¿Qué significa?...

—Esta carta para usted, de Julia. Abrió, temblando, el sobre, y leyó:

«¡Adiós por siempre, Mariano. Perdóname, y ruega por mí al cielo, que te venga y me castiga!»

Miró á doña Matilde con estupor.

—¡Claro—exclamó ella,—cómo se ha de figurar usted! ¡Ni nadie! Vamos al grano. ¡Pobre sobrina mía! Ayer debía casarse... Bueno... ¡Y qué boda! Todas la envidiaban. Pues, no; el señor D. Plácido, después de almorzar, tuvo un ataque apoplético, y por la noche murió. Cuando Julia recibió la noticia, se quedó como el mármol, sin decir esta boca es mía ni derramar una lágrima. Había ido á casa de D. Plácido, pero no quiso verle morir. Un momento después se la echó de menos. Hé aquí lo que habla pasado; salió como una loca, gritando:

«¡Todo, todo lo he perdido!» Tomó por la calle Mayor, sin abrigo, á pesar de la noche; llegó á los Consejos, y se entró en el Viaducto... ¡Desgraciada! ¿A qué decir á usted más?...

Mariano cerró los ojos y se los cubrió con ambas manos. Después de un rato...

—Pero, señor—dijo Lucientes,—la barandilla del puente es muy alta; ¿cómo pudo arrojarse?

¿Cómo no se lo impidieron?

—¡La fatalidad!—exclamó la tía de Julia.—No se sabe cuándo ni quién habla puesto una escalera...

Lucientes no pudo oír más. Cayó redondo.

El número 6

Saliendo de la ciudad por la puerta del Sur, se entraba en una carretera festoneada de álamos negros y de miserables casucas. Esta carretera terminaba en una indicación de plaza, en la cual tenían principio varios caminos; el de la derecha conducía á un cementerio. Desde muy lejos se vela una blanca y larga tapia, y sobre ella calan algunos sauces y detrás se alzaban algunos cipreses.

Las casucas de la carretera eran, en su mayoría, depósitos de trapo, cebaderos de cerdos, merenderos y tabernas. En una de ellas, en una de las más miserables, vivía la familia del tío Bruno, es decir, éste, su mujer y su hija, niña de seis ó siete años.

El tío Bruno había tenido todas las ocupaciones y oficios que puede tener un hombre de mucha fuerza y de escaso entendimiento. Había sido mozo de cuerda, albañil, pocero, ayudante de hortelano, arriero, mayoral, matutero, empedrador, y se habla ganado la vida siempre con buen deseo y con incesante fatiga.

Era brusco y silencioso, muy al contrario de su mujer, que hablaba y gritaba, y disputaba siempre. En la actualidad tenía un oficio siniestro: era conductor de un carro fúnebre. No del carro de una funeraria, sino de un carro de traer y llevar tierra, que servia, revestido de algunas tablas pintadas, para llevar cadáveres al cementerio. La ciudad estaba infestada del cólera y los entierros se hacían al por mayor, algunas veces de día y otras de noche.

Hemos dicho que la mujer del tío Bruno no era como éste; cierto. El tío Bruno era un hombre rudo y brutal en sus maneras, pero en el fondo tenía buen corazón; su mujer era mala, mala de remate, y tan cruel como lo son los pobres cuando son crueles.

Esto se conocía sólo con pasar por delante de su casuca hacia el anochecer, hora en que entraba la hija del matrimonio, después de haber vagado por la carretera y por las calles de la ciudad pidiendo limosna. Jamás se satisfacía la madre con la suma recogida por Pingajosilla, que así la llamaba todo el mundo; y como no estuviese allí el padre, no concluía su reprimenda sin pegarla.

Esto pasaba, ya lo digo, cuando no estaba allí el tío Bruno; quien cierto día, habiendo visto que la madre mordía á su hija en un carrillo, porque se venía sin ninguna limosna, la dió tal puñetazo, que la mujer rodó hasta un rincón de la cocina y quedó allí atontada entre paja seca, carbón, sartenes, cazuelas y pucheros.

Fatigado el hombre de sus recios trabajos de todo el día, y á veces de toda la noche, cuando entraba en su casa encontraba el consuelo y el reposo en poner á Pingajosilla sobre sus rodillas, sentándola en ellas, y así, sin decir una sola palabra, pasábase las horas muertas con los ojos fijos en los ojos de la niña, dándola palmaditas en los carrillos y atusando sus rubios y crespos cabellos. No la decía nada, porque el pobre hombre no encontraba expresiones; pero la niña le miraba también embebecida, y le correspondía con besos, comprendiendo sin necesidad de palabras sus hermosos sentimientos.

La verdad es, aparte de este sincero y profundo cariño, que Pingajosilla era el sostén de la casa; que recogía en el camino y en la ciudad, sin alejarse mucho de la puerta, más dinero que ganaba! Bruno... No era extraño. Aunque ennegrecida por, el sol, sucia y descalza, era encantadora; sus ojos azules eran dos cielos, y su voz era tan penetrante y tan dulce, y la modulaba con tal hipócrita angustia, que traspasaba los corazones. Cuando había recogido una peseta en cuartos, volvía corriendo á casa, por temor á que la robaran, y luego salía otra vez.

Y un día, en efecto, los temores de su madre se cumplieron: la robaron el dinero que llevaba. Este es el día en que da principio nuestra relación, originada en este hecho.

Pingajosilla volvía por la carretera; serían las cuatro de la tarde. En todo lo largo del camino no se distinguía una sola persona. La tristeza que reinaba en la ciudad reinaba en las afueras. Parecía que en tierra, aire y cielo había soledad y silencio de muerte.

Unicamente á lo lejos, junto á la plazoleta, se veía marchar un carro hacia el cementerio; carro que á Pingajosilla le pareció era el que conducía su padre. Pingajosilla se estremeció, porque aunque todos los días veía estas remesas de muertos, la inspiraban espanto... Todas las noches se acostaba con su madre desde que había cólera, por miedo á los muertos... Le inspiraban éstos más terror.

Así es que al ver alzarse del fondo de una zanja un hombre alto y corpulento, y llamarla por su nombre, se quedó fría y extática.

—Pingajosilla—exclamó el hombre, quitándose su gorra de piel y presentándosela á la niña—echa aquí el dinero que llevas, vuélvete por donde vienes y cuidadito con decir en tu casa que rae has dado el dinero que traías; ¿oyes? ¡Cuidadito!—Y al decir esto avanzó hacia ella, mirándola de un modo que la pobre niña se quedó sin sangre.

Pingajosilla abrió la mano en que traía un pedazo de lienzo con los cuartos, y éstos cayeron y sonaron en la gorra. No en el camino y sola, en todos los sitios tenía miedo de aquel hombre; era el Ganchoso, que vivía de su mala conducta, corazón de fiera, que sólo se conmovía ante una copa de vino. Aquel día no había bebido todavía y necesitaba beber.

El Ganchoso se guardó los cuartos, y echó hacia la plazoleta para entrar en un ventorrillo...

Pero tuvo que volverse un momento.

Pingajosilla, al verle marchar, había salido de su terror... Había considerado lo que acababa de hacer; ya era muy tarde; no podría recoger bastante dinero; la imagen de su madre se alzaba extendiendo hacia ella sus uñas de buitre. Bien sabía Pingajosilla lo que valían aquellas monedas. Puesto que su padre trabajaba todo el día por juntar otras iguales; puesto que su madre sólo se aplacaba con grande cantidad de ellas; puesto que en su chiscón sólo de ellas se hablaba de día y de noche, mucho valían sin duda. Su corazón y su conciencia de niña se rebelaron contra aquella brutal ¡agresión, y echó á correr hacia su casa, gritando:

—¡Que me roba el Ganchoso, que me roba!

Un garrotazo que recibió en la cabeza cortó bien pronto sus gritos y su carrera.

Poco después, el tío Bruno salía del cementerio con el carro vacío, paraba en su casa y encontraba herida á su niña y furiosa á su mujer. «La cobardona se había dejado robar. ¡Si no moría del golpe, vamos, era cosa de matarla.»

Pero la niña volvió en sí; el tío Bruno bañó la herida con agua y vinagre; el golpe había sido de resbalón; no era mortal, pero la niña se quejaba mucho.

Aquella tarde, la epidemia se había recrudecido; el tío Bruno no podía detenerse nada; dejó á Pingajosilla, después de darla muchos besos y encargar lo que debía hacerse con ella, y volvió á la ciudad para recoger más cadáveres.

El tío Bruno entró en la ciudad; á la puerta le esperaba un alguacil con una lista; en aquella misma calle llenó su carro; se detenía en las puertas de las casas, y otro hombre le ayudaba á cargar; cargaban como quien carga maletas.

El alguacil le dió una nota para el encargado del cementerio; en ella constaba el número de cadáveres que llevaba el tío Bruno. La mortandad era inmensa; había carros grandes y carros pequeños; como en aquel barrio la gente era muy miserable, le habían destinado los carros peores. El del lio Bruno era pequeño y tirado por un mal jacucho. Cargó seis cadáveres. Algunos de ellos estaban completamente desnudos. Todos rígidos y azules.

Se dirigió al cementerio, llevando de la mano la caballería; de cuando en cuando volvía los ojos hacia el carro, dentro del cual los muertos se entrechocaban violentamente, á causa de los muchos baches del camino.

La noche caía, y sobre el cielo ceniciento se dibujaban los álamos como figuras negras, y como negras figuras también, más á lo lejos, los sauces y los cipreses que velaban el eterno reposo.

Pasó por su casa y pasó por el ventorrillo. Mas siguió, saludando uno y otro sitio con muy diferente mirada.

El cementerio estaba abierto; hacía días que no se cerraba. Entró con el carro; desunció el caballejo; dejó subir las varas, volcando así á los muertos, y alargó el papel á uno de los sepultureros.

—¡Aquí no hay más que cinco, y la nota dice seis! ¿Qué has hecho del otro?

—¡Seis había, en efecto!—dijo el tío Bruno con cierta sorpresa.

—¿En qué venías pensando? Vamos, el cadáver estaría vivo quizás y se ha marchado sin pedirte licencia. No es el primero. O se te habrá caído en la carretera. Eso otras veces sucede.

—Es posible—dijo el tío Bruno con indiferencia.—Voy ahora mismo á recogerle. Pero dame una de las linternas.

Y con la linterna en la mano y delante del carro, ya vacio, volvió á salir del cementerio. En el camino de la plazoleta al cementerio no encontró nada; ¡en la plazoleta tampoco!... El carro iba solo; el caballejo conocía bien el camino.

El tío Bruno caminaba en zig-zag alargando la linterna. En la obscuridad y temor de la noche semejaba un fantasma siniestro.

Aunque no era muy tarde, la soledad era de alta noche. Diríase que todo el mundo estaba encerrado en sus hogares esperando la muerte.

Pasó por frente del ventorrillo; siguió, y de pronto exclamó:—¡Vamos, ya pareció el muerto! Pero ¿cómo ha rodado hasta aquí? Alguno lo ha hecho rodar á este lado.

Y maquinalmente acercó la linterna á la cara del muerto... El tío Bruno dió un paso atrás, con asombro, casi con terror.

—¡El Ganchoso!—exclamó.—¿Qué es esto?

¡Dios santo!

Pero como era hombre de mucho corazón, se sobrepuso bien pronto; acercó otra vez la linterna; tocó al Ganchoso con la mano en el corazón; le examinó el rostro y dijo al fin:—¡Sí, es el Ganchoso; pero no está muerto, sino borracho!

—Borracho perdido—añadió—como él suele ponerse; tiene para cuatro ó cinco horas. ¡Borracho!

¡Borracho con el dinero robado á mi niña! A mi pobre niña. ¡Malvado, ladrón, asesino!

Y levantó el puño en la obscuridad como si fuese á abofetearlo.

Pero no lo hizo: echó á correr hacia su casa, dejando el carro en el camino, y volvió á poco acompañado de una sombra, que hablaba y accionaba desordenadamente, sin que el tío Bruno la respondiera. Era su mujer.

—¡Vamos, cógele de las piernas, así, y ahora, arriba!

El Ganchoso fué colocado en el carro.

Cuando el tío Bruno llegó al cementerio ya estaban en la hoya los cinco cadáveres que antes había traído.

—¡Aquí está el seis!—dijo al entrar.

Uno de los sepultureros hizo ademán de levantarse del suelo.

—¡No te incomodes!—exclamó el tío Bruno.—Acercaré el carro y le echaré yo mismo en la hoya.

Y el tío Bruno estuvo tan amable aquella noche con los sepultureros, que él mismo echó la cal, cegó la fosa y apisonó la tierra.

Los ojos verdes

El señor D. Cayetano Cienfuentes, feliz esposo de una de las mujeres más lindas de Madrid, estuvo de visita en casa de la generala Bisalto, y como allí se hablase de que el espiritual joven D. Antonio Púrpura había concluido sus relaciones íntimas con la baronesa de la Flor, tuvo el mal acuerdo de preguntar el motivo de haberse roto tales relaciones.

La generala respondió sencillamente:

—La baronesa es una celosa insufrible.

Pero al día siguiente, cuando le entraron el chocolate á D. Cayetano, le entraron una carta, cuyo sobre y letra le sorprendieron, por ser el uno de papel bastante ordinario y la otra de unos palos torcidos y raros, como patas de mosca.

Abrió el sobre con verdadera inquietud y leyó:

«La generala te dijo ayer que Púrpura ha reñido con la baronesa, porque ésta le martirizaba con sus celos. Fue muy amable contigo la generala, puesto que pudo decirte lo siguiente:—¡Ha dejado a la baronesa por su mujer de usted!»

Don Cayetano se quedó sorprendido, asustado, indignado y confuso. Leyó una y cien veces el anónimo; se levantó muchas veces de la silla y se dirigió hacia el cuarto de su mujer, hacia su cuarto de vestir, hacia la puerta de la calle...


Por fin, volvió á sentarse. Dobló la carta, la metió en el sobre y la puso junto á la bandeja de los bizcochos. Meditó largo rato, y, meditando, inconscientemente fué tragando sopas de soconusco.

Pero su serenidad era sin duda ficticia; nerviosos movimientos indicaban su agitación interna.

Cuando concluyó los bizcochos su resolución estaba tomada. Un drama, sin duda, iba á surgir del fondo de aquella jicara de chocolate.

Entró en su despacho, escribió dos cartas á dos íntimos amigos suyos, citándoles para dentro de dos horas en el Casino; se vistió, tomó su sombrero y su bastón y salió de su casa, dirigiéndose á la de Antonio Púrpura.

No había querido entrar en el cuarto de su mujer. Entre otras razones, porque no sabía qué decirla, ni qué hacer con ella.

¿Sería cierto lo que el anónimo le decía? ¿Era una calumnia?

El señor de Cienfuentes se había casado enamoradísimo de su mujer y continuaba enamorado de ella, á pesar de llevar cinco años de matrimonio. Su posición y su fortuna le permitían alternar con la mejor sociedad de Madrid, y frecuentaba con su mujer el teatro Real, los bailes, los paseos... Había, sí, notado que Pilar, así se llamaba su señora, era muy coqueta; pero, á la verdad, esto en Madrid no es cosa rara entre las damas, y forma parte de su buena educación social... Y había notado también que la merecía simpatías muy especiales Antonio Púrpura, amigo suyo, compañero suyo de caza, al cual él distinguía mucho también, porque era distinguido por todos... Como Púrpura era digno de esta estimación general, á Cienfuentes no le extrañaba la simpatía que Pilar le mostraba... Muy al contrario, esta franqueza de su mujer le parecía una prueba de su inocencia...

Pero el anónimo había revuelto en su imaginación recuerdos, incidentes, miradas, ocasiones...

La verdad es que Púrpura era joven, guapo, de agradable conversación, amabilísimo, ilustrado, caballero; ponía los cotillones, era un gran caballista y tenía sus puntas y ribetes de toreador... En cuanto á Pilar, ¿cómo no había de haber encantado á Púrpura, encantando á todo el mundo? ¿Había, ni podía haber mujer alguna tan hermosa, tan seductora, tan elegante, tan codiciada en el mundo? Pero Cienfuentes sentía removerse una verdad en el fondo de su conciencia, y esta verdad no quería formularla; ahondando, ahondando, le parecía que su mujer mostraba por Púrpura más afición que Púrpura por ella...

Además, Púrpura tenía una gran pasión, que Cienfuentes no ignoraba. La baronesa, mujer no muy bella, pero de gracia natural y de mil artificiosidades irresistibles, le tenía hechizado. Su misma mujer se lo había dicho á Cienfuentes.

Pero ello es que Púrpura y la baronesa habían concluido, y que...

En esto llegó Cienfuentes á casa de su amigo...

—¡Bravísimo! Cuánto me alegro de ver á usted... Precisamente tengo que proponer á usted una tirada de patos magnífica...

Y Púrpura se vino hacia él con los brazos abiertos. Cienfuentes le detuvo con un ademán y le dijo:

—Ya hablaremos de eso. Otro es el asunto que aquí me trae.

—Sepamos—exclamó Púrpura, algo inquieto.—¿De qué se trata?

Cienfuentes sacó del bolsillo el anónimo, le desdobló y se le alargó á Púrpura, diciendo:

—¡Lea usted eso!

Y se quedó mirando fijamente el rostro de Púrpura, para sorprender en él sus impresiones.

Púrpura fijó sus ojos en el papel y exclamó:

—¡Calle! ¡Una carta de la baronesa! ¡Un anónimo! ¡No necesito leerle! Me figuro lo que dirá...

—¿Qué se figura usted?...

—Naturalmente, dirá que si he cortado las relaciones con ella es porque...

—¡Basta!—le interrumpió Cienfuentes.—¡Eso dice!

—Pero... ¡amigo Cienfuentes, no una, muchas veces le tengo dicho á usted que es una mujer insoportable por sus celos!... Todos los amigos míos que tienen mujeres guapas han recibido anónimos como ese... Pero á la verdad, ninguno les ha dado la importancia que usted...

—Yo no le doy más importancia que la que debo y puedo; yo no sospecho de mi mujer; si sospechase de ella...

—Entonces, ¿de quién sospecha usted?... ¿de mi?

—¿De usted? ¿Por qué no? Los hombres del día no sacrifican á la amistad sus gustos de amor, ni sus caprichos... Pero tampoco sospecho de usted precisamente... Sospecho, si, de todo el mundo; de ese monstruo de cien lenguas que se llama la sociedad, y que á estas horas, según me lo indica este anónimo, deshonra mi nombre en las tertulias, en los teatros, en todas partes...

—Yo deploro, amigo Cayetano, esta ocurrencia funesta; quisiera haber podido evitarla, quisiera ponerla remedio... Pero, ¿que hacer? ¿Viene usted a pedirme que deje de frecuentar su amistad de usted, á cerrarme su casa, á prohibirme que frecuente el trato de su señora? Dura es la exigencia; pero yo, que soy buen amigo de mis amigos, y sobre todo, hombre sensato que sabe cuán respetable es la tranquilidad de un matrimonio, accede desde ahora. Suspendamos nuestras relaciones amistosas... Pero, ¿ha considerado usted que este cambio de conducta confirmaría los celos de la baronesa y las maliciosas insinuaciones de los murmuradores?

—No pienso en pedir á usted semejante cosa...

—Entonces dispénseme usted, amigo Cienfuentes, le diga que no comprendo su objeto de usted al venir aquí con esa carta.

Y el tono en que hablaba Púrpura indicaba clarísimamente que le iba dominando la impaciencia...

—Hay un medio para que mi honor quede á salvo de la murmuración... Yo invoco nuestra buena amistad al exigir de usted...

—¡Al rogarme, querrá usted decir, sin duda!

—Bien, sea; al rogar á usted que haga un sacrificio, por cierto poco doloroso. Reanude usted sus compromisos con la baronesa. Esto nos salva á todos.

—¡Menos á mil ¡Demonio! ¡No puedo más, amigo, no puedo más!

—Muchas veces ha roto usted con ella, y ha hecho usted las paces.

—Muchas; por eso no puedo volver de nuevo. Y, por otra parte, considere usted mi situación.¡Tendré relaciones para toda la vida! Porque en cuanto vuelva á dejarla volverá la calumnia; usted volverá á mi casa, yo tendré que volver á... ¿Le parece á usted que esto es serio? ¿Que esto se puede exigir á un amigo?

—¿Es decir, que usted se niega?

—¡Hombre, por Dios! Usted en mi caso, ¿lo haría?

—No sé si lo haría ó no. Lo que sé es que su negativa de usted me coloca en una terrible alternativa. Su presencia de usted en mi casa, ó fuera de ella, al lado de mi mujer—¿por qué no he de afirmarlo?—me será ya intolerable; nuestro rompimiento será notado, interpretado, y la baronesa se complacerá en explicárselo á todos...

—Señor de Cienfuentes—exclamó Púrpura con el aplomo de una conciencia tranquila y con cierto aire de distinción y de superioridad...—usted me cree un caballero, ¿no es así?

—¡Asi lo creo!—contestó Cienfuentes vencido.

—Pues bien, bajo mi palabra de honor le aseguro á usted que Pilar no corre peligro alguno con mi amistad. Toléreme usted esta observación: no es usted muy perspicaz cuando no ha notado usted lo que ella ha notado, lo que ha notado todo Madrid, menos la baronesa.

—¿Qué quiere usted decir?—exclamó Cienfuentes, que empezaba á sentir mareos con tantas confusiones.

—¡Sí, mi querido amigo! Su mujer de usted es asombrosamente bella; tiene todos los adornos naturales que cantan los poetas en los himnos á sus musas; es una de las constelaciones más brillantes de la sociedad; ejerce seducción irresistible sobre todos...

—Bien, bien; acabemos.

—Pero, y no haría esta declaración si no supiese usted que tengo hechas mis pruebas de valor en el terreno; pero, tranquilícese usted: ¡con todas esas condiciones, Pilar no me gusta!

—¿Que no le gusta á usted mi mujer?—Y Cienfuentes abrió los ojos desmesuradamente.

—No, amigo Cayetano; no me gusta ni me gustará jamás.

—¿Jamás?—interrogó Cienfuentes, con acento en que parecía mezclarse la incredulidad con la ira.

—¡Jamás! ¡Tiene los ojos verdes! ¡Tendría que cambiárselos!

Y al decir esto quiso dar una palmadita en el hombro á Cienfuentes, creyendo terminado favorablemente el asunto y lleno de íntima satisfacción á su atribulado amigo.

Pero cada hombre tiene sus manías. Grave le había parecido el anónimo á Cienfuentes; mucho más grave la sospecha de que la baronesa tuviese razón y Púrpura fuese el amante de Pilar; gravísima la negativa de volver Púrpura con la baronesa; pero la verdad es que nada le pareció tan intolerable como el tono de desprecio con que Púrpura había hablado de la hermosura celebérrima de su mujer.

¡Cosa rara! Cienfuentes había quedado convencido súbitamente de que á su antiguo amigo no le gustaba Pilar. ¡Tiene los ojos verdes! ¡Oh! Estaba ya tranquilo... Pero al tranquilizarse, al recobrar su posición de esposo inmaculado, sentía surgir en su pecho una viva indignación contra el despreciador de su esposa.

¡No le gustaba! ¿Era esto concebible?

¿Era concebible que alguien tuviese la audacia de menospreciar la hermosura, la magia proverbial de aquellos ojos de Pilar, los cuales eran precisamente el imán de su corazón y de todos los corazones?

Lo oía y no lo creía.

Tomó su sombrero, y sin darle la mano, y con un tono que dejó á Púrpura clavado en el sitio, le dijo:

—¡Dentro de una hora recibirá usted la visita de dos amigos míos!

Al día siguiente Cienfuentes y Púrpura se batían á espada, y Púrpura recibía una estocada en el hombro.

En las tertulias se habló mucho del lance, que se había supuesto ocasionado en una disputa sobre política. La baronesa dijo horrores.

Cuando llegó el verano se anunció que los señores de Cienfuentes anticipaban su viaje de recreo.

Y cuando volvieron en Octubre, la gran novedad y el inextinguible pábulo de la murmuración fueron estas palabras de la baronesa, llenas de ira:

—¡La he visto!... Está desconocida, pero aún más hermosa; yo sabía que en París hacían esa operación, pero no lo había creído...

—¿Qué operación, y á quién ha visto usted, baronesa?

—¡A Pilar! ¡Se ha pintado los ojos!

El baile de máscaras

Las altas lucernas arrojan fulgores vivísimos; parecen canastillos de oro que dejan caer sobre la muchedumbre, por entre juncos y mallas de cristal, una lluvia de fuego.

La luz resbala sobre aquel flujo y reflujo de olas vivientes; cabrillea, con chispazos de piedras preciosas, en un mar de colores.

Flotan las gasas, vuelan las plumas, centellean las lentejuelas. Se diría que hemos caído en el fondo de un lago de oro en ebullición.

Me coloco debajo de la araña y espero. En confusión marcadora pasan delante de mi máscaras de vistosos disfraces.

Una me da en el rostro con su abanico de plumas de pavo real. Es una archiduquesa del siglo XVIII, vestida con un jardín tejido en seda; el rostro mal cubierto con blanco antifaz, los bucles empolvados, y sobre los bucles una enorme balumba de lazos, plumas y flores. Tiene salpicadas las mejillas de picantes lunares que sueñan con besos.

Al darme con el abanico en el rostro me dice:

—¿Esperas, sin duda?...

—Espero.

—¿A mí... quizás?

—Tu traje es el de la pretensión. ¡No es á tí á quien espero!


Otra máscara llega.

Trae, por engalanarse con primor, un pañuelo de Manila de larguísimos flecos, en cuyo fondo, del color de la noche, vuelan pájaros inverosímiles, se despliegan árboles desconocidos y se alzan palacios de imposible arquitectura. Un pañuelo pérsico de seda, con hilos de oro y franjas de colores, le cuelga en largo pico sobre la espalda y se anuda al desgaire sobre su relevante seno. Lleva, como pegados en la frente, grandes rizos en espiral, y, á manera de castillo, alto rodete. Su careta es de cera, de expresión provocativa.

—¿Me conoces?—me dice.

—Sí; te he visto el otro día llevando una piernecita de cera á la Vírgen de la Paloma...

Un dominó negro se me acerca y me mira. Es un borrón de tinta. Lo desconocido, lo misterioso. Sólo descubre una mano de largos y Anos dedos, cubierta de terso guante.

¡Sígueme!—dice.

La ofrezco el brazo, le acepta, la pregunto, me responde. Conoce mi historia, mis gustos, mis secretos... ¡Me ama!

Salimos del salón. Llegamos á la calle. Acércase un carruaje. ¡Magnifica berlina! El cochero es grande como un rinoceronte, el lacayo muy pequeñito. Parte el carruaje, y rueda y rueda largo tiempo.

Párase al fin, abre la puerta el lacayo, y la máscara se coge de mi brazo otra vez.

El vestíbulo está adornado de estatuas antiguas, tibores del Japón y macetas de plantas exóticas. Por la escalera de mármol se extiende una espléndida banda de alfombra. Desde lo alto del artesonado vierte su reposada luz un farol chinesco.

Criados de blasonada librea se inclinan á nuestro paso.

Llega á saludarnos moviendo la cola.

Entramos en un precioso camarín. Está forrado de tapicería de los Gobelinos, que representa los amores de Angélica y Medoro. Maravillosas porcelanas del Retiro y de Sajonia; espejos venecianos, papeleras de ébano con incrustaciones de marfil, colgaduras y tapetes de antiguas telas valencianas y flamencas; cornucopias de altísimos copetes; vasos florentinos de oxidada plata; fiestas campestres de Teniers, mascaradas de Wateau, acuarelas de Fortuny, aguas fuertes de Jaques... ¡La tradición, el arte, lo exquisito!... ¡Me encuentro en el boudoir de la coquetería ilustrada!

En el centro del cuarto hay una mesa, y sobre los blancos manteles servicio para dos personas; corbellas de frutos y golosinas, candelabros y flores.

La chimenea está encendida y la mesa junto al fuego.

Mi máscara se quita la careta.

Es una Venus. Más aún: es la mujer soñada.

¿Qué goces fermentaban en la copa de ambrosía con que Júpiter brindaba en los festines olímpicos? ¡Aquella cena fué la copa de Júpiter!...

—¿Cuándo, me diréis, le ocurrió á usted esa aventura?

—¡Ay! ¡Esa aventura es la esperanza que me ha llevado siempre á los bailes de máscaras!

¡Pero esa esperanza no se ha realizado jamás!

La oruga

El maestro de escuela de Carrizosa paseaba una tarde junto al río, cuando vió á una chiquilla pobrísimamente vestida con los pies metidos en el agua y tratando de alcanzar algo, sirviéndose de un junco.

La chiquilla era delgada y graciosa; su rostro, moreno y pálido; sus ojos, negros.

—¿Qué haces, muchacha?—la preguntó.

Ella volvió la cabeza y miró con cierto susto la cara larga, la nariz puntiaguda y las antiparras con armadura de plata de don Hilarión.

—¡Mírelo usted, señor!—contestó ella.

El miró. En el agua, tranquila y limpia, sólo vió una oruga que retorcía sus anillos membranosos y movía su escamosa cabeza con evidentes señales de disgusto. ¡No era aquél su elemento!

Don Hilarión, el primero y único naturalista de Carrizosa, opinó que aquella oruga correspondía indudablemente á la familia de mariposas de la col.

—Veamos. Tú quieres alcanzar con el junco esa oruga, ¿eh? ¿Y para qué?... ¿Para matarla?

Entonces la niña, que se había tranquilizado, porque la voz y el gesto de don Hilarión revelaban un bondadoso natural, dijo:

—Señor, miraba yo el agua de este remanso por a veía algún pececillo, cuando de pronto ha caído desde alguna rama (y alzó la cabeza) esa oruga; es muy lea, tan lea que me da miedo; pero hace tales contorsiones, debe sufrir tanto, que he cogido este junco y trato de alcanzarla y salvarla. Pero el junco es corto y no llego. ¡Si usted, que tiene los brazos tan largos, quisiera!...

El maestro se echó á reir paternalmente. Le hizo gracia la salida. Y he aquí á don Hilarión arremangándose el puño de la americana y extendiendo el brazo y el junco hasta llegar á la oruga.

—Vaya, señorita, ya está salvado el náufrago. Y en el extremo del junco, agarrándose con su docena de patas, agitándose con movimientos convulsivos, salió del agua la oruga.

La chiquilla batió palmas de júbilo.

—Ahora—exclamó—póngala usted con cuidado en una rama; así, sobre una hoja; que viva y ¡que la vaya bien! Pero, ¡para qué criará Dios cosas tan feas!

Don Hilarión creyó propio de su magisterio defender á Dios, ó por lo menos disculparle.

—Has de saber—dijo—que nada hay feo en la Creación: todo es reflejo de la hermosura divina. Y menos que á otro cualquiera ser puede afearse á éste, pues no es en realidad lo que parece, sino el principio de una de las obras providenciales más bellas. Esa oruga, después de cambios penosos, de enfermedades, de sueños como de muerte, echará alas, y abandonando el rinconcillo que se habrá buscado en la corteza de ese árbol, ¡se lanzará como una flor volante en los espacios!

La chiquilla no entendió mucho; pero entendió lo suficiente para hacer con la mano un movimiento que significaba: ¡Esa no cuela!

Era tan mona, que don Hilarión no se ofendió por su descaro. Antes bien, reflexionó que transformaciones como la de la oruga en mariposa, in aun basta verlas para creerlas.

—¿Tú eres de aquí? ¿Tienes familia? ¿Cómo te llamas?

—Mi madre me llama La Calandria, porque soy yo quien la despierta, y hemos venido á este pueblo porque ella es hija del tío Troncoso, que murió hace días y que quiere recoger la herencia.

—¿Dónde paráis?

—Allí, señor, en aquella cabaña. No tenemos nada; nos dejan parar allí de limosna.

—Vaya, vaya, señorita; puesto que viene usted á recoger los cuartos del abuelo, no me necesita usted para nada. ¡Sea usted muy dichosa!

Y el maestro se dirigió al pueblo, y La Calandria hacia su tinglado de palitroques y esteras.

¡Ah! Las cosas de este mundo no pasan como presumen las criaturas. Y La Calandria y don Hilarión debían comprenderlo pronto.

Cuando La Calandria entró en su choza no vió nada, porque dentro era como de noche. Dió una vuelta á tientas y se cercioró entonces de que allí no había nadie.

—No ha venido madre aún. ¡Pues ya podía! Dijo que volvería dentro de una hora. ¡Ay, qué hambre tengo!

Salió á la puerta, sentóse en el suelo y esperó. El sol, casi al ras de la tierra, dibujaba negrísimamente árboles y casucas sobre un fondo como de aurora boreal. Alzábanse los ruidos misteriosos del campo, formados por la voz de millones y millones de seres invisibles que cantaban sus canciones del sueño. Los murciélagos trazaban su zig-zag de pájaros cegados.

No pensaba ya en la oruga; pensaba en su madre: el único cariño que había correspondido á la necesidad que ella sentía de amar; la única persona que la habla dado regazo, pan y besos.

¡Pobre madre la suya! ¡Sin un céntimo y enferma del corazón!

¡Pero, cuánto tardaba en volver!

De pronto vió acercarse un grupo como de tres personas. No podía precisar lo que era; la pareció que dos hombres, uno delante y otro detrás, conducían, sosteniéndolo con los brazos, un pesado fardo.

La Calandria sintió cierto temor supersticioso. Uno de los hombres dijo:

—¡Aquí está la cabaña! Dos pasos más, y hubiera llegado ella misma por su pie.

El otro añadió:

¡Cómo pesan los muertos!

La Calandria se levantó y quiso correr al encuentro de los hombres, pero no pudo. Los dos hombres llegaron, y sin hacer caso de ella entraron y dejaron el cadáver sobre la paja del suelo. Después, uno encendió un fósforo, le paseó con la mano formando círculo, y mirando dijo:

—¡Si por aquí hubiese un poco de vino!

El otro debía tener mejor corazón, porque al pasar junto á La Calandria lo acarició en el rostro con la mano, diciéndola:

¡Pobresilla! El abuelo Troncoso no ha deja de nada.

No encontraron vino, y se fueron.

La Calandria había quedado como petrificada. Nunca había pensado en que pudiese morirse su madre. ¡Allí, tendida, estaba su inseparable protectora y compañera, y no la sentía moverse ni respirar; el cadáver la atraía y al mismo tiempo la inspiraba miedo. ¡El corazón la impulsaba, el gran misterio de la muerte la sobrecogía; pero tal vez los hombres se habían equivocado, tal vez su madre vivía aún! Encontró ánimo y gimió: ¡Madre! Su voz se perdió sin contestación y sin eco. Aquel silencio la espantó. Huyó, huyó sin saber á dónde.

Pero cuando se detuvo y tomó aliento se echó á llorar. Su corazón confusamente protestaba.

¡Su pobre madre estaba muerta y ella no estaba á su lado! ¡Tener miedo de quien tanto la había querido! ¿Quién le daba pan en sus hambres, cuidados en sus enfermedades? ¿Quién, tantas veces en los caminos, la había cogido en brazos, para que los pies no se le hinchasen con la fatiga?

¿Quién se quitaba los vestidos para abrigarla con ellos en lo duro del invierno? El aire del campo había soplado sobre su miedo. ¡Su madre muerta y sola! A todo correr volvió otra vez á la cabaña. Cuando llegó vió luz; el hortelano de la huerta inmediata había sabido la noticia y había venido á ver la cara de la muerta. El candil alumbraba un saco mal relleno de granzas que podía servir de lecho, un taburete dislocado, varios útiles de labranza en los rincones, verduras secas, semillas y el viejísimo aparejo de una mula.

La muerta representaba haber tenido unos cuarenta años. Borrosos rasgos de hermosura conservaba su semblante. Su gesto helado era de horrible angustia.

Abrazóse La Calandria al cadáver.

—¡Ay, madre, madre!—repetía, sin encontrar otras palabras.

El hortelano, al marcharse, puso en un clavo él candil. No se atrevió á dejar en tinieblas al cadáver y á la niña.

La Calandria no sabia rezar, pero se puso de rodillas y juntó las manos. Sobre ellas caían sus lágrimas.

El exceso del dolor, del espanto y de la fatiga se impuso al fin; y cuando el candil lanzaba sus últimas llamaradas, la pobre niña dobló la cabeza y se quedó dormida sobre el pecho de su madre. Se despertó y creyó que aún soñaba. ¡Cuán largo habla sido su sueño! Muy largo. Tenia vaga idea de que había estado durmiendo días y días. Y era verdad; porque su sueño no había sido sueño, sino enfermedad continuada y peligrosa.

Ahora despertaba y encontrábase en un lecho que le pareció magnífico, y en una habitación tan rica como jamás la había ideado. En el lienzo de pared correspondiente á los pies de la cama había una cómoda de caoba con tiradores plateados, y encima de ella unos jarroncitos amarillos con unas rosas de papel, como dos repollos; un espejo de marco negro con filetes de oro, y muchos y diferentes marquitos para fotografías. Sobre la mesilla de noche, de barnizado pino, campeaba una hermosa estampa de la Virgen; y al lado, más baja, brillaba una pilita de cristal, con un ramo de romero atravesado, y sin duda bendito. Y en el lienzo que ella veía, recostada sobre el lado del corazón, como ahora estaba, se abría una ventana alegrada con algunos tiestos y donde una cortina exterior, en pabellón, flotaba en constante batalla de colores y luces:

—¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?—dijo.

En aquel momento se abrió la puerta del cuartito y se asomaron con precaución la nariz y las antiparras de don Hilarión.

Venía sacudiendo con las dos manos un vestidito de percal; una criada vieja le seguía, con una especie de gorra blanca de lienzo en una mano y unas zapatillas nuevas en la otra.

—Hoy ha dicho el médico que puede usted vestirse y tomar un poco el aire sentada junto á la ventana, resguardándose del sol. ¡Arriba, señorita! La Calandria miró al maestro; sus ojos, entontecidos hasta entonces, empezaron á pensar; sintió invadida su imaginación por los recuerdos, y suspiró y sonrió casi á la vez.

Se dejó vestir sin decir palabra.

—¿Hace mucho tiempo, señor?—dijo de pronto.

—Hace un mes—contestó el maestro de escuela—que ha muerto tu madre.

La niña parecía ir comprendiendo. Sus ojos no se separaban de la cara dé don Hilarión. Después de mirarle mucho, se fué á él y le besó la mano.

—Siéntate, hija mía, siéntate aquí. Ursula, abre la ventana. Que tome el aire. ¡Aire! ¡Mucho aire!, ha dicho el doctor.

Ursula abrió y entró un hálito perfumado de ruido y de luz.

Y no entró sólo esto. Algo más entró. ¿Qué pude ser, que la pobre niña se alzó de su silla, juntó las manos y se quedó como extática?

Había entrado una mariposa; una mariposa de alas blancas, que se puso á revolotear sobre su cabeza; que se acercaba casi hasta mirarse en sus ojos, y como si tuviese algo que decir á sus oídos.

¡Visión reveladora, visión alegre, visión anunciadora de felicidad!

Entonces si que recordó; entonces si que comprendió.

Y cayó de rodillas, y siguió con los ojos llenos de lágrimas los arabescos ideales de la mariposa; y sólo cuando, al fin, en cien revuelos se perdió en los aires, pudo decir, mirando á don Hilarión con expresión de gratitud infinita, estas palabras:

—¡La oruga!

La familia

Nos encontrábamos sentados á la mesa redonda del restaurant de La Perla. Había diez ó doce individuos todavía. Se había servido el café y el coñac. Estaban en tela de juicio, sobre el mantel, los más sagrados fundamentos sociales. Se hablaba de la familia. Después de una comida que había empezado con sopa de rabo de buey y había concluido con tortillas al ron, eran disculpables todas las conversaciones y todos los extravíos.

Hubo un momento en que todo el mundo hablaba á un mismo tiempo, sin que pudiera entenderse nadie en aquella confusión de gritos. Los brazos y las copas estaban en el aire; se golpeaba en la mesa con los mangos de los cuchillos y con las cucharillas. Pero, al fin y al cabo, los de menos pulmón callaron. El campo quedó por dos combatientes. Era el uno un caballero alto, flaco, de rostro amarillento y de larguísima nariz, de ojos azules, grandes, redondos y muertos, y vestido, mejor dicho, enfundado en un gabán negro. Fin duda era un ideólogo, mejor dicho, un malvado.

—¡Oh!—había prorrumpido.—¡La familia! ¿Y todavía hay quien defienda eso?

Realmente, su figura, como sus ideas, inspiraba la más profunda antipatía.

Su contrincante era muy diferente. Era respetable, limpio, gordo, blanco, entre cano y bermejo, de ojillos grises, defendidos por cristales de roca engarzados en oro; mucha tirilla y gran pechera, y un disforme chaleco del color de la manteca de Flandes, sobre el cual danzaban á cada movimiento suyo la cadena de su reloj y media docena de dijes y sellos. Había tomado á su cargo la santa defensa de la familia, y se llevaba de calle á los oyentes, maravillados de su buen sentido, su saber y su elocuencia.

Mas el hombre que parecía un paraguas no se daba por convencido. Sin duda había sido muy desgraciado con sus parientes; sin duda en aquel cuerpo enflaquecido y oxidado había ido recogiendo la hiel de los desengaños domésticos, la más negra, la más amarga, la más corrosiva de las hieles... El era, sin duda, un drama de familia viviente; su arrugada figura denotaba la sequedad de su corazón y de sus sentimientos. En cambio, el defensor de los grandes principios sociales publicaba en su color sanísimo, en su abdomen patriarcal, en el aseo y corte de su traje, en la placidez, serenidad y aire autorizado de su persona, que el hogar doméstico y toda la familia, en sus diversas ramificaciones, sólo tenían para él alegrías, dulzuras y bienandanzas.

—Yo no soy intransigente—decía,—no me asusta la civilización; pero no puedo menos de deplorar el decaimiento de ese principio, sin el cual no hay salvación posible. Sin padres y sin madres, ¿es posible la existencia, no digo yo de la sociedad, sino de la humanidad misma?

Esto era concluyente, y hasta los mozos que servían el coñac se sintieron conmovidos.

Todos volvieron los ojos hacia el hombre enfundado.

Esto dirigió su puntiaguda nariz hacia el señor gordo, como un pez-espada que se dispone á embestir á un ballenato.

—Lo que acaba usted de decir—exclamó—manifiesta que la familia, como sentimiento y no come ficción social, existirá siempre. El hogar doméstico no está fuera del hombre, sino dentro de él. ¡Se llama corazón!

El hombre gordo se volvió hacia el mozo... Toados creímos que pedía su sombrero y su bastón para retirarse; pero, no: pedía únicamente un palillo. Los grandes improvisadores procuran siempre utilizar cualquier recurso que les proporciona tiempo.

—¡Tiemblo—exclamó luego,—tiemblo de comprender el alcance de esas palabras! ¡El corazón!

¿Es decir, la Naturaleza entregada al capricho de las pasiones? ¿Un hogar formado por la falta, consolidado por el vicio, deshecho más pronto ó más tarde por el hastío y por los remordimientos?

Un murmullo general ensalzó estas nobilísimas, palabras.

El hombre flaco no se inmutó por eso.

—Aquí—dijo—no discutimos palabras, sino hechos; la familia será eterna, pero su constitución no habrá de ser la misma siempre. Nosotros...

—¿Y quiénes son ustedes?—interrumpió el de las gafas, acudiendo al ataque irregular de las interrupciones.

—Los hombres exentos de toda preocupación, los que representamos el libre pensamiento, el libre sentimiento, el equilibrio de las fuerzas morales y sociales por su propia atracción, ponderación y cohesión.

El silencio hubiese sido verdaderamente fúnebre después de estas palabras, si un mozo no hubiese.


exclamado, al oir esto, con menosprecio de la etiqueta:

—¡Caracoles!

—¡Y á eso vamos!—prosiguió el ideólogo.—Compare usted las ideas que hoy dominan en este asunto con las de otro tiempo... ¿En qué se parece la familia de hoy á la familia bíblica, á la familia romana, á la familia de los primeros cristianos, á la familia de la Edad Media, á la familia, siquiera, del siglo pasado?

—¡Oh! Desgraciadamente, no se parecen, es cierto; pero eso no debilita la virtud de los principios, sino la organización social, que es deplorable; donde no hay respeto á la familia, cariño á los parientes...

—Pero, señor, ¿nos entenderemos?—exclamaba el librepensador, retorciéndose impaciente en su silla.—¡Si es que no hubo jamás el cariño hacia los parientes, el respeto á la familia de que usted habla! ¡Si precisamente lo que hay que hacer es hacer familia, hacer parientes!...

—Permítame que no tome en serio semejantes extravagancias... Bajo esas frases pérfidas se encubre la disolución social. ¿Qué argumentos, es decir, qué hechos puede usted alegar en pro de esa afirmación?

—¡Infinitos!... La familia es un nombre bello que encubre un gran egoísmo. En los tiempos patriarcales, en los tiempos de Abraham, éste huye de su casa y de sus hermanos; su hija Agar huye de Isaac. Jacob huye de Esaú, y después Esaú y Jacob se hacen la guerra. Los hijos de Jacob venden á José, y las familias se constituyen por procedimientos que juzgarían hoy durísimamente los tribunales. Abraham puso el cuchillo sobre el cuello de su hijo; lo cual hoy, seguramente, no sería aprobado por ningún padre de familia. Pasemos á los romanos. ¿Había familia allí donde los padres reconocían á sus hijos únicamente cuando en ello eran gustosos, ó los exponían en la calle para que los adoptase quien quisiera, y si nadie los adoptaba, se muriesen de abandono y de hambre? ¿Era familia la de las Edades cristianas y feudales, en las que la Iglesia y la sociedad consideraban como el más perfecto estado el celibato, es decir, la negación del hogar, la supremacía del convento?

¿Podía darse tal nombre á la organización social del siglo pasado, en la cual todos los hijos, todos los parientes, debían ser sacrificados al primer nacido, para conservar en su cabeza la vanidad del nombre y el prestigio de la riqueza, sepultando á los demás en un claustro, arrojándolos al servicio militar y á vivir en la trampa y en la miseria?

¡Ruego á usted que me conteste con razones, en vez de chupar y rechupar, con ostentación y desdeñosamente, ese palillo!

—¿Y qué? ¿Todo eso no enaltece al principio de autoridad, base de la familia? Se ve ahí al padre tiranizando al hijo, tal vez; pero éste, luego, padre á su vez...

—Será otro tirano; y así, de generación en generación, se eterniza la tiranía. No; la sociedad no ha llegado al ideal de la familia, que es el predominio del amor; pero, dígase lo que se quiera, caminamos hacia él. Vea usted un ligero ejemplo: Desde los tiempos bíblicos los padres han venido imponiendo penas corporales á los hijos, no hablo de aquéllos en que tenían derecho absoluto sobre su vida y le ejercían en ocasiones—¡bárbaros!—sino de todas las épocas, porque en todas se ha dado á los padres el derecho de azotes... Pues bien; hoy es mal visto el padre que fustiga las redondas carnes en la tolerancia, hasta que la razón les corrija por su propia virtud emoliente. ¡El interior de las familias antiguas pone los pelos de punta! ¡Un cuarto obscuro, disciplinas con puntas de hierro, correas, látigos, palmetas, pan seco y agua, frascos de árnica y ungüentos para curar los golpes y las ronchas de los pellizcos!... ¡La familia no ha existido todavía: sólo han existido víctimas y verdugos!

Y al decir esto, levantó la taza del café, y dando un golpe con ella sobre el platillo, hizo una y otro pedazos, dejando así convencidos á todos de sus procedimientos de dulzura.

(Contra institución tan sagrada como la familia no hay razones; la razón misma sería aborrecible si tuviese la pretensión de imponerse. Estas ideas se dibujaban en la frente de los espectadores, que no estaban dispuestos á dar razón al raído saco negro del ideólogo. Y que se sentían deslumbrados por el chaleco manteca de Flandes del caballero gordo.)

—¡Utopías!—exclamó éste un poco aturdido de los argumentos de su adversario y del estrépito de la loza hecha añicos.—¡La sociedad actual no admite mejora si no es retrocediendo á los manantiales de la virtud! ¡Todo ataque á la familia es un crimen de lesa humanidad! ¡Sólo pueden hablar centra ella los que no merecen tenerla! Dejémonos de vana palabrería... ¡Acompañadme, si gustáis, al seno de un hogar que merezca este nombre! ¿Qué véis en él? ¡No veis sólo una reunión de individuos que al azar del nacimiento ó una caprichosa elección matrimonial han formado, sino también esa comunidad de almas que mi contradictor quiere establecer sobre ruinas! Aquí, el jefe de familia solícitamente atiende al mantenimiento de toda ella, entregado á sus trabajos; allí, la madre cuida de los pequeños; comienza la educación de los más crecidos; espía la conducta de los más jóvenes, les aconseja y templa siempre las iras del padre. ¡Con todos ellos se mezclan los parientes, que reciben protección del más fuerte y más rico; que acompañan y velan en las enfermedades; que facilitan con su actividad y su buen deseo todos los caminos para la educación de los unos, para la colocación de los otros, para el matrimonio de la hija, para que no traigan una catástrofe las deudas y los vicios del hijo! ¡Hermoso cuadro, digno del pincel de Murillo, y que sólo puede ser descrito por pluma divina y contemplado con lágrimas! ¿Y qué diré en las solemnidades de la casa, en las tiestas patronímicas, en los aniversarios, en Nochebuena y en Navidad, en el otoño y en el invierno, estaciones inclementes; en las grandes desdichas como en los grandes regocijos? ¡Todo es entonces animación, todo luz, todo alegría, entre tantas y tantas diferentes personas, ó todo igual tristeza y dolor! ¡Oh! ¡Comparad este cuadro con el terrible panorama de disolución que algún iluso traza para sustituirle; panorama en el cual todos forman una familia de séres aislados, cuyos trabajos, aspiraciones, riquezas, alegrías y pesares no se confunden! ¡Desiertos pobladísimos! ¡Familia inmensa, en la cual los padres, para poder tratar á sus hijos, tendrían que serles presentados!

Se comprende que este discurso debía cerrar la discusión; nada más razonado, ni más patético, ni más punzante.

Pero el ideólogo extendió el brazo, y los espectadores, que ya removían sus sillas para levantarse, se detuvieron y escucharon.

—¡Soy librepensador—dijo,—pero un corazón sensible se aposenta entre estos huesos! Paso por el elogio del padre y de la madre y de los hermanos... ¡Pero mi mano borra despiadadamente esos engañosos cuadros de familia, y sobre todo la presencia de la parentela!... Sí; hay alegría en los banquetes de la familia; pero es el regocijo de la gula. Si; allí todos llevan sus actividades; mas es para explotar al pariente rico é influyente... ¡Revisad las nóminas de los ministerios! ¡Las veréis cubiertas por los nombres de unas cuantas célebres familias! la esos parientes famélicos han sido pospuestos los pretendientes inteligentes y honrados!

¡Registrad las Audiencias! ¡De cada cien pleitos, noventa de ellos son entre padres, hijos, hermanos y parientes! ¡Entrad en la alcoba del moribundo! ¡Allí veréis parientes solícitos, los menos al dolor, los más á la herencia!... ¡Y cuántos crímenes de puñal y veneno, unos públicos, los más ignorados, ejecutados por el odio y la codicia en el hogar doméstico!... ¡No hablo del primo, enemigo autorizado de la castidad y de la inocencia de las primas; no hablo de la madre política; no hablo del pariente sablacista; no hablo tampoco del pillo que deshonra una familia, deshonrando con sus vicios ó sus crímenes su nombre!... ¡Maldición sobre aquel que inventó los parientes!...

A este grito, en el cual palpitaba, sin duda, una tragedia personal, el hombre gordo contestó, levantándose y tendiendo las manos para cobijar toda la mesa redonda:

—¡No! ¡Bendito sea!

Todos se levantaron en confusión: las sillas rechinaron al sentirse aliviadas del peso; los mozos cobraron el cubierto; los oradores recibieron felicitaciones; el hombre flaco se alzó el cuello de su funda; el del chaleco se tendió fastuosamente á uno y otro lado las solapas de su levita; al encanto de la controversia, al ruido del festín, iban á reemplazar bien pronto la soledad y el silencio.

Como es natural, los dos adversarios, sin rencores ni envidias, partieron el terreno, y á presencia del público se estrecharon las manos.

Entonces pasó algo que merece consignarse sobre mármol en letras de oro.

—¡Felicito á usted—dijo el anarquista,—no por su gran elocuencia, sino por otra dicha mayor!

—¿Qué dicha?—preguntó el defensor de la familia.

—La de tener tan buenos parientes.

—¿Parientes?—contestó con pasmosa naturalidad.—¡Si yo no los tengo!

1808. Madrid en la víspera

Madrid estaba tranquilo en la víspera del Dos de Mayo.

—Murat—decían los franceses—ha escrito al emperador que no pasará nada.

Y el emperador confiaba en Murat. Sin embargo...

—¿Qué le parece á usted de los españoles?—preguntó á uno de sus ayudantes el gran duque de Berg.—Su aristocracia y su clero, sus soldados y su paisanaje, ¿le parecen á usted temibles?

—¡A mi no me parecen de cuidado aquí—le contestó el oficial—más que los frailes y las mujeres!

Madrid, pues, el día 1.º de Mayo, no sabía ni esperaba nada; si algo esperaba, era lo que le ordenasen desde el extranjero sus reyes; si algo sabía, es que las tropas del emperador se habían entrado en casa y no salían de ella.

Y había partidarios de Carlos IV.

Y había partidarios de Fernando VIL Y había partidarios de Napoleón.

Pero éstos se guardaban mucho de llamarse tales en voz alta.

Acaso en alguno de los puestos de libros de las Gradas, ó en casa de Cerro, de Toledano ó de Esparza, entre un rimero de ejemplares de la Alfalfa divina para los borregos de Cristo, y una pirámide de tomitos con el título de Instrucciones para bailar contradanzas y minuetes, decían algunos literatos:

—¿Han oído ustedes lo que corre por ahí? Lo ha dicho el paje de Bolsa de un contratista francés. Bonaparte dice que él sólo desea el mejoramiento de las instituciones políticas de España; que los españoles sean iguales ante la ley y ante el rey, y que la agricultura, el comercio y la industria sean libres, fecundas y nobles. Bonaparte dice que el águila francesa nos trae en su pico la rama de la dicha.

—¡Los españoles somos demasiado orgullosos para aceptar de un conquistador ni la felicidad!

¡Eso lo dirán cuatro afrancesados!

En los salones de los palacios y en los camarines de las duquesas, la conversación no es tan reservada.

Penetremos en ellos.

Se comenta con aplauso la frase de la última carta escrita por Carlos IV á su glorioso aliado, referente al motín de Aranjuez: «Todo debe hacerse para el pueblo y nada por él.»

—Asombra que con tanta clarividencia en el pensar y en sentir—dice un covachuelista,—S. M. no haya hecho con el emperador lo que el emperador ha hecho con él.

Y no hay más que mirarle al rostro, serio, pálido como el nácar, encuadrado en rica peluca de bucles blancos y ensebados, para convencerse de que dice lo que siente y sin malicia.

Así lo cree también este otro palaciego con quien habla, un petimetre vestido á la última de entonces: chupa blanca bordada al realce y de ramos de colores, chorrera de siete listones de encaje de Bruselas, corbatín blanco, calzones de punto color de clavo pasado y una casaca de piqué de seda del mismo color, con botonadura de acero. Las medias son de patán, blancas, y el zapato bajo con hebillas de oro.

Un traje que convierte á un hombre en algo parecido á un ave encantadora y sobrenatural.

Un traje contra el cual los franceses han hecho una revolución, y con el cual subió á la guillotina un rey cristiano, amante de sus súbditos y de su familia, honrado y bueno; un traje que es un siglo, una civilización... y una mina de oro para los pintores de abanicos y para los autores de zarzuelas por horas.

Traje que al salir de palacio se cubría con una fina capa de grana, y así aquella figura, símbolo del exquisitismo aristocrático, parecía significar también un siglo que muere entre llamaradas y sangre.

Y nada he dicho del espadín, porque, á la verdad, se me había pasado que este petimetre del año ocho llevara con qué matar á nadie.

El espadín de 1808 era delgado como un junco; su empuñadura, propia de la mano de un niño; la cazoleta, en forma oval, y tenía por guardamano una cadeneta de acero tallado que caía en granos de luz, torcida y suelta.

Los cortesanos de Carlos IV eran nietos de los cortesanos de Felipe II, y sus espadines eran también nietos de aquellas espadas.

Pero es el hecho que las revoluciones en España no se han preparado, y aun lo es también que las que se han preparado han salido mal.

En el fondo del carácter español hay una gran pereza para todo; y por pereza consentimos así las pulgas como los malos Gobiernos. Ni el dolor, ni las contribuciones, ni la elocuencia de los revolucionarios pueden nada en un pueblo que se pasa las horas recostado contra una tapia bañada por el sol, viendo pasar mujerzuelas, soldados, carromatos y arrieros... Pero el ladrido de algún can, un lloro de chiquillo, un chillido de mujer, hacen saltar á un buen español como salta el arco de una ballesta y echar mano á la navaja. Esto debía suceder al día siguiente... Pero como ni el perro había ladrado, ni el chico llorado, ni chillado la mujerzuela, Madrid, como acababa de decir Murat, estaba tranquilo.

Así es que, por la tarde, el Mentidero de las gradas de San Felipe se encontraba muy concurrido.

Allí se hablaba de todo lo que se habla hoy en los Circuitos y en el Salón de Conferencias del Congreso.

Allí concurría el covachuelista de las Reales con su traje serio, y el erudito de rostro famélico, y el guardia de Corps con calzón blanco, botines ajustados hasta la rodilla y su gran casaca encarnada con solapa blanca; el mayorazgo en toda su fastuosidad, el petimetre con sus cien sortijas y sus perfumes, el abate con su hábito á la romana y sus cajas de rapé, el literato con el último tomo de poesías de Moratín.

Era un observatorio magnífico y podían oírse cosas como ésta:

—¡Vea usted, allá, mi casero, el celebérrimo don Pedro, qué pensativo viene! ¿Sabe usted por qué? Porque á su querida, la damita del Corral de la Cruz, la silbaron ayer cantando las seguidillas. La tempestad, el canario y el arroyito.

Eran muchas las parejas de frailes que se detenían un momento en el Mentidero, caladas las capuchas, metidas las manos en las mangas, para ir de seguida á las casas de sus penitentes, que ya les tenían preparado el soconusco.

Hoy, el descreimiento general es tan grande, que un cura en la calle parece que no es nadie; de un fraile no hablo, porque los que hay no salen de su convento. Entonces, los señores más linajudos, que no sólo los chicos, les detenían para besarles la mano, y las alcaldesas y las oidoras y todas las mujeres, les besaban la correa. Ser fraile era serlo todo: era ser noble, rico, influyente, santo. ¡La tierra en propiedad y el cielo en promesa! El cabeza de familia no era el padre natural, sino el espiritual. Hay que dar carrera á un chico. ¡Consultaremos al fraile! ¿Con quién debe casarse la chica?

¡El padre lo dirá! ¿De qué molino se ha de traer el cacao? ¡Preguntárselo á Su Reverencia!

¡Ha durado más el chocolate que los frailes!

¡Esto no podía comprenderse en 1808!

¿Cómo habían de creerlo aquellos cristianísimos varones?

He aquí la calle Mayor, entonces, como ahora, de las principales de Madrid. Por el centro vienen con pesadez y con estrépito algunas carrozas del tamaño de pequeños navíos, tiradas por mulas colosales; vienen soldados y guardias, unos á pie, los otros á caballo; pasan, con los diferentes gritos y ruidos de sus industrias y oficios, los vendedores ambulantes; atraviesan, con sus chaquetillas y su aire decidido, los manolos, que vienen de los barrios extremos; parecen deslizarse sobre el hielo, con pie invisible, las petimetras; y todo es ir y venir, formando por la acera estas idas y venidas un cruzamiento interminable de pobres y ricos, señorones y mendigos, militares y curas, beatas y pecadoras; un tejido de historias, de ilusiones, de temores; cadena de vida que hace pensar, que hace sentir y que alegra y aturde con su rumor y sus deslumbramientos... Pues bien; en el vecino convento de la Soledad ha sonado la primer campanada de las Oraciones... Y las mulas de los coches se han parado, como si conociesen el toque; y los soldados, los paisanos y las mujeres, y el bien y el mal que todos llevan dentro, queda suspendido... Todo en la calle se ha petrificado. ¡No hay más que estatuas de hombres que tienen la cabeza inclinada y en las manos los sombreros!

Hoy...

Este era el Madrid de la víspera del Dos de Mayo. Y un Madrid así podía parecer tranquilo, pero no estarlo.

Lo que hay es que Madrid no tenía reyes y nada sabía hacer sin ellos.

Lo que hay es que todo lo esperaba de Carlos IV ó de Fernando VII.

Pero Carlos IV había entregado á España en rescate de la persona de su favorito.

Y Fernando VII se contentaba con que Napoleón no devolviese el trono de España á su señor padre.

—¡Yo no puedo tener á mis espaldas la Inquisición y el fanatismo! ¡España debe ser liberal y debe ser mía!

Esto se lo había dicho muchas veces Napoleón á Savary.

No se equivocaba más que en la segunda parte. Los soldados son cinceles para labrar, pero labran mal; sólo labra bien el tiempo.

España, Madrid, eran inconquistables.

Había que suprimir primero los frailes, y luego los toros para conquistarlo.

Acaso pensó en esto alguna vez Murat, cuando veía pasar hacia la gran Plaza oleadas y oleadas de gente, entre la confusión, de las oscilantes carrozas y las rápidas y vocingleras calesas.

Acaso pensó que un pueblo, cuya fiesta intima es una fiesta de matar y aun de morir, no es pueblo que se rinde ni á las filosofías ni á los cañones. Pero la víspera del Dos de Mayo, Murat recibió con sonrisa las inquietas advertencias de su policía. Le habían dicho que la partida de los infantes D. Antonio y D. Francisco podría dar motivo para que se tumultuase el pueblo. Murat hizo un gesto que significaba tal vez:

—¡No seré tan dichoso!

Porque el gran duque de Berg no deseaba otra cosa. Quería ser rey de España, y pensaba que antes de hacerse amar debía hacerse temer.

Muchas tardes había paseado por las calles sin más escolta que dos ayudantes, no pensando que así daba ejemplo de que la vida vale menos que el honor y que el deber, y debe despreciarse.

Iba, como solía hacerlo, por mera vanidad, con uno de sus grandes uniformes. Venía de visitar á los atribulados señores de la junta.

Murat era el más valiente y el más vanidoso y el más aparatoso de los franceses; un guerrero fantástico, una especie de arcángel de las batallas.

¡Qué lujosamente vestía y qué soberanamente montaba!

¡Qué plumeros se ponía en sus chacós y qué airones de brillantes en ellos!

¡Cuánto galón dorado y cuánta cordonería de seda en sus extrañas casacas!

¡Qué sables corvos, con empuñadura de marfil y nácar y piedras preciosas, se ceñía!

¡Qué cinturones, como círculos de luz, para colgarse los sables!

¡Qué figura y que aire y qué desprecio de todo cuanto no era Francia y Napoleón y El!

Al verle pasar por las calles de Madrid, se sentía el transeúnte insultado, ofendido, por su figura, por su traje, por su mirada.

Y su mismo caballo, monstruo hermoso, de crines y cola encrespadas, baria el suelo con sus cascos como escupiendo su desprecio en trozos de pedernales á las caras.

Los hombres no volvían el rostro para ver á Murat, y sólo los chicos—curiosidad y alegría sin patria—le seguían fascinados.

Algún fraile le echaba la bendición, sacando y metiendo rápidamente la mano entre el sayal, con intención equivoca de vida ó de muerte.

Y alguna maja de las bravías, de las del pincel de Goya, de las que vestían ricas faldas de rasos de vivo color, toda alamares y abalorios; alguna maja, con dos ojos negros y grandes puestos bajo una moña roja de lazos de plata; con arracadas del tamaño de dos pequeñas cornucopias; con la garganta como un retablo, por sus relicarios y colgantes infinitos... se paraba al ver inundada la calle por tanta grandeza, y poníase en jarras y decía esto ú otra cosa por el estilo:

—¡Miste qué Dios! ¡Si paece un loro á caballo!

Y Murat pasaba sonriéndose, creyendo tal vez que le enviaban un requiebro, y repetía para sí:

—Madrid, Madrid engañado; Madrid prisionero, Madrid sucio, Madrid en tinieblas, Madrid el de las manolas, los chisperos, los petimetres, las beatas y los abates; Madrid con su casacón bordado, su peluca empolvada, sus rondas del Pecado mortal y de Pan y huevo, su fandango, sus seguidillas, sus rosquillas y sus torraos; Madrid sin Carlos IV, sin María Luisa y sin Godoy... Madrid... ¡está tranquilo!

Y aquel día lo estaba, en efecto.

Veinticuatro horas después, Murat, implacable, barría las calles con sus cañones.

Murat no fué rey de España, sin embargo. Napoleón envió por rey á su hermano José, hombre que convenía al propósito más que á la ejecución.

Traía el árbol de la libertad, mas no pudo plantarlo.

La libertad no se planta; se siembra.

Los Diputados del año 12 la sembraron; millones de españoles la han regado después con su sangre y con su llanto; y hoy la libertad cubre todo nuestro cielo como un rosal eternamente florido, como una palmera que extiende desde los Pirineos hasta el mar sus victoriosas ramas.

Pero la víspera del día Dos de Mayo, como Murat decía.... Madrid estaba tranquilo.

¡Muchas flores!

La afición á las flores es cosa de hace pocos años en Madrid. Cuando yo era pollo eran raras y caras.

Había jardines públicos; los había en algunos palacios; pero... mucho verde, ningún aroma. Un trocito de campo encerrado entre tapias.

Los balcones, sin macetas; las mujeres, en ellos, sin una flor.

Allá por los barrios antiguos—en casa con escudo de armas en piedra y señal sobre el yeso de haber habido un retablo—sacaba el pecho algún balcón de hierros torcidos, sobre eses de hierros floreados; y en este balcón alborotaban la tristeza de la calle muchos húmedos tiestos. Y en espirales de hojas y colores subía formando marco mucha enredadera. Balcón de niña bonita, de pintor, de poeta, bajo el cual hubo hace siglos canciones y cuchilladas, del cual se hablaba en Madrid como extraño capricho; admiración del monocle de los ingleses; ¡escarcela de la primavera, oratorio del amor y fiesta de colores y de aromas, de la alegría y de la juventud!

Pero el Madrid central era diferente. Los balcones estaban adornados con las muestras de los dentistas y de los prestamistas, nada más; y para regocijo de la luz y del aire, los paños menores de la sociedad distinguida...

Las flores eran raras y caras, como he dicho. Pero como el lujo y la vanidad son tan madrileños, las flores debían popularizarse. Fue de moda viajar por países donde la flor tiene derecho de ciudadanía; fué de necesidad para ser persona tener un hotel, tener una villa; hubo exposiciones de flores y plantas; súpose que había en el extrajere quien pagaba miles de francos por un tulipán... Fueron muchas las estufas y sin número las jardineras. Y flores tenemos; y ahora las fachadas de las casas parecen faldas de baile con prendidos de bouquets, y no hay vestíbulo sin jarrones con plantas, ni hay salón que no reviente en rosas y claveles por las rinconeras.

Flores en todo; y más que en ninguna parte, en la mesa. ¡En corbellas, en capricho de china, formando dibujos, sembradas, como realces de seda, sobre el hilo del mantel!... ¡La mesa moderna es una canastilla de parterre; el jardinero es el jefe del comedor; los cubiertos, las copas, los platos descansan entre lilas, pensamientos y violetas, y al menor descuido nos llevamos á la boca un Don Diego de noche enganchado en el tenedor!

Toldo Madrid es flores; lo cual no quiere decir que Madrid las ame: quiere decir que las tiene y las paga.

No creo en el amor á las flores más que cuando veo en las ventanas de las casas pobres alguna mata en algún tarro, en algún cajoncillo. Allí está cubriendo el hueco de la ventana, robando luz y aire, pero diciendo:

«¡Aquí, no sólo me aman, sino que yo les amo á ellos también; porque no me trajeron de ningún pensil, ni me subió por alfombrada escalera galoneado lacayo, ni dedos con pedrería me pusieron en pintado vaso de Sajonia, ni en tibor de oro»


opacos de la China para cuidarme como planta que si enferma y muere, piérdese más dinero que ilusión! ¡Aquí, en este puñado de tierra, fui sembrada, y manos toscas me cuidaron! ¡Fui desde el primer brote, para estas buenas gentes, una hija más! ¡No vivo entre duques y marqueses, pero los chiquitines de la casa inclinan sobre mi sus rostros y sus corazones para verme florecer! ¡Me han dado un nombre de hija, y á ella está unida mi suerte! El día en que en mis ramas aparece un capullo, se alborota la casa; aquel en que se abre la corola, se invita para que la vean á los vecinos.

¿Arrancarme ellos de mi tallo? ¡Jamás! ¡No, no soy una flor; yo soy una vida!»

No hay para amar sino los padres y las madres. Aman á las plantas los que las siembran y cultivan y respetan. Los que ven en ellas seres misteriosos que embellecen el universo.

¿Es que el hombre no tiene algo de planta también? ¿No parece decirnos el sentimiento de la patria que venimos de flor? ¿Quién es dichoso separado de los suyos? La ciudad es una maceta, los compatriotas son flores de una misma rama, y nuestra mujer y nuestros hijos son pétalos reunidos en un cáliz y que forman una corola.

¿Habremos sido planta? Hay quien dice que la humanidad viene de un pescado; hay quien opina que de un mono. ¡Mejor seria que hubiéramos tenido por padres un lirio y una rosa!

Hay hombres, sin embargo, que hacen inverosímil esta hipótesis. No sólo no gustan de las flores; es que no saben lo que son. Ni las han tenido jamás, ni las han comprado, ni saben que ellas brillan ni que ellas huelen. Pasan por un jardín sin apreciar más que el número de metros que tiene de superficie, y si lijan la vista en un árbol, ha de ser en árbol frutal y ha de ser para ver si la fruta se les quedará en la mano. Dejan que la florera les ponga un clavel en el ojal de la americana; pero dicen á la muchacha cosas tales, que si el clavel no fuera rojo... rojo se pondría. Suelen ser hombres de fortuna, en papel, bien trajeados, hombres montgolfieres que tardan dos horas en ir desde el ministerio de Hacienda hasta el Banco. Aun éstos concluyen por reconocer á las flores personalidad ó importancia. Un día, en el Parque de Madrid, en el teatro, en la Plaza de Toros, ó en las carreras del Hipódromo, encuentran una de esas mujeres, manojos de huesos recubiertos de carne de nácar, ó revestidas de carne de fuego; rubias luminosas, morenas devorantes, que necesitan para la floricultura de sus hoteles todo el reino de Valencia...

¡Sus casas de Madrid, sus viñas de Andalucía, sus acciones del Banco, todo se esparce, todo vuela en nardos, jacintos, crisantemos y gardenias, entonces!

Las flores son más caras que los brillantes; los diamantes quedan, las flores pasan. Pero esto es en lenguaje de comercio; las flores son amistad, pasión, recuerdos, poesía, y esto no pasa jamás.

Los cuentos, las historias, las tragedias del amor, todas se han enlazado y desenlazado por las flores. El hombre más serio guarda entre las páginas de sus libros algún pensamiento seco; alguna hojita mustia, triste, como dicha que pasó. Raro es que cuando muere uno de estos que han amado mucho, no aparezcan en los cajoncillos de su secreter rosas, claveles, ramitos que se pulverizan al contacto de los dedos de los testamentarios y al rumor de sus risas.

Y es que con las flores se puede hablar en secreto, pero no en público; el amor deposita en ellas sus ansias, sus aspiraciones, como en un fonógrafo, sensible tan sólo ante la evocación de otra alma gemela.

Amor que da flores no necesita ser parlanchín cuando dice: ¡Te amo!, le contestan: ¡Ya lo sabía!

¡Desgraciado el amor que ya no da flores! Me acuerdo de cierta historia... Los dos héroes eran amigos míos. Uno era el preferido de una de las más hermosas damas de Madrid, cuyo marido estaba ausente; el otro era la pasión de una linda joven, soltera y virtuosa. El primero de mis amigos solia comer en el palacio de su adorada, ir con ella al teatro y tomar el té, luego, en su compañía. Le odiaban por su dicha todos los Tenorios de Madrid. Y decía una tarde:

—¡Cuando el alba salgo de su hotel, y el vientecillo me da en la cara y el primer rayo de sol me hace entornar, deslumbrado, los ojos; siento escalofríos de rubor y de angustia, y me pregunto si, como el mundo dice, soy dichoso!

El otro amante... rara, rarísima vez podía acercarse hasta la casa de su novia. La familia de ésta se oponía á tales relaciones y guardaba las cercanías. Pero una noche logró llegar hasta la ventana, dió un golpecito, la ventana se abrió, asomó un rostro, avanzó una mano, cayó una rosa, y una voz, cortada en los labios por un dedo, dijo: ¡Adiós! Al mismo tiempo sonó un pistoletazo y huyó un hombre herido. Le vi á la mañana siguiente en la cama, rabiando de dolores, con la mano en la herida, y me contó la aventura. Pero alzando los ojos hacia una estampa de la Virgen, sobre la cual estaba prendida la rosa, me dijo con la mirada, iluminado el rostro:

—¡No me compadezcas, que soy muy feliz!

Preciso es que las flores tengan algo de divino, cuando son símbolo de muchas venturas, cuando; tantos buenos sentimientos inspiran.

No sólo las mujeres tienen mucho de flores, y las, flores de mujeres; es que hay mujeres que tienen vida, forma y espíritu de flor. Son flores que han podido, al fin, andar, hablar, transfigurarse, y sin duda cuando se mueran—si mueren jóvenes, y hermosas—pasarán de ser flores-mujeres á ser flores-ángeles. Preguntad, si lo dudáis, á los que, aman.

Yo doy ahora grande importancia á los frutos. No estoy en la edad de las rosas, sino en la de las espinas. Pero me acuerdo siempre de aquellas ramas de almendro y de lilas, de aquellas varas de, nardos y de azucenas, de aquellos ramos de flores silvestres cogidas por mi en los campos cuando el almanaque rezaba Esperanza y Amor; y quiero á las flores como visiones de rosas que han desaparecido.

Por sus colores y por sus perfumes tienen las, flores señorío sobre nuestras almas. Señorío eterno.

Todo pasa. El tiempo y la guerra y el mar derriban las obras de los hombres; barren los campos, arrasan los bosques y hasta aplanan las montañas. Pero más tarde brota el musgo, retoña la planta, se abre la flor y la palmera triunfa sobre la, linea horizontal del desierto, y los jazmines suben á vestir de estrellas de olor las ruinas de, los palacios y de las torres y casas.

Y es que hay flores y flores. Las del campo y las de la ciudad, las de afuera y las de adentro. Unas, hijas de Dios; otras, hijas del hombre.

Las flores hijas de los hombres no dan útil semilla, no son generación. ¡Rosas colosales, claveles verdes, tulipanes negros!... Sois maravillas sin mañana; vivís para deslumbrar los ojos, para encender los deseos en los círculos de un vals, para formar bouquets maravillosos; servís para morir abrasados en una fiesta de Caridad—como ahora en la de París—sobre pechos hermosos que estallan de terror y de angustia.

¡Pero las llores humildes, las sencillas, las que nacen en el campo, las del primer día de la Creación, las de Eva, las de las vírgenes de Israel, las de María!...

Esas, sin jardinero, sin vaso, sin etiqueta colgante, sin vendedor, sin precio... ¡Esas aman, tienen hijos, forman generaciones: nunca mueren!

Suprimid las flores si os parecen inútiles; hallad el modo de que el fruto venga sin la flor. Habréis rebajado los tonos de color, de alegría, de luz, de la Creación; la habréis entristecido.

Las flores fueron la última creación de Dios... Hecho el mundo, le encontró ingrato para los ojos. No era cosa de hacerle de nuevo ni de alterar ninguna de sus leyes fundamentales...

Era preciso algo que fuese y que no fuese, algo que no fuese nada y pareciese todo.

Y el Señor abrió los brazos y dijo:

—¡Muchas flores!

La escondida senda

En aquel tiempo, Madrid era muy chiquito. Debía parecer así como uno de esos Nacimientos que se venden por Navidad en la plaza de San ta Cruz.

Era un recinto amurallado, con un alcázar y muchos raros grupos de casucas entre una red de estrechas, torcidas y sucias calles.

Este cinturón de piedra estaba rodeado de espesos bosques.

De bosques poblados por animales, hoy fabulosos, en los alrededores... El ciervo, que iba sacudiendo de bote en bote su ornamentada cabeza; el colmilludo jabalí; el oso, aficionado á robar panales y á comérselos.

Madrid estaba todavía en poder de los moros.

Corría el siglo once, como diría un novelista.

Y no era afrenta, por lo tanto, como es hoy en día, vender en las esquinas babuchas, pastillas de la Arabia y dátiles.

Los elegantes de aquel tiempo llevaban turbante y alquicel; no entraban y salían como ahora para ir á tirar al pichón ó jugar al tennis, sino para cambiar de armas, caballos...

Era un siglo de lucha incesante, universal; era el reinado de la fuerza.

Los castillos, los pueblos, las ciudades, eran nidos de buitres, de donde salían hombres de hierro.

Nosotros ejercíamos en la Villa empleos humildes. Para los moros, la adarga y la lanza; para los cristianos, la azada y el arado.

Esto de cultivar la tierra fué siempre oficio bajo; y no fué siempre noble devastarla, incendiarla y ensangrentarla.

Isidro era cristiano y era criado de un labrador. Los biógrafos no se han resignado fácilmente con que Isidro fuese de baja cuna. Indican que pudo vivir sin trabajar, porque sus padres tenían algo.

Pero la religión de Isidro era mucha; su deseo de obedecer á Dios, infinito; y un día entró en la iglesia y oyó la voz bíblica, que decía:

«¡Ganarás el pan con el sudor de tu frente!»

Y quiso trabajar con su cuerpo y con sus manos, hasta que su frente fatigada dejase caer sobre el pan tibias lágrimas.

San Isidro es patrón de Madrid por haber sido bueno. No era hombre de ciudad y de corte; sólo tenía las virtudes que da el trato de la Naturaleza y de la soledad. Era un dechado de llaneza, de humildad y de sencillez.

Oraba en su casa.

Oraba por el camino, cuando iba á sus labores. Oraba en el campo.

Y tanto y tan ingenuamente oró, que Dios le concedió el don que más atrae, que más asombra, que se lleva tras si como un rebaño á los hombres; el don de hacer milagros.

Se supo que los hacía, porque intentaron perjudicarle sus envidiosos. Y dijeron á Iván de Vargas, amo de Isidro, que éste oraba mucho, pero que no araba nada.

Fue Vargas al campo, y... ¿qué vió?

Vió que mientras Isidro, arrodillado y con las manos juntas, estaba rezando, otro ángel con las alas plegadas conducía los bueyes y forzaba con el peso de su cuerpo celestial el arado.

Los envidiosos tenían razón; pero Iván de Vargas quedó muy satisfecho de verse así servido por criados que lo eran de Dios.

Era inagotable la caridad de Isidro. Sus manos sembraban el bien como sembraban la avena, ó el centeno, ó el trigo.

Verdad es que Dios era su tesorero.

Verdad es que jamás los restos de su comida fueron agotados; porque cuanto daba en la puerta, otro tanto se encontraba Juego en la cocina.

El más bonito de sus milagros es el de los pájaros.

Era una tarde de invierno, y el campo de Madrid estaba cubierto de nieve en muchas leguas.

Isidro salió á moler trigo. Caminaba entristecido, con su exquisita piedad. Iba por entre la nieve rezando sus oraciones, pidiendo á Dios consuelo para el desamparado y fuego para el entumecido, y salvación para el viajero extraviado y hundido, porque ha perdido la senda.

El vientecillo corta, el cielo se despliega como un toldo gris, amenazando con otra nevada; detrás, Madrid parece un fantasma con su enorme turbante blanco; delante, lejos, está el molino, muy tieso, puesto sobre una línea blanca también, y blanco él mismo como un gran cucurucho.

Absorto en su oración, Isidro no ve nada de esto, y camina, guiado sin duda por un lazarillo divino, invisible...

Pero oye.

Y oye algo como suspirar y gemir.

Levanta la cabeza y los ojos, y ve un árbol; una especie de escoba clavada por el mango, y en cuyo negro y espinoso ramaje pía gran número de pájaros.

Los pajarillos.—¡Isidro, nos morimos de hambre! ¡Socórrenos, Isidro!

Isidro (bajándose, apartando la nieve de la tierra con la mano y descubriendo un buen espacio y en él una porción de trigo).—¡Comed, pajarillos, que Dios da para todos con abundancia!

Y los pájaros comen, y él los mira, y después, con trinos alegres como en una mañana de primavera, como si cantasen á las hojas, á las flores y al sol, le acompañan revoloteando sobre su cabeza hasta el molino.

Mas si éste es el milagro más bonito para pintarle, sin duda que más alabanzas merece el que hoy celebran y visitan los romeros en el cerro sagrado.

Fué en el día aquel en que Iván de Vargas sentíase fatigado y sediento y no podía calmar la calentura que la sed y el cansancio le causaban. Isidro hirió la tierra con la punta de la pértiga y brotó una fuente de agua cristalina...

Y brotó algo más: brotó una sucesión de fiestas anuales, adornadas de las devociones que al Santo se le deben y de las admiraciones que sus virtudes merecen; brotó una capilla para su gloria y una población en su recuerdo.

El, sin duda, lo vió en visión del porvenir entonces, y se vió patrón de una Villa, toda maravillas en el arte, en la ciencia, en la industria, en el comercio, en las elegancias, en los placeres, en todo, en fin, menos en aquello que debía ilustrar su nombre: en la sencillez, en la humildad, en la caridad, en la pobreza, en la religión y en el amor y práctica de la agricultura.

Cuando él fuese canonizado, los bosques, los jabalíes, los ciervos desaparecerían, y el último oso se refugiaría en el Ayuntamiento y lo encasillarían en el escudo.

Para el patronazgo de Madrid debió ser elegido un santo de juventud borrascosa, disipador, libertino, entrometido en la gobernación pública, concejal á ser posible, y cómico y torero.

¿Que no los hubo jamás de tales condiciones? Y bien: un varón justo, un hombre de campo, no es el patrono que le conviene á este Madrid moderno. Así es que los madrileños le rezan, le festejan; pero no le imitan.

Yo, en otro tiempo, celebraba el día del Santo como todos, entre violentas alegrías, entre la multitud clamorosa que acude á la Pradera. Hoy creo rendir al Santo más digno tributo dirigiéndome en opuesta dirección: al campo solitario.

La conmemoración del Santo debía ser una fiesta de Agricultura.

Pero al madrileño no se le puede hablar de la vida pastoril ni de los encantos de la Naturaleza. El se ha construido el mundo en que vive y él ha combinado hasta el aire que respira.

Nació lejos del campo y no le ama.

Los panoramas de que goza en sus paseos son escenarios con decoraciones que debe á los arquitectos y á los jardineros; en ellos no aparece ni un arado, ni un buey, ni una mula, ni ganados; la población de la campiña ó de los bosques.

Sólo los que hemos pasado algunas largas temporadas, en nuestra niñez, allí donde el gallo canta velando entre las sombras por la seguridad de su serrallo, sentimos de cuando en cuando la necesidad de ver una Naturaleza pura, sincera, verdad.

Y salimos de la corte á cualquier pueblecillo, á cualquier soledad donde haya árboles, algunas corrientes, mulas que campanilleen, perros que ladren y gallinas que al vernos huyan, abriendo las alas y cacareando con voces que parecen salir de una tempestad de plumas.

Y si pudiera... Eso sería realizar mi sueño dorado.

Dejar á Madrid, buscar la paz del alma en la soledad campestre y gozar los placeres tranquilos, sin dejo amargo, que Rousseau ha divinizado en prosa y el Petrarca en verso.

Pero Madrid es un pulpo enorme y no suelta á quien aprisionó con sus tentáculos.

Madrid es... para siempre. Así es que cuando el hastío de la vida cortesana hace resurgir en mi memoria aquellos versos del maestro, por mí nunca olvidados:

Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido, y busca la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido... yo quiero buscar esa senda escondida.

Y mis pies, sin duda, equivocan el camino.

Y van, mal de su grado, donde va el tropel de las gentes.

A la romería de San Isidro.

A ver la entrada de los ciclistas. A vitorear á Polavieja.

Al camino ancho, donde van los placeres que fatigan.

¡No por la escondida senda de la Felicidad!

El padre eterno

(Cuento de niños)


La tarde está hermosa, y como ninguna para dar un paseito. Esto han pensado Lolita y Agustín, dos buenos mozos que reúnen una docena de años. Han dejado su casa; han dejado el pueblo, y con la confianza de quienes habitan entre gente honrada, van por el campo, sin rumbo, solos, solitos.

Como Lolita es tan cariñosa, al llegar á la última casa de la calle ha vuelto la cabeza y levantado el brazo derecho, abriendo y cerrando muchas veces la mano.

Su madre, desde la puerta, bajo el emparrado, la contesta con una sonrisa de bienaventurada, mientras con la mano, á su vez, la promete una azotaina para la vuelta, por la escapatoria.

¡No haya cuidado! ¡No la pondrá las rosas como cerezas!

Hace mucho calor, y la sinfonía del campo así lo proclama; se diría que millones de insectos, frotando sus millones de élitros, cantan sus dichosos esponsales. ¡Llénase el aire con la voz estridente de su ventura, y esta voz parece que da un alma al universo!

A la salida del pueblo todo es campo, huertas, prados. Sólo á lo lejos una raya alta, obscura, como un encaje negro sobre fuego, indica que se puede encontrar un refugio contra los calores. Pero la tarde declina; el sol se entristece; levántase un vientecillo consolador, y sobre todo... los chicos son como las lagartijas: aman el sol.

Dije que Lolita y Agustín iban solitos. No es cierto. Van muy acompañados. Ella lleva su compañía de siempre. Es decir, una muñeca de cartón muy grande entre los brazos y su cabrita Pizpireta detrás. A las órdenes del chico va su fiel Chis, un perrillo gordinflocete, canelo, largo de orejas, que da con la panza en el suelo: perro sabihondo, difícil en conceder sus caricias, y que sólo en los grandes acontecimientos menea el rabo.

¡Seres más dichosos en este momento, acaso no se encuentren en la tierra!

Lolita lleva en el bolsillo de su delantalito su merienda; Agustín tiene también, entre dedo y dedo, un coracero de pastaflora; la cabra corre, se empina, asalta los arbolillos y roe las hojas y cortezas... ¡Y el perrillo, con la nariz en tierra, ha tomado un rastro y corre y corre!...

Algo lejos ya del pueblo, Lolita cree llegado el momento oportuno. Saca el pan y el queso y toma posesión de un rodillo abandonado. Al verla sentada, Agustín se acerca, la cabra llega corriendo, y sólo el Chis, sin levantar la cabeza, sigue en pos de lo desconocido.

Lolita parte su pan y su queso con Agustín. El pan es tierno; el queso, sabrosísimo. Agustín se sienta á los pies de Lolita, frente por frente; la muñeca cae con las piernas extendidas por el suelo... y se olvidan del sol, del campo, de la orquesta de cigarras y de grillos con que les obsequia la tarde...

—¡Qué rico!—dice Lolita con la boca llena.

—¡Qué hambre tengo!—contesta Agustín.

Pero Lolita da un grito de pronto; un grito de sorpresa y casi de alegría.

Hacia ellos viene un caminante. Es un anciano que infunde veneración por su figura, aunque rústica, noble; por su larga barba blanca y sus cabellos largos también y como la nieve.

—¡Agustín—exclama Lolita,—mírale! ¿No le conoces?

Agustín mira al viejo y hace un movimiento de cabeza negativo.

—¿Pero no le has visto en la estampita que tío nos ha regalado ayer? ¡Qué! ¡Si no puede dudarse!

¡Es el Padre Eterno!

Agustín le miró; hizo un gesto de asentimiento, y alargando un trozo de pan al recién venido, le dijo:

—¿Usted gusta?

Lolita se echó á reir.

—¡Bien dicen que tú eres tonto! ¿No recuerdas lo que ayer nos explicó tío al hacernos el regalo?

¡El Padre Eterno es Dios, y Dios no come!

A todo esto, el venerable caminante se había detenido y contemplaba con mirada bondadosa el cuadro que formaban aquellos dos chicos, fijándose, como es natural, más en la niña.

Era una morenita llena de atractivo: con dos ojazos muy maliciosos y un gestecillo que la denunciaba como de genio despierto, pero vanidosillo, con ser tan pequeña, tenía algo superior á su edad. Parecía una mujer chiquita.

El Padre Eterno aparentaba ser algún propietario de cualquier pueblo, que había prolongado su paseo más que de costumbre. Su traje limpio y decente no indicaba la pobreza, sino un mediano y decoroso pasar.

El Padre Eterno se sonrió y dijo á Lolita:

—Puesto que sabes quién soy, sabrás que me debes respeto, que me debes amor también, que mi palabra es divina y que mi cólera es terrible, como la voz del trueno.

—Todo eso lo sé—contestó Lolita con mucha tranquilidad.

—Y vamos á ver, señorita—continuó el anciano, que por lo visto encontraba divertida la ocurrencia;—sus padres de usted me aman, me respetan; ¿son buenos cristianos?

Lolita alzó la cabeza y frunció los labios como diciendo: ¡Mucho!

—¿Te han dicho que soy un señor infinitamente bueno, sabio, poderoso, principio y fin de todas las cosas?

Lolita hace que sí con la cabeza siempre.

—¿Que yo no soy sino tres en todo iguales?

¿Que soy Padre, Hijo y Espirita Santo? ¿Tres Dioses en uno? Supongo ¿eh? que comprenderás esto. ¿Me has entendido?

Lolita, sin vacilar:

—¡Toma! ¡Como que está muy claro!

—¡Pues has de saber que no necesita estar claro eso para que lo creas, porque eso es articulo de fe, y sólo por esto y sin otra explicación ha de creerse!

—Señor—dice Lolita pensativa,—yo creo todo lo que cree mi madre. Mi madre cree en usted, y yo creo como ella. El que no oree en usted... pero no quisiera decirlo porque me llamarán chismosa.

—¡Quién, vamos, quién me falta al respeto en el pueblo, dilo!

—Pues el secretario del Ayuntamiento. ¡Cómo habla de usted, vamos! «¡A mí nadie me convence de que hay un Padre Eterno!» Y al decir esto cuanto llegue, le voy á decir yo á mi vez:—Pues, si, señor; sí que existe. ¡Yo lo he visto!

A todo esto, Agustín miraba embobado al anciano, sin que realmente sus ojos manifestasen el mismo convencimiento de la divinidad que manifestaban los de su hermana.

—¡Tiene usted que dispensarle cómo está—exclamó Lolita,—porque mi hermanito tiene pocos alcances! Sobre todo, cuando no tiene al Chis á su lado, no sabe lo que piensa ni lo que hace.

—¿De modo que tú eres la sabia de la familia? Lolita hizo que se ruborizaba un poquito. Pero después... prosiguió dando muestras de la viveza de su genio:

—Yo he oído á padres que usted vive allá arriba, y que á usted para verlo hay que morirse.

¿A qué ha venido usted por aquí, señor?

—Pues he venido aquí para advertirte que seas buena, que ames á tus padres, que cumplas los preceptos de la religión, que aprendas en los libros de la virtud y sigas sus caminos, y de este modo volveremos á encontrarnos dentro de muchos años allá arriba, ¡en el cielo, sobre esas nubes de llamas, sobre ese azul infinito, donde no liega el vuelo de las aves, donde no llegan los vapores que suben de la tierra, y sólo llegan las oraciones del dolor y de la piedad!

—¿No has oído—prosiguió—que allá arriba, en mi morada de luz, tengo un trono que rodean serafines y querubines, los unos con sus alas como de gigantescas mariposas, los otros con túnicas y estandartes que despiden fulgores? ¿Un trono rodeado por las virtudes vestidas de túnicas que parecen tejidas de pedrería; por arcángeles que ciñen armaduras de diamante y espadas llameantes? ¿No has oído que allí el pesar no tiene descanso, que allí la vida es vida sin sufrimiento y es felicidad eterna?

—¡Algo he oído de eso!—dice Lolita.

—Pues bien; ¡vive, crece, ten fe, ten caridad, ten esperanza; ámame siempre, no olvides nunca que allí donde estés, aunque no me veas, estoy delante de tí; veo tus acciones, leo tus pensamientos, y cuando dejes, ó por la fiereza de las enfermedades ó por la labor de la edad este mundo, te daré un sitio junto á mí, junto á ese trono, entre ese coro bendito de santos, ángeles y séres destinados á la vida eterna.

Y diciendo esto con voz conmovida, hizo á la niña una seña para que se llegase hasta él; y habiéndose acercado ella, la dió en la frente un beso. La pobre Lolita se quedó sobrecogida, así, de pronto, por el tono grave y casi augusto del anciano, y se echó á llorar sin explicarse bien el motivo.

Agustín, aunque no había entendido palabra, se puso inmediatamente al unísono.

¡Y en este momento llegó el Chis, no á la carrera como antes, sino con melancolía, arrastrando la panza con la lentitud de un fracasado!

Apenas si tuvo ánimos para olfatearle las botas al Padre Eterno.

Volvía éste la espalda para seguir su camino, cuando la voz de Lolita le detuvo.

—Señor—le dijo.—¿Podrán entrar también conmigo mis padres en el cielo, cuando yo me muera?...

—Vaya... Sin duda.

—¿Y mi hermanito? Inclinación aprobatoria.

—¿Y podré llevar á Pizpireta? ¿Y al Chis? ¿Y á mi muñeca?

No hay bondad que no se altere, ni mansedumbre que no se irrite.

El Padre Eterno debió encontrar excesivas ya las pretensiones de Lolita.

—Mira—le dijo.—En el cielo no se entra por familias, ni admito animales, ni permito juguetes. A lo cual, haciendo un mohín gracioso, respondió también cargada ella:

—Pues, entonces, muchas gracias. ¡Seria cosa de aburrirse!...

El beso

La última murmuración, mejor dicho, la murmuración más reciente en los círculos de la buena sociedad:

—Carlos Albares es joven de veintitrés años, es moreno, es distinguido, viste con elegancia, tiene ángel.

No vive en Madrid; vive en Toledo con su tía la marquesa.

Ha venido á la corte con un encargo delicado; trae las joyas antiguas de su familia, en las cuales hay que hacer algunas composturas; debe entenderse con el joyero, y de paso debe enseñarlas á la viuda de Martínez Rivera, coleccionadora de este género de antigüedades, estrella de la corte, belleza soberana, reputación acrisoladísima de virtud, noble entendimiento, toda prestigios... y algo parienta suya. No la conoce.

Pero la conocerá dentro de un instante. Porque se encuentra, con el bastón y el sombrero en posición correcta, esperándola.

La espera en un gabinete lleno de preciosidades. Pero, aunque él es artista hasta la médula de los huesos, aunque sólo vive por el arte y para el arte, nada mira. Está inquieto; presiente algo extraordinario.

El ligero roce de un vestido sobre la alfombra le anuncia la llegada de la viuda.

Entra una mujer de treinta años, alta, rubia, de aspecto noble y bondadoso; dama angusta. El infinito azul está en sus ojos, y sus cabellos alborotados la forman aureola. Un vestido de raso negro, un pañuelo de antigua blonda, blanco, prendido al pecho... y nada más.

Carlos se vuelve; la ve... ¡Y si ella no acude pronto con sus manos á las suyas, la gótica cajita de marfil donde vienen las joyas, cae y se hace pedazos!

La verdad es que siempre que aparece la viuda, impone; pero á Carlos debe imponerle más todavía.

Carlos es artista; vive en la ciudad que el arte ha labrado como una escalera de caracol para que los santos desciendan del cielo... Ama su ciudad de piedra afiligranada, de roble tallado, de hierros escarolados, de esmaltados azulejos; su ciudad, enrojecida por implacables estíos; ennegrecida por las tempestades y las guerras; risueña por las mañanas, con sus torres y sus almenas resplandecientes; trágica por las noches, con sus pasadizos de caverna. ¡Toledo es su amor, su pasión, su fanatismo, su manía!

Y él, corazón tierno, espíritu fantástico, ha buscado y no ha encontrado todavía, en su ciudad querida, la mujer adecuada, la mujer tipo, la mujer síntesis, que resuma, por su rostro y su apostura, á la mujer, á la musa, á la deidad de Toledo.

¡Y hela que ha surgido como una evocación de su pensamiento, deslumbrando sus ojos é inflamando su espíritu!

¡Sí! ¡Esta es el alma desterrada del gran palacio cincelado por los siglos! ¡Este es el perfume evaporado de aquella taza de oro repujada por los Alfonsos y por Carlos V! ¡Esta, la estatua que falta en la grandiosa hornacina!

Cuando hemos soñado un espíritu y una figura y encontramos esa figura y ese espíritu, nuestro amor estalla súbitamente con arrebatos de locura. La viuda de Martínez Rivera se había inclinado para coger la cajita, que ya estaba en el aire; su hermosísima cabeza pasó tocando casi los labios de Carlos, y éste alargó los brazos, los recogió luego y... sonó un beso.

Entonces la viuda dejó escapar á un tiempo la caja y un grito.

Y rodaron por el suelo cien joyas de oro con chispazos de sol y colores; pendientes, sortijas y medallones que fueron de meninas pintadas por Velázquez y de duquesas y azafatas retratadas por Goya.

Cuando la viuda alzó los ojos, Carlos había desaparecido.

¡En la alfombra, junto á las piedras preciosas, yacían sus lentes, su sombrero y su bastón!

¡Esta es la ocurrencia!... ¡Esta la aventura!

Y yo la refiero, porque la oí contar ayer en la tertulia de la baronesa del Lago Azul á la vizcondesa de los Luminares.

—¡Cómo se quedaría la viuda cuando se repusiese del susto!—exclamó la vizcondesa.—¡Ella, tan ceremoniosa, tan exquisita, tan severa!

Y contestó la baronesa del Lago Azul:

—¡Cómo se había de quedar!... ¡Encantada!

En alta mar

El trasatlántico resopló y se detuvo.

Cesó el rumor de las conversaciones de los viajeros, los rechinamientos de las máquinas, el vocerío de la maniobra.

El cielo estaba raso; las olas se movían sin cambiar de sitio, al parecer, como montañas de plata y de esmeralda que tiemblan. Caía la tarde.

El infinito del cielo y el infinito del mar se perdían en dos líneas de luz y nácar.

¡Ahora, parado el buque, comprendíamos mejor nuestra insignificancia, nuestra pequeñez, nuestro aislamiento; la incertidumbre del humano destino! La tripulación formó sobre cubierta... Los pasajeros, con el sombrero en la mano, y las pasajeras, con la cabeza envuelta en blondas, tules y pañuelos obscuros, se agruparon también.

Apareció por una escotilla el capellán: era grueso y sonrosado, el pelo blanquísimo, de aspecto bondadoso. Sus dedos regordetillos movían nerviosamente las hojas de su breviario.

Salieron detrás dos hombres, dos marineros, que subían un saco de lona. Eran muy recios; uno de ellos, colosal. Encontraban ligera la carga y la traían con ademanes de cariñoso cuidado y de respeto.

Este saco afectaba una forma estrecha, larga, elegante, de líneas humanas. A no dudar, contenía un cadáver, y un cadáver de mujer.

Salto después el capitán del buque, segundo de sus subalternos. Todos con la cabeza descubierta y todos tristes. No con la tristeza que imponía el ceremonial, sino con la de un dolor sincero.

Dando el brazo al capitán, y arrastrado por éste, como un autómata, como un sonámbulo, venía un hombre joven, de gallarda figura, moreno, robusto; verdadero tipo del trabajo triunfante. Sin duda que era uno de esos grandes obreros del siglo, que transforman las soledades en poblados, que traen ríos de lejos, que unen mares y que tallan en facetas este diamante que se llama Mundo.

Al verle se estremecieron todos.

—¡Pobrecillo!

—¡Desgraciado!

—¿Puede haber desdicha mayor?

—Dicen que no ha pronunciado una sola palabra desde que murió ella.

—¡Yo he visto que rodaba por su mejilla una lágrima así!

—¿De qué sirve ser joven, trabajar, amasar millones, ser amado, ser dichoso... si en una hora, en un punto, perdemos lo que amamos, y al perder esto lo perdemos todo?

—¿Y ella? ¿Era posible ser más linda, ni más amable, ni menos vanagloriosa de su cara y de sus riquezas?

—Quien hablaba con ella una sola vez, quedaba enamorado perdido. ¡Qué ángel, qué trato!

—¡Y cómo se querían!

—¡Y qué pareja formaban!

—Yo les comparaba (y quien decía esto alargaba la mano, mostrando una sortija) á este aro de hierro donde se engarza esta perla. ¡El, la fuerza; ella, la hermosura; él, el trabajo; ella, el beso que recompensa!

—Y, ahora, ¡nada!

—¡Todo ha concluido para ella!

—¡Y para él!

Los des marineros cogieron un lingote, que pesaría un quintal, y le ataron en el extremo del saco que correspondía á los pies del cadáver.

Después dejaron el saco en el suelo, le apartaron y le dieron guardia.

El cura rezó una oración, entrecortada por los suspiros de las mujeres.

Los dos marineros alzaron el saco y le condujeron hasta el portalón del buque; allí le pusieron como de pie, le empujaron y le dejaron caer en el mar.

El saco, al caer, por una ley física, se volvió de cara al barco y pareció mirarle un instante.

—¡Se despide!—dijeron los tripulantes, como suelen decir siempre en este caso.

El sacerdote alzó sus ojos y sus manos al cielo, y dijo:

—¡Era un ángel y ha vuelto á Dios!

Las dos filas de marineros y de viajeros se movían ya para desunirse, cuando sonó la voz del capitán, que decía:

—¡Sujétalo, Brazo de Hierro!

El viudo se había desasido del brazo del capitán, y de un salto se había puesto en el portalón, donde aún estaba uno de los hombres que había empujado el saco.

Brazo de Hierro era—ya lo hemos dicho—un hombrón terrible. Alargó la mano y detuvo al viudo casi en el aire.

Pero sólo un momento... El deseo de morir tiene, sin duda, la fuerza de la pólvora que se inflama, y con sorpresa de todos, con asombro del capitán, tras de una breve lucha, la mano de Brazo de Hierro cedió y el suicida desapareció en las olas.

Dos botes cayeron al agua... Pero fué inútil.

Vino la noche, y en el mar, y encima y debajo de él, sólo hubo soledad y sombra...; y un buque que se alejaba como un monstruo que zarpea entre tinieblas, con miradas rojas y silbidos estridentes.

Al hacer una ronda, el capitán vió á Brazo de Hierro inclinado en la banda, dejando perderse su mirada en la negrura del mar.

Le puso la mano en el hombro y le dijo:

—¡No pienses en eso! Le pudiste salvar y no has querido. Su desesperación, sus súplicas, te conmovieron. ¡Quién sabe si yo hubiese hecho lo mismo!

—Mi capitán—contestó Brazo de Hierro alzando los ojos al firmamento como buscando á alguien tras las, nubes de polvo brillante que formaban las estrellas.—¡Dios nos juzga por las intenciones!

¡Funerales extraños!

Pocos días hace, al abrir la ventana de mi cuarto de estudio, que tiene vistas al patio, vi ¡cosa rara! que el balcón de enfrente tenía de par en par abiertas las puertas de cristales. Yo no había preguntado jamás quién era mi vecino de aquel cuarto, ni jamás había visto en aquel balcón á ninguna persona.

Miró con cierta curiosidad. Y quedó bien castigado de ella, porque vi un aparato siniestro, terrible: un ataúd sobre un tinglado cubierto de paño negro, y dos de los cuatro blandones que sin duda completaban el escenario.

Veía alguna parte de la caja; sobre la linea horizontal que formaba el galón de oro, alzábanse unas manos amarillas, escuálidas, que retenían, inclinado, casi caído, un pequeño crucifijo. ¡Manos que fueron de hombre, y de hombre fuerte, al parecer!

Me retiró y cerré la ventana, y seguí trabajando, procurando desechar las ideas negras, obligado cortejo de la muerte.

Trabajé algunas horas, y cuando faltó la luz me levanté de la mesa y volví á la ventana.

La muerte nos espanta y nos atrae. Huimos de los muertos y volvemos á ellos. Aunque no tienen voz, nos llaman. Son la verdad, la única verdad del mundo, y se nos imponen.

La noche había venido: el patio estaba completamente á obscuras, y el balcón formaba un rectángulo rojizo, en cuyo fondo había en este momento dos figuras. Seguramente dos amigos del difunto, que habían venido á honrar su memoria rezándole y velándole.

Uno de ellos era un hombre gordo, bajo, de aspecto vulgar; la nariz gruesa y encarnada, la boca grande y movida por una sonrisa enigmática. Su cabeza estaba monda y lironda como una bola de billar.

El otro no era muy alto ni muy grueso, pero era nervudo; la nuca y las espaldas anchas, y las piernas algo torcidas. Su rostro, sin ser repulsivo, era ingrato.

Verdaderamente que me crecieron tipos originaos, casi ridículos, novelescos, fantásticos.

Sin embargo, fijándome en ellos, encontré que expresaban la pena y la ternura, por decirlo así, á su modo. Y hasta creí que el hombre gordo se limpiaba con la palma de la mano una lágrima.

Les vi, por fin, coger unas sillas y sentarse con la vista fija en el muerto. Sus pensamientos se reflejaban en sus ojos; creía leer en ellos:

«¡He aquí una injusticia, una traición, una infamia, una crueldad de la muerte!»

«¡He aquí pasado lo que debía durar siempre, apagada una luz que difundió la alegría, evaporado un perfume espiritual que no podrá tener ya más digno ocaso!»

Y se miraban el uno al otro, como buscando la confirmación de sus pensamientos.

La expresión de sus rostros era elocuente: una verdadera pantomima.

En esto se abrió la puerta de la habitación y entró una mujer. Una mujer joven y bella, pero de una belleza inquietadora y lucifereseca. La nariz respingadilla, los ojos pequeños, el cuerpo delgado, los cabellos rubios y despeinadísimos. Un sombrerillo de cien colores, cintas y flores, coronaba su frente. Su vestido no era menos complicado y alarmante. Se arrojó sobre el cadáver y lloró con profundos gemidos.

Después tomó otra silla y se sentó junto á los dos hombres, dejándose caer como extenuada.

Pero, sin duda, en el pensamiento de una mujer joven el dolor es sombra pasajera. Empezó á contar no se qué historia; se levantó, accionó, hizo figuras con las manos, terció y paseó el cuerpo, y yo creí que terminaría por cantar y bailar ante el difunto.

Sus dos oyentes la escuchaban como embelesados, y por fin rompieron en estrepitosas carcajadas.

A este ruido se abrió la puerta de nuevo, y apareció otra mujer de alguna edad, pálida, llorosa, vestida de negro. A no dudar, la viuda.

Su gesto era de sorpresa; su mirada, una interrogación.

El hombre gordo tomó la palabra y dió explicaciones; la joven repitió la escena, y... al terminar, ellos volvieron á reirse y la viuda no pudo por menos de esbozar una sonrisa...

Después los abrazó, tendiéndoles las manos, con movimientos que significaban: «¡Qué buenos sois!

¡Cómo lo queríais! ¡Cuánto hemos perdido todos!

¡No le olvidéis! ¡Amadme mucho!»

Yo estaba sorprendido, intrigado, indignado, aterrado.

Pero, al fin, una curiosidad devoradora se apoderó de mi.

—Yo sabré—me dije—lo que significa esto.

Luego entraron otros hombres, y todos se entristecían y todos hablaban, y cuando hablaban reían desatinadamente.

Salí á la escalera y esperé á que se abriese la puerta del cuarto de mi vecino, dando paso á uno de los extraños seres que habla visto en el duelo.

Y todo quedó explicado en breves palabras.

—El difunto—me dijo el visitante—es... Peppino. ¡El famoso clown regocijo de Madrid y de Europa! ¡No es posible ver su cuerpo sin llorarle, ni recordar los triunfos de su historia sin reirse!

¡Aquellas carcajadas eran un tributo de dolor y un homenaje á su gloria!

El sueño

Antonia está recostada en la mecedora y dormita.

Dentro de un ratito vendrá Julián Medrano por ella para llevarla á la verbena.

¿Quién es Julián? La portera de la casa suele decirlo:

—Un joven muy guapo, muy rico; un señorito á lo chulo, de mucho gancho y muy poca vergüenza.

¿Que si es generoso? ¡Ya lo creo! Allá por Enero envió á su dama dos solitarios para las orejas como dos soles, y ahora ha enviado para ella una caja plana, cuadrada, de proporciones, que debe de ser un señor regalo.

Pero Antonia dormita...

Calle abajo se ha desvanecido el pasacalle de una banda de guitarras que va ya camino de San Antonio de la Florida.

¡Los primeros sones del pasacalle sacudieron el corazón de Antonia con violencia; los últimos llegan hasta ella impregnados de tristeza adormecedora!

Así es que cierra los hermosos ojos, entreabre los frescos y rojos labios, y...

¡Pero no se va en sueños á donde se quiere!

Y ella se encuentra, de pronto, en un país raro, rarísimo, inverosímil, fantástico; que no le es, sin embargo, desconocido.

Sí; ella cree haber estado allí alguna vez.

Ni puede decir de qué color es el suelo, ni el cielo, ni el agua, ni el aire. Porque todo tiene de todos los colores.

Lo que si ve es que tiene delante muchas isletas, y que estas isletas están unidas por puentes de arcos ligeros y estrechos, sobre los cuales caminan figuras estrambóticamente vestidas.

Ni son hombres ni mujeres. O, por mejor decir, no se sabe lo que son, porque todas visten el mismo traje.

¡Pero vaya si se distingue, fijándose! ¡Como que alguno de los que pasan lleva bigotes caídos, muy largos, y una trenza de pelo terminada por otra de seda, que le cae en la espalda!

En los lagos, sobre los cuales se arquean estos puentes, hay grupos de plantas acuáticas que tienen flores como rosas; y corren y brincan pescados que brillan como el oro y la plata. ¡Y sobre estas aguas revuelan con zumbido susurrante cientos de moscas, escarabajos y mariposas de colores!

¡Cascadas de cristal bullente se precipitan en estos lagos para acrecerlos; y barquichuelos infinitos van y vienen llevando parejas de enamorados muy divertidos y muy felices!

En las orillas se alzan rocas pendientes, que no parece sino que van á caer sobre los paseantes; y yacen troncos muertos del color del coral cubiertos por enredaderas de hojas esmaltadas con infinitos matices de verde; montículos cuyos guijarros parecen piedras preciosas; cabañas hechas sin duda para filósofos y no para pastores; bosquetes, kioskos, pajareras, templetes y palacios de uno y dos y más tejados, llenos de adornos muy decorativos; columnas, capiteles, dragones, quimeras; ¡todo pintado, con mucha alegría, de azul, rojo, amarillo!...

Pero con arte, con exquisitismo; blanco sobre blanco, verde sobre verde, oro sobre oro, pasando dentro de un color por cien escalones; todo graduado, como una sinfonía, como una aurora.

Y por los aires faisanes cobrizos, plateados y otros pájaros de una maravillosidad inaudita; y entre las higueras y las palmeras y los bambúes, la flor del loto, las camelias, las hortensias, las magnolias y otras flores magnas; pero no así como las europeas, sino más encendidas y vistosas, como si estuviesen cultivadas por jardineros que fuesen pintores y poetas.

Y ardillas por los árboles, saltando de uno en otro como diminutos gimnastas; y ciervos cuya esbeltez parece dibujada por el viento.

Y chinos y chinas. ¡Muchos chinos! Con trajes de colores, los que tienen en buena salud á sus parientes; vestidos de blanco, tristísimamente los que lloran á un pariente muerto.

Y Antonia ve todo esto con sorpresa, pero sin grande emoción.

La emoción vendrá pronto. De un kiosko muy chiquitín sale un chino colosal; hermoso chino; su túnica es azul; lleva en el pecho un escudo con un dragón bordado, y en su gorro, en el centro, sobre la frente, una enorme cornelina roja: es un mandarín de primera clase.

Esto no lo sabe Antonia. Pero sí sabe que el chino es un real mozo y que se viene á ella con el propósito de requebrarla.

Antonia, en sueños, es políglota y se dispone á escuchar y aun á responder...; pero el mandarín, de súbito, hace un gesto de espanto. Antonia vuelve la cabeza y ve detrás de sí á Julián Medrano con su enorme pavero blanco y su temo dé cuadritos, que desenrosca una enorme navaja de Albacete, cuyo escalonado crujir de muelles pone los pelos de punta.

Y ella, entonces, se arroja en los brazos de Julián y le grita:

—¡No mates al chino!

—¡Señorita!—la dice su doncella despertándola.

—Abajo está el milord. ¡El señorito aguarda!

Antonia despierta y ve, no muy lejos, entre dos sillas, extendido, el regalo de sus días, el prodigio de los prodigios, la espléndida fineza de su amante. Coge el pañuelo, le arregla, extiende los brazos con una gracia torera; recógelos luego con donosura; se le ciñe al cuerpo en un par de golpes, y sale por la puerta del gabinete con unas coletudas de enaguas bordadas y un volar de flecos multicolores, que no parece sino una catarata por un pasillo. Y la doncella, guapa, lista, bien arreglada en su percal y con aspiraciones, dice viendo desde el balcón entrar en el milord aquellas flores, ramajes, aves, templetes y chinos:

—Ha soñado, dormida, con el pañuelo; no es extraño. ¡Llevaba ya tanto tiempo de soñar con él despierta!...

Lo que es imposible

Menelik ha enviado de regalo un elefante al presidente de la, República francesa.

Y puesto que Toby es hoy el favorito de París, y lo que á París le interesa conmueve al mundo, quiero que mi cuento de hoy sea, para mayor carácter, un cuento elefantino.


Allá en tiempos remotos y en una de las más feraces regiones de la India, hubo un príncipe famoso por cruel y por fiero.

Y eso que la India de aquel tiempo era madre natural de la servidumbre. El brahma, es decir, el hijo predilecto del Destino, tenía derecho á cuanto existía sobre la tierra; la vida de los demás hombres era don de su generosidad. Y el paria sabía que había nacido para los oficios más vergonzosos y repugnantes.

—¡El vientre de los animales feroces es lo que debes tener por cementerio!

Esto es lo que decía el brahma.

¡Pero aquel príncipe era más atormentador de los suyos que pudieran serlo las panteras negras de la tierra del Sur, y el oso del Himalaya, y el león de Katiavar, y el aligator de los pantanos y la serpiente cobra de los bosques del Ganges!

Y aquellos indios, hechos á vivir en el dolor y en la miseria y en el desprecio, decidieron rebelarse.

El viejo Maisur los congregó á los representantes de las tribus por medio de emisarios escondidizos, como las víboras, y una tarde se reunieron en uno de los templos que allá en la negrura húmeda de los bosques tienen aún sus divinidades.

¡Era la hora en que el sol poniente, chispeando a lo lejos entre los troncos de ébano y las hojas recortadas por un borde de vivo rojo, entristecía el ánimo como la llamarada de un incendio. Los zorros volantes cruzaban en bandada con aleteo lúgubre; y se removían en las posiciones caprichosas que preceden al sueño los esmaltados loros y la elegante maina, el gallo de los juncales, el lofóforo, los ánades, los pavos silvestres y las perdices. De cada árbol salían silbos, de cada planta suspiros; todo se movía, y una corriente musical, una ovación grandiosa, parecía despedir al ocaso.

¡Todo, menos el hombre, cantaba!

Entre un tejido de troncos de árboles abríase la puerta del templo; y las lianas, cayendo y recogiéndose como serpientes enroscadas, formaban una colgadura colosal, de la cual caía en flecos plateados, diamante por diamante, corriendo por las hojas una cortina de agua.

Uno á uno, como esas gotas, fueron entrando los conjurados; ¡aquellos pobres indios, tan miserables, tan doloridos, tan envilecidos, que envidiaban la suerte de los bandikut, la rata infestadora de las ciudades!

Dentro, el templo era una caverna, y las paredes estaban cubiertas de figuras simbólicas...

¡Hombres y animales de tamaños gigantescos; dioses, demonios, espectros soñados!

¡Diríase que estaba reunida en aquel subterráneo la podredumbre viva de la India! ¡Casi todos estaban llagados, se encorvaban, parecían esqueletos en los cuales sólo vivía la tristísima luz de sus estúpidos ojos!

¡Casi todos desnudos también! ¿Dónde estaban aquellas telas que por todas las otras partes del mundo extendieron la fama de Cambay, Masulipam y Cachemira? Estaban sobre los hombros de las esclavas del príncipe; cubrían las carnes, bien nutridas, bien ungidas, de los palaciegos y de sus parásitos.

Todos reunidos, todos en silencio, Maisur habló de esta manera:

«Hace hoy un año del mayor acontecimiento de este imperio. El elefante blanco (la multitud congregada se puso de rodillas y se alzó luego con un murmullo que parecía una ovación); el elefante blanco regalado por el gobernador de Siam, llegó al palacio del príncipe. Yo le vi; ¡único alivio que han tenido mis constantes penas! Se le había conducido desde los bosques hasta una balsa formada de maderas preciosas, cubierta de un palio de la más exquisita tela de hilos de oro y plata que hayan tejido con vuestras lágrimas y entre vuestras maldiciones vuestras manos. ¡Mandarines sin número, en barcas de fiesta, llegaron y remolcaron la balsa, que fué por el rio majestuosamente, al son de cien orquestas, saludada por la muchedumbre arrodillada y trémula de placer, en las orillas!

»¡Todos le arrojaban, al pasar, exquisitos manjares y delicadas frutas; y él recibía todo como la divinidad á quien, en forma tosca y con rudos movimientos, representaba!

«Llegó á tierra y á palacio; allí se le dió el nombre del primer mandarín del imperio; se le nombró servidumbre; se construyeron y plantaron jardines donde se cultivaron exclusivamente para él bananeros y cocoteros, y viñas para su vino, é ingenios para su tabaco. Y todos los días iba bajo el quitasol, que le llevaban servidores, á su baño de agua recién venida y rodeada de dulces cañas.

»Y uno y otro mes pasó, y el príncipe esperó en vano por lo que constituía su principal deseo.

¡Las elefantas hablan venido á visitar al esposo, pero el esposo no las habla recibido! Mostrábales amor, pero amor esquivo y triste. ¡El pudor es la virtud del elefante; el elefante no quiere tener hijos que sean esclavos!

»El furor del príncipe es grande, pero el elefante blanco es divino. El príncipe sofoca su deseo y su ira. Dobla la cabeza y calla.

»Ahora—prosiguió Maisur,—si queréis robarle el imperio á nuestro tirano, no penséis en vuestra debilidad, porque sois fuertes. Podréis vencerle sin ira, sin armas, sólo con vuestra voluntad, en vuestro hogar y por los siglos.

»¡Ay del tirano, si el hombre, como el elefante, no quiere reproducirse en la servidumbre!»


* * *


Un estremecimiento general y un largo silencio sucedió á estas palabras.

Desconfiando Maisur al ver á toda la congregación callada é inmóvil, exclamó al fin:

—¡Salid y obedeced!

Pero Kaders, el único indio quizás fuerte y vivo; el de ancha espalda, pierna musculosa, encendido color y abultados labios, gritó con fiereza:

—¡Maisur, tú eres un viejo y en tí aconseja la edad! ¡Arranquemos el imperio al príncipe muriendo nosotros! ¡Matemos en nosotros á nuestros hijos! ¡No amar es imposible! ¡Morir es fácil!

Sólo por verla

La cervecería donde yo suelo tomar un bok por las tardes, está enfrente de uno de nuestros grandes hoteles.

Ayer, cuando ya sentado y servido fijé los ojos en la fachada del hotel y en uno de sus balcones, me quedé asombrado.

¡Qué mujer! Era alta, esbelta, de anchos hombros, graciosísima en sus movimientos y no tendría veinte años. Su cabeza era pequeña, pero sus cabellos negros estaban peinados en forma de magnifico turbante. Sus ojos eran negros también y formaban con las cejas dos enormes manchas de sombra.

Su traje era claro, sencillo, elengantísimo, y podía ser parisiense, inglés, alemán ó ruso. Como ella.

Porque era difícil saber á primera vista el país de aquella extraordinaria belleza.

En el balcón, sobre una linda silla, había una maceta; un rosal chiquito con dos ó tres rosas, y el tiesto era de barro, pero con cerco de oro puesto sobre un plato del mismo metal; y más arriba, á la altura de la mano, colgada de una escarpita, había también una jaula de forma chinesca, en la cual revoloteaba un pájaro de colores.

Tiesto y jaula eran, pues, de la desconocida. Viajaban con ella; anunciaban sus aficiones, su sensibilidad, su amor á la Naturaleza, á la poesía. No era únicamente una mujer hermosa, la más hermosa de todas; era un corazón femenino. Yo le presté en un instante las delicadezas infinitas de la flor y las facultades ascensionales del pájaro.

Pero no fui yo sólo quien deliró así. El balcón donde ella aparecía estaba muy bajito; la gente que pasaba por delante del cristal de la cervecería casi me ocultaba su vista... Unos pasaban con la cabeza baja, hala que hala, llevando adelante su misero cuerpo y trabajada vida... Pero otros, satisfechos con su existencia, llevaban la frente alta, los ojos despiertos... Y éstos se fijaban en el balcón del hotel, en la dama y en su hermosura indescriptible; y, ¡pal!, se quedaban clavados en la acera. Después, por el buen parecer, seguían; pero torciendo el cuello, alzando los ojos y andando á la ventura.

Y muchos de éstos, al poco tiempo, repasaban por delante del cristal, volviendo á nublarme la visión encantadora del hotel, parándose de nuevo y mostrando, en fin, la perturbación de sus sentimientos y de sus ideas.

Dejé el vaso, llamé al mozo y salí á la calle para verla mejor. Me quedé á la puerta de la cervecería y me puse á observar... Mis ojos leían en la frente de los que pasaban, mirando á la mujer del balcón, igual encanto, un mismo deseo.

—¡Qué hermosa es!—decían todas las miradas.

—¡Qué dichoso debe ser el hombre que la posea!

—¡Qué feliz será el mortal á quien ame!

Y en todos inspiraba los mismos afectos. Porque es cierto que Platón y Aristóteles, y los estoicos,,y los Padres de la Iglesia, y los filósofos del Renacimiento, y los filósofos alemanes del siglo XVIII, han dado cien definiciones de la belleza, para deducir al cabo que ella es indefinible, pero también es cierto que esta definición tan intrincada y tan recóndita, la llevamos todos en los ojos.

Y así lo estimaron altos y bajos, pobres y ricos. Y unos, viendo á otros que miraban, miraron también, y confundieron sus pensamientos y su emoción unánimemente. Y los que hablan mirado y visto ya, volvían los ojos á los que no hablan mirado todavía, como con deseos de advertirles y de que participasen de su admiración y de su placer.

Porque la posesión del amor es egoísta, pero no lo es la simple admiración de la belleza.

Esta es como la luz del sol, como el aire, como todo principio de la vida universal, que deseamos compartir con todos.

Pronto la calle fué una especie de carrera, de procesión, de desfile, en honor de la hermosura.

Pronto la gente formó corros.

¿Y la extranjera?

Permaneció asomada largo rato, sin apercibirse del efecto que producía; no lo mostraba por lo menos. Su ademán era tranquilo; su actitud, de suprema elegancia. Sus ojos no se encontraban con ningunos. Pasaban de un admirador á otro con mirada de relámpago. Sin duda, le era grato el efecto que producía; pero, á no dudar, también estaba muy acostumbrada á estas admiraciones.

Mas como aquello iba tomando carácter de manifestación, sin priesa, con graciosa naturalidad, cogió la maceta de rosas, alcanzó con la otra mano la jaula chinesca y se entró en su cuarto. Y apareció de nuevo, y alargando sus magníficos brazos cerró el balcón...

El corro se disolvió; los admiradores sueltos fueron alejándose, y la calle volvió á ser lo que antes era: pasadizo de indiferentes, de tristes, de ociosos y de luchadores por la vida.

¡Todo había sido abrir y cerrarse un balcón coa un pequeño intervalo de tiempo! ¡No había pasado nada!

Más, sí; algo había pasado.

Porque éramos muchos los que habíamos mirado al balcón y le habíamos visto.

Eramos muchos los que habíamos deseado penetrar el misterio de su vida, de su corazón, de su alma.

Eramos muchos los que habíamos deseado su amor; los que habíamos envidiado al hombre para quien cultivaba aquellas rosas, cuyo nombre cantaba en sus canciones aquel pájaro.

Eramos muchos los que al verla nos habíamos alegrado primero, entristecido después.

Muchos, los que teníamos el corazón lleno de una dulce inquietud, á la cual no podíamos dar nombre.

y todos llevábamos su recuerdo dentro de nuestra alma, todos habíamos reconocido la sombra de la Divinidad, el reflejo de Dios mismo en su admirable rostro.

Y cada uno de nosotros abandonaba su puesto, mirando al balcón desierto y haciendo castillos en el aire.

Y, á la noche, soñaríamos con aquella belleza, más aún en sueños fantaseada.

Y durante toda la vida, al pasar por aquel mismo sitio, volveremos á mirar aquel balcón y á reconstruir en él una ideal figura, preguntándonos:

—¿Dónde estará? ¿Vivirá todavía?

¡Oh, infinito poder! ¡Oh, sublime triunfo!

¡Hermosura! ¡Tú, con sólo mostrarte; tú, con sólo pisar, haces dichosos!

La maceta

Por entonces no había hombre verdaderamente elegante en Madrid que no se ocupase de Justa un día siquiera por semana. No crean ustedes, sin embargo, que esta Justa fuese alguna constelación del mundo: era una hermosa joven de veintidós años; morena, con buenos ojos, mucha gracia y gran resolución en su manera de decir y de andar. Pero sólo era planchadora. Nadie como ella daba lustre á la tabla de una pechera ni á los puños de una camisa.

Vamos al caso.

Justa vivía en aquel año por este tiempo en la calle del Rubio, en un cuarto segundo de una de esas casuchas que todavía dan á Madrid carácter de villorrio de la Mancha. El balcón de esta casa ofrecía generalmente un aspecto risueño, pues estaba todo colgado de lienzos blanquísimos. El sol se recreaba en aquella blancura, y cuando Justa, con los brazos desnudos y el negro pelo mal cogido, salía para tender ó recoger la ropa, se recreaba más todavía.

Pero el día de la Vírgen del Carmen, el sol, al dar en aquel balcón muy de mañana, tuvo un placer más que de costumbre, porque vió allí puesto sobre una tabla de pino que corría cubriendo toda la barandilla, un tiestecito, encarnado como si fuese de coral, en cuya negra tierra se alzaba con fresquísima pomposidad una planta de albahaca en flor.

Todos conocen esta planta: sus florecillas de labios rizados y como con almenas; con sus hojas ovales, lisas, sencillas, enteras y sostenidas por pezones... En la verbena se venden tiestecillos de estas matas á cientos, y no hay rico ni pobre, ni vieja ni doncella, que no compre alguno para adornar las ventanas, las rinconeras ó el altar de la casa.

Estas matitas son tan pequeñas y tan redondas, que más que plantas parecen grandes flores verdes. La albahaca es, en efecto, la flor de la mujer pobre—flor que crece, se madura y perfuma con sol ardiente;—muy al contrario de la camelia—flor que pide aire tibio, media sombra, estufas y fanales.

Lo que es aquel 16 de Julio debieron no tener camisa que ponerse muchos parroquianos, porque Justa se pasó toda la mañana y el principio de la tarde entrando y saliendo del balcón al cuarto y del cuarto al balcón; mirando y remirando el tiesto, dándole vueltas, regándole y viendo cómo la tierra se empapaba del agua; quitándole el polvo con el soplo cariñoso de sus labios; contando sus flores y besándolas, y dando, por fin—como satisfacción de su tarea y como expresión de inquietos sentimientos y deseos—algún suspiro.

Cuando una mujer ó un hombre hacen todas estas cosas mirando á unas flores ó una planta, es que esa planta ó esas flores tienen la fisonomía de alguien por quien se siente amor.

La fisonomía de aquel copito de albahaca era muy conocida en la calle y en sus alrededores. Pertenecía á un buen mozo, muy tocador de guitarra; muy cantador de malagueñas; de genio abierto y corazón de oro; de famosa celebridad en los ramos de peinadoras y ribeteadoras; temible por su locuacidad en soltando la lengua y mucho más aún en tomando la navaja... Era barbero.

Era barbero y era novio de Justa. Queríala con un fin trágico, según Víctor Hugo, puesto que su propósito era casarse. El amor le había regenerado... ¡No más doncellas de peine y ribete! Había puesto su corazón, definitivamente, bajo la plancha de Justa. Y Justa le adoraba también; desde que le conocía planchaba peor; ¿qué prueba más completa podía darle de cariño?—Ninguna. Así al menos opinaban los parroquianos.

Sebastián—él así se llamaba—no estaba, sin embargo, convencido de que el amor de Justa no tuviese límites como aseguraba ella; era barbero corrido, y por lo tanto, desconfiado; en cuanto á Justa, guardaba debajo de su pañuelo de Manila en el cofrecillo de sus secretos y de sus inquietudes, en su tiernísimo corazón, el recuerdo de las aventuras amorosas de su Tenorio.

Estas dudas, estas quejas, estos recelos, que son el torcedor y al mismo tiempo la sal y pimienta de los corazones enamorados, habían sido pena y placer de sus conversaciones en la noche pasada, caminando á lo largo de la calle de Alcalá, entre el bullicio de la verbena, ya en dulce cuchicheo, como música de pájaros, ya en tormentosa algarabía. Pero todo cesó, porque, al fin, Sebastián se paró delante de un puesto de macetas de albahaca, y cogiendo la que le pareció más verde y florida, se la dió á Justa y la dijo:

—¡Por la Vírgen del Carmen, que ha escogido entre todas las flores esta flor de la albahaca, te juro que sólo á tí te quiero, y que sólo te querré á tí!

Y sebastián se enterneció tanto al decir esto, que Justa creyó ver que un lagrimón le caía sobre la tersísima pechera. ¡Porque no hay que decir si Sebastián llevaría la pechera bien planchada!

Justa subió por la escalera de su casa como por la escala del Paraíso; y jamás un pasadizo sombrío y empinado ha sido iluminado con más alegría. Llevaba el tiesto entre los brazos, como se lleva un niño, y cantaba bajito, como para arrullar el sueño de aquellas flores de su amor.

Se acostó y se durmió pensando en que las infidelidades de su novio eran, hasta cierto punto, disculpables; porque, al fin y al cabo, ¿qué hacían en el mundo las demás mujeres si no querían á Sebastián?

Pasó la mañana y pasó también el principio de la tarde. Lo que ella hizo y lo que no hizo, ya lo he contado... Mirarse en la maceta.

Pero en una de estas salidas al balcón, sus ojos se fijaron en la calle y se pintó en ellos la admiración primero, la ira después.

Casi debajo de su balcón hablaban un hombre y una mujer. El hombre era Sebastián; la mujer era una hembra bien vestida para su estilo: bata de percal rameado, muy descolgada por atrás; finísimo chal de larguísimos flecos; el pañuelo de la cabeza caído sobre la espalda como capucha; altísimo rodete, y en el cuello, junto á la oreja, lo mejor en claveles del reino valenciano.

Se habían encontrado sin duda; ella iba y él venía. Acaso ella le había detenido á él; pero la verdad es que estaban como extasiados y que ella y él hablaban.

Necesitaba yo la trompa épica que cantó La Araucana para describir el espectáculo que pocos momentos después ofrecía la calle del Rubio.

La gente se arremolinaba enfrente del balcón de Justa, formando un hormiguero que crecía por instantes; oíanse gritos de lástima, de piedad, de indignación; se hacían versiones sobre los orígenes de la catástrofe; se pedía un médico para el herido, y hasta la Unción; todos hablaban á un tiempo; nadie se entendía, y, dominando el tumulto, subían y bajaban desde la calle al balcón y desde el balcón á la calle las inflamadas injurias de dos leonas... hechas mujeres.

—¿Quién es el muerto?—preguntó uno.

—No ha muerto aún—contestó el interpelado con acento en que se traslucía cierto disgusto porque la grandiosidad del suceso fuese menor,—pero tenemos esperanza de que morirá; el golpe ha sido terrible; apenas se le puede ver el semblante, porque la sangre le cubre por completo...

—Yo, sin embargo, le he conocido—dijo terciando un caballero:—es Sebastián; es mi barbero; buen chico, modelo del barbero español, que afeita y habla, y come y habla, y duerme y habla también... ¡Será una pérdida sensible para el gremio! Nadie como él para levantar en un momento sobre el rostro del parroquiano una montaña de espuma de jabón; nadie más pulcro para cogerle á usted con los dos clásicos dedos la punta de la nariz, ó para levantarle, como una cortinilla, el labio superior; todo para embellecimiento del paciente y honra del oficio barberil... Eso sí, con la barra del cosmético en la mano es feroz; golpea el cráneo sin piedad, como si tocase el tambor; no hay pelo que subsista con él: ¡en el barrio todos somos calvos!

—¿No puede saberse la causa del suceso?

—¿La causa?...—dijo una mujer.—Pues bien clara está. ¿Ven ustedes esos pedazos como de puchero sembrados por ahí?... Pues son pedazos de un tiesto de albahaca que aquella mujer que grita tanto desde el balcón le ha tirado á la cabeza.

—¡Qué atrocidad!

—Es su novia; le ha visto hablando con esta otra mujer y vamos... ¡se conoce que le quiere mucho!

Esta, sin duda, fué la opinión de Sebastián. Porque algún tiempo después, ya compuesta la cabeza, no quiso esperar mayores pruebas de cariño y se casó.

Hoy tiene una peluquería en uno de los principales sitios de Madrid. Justa, como Norma, dejó apagarse la hornilla, sumiendo en llanto al Veloz Club.

En la peluquería hay varios chicos, rubios, colorados, traviesos como ardillas.

Son los cachos de la maceta.

La pulsera

El opulentísimo Sr. D. Justo Regaliz ha tenido ocasión de saber que todo lo vence el dinero en amores, razón por la cual se conceptúa irresistible. A decir verdad, se le atribuyen triunfos asombrosos, pues no se refieren á mujeres fáciles, sino á encopetadísimas damas del más alto respeto. En Madrid, casi todas las señoras tienen deudas, y, por lo tanto, en peligro su honor. Cuando D. Justo, de sobremesa, fumando un cigarro y tomando una copita empieza la relación de sus triunfos, es cosa de taparse los oídos para no oir la deshonra de las virtudes de Madrid. Es de advertir que estas conquistas no le satisfacen: su verdadera pasión son las cocottes; pero le gusta rendir las mujeres honradas por dar esta satisfacción al vicio.

A D. Justo no le duelen prendas; tales como son sus aventuras las publica; siempre gana en ello su reputación de hombre fastuoso y triunfador.

Oigámosle contar la más reciente de sus aventuras. Acaba de comer en un gabinete de Pomos con varios amigos, y todos le oyen con atención y con envidia.

El, ufano de los sentimientos que inspira, cruza una pierna sobre otra, echa el cuerpo atrás sobre el respaldo de la silla y cierra los ojos como para recoger y percibir mejor sus recuerdos y sus ideas.

He aquí sus palabras:

«Alguna vez, en la calle y en los teatros, había yo visto una mujer que había fijado mi atención por su belleza, por su gracia, por cierta natural desenvoltura bien avenida con el mayor decoro, y porque toda ella, en fin, respiraba una sencillez, una alegría, una frescura, que parecía suavizar las pasiones del corazón, de volverle su juventud y llenarle de esperanzas.

¡»Hay mujeres así—prosiguió,—mujeres radiantes de dicha, que la difunden, que todo lo iluminan con resplandores de aurora; que pasan envolviéndonos en aromas balsámicos; así como hay otras que parecen atraernos á un remolino cálido de infernales deseos en que la juventud más lozana se abrasa y calcina, y se deshace al fin como una hoja seca.»

Y D. Justo miró á sus oyentes como diciéndoles:

«—¿Qué tal? ¿He dicho algo?

»Pues bien, yo había visto á esa mujer y muchas veces me había preocupado con su recuerdo... Es joven, tiene veintidós años; su elegancia no es rebuscada, y su sonrisa es de ángel. Esta sonrisa, sobre todo, había quedado fija en mi memoria como expresión de la inocencia, de la serenidad y de la felicidad de su alma.

»La recordaba siempre, y, sin embargo, no se me había ocurrido aún que yo tenía mucho, muchísimo dinero.

»Pero hace dos noches, cuando volvía yo de casa de un amigo hacia la mía, pasé por la Carrera de San Jerónimo, y maquinalmente me paré delante del escaparate de Marzo.

»En aquel mismo instante me dió en la nariz el perfume de una esencia riquísima, de uno de esos extractos que hablan de la proximidad de una mujer distinguida y hermosa... A mi lado estaba la encantadora desconocida; esbelta, vestida de claro, como una, palmera de que ha colgado su blanca túnica la diosa del desierto; sonriente como la onda de un lago agitado por la brisa de la mañana.»

(Y aquí D. Justo hizo un descanso; como lo requería esfuerzo tan poético.)

«La joven no estaba sola; se acompañaba de una señora de edad, una vieja rara, que yo alguna vez habla visto con ella en los teatros, vestida de colorines, semejante á un mochuelo con las plumas de papagayo.

»La joven miraba con interés las joyas del escaparate y su vista se fijó en una pulsera, espléndida en verdad—un anchísimo aro de oro mate, con figuras de esmalte vivísimo.—Las figuras representaban ser ninfas y sátiros; con tirsos, ánforas y guirnaldas, conduciendo á Baco en su carroza tirada por tigres y coronado de pámpanos: y limitaban este aro dos festones ó hileras de gruesos brillantes, sobre una cinta negra que realzaba sus prismáticos fulgores.»

—¡Incomparable joya!—repuso Regaliz, exhalando un suspiro.

«—¡Tía—exclamó la joven,—mira qué pulsera!

¡Qué preciosidad, qué riqueza, y sobre todo qué arte y qué gusto! ¡Ah, Dios mió, qué feliz debe ser la mujer que pueda lucir ese prodigio en su brazo!

—Y al decir esto alargó uno de los suyos y miró al sitio en que ella hubiera deseado ponerse el aro. Después retiró la vista con tristeza.

»Yo soy audaz, como todo el mundo sabe y lo tengo acreditado en regla. La tía daba en aquel momento una limosna á un granujilla y no podía oírme. Sin moverme, sin inclinar mis labios hacia su oído, la dije bajo, muy bajo:—Señora, bien poco vale esa pulsera comparada con su hermosura de usted. ¡Me haría usted el hombre más dichoso del mundo si me permitiera regalársela!...

»Volvió los ojos hacia mí, y en honor de la verdad, no pareció sorprenderse del ofrecimiento tanto como yo lo esperaba. Hasta me miró como si me conociera. Después pareció reconcentrarse, después volvió á mirarme y á mirar á la joya, después se puso el dedo indice de su mano derecha sobre los labios como para cerrar el paso á la expresión de sus sentimientos, y por último se echó á reir, sin hacer caso de que la escuchaba su tía; sacó un tarjetero del bolsillo, entrecogió una tarjeta y me dijo alargándomela con un ademán encantador y con voz deliciosa:

»—¿Y por qué no? ¡Mañana espero á usted de dos á tres! ¡Acepto!

»Miré la tarjeta para enterarme de su nombre y las señas de su habitación. (Permitan ustedes que me las reserve.) Cuando alcé los ojos, ella y su tín habían desaparecido.

»Me quedé algo confuso, único espectador del escaparate, mirando y pensando delante de la pulsera. Ciertamente, yo no había creído que la joya fuese aceptada; no era mujer aquella para aceptar así, al primer ofrecimiento, dinero ni brillantes. Sin embargo, el hecho es que había aceptado. ¡Y en voz alta, delante de su tia! ¿Estaría yo equivocado? Lo que yo había creído honestísima señora, ¿seria una horizontal más ó menos presuntuosa?

«¿Será casada? ¿Será viuda?—me preguntaba yo luego.—Y, ¿esa tía?... ¿Qué misterio hay aquí?

»Pero la pulsera desde su estuche de terciopelo rojo fulminaba sus luces y parecía decirme:—No seas tonto, ¿qué misterio ha de ser sino lo mucho que deslumbro, y lo mucho que valgo?

»Entré en la joyería y di orden que me la llevasen á casa. ¡Y, sin embargo, creo que hubiese dado con más gusto el dinero que valía la pulsera, porque ella no la hubiese aceptado! Realmente aquella mujer habla despertado en mi cerebro mil ensueños poéticos; habla yo entrevisto en ella siempre la mujer ideal; habla soñado con amores sin oro; amores excepcionales, capaces de regenerar un corazón hastiado ya de falsas virtudes.

»¡Cómo ha de ser, la ilusión ha huido!—exclamé.—¡Contentémonos con la realidad! Y al día siguiente me vestí con cierto exquisito cuidado, y con el estuche envuelto en un papel de seda, me dirigí á casa de la nueva conquista.»

(Pausa prolongada; sensación en el auditorio.)

«La calle donde vive no es de las principales, pero si céntrica; su casa tiene buen aspecto y todo manifiesta en ella una decente burguesía. Me abrió la puerta una doncella bastante guapa; la cual, sin preguntarme nada, me hizo entrar en un saloncito muy mono, revestido de tela carmesí, y lleno de preciosas chucherías de porcelana y de cristal. Parecía el bazar de una niña caprichosa; pero todo denotaba el mejor gusto.

»Yo lo miraba todo; pero con cierta vaga inquietud bien justificada por mi posición.

»En el testero principal había un retrato de mujer de cuerpo entero, admirablemente pintado y perfectamente parecido. En la media luz de la sala, aquella figura blanca ejercía sobre mí irresistible prestigio. También el retrato sonreía; pero no con la sonrisa de la ingenuidad, sino con ironía desdeñosa.

»Me estremecí al sentir abrirse la puerta de un gabinete. ¿Era ella? No: era la tía. La tía, con su nariz de uña diablesca, sus ojillos redondos y asombrados, y su cutis del color y las arrugas de la cáscara de la nuez. Vestía de negro, lo cual completaba su aspecto fatídico.

»—Mi sobrina está vistiéndose, pero tendrá mucho gusto en recibir á usted.

»—¡Oh! Esperaré, señora.

»En esto se oyó una voz delicada, argentina, de imán irresistible; una música de amor que dijo desde dentro:

»—Es el Sr. D. Justo Regaliz, ¿no es cierto, tía?

»—¡El mismo, hija, el mismo!

»—¡Cuánto me alegro! ¡Dile que si trae la pulsera!

»—¡Aquí está!—dije, entregándosela á la vieja.

»—¡Qué amable! ¡quiero verla en seguida!

»El ave lúgubre desapareció en el gabinete.

»Volvió á sonar aquella voz de celestes armonías... volvió á sonar; pero diciendo estas espantosas palabas:

»—¡Dile que conservaré esta joya eternamente en recuerdo de su generosidad... y que ya puede retirarse!

»Salió la vieja y extendió hacia la puerta su brazo seco, terminado en cinco garfios con gesto imperativo.

»¡El mochuelo se había transformado en águila!...

»¿Qué hacer?

»¡Salir!

»Excuso deciros que estoy loco de amor por esa honradísima estafadora.»

Sorelita

—Tengo su palabra de usted, Sorela; me ha jurado usted no atentar á su vida durante un mes. ¿No es esto?

—Lo he prometido y lo cumpliré.

—Y yo le prometo á usted que antes de treinta días las cosas habrán variado y que será usted dichoso.

—Señora, agradezco la compasión que á usted inspiran esas palabras; pero la dicha no ha existido ni puede existir para mi.

—¿Para qué quiere usted que viva?—prosiguió.—Teresa no puede amarme jamás. ¡Yo soy un monstruo, un fenómeno; yo soy un bicho raro parecido al hombre!... Y ella, ella es un conjunto de perfecciones; es más que una mujer, es una divinidad, es el mayor recreo de los ojos entre todas las maravillas de la creación. Usted sola compite y puede competir con Teresa; sólo usted ha dividido la opinión de Madrid en dos campos. Y si usted la iguala en hermosura, la supera en el corazón. Yo tendría esperanza si estuviese enamorado de usted; podría usted corresponderme por piedad; pero Teresa es de mármol, señora; ¡es como el faro altivo y deslumbrador que difunde sus rayos por el mar, insensible al gemido del náufrago!... Esa mujer sólo es fácil á la vanidad, sólo ama lo que brilla, sólo se sacrifica por la moda... Ha tenido amantes... Si, los ha tenido, lo sé, nadie lo ignora; pero el mismo: elegantes; reyes del día, gracias á un desafío, á un cotillón, á un caballo, á unos amores con otra estrella rutilante... ¿Dentro de treinta días? ¡Jamás, jamás! ¡No me amará nunca!

Su interlocutora se sonrió.

—¡Nunca!—prosiguió Sorela recogiendo con avidez esta sonrisa.—Dentro de treinta días, ¿habrá cambiado esta figura que parece un signo interrogativo; esta cabeza mal cubierta de lacios cabellos, estos ojillos escondidos bajo cejas peludas de Mefistófeles, esta boca inmensa de labios cárdenos, cuyas más graciosas sonrisas son espantables muecas?

—Sorela, por Dios, no sea usted tan injusto consigo mismo... Usted no es... no es galán ciertamente; pero es usted simpático.

—Calle usted, calle usted, Angela. Usted no dice la verdad; usted, perdóneme la palabra, usted miente... En fin, grande es esa mentira, pero todo es lícito cuando se trata de salvar á un hombre la vida.

—Y me ha prometido usted hacer lo que yo le mande... Algo durillo será; pero, en fin...

—Habiendo consentido en vivir, ¿qué habrá que me parezca duro? Hable usted.

—Lo que quiero es lo siguiente: que estos días me los consagre usted casi por completo; estará usted á mis órdenes, por decirlo así. Cuando yo le diga á usted: Mañana me verá usted en tal lado... irá usted y me buscará donde yo le indique; no tendrá usted más voluntad que la mía, y si mi voluntad está en oposición con la de Teresa, usted me obedecerá siempre, suceda lo que hubiere de suceder.

—¡Oh! No lo estará seguramente; ella no se preocupa de mí para nada. Usted mandará yo obedeceré... Pero, señora, pero Angela, no comprendo... Esas condiciones tan agradables, ¿á qué conducen?... Si cree usted distraer mi desesperación...

—Usted lo verá; por de pronto, hoy le espero á usted á comer; luego vendrá usted conmigo al teatro Real, á mi palco.

Sorela se inclinó dando las gracias, sin encontrar palabras, completamente aturdido...

Al fin dijo:

—¿Y no teme usted que se rían más de mi que de costumbre, viéndome al lado de usted, asombro por su hermosura, de todo Madrid, única mujer á quien envidia Teresa?

—Yo soy la que debe envidiarla, seguramente—observó Angela con malicia.—Si yo fuese más hermosa, usted se hubiese enamorado de mi.

—¡Dios mío, no sea usted cruel! Se ama á quien se ama; mas la pasión no quita conocimiento. Teresa tiene otros motivos para juzgarse inferior en seducciones á usted. Su esposo de usted era novio suyo cuando vió á usted en un baile. Al año se casaron ustedes, y Teresa se quedó soltera. Cuentan que se casó algunos meses después sólo por despecho.

—Basta ya de conversación, amigo Sorela; me permito dar por concluida la visita; tengo que vestirme para ir al teatro... Vuelva usted luego; viva y espere; desde hoy empieza usted á ser dichoso. Aquella noche el teatro Real estaba brillante y llamaron la atención, como siempre, y más que nunca, dos palcos: el de Angela Sorrinte y el de Teresa Lavanto.

Eran éstas, como ya sabemos, las dos mujeres más hermosas y elegantes de Madrid, y los hombres se pasaban la vida disputando sobre cuál de resolver que Angela era más simpática por la dulzura de sus ojos azules, la blancura deslumbradora de su tez y la sonrisa ingenua de sus labios; pero que Teresa era más escultural, aunque más dura en su arrogante mirada, en el color de sus cabellos negrísimos, en la desdeñosa plegadura de su boca, palpitante de violentas pasiones.

Sus palcos estaban enfrente uno de otro, como ellas lo estaban en la sociedad; y una y otra no se perdían jamás de vista, aunque parecían no mirarse nunca. No sólo reparaban en sus trajes, en sus joyas, en sus peinados, sino en dónde fijaban sus ojos y hasta sus pensamientos. En voz alta se colmaban de elogios; en voz baja y con las amigas intimas se disecaban material y moralmente con terrible fiereza.

Teresa no salió en toda aquella noche de un grande asombro. Sorelita (nadie le llamaba Sorela, porque su fealdad y su breve y torcida figura no merecían darle un nombre formal), Sorelita, su adorador, su esclavo, su enano, su perro; el incómodo, feo é insoportable Sorelita, no salió en toda la noche del palco de Angela. Y lo más extraño fué que ésta casi no vió ni oyó la función; que estuvo siempre pendiente de los labios del hombre más feo de Madrid y que públicamente le envolvió en sus miradas, en sus sonrisas, mostrándose encantada de la conversación.

¡Como que aquello dió mucho que decir!

—¡Gustavo!—dijo Teresa á un pollo que entró en su palco,—si ve usted á Sorelita, dígale usted que tengo que hablarle.

Teresa quiso demostrar á Angela que aquel fenómeno, como ella le llamaba, riéndose, era suyo, le pertenecía.

El pollo salió, entró en el palco de Angela y habló dos palabritas al oído de Sorela; Sorela se levantó instantáneamente y quiso despedirse de Angela; pero ésta, con su mano entre la mano del contrahecho, le retuvo, hizo que se volviese á sentar, y Sorela no entró aquella noche á ver á la de Lavanto.

Esto era tan extraordinario, que la de Lavanto se permitió mirar al palco de Angela, cuando se concluyó la función. Las miradas de una y otra diosa se cruzaron, y en la actitud de Angela vio Teresa un desafía.

Su perro no estaba allí, como casi todas las noches, para ponerla sobre sus opulentos hombros el abrigo. Se lo puso un diplomático extranjero, muy gallardo, á quien el día anterior había vuelto loco en el baile de una Embajada y á quien en aquella noche no miró siquiera.

—¿Qué es esto?—pensaba Teresa.—¿Esa mujer ignora que ese hombre, siquiera sea tan despreciable, es mío, sola y absolutamente mío? ¿Creerá que le amo y tratará de quitármelo, como me quitó á mi marido... y á otros? ¡Ah, si eso fuera! ¿Y él?

¡No haber venido en toda la noche á saludarme; el imbécil, el feo! ¿Si habrá pensado romper su cadena ese boceto de hombre, digno de figurar en un tinglado de feria? ¡Oh, yo les haré ver que conmigo no se juega!

Las murmuraciones de la corte podrán enterarnos de lo que pasó en los siguientes días. Recojamos aquí y allí palabras sueltas y formemos párrafos.

Sorelita era el monstruo de moda, como decía algún maldiciente. Era otro. Se le había conocido hasta entonces tímido, silencioso, esquivador de las conversaciones galantes; humilde y prudente, como reconociendo sus imperfecciones físicas, sometiéndose á ellas y haciéndoselas perdonar con su discreción y dulzura. Cuando en la calle alguno de los que pasaban le miraban, él decía á sus amigos, con sonrisa no exenta siempre de alguna tristeza:

—¡La verdad es que un hombre como yo no se ve todos los días!

Si hablaba de mujeres, era para decir:

—Dicen que el tocar la chepa de un jorobado trae la dicha; si es así, yo tengo hechas felices á muchas viejas.

Su amor por Teresa Lavanto era público, como lo era el desprecio con que ésta le trataba; no era amor, era una fascinación, un frenesí, una vocación de su alma, que volaba siempre hacia aquella hermosura, para abrasarse en ella. Ni el tiempo, ni los desprecios, le habían curado; se le compadecía, pero todos encontraban la repulsión de Teresa, si dura en la forma, en realidad, justificada.

Pero, de pronto, había cambiado todo. Los hombres y las mujeres se habían fijado en Sorelita con interés y admiración... Sorelita, tan pequeño por su figura y su timidez, había crecido, todo lo que había podido alzar la cabeza, con arrogancia; Sorelita, que antes vestía con decoro, pero sencillísimamente, gastaba ya pantalones de dibujos extraños, casaquines presuntuosos, cuellos disformes, guantes clarísimos, sombreros extraordinarios.

Su andar, que antes era sólo torpe, era ya ridículo; llevaba las manos apoyadas en las aberturas del chaleco, tocando el piano con los dedos sobre las solapas; silbaba por la calle, y miraba á las mujeres bonitas con el aire del Tenorio más irresistible.

Vamos, que no quedaba ya ni sombra del antiguo Sorelita.

El antiguo Sorela inspiraba piedad, acaso; el nuevo sólo inspiraba risa.

Y, sin embargo, Sorelita empezaba á ser dichoso; la predicción de Angela se cumplía. Teresa habla cambiado tanto como él, moralmente. Al día siguiente de haberle visto con Angela en el Real, le escribió en una tarjeta que fuese á su casa. Sorelita se excusó; tenía que comer é ir al teatro con Angela. Dos días después se vieron en una visita, y Teresa estuvo con él tan amable, tan expresiva, ofrecía un cambio tan grato en sus sentimientos, que el pobre salió de aquella casa, diciéndose:

—¡Dios mío! ¡Y yo que pensaba en suicidarme! Pero él pertenecía, durante un mes, á Angela. Y Angela le retenía siempre á su lado, le exhibía orgullosamente, le colmaba de elogios y mostraba por él, ante todos, un afecto que, casi, casi, parecía apasionado amor.

El cambio de Teresa le notó bien pronto Sorelita; una de sus amigas le hizo reparar en aquel extremoso afecto de Angela.

Sorelita estaba desvanecido por tan diversas emociones. Se pasaba las horas delante de un armario de luna; delante de aquel mismo espejo que en muchos años no había reflejado sus ojos sin reflejar en ellos lágrimas; pero ahora se miraba y remiraba, torcía y retorcía su ya torcido cuerpo, encontrándose movimientos no soñados de airosidad y gracia; encontraba expresión en sus ojos, sonrisa en sus labios, nobleza en su frente, picante originalidad en su conjunto, subyugación en toda su figura...

—¿Estaría yo ciego?—exclamaba.—¡La verdad es que valgo!

—¿Por cuál de ellas va usted á decidirse?—

le preguntó una señora.

—¡Eso es! ¿Por cuál voy á decidirme?—se preguntó él también.

Cosa extraña. A medida que él habla subido en su propio concepto, su amor por Teresa había amenguado. Amábala todavía, mas no con tan ciego delirio.

En cambio, su corazón se había llenado de afecto por Angela. No era pasión tampoco, pero era una inmensa gratitud.

—¡Oh! ¡En qué conflicto le coloca á uno, á veces, la pasión de las mujeres!—exclamó.

Pero lleguemos á la solución del conflicto.

—Angela—dijo Sorelita,—hoy concluye el mes; hoy vuelvo á mi libertad; no es usted Angela, sino un ángel; usted me ha salvado.

—Prometí hacer á usted dichoso y lo he cumplido, y á costa de un sacrificio... Se murmura de mí. ¿Qué me importa? Pronto sabrán que, gracias á mi, ha vencido usted el desdén de Teresa, hoy enamoradísima de usted. ¡Qué placer tendrá ella cuando usted la diga: ¡Sólo á usted amo!

—¡No lo oirá jamás!

—¿Cómo?

—Sí, Angela; ¡á quien yo amo es á usted; á usted, tan bella de corazón como de rostro; á usted, que me ha salvado!

El semblante de Angela demostró la más completa estupefacción.

—Pero—dijo,—¿ha creído usted que mis deferencias, mis elogios, mis favores eran verdad? ¿No ha comprendido usted que la compasión me ha llevado á excitar el orgullo de Teresa, que le ama á usted sólo porque cree que yo le amo?... Sus lágrimas de usted, su amenaza de suicidarse, me conmovieren, hice el sacrificio de mi vanidad, y...

¿usted ha creído?...

Y, al decir esto, Angela soltó una carcajada. Sorelita hubiese querido ver abrirse la tierra bajo sus pies.

—Señora...—balbuceó,—el caso es que he escrito hoy á Teresa, dándole á entender que me decidía por usted...

—Amigo mío—exclamó Angela,—son las seis; es la hora justa en que se cumple el mes; devuelvo á usted su libertad... ¡Suicídese usted, si gusta!

Las cartas de Rosa

I

Julián y Rosita se conocieron en un baile de la Zarzuela. Hace de esto muchos años.

Rosita le arrojó un merengue—que le dió en un ojo,—sin saber á quién se lo arrojaba. Julián la dió un bofetón, sin saber á quién sacudía.

Esto fué en la escalera del restaurant.

Difícil es contar lo que allí pasó: hubo como des cargas á la bayoneta entre los que bajaban y subían; no se vieron más que brazos amenazadores, sombreros que salían despedidos de las cabezas, confusión y remolino de levitas negras, faldas de colores, pantalones obscuros y enaguas lisas y bordadas.

Cuando ya no hubo más escalones que rodar, todo el mundo pidió explicaciones, y algunos intentaron darlas. El caballero que iba con Rosita le dijo á Julián que al día siguiente le enviaría sus padrinos. Julián le contestó que estaba dispuesto á zanjar la cuestión en el momento; pero su adversario replicó que él no se batiría mientras Julián sólo tuviese disponible un ojo.

Dos días después, Julián y su adversario cruzaban dos enormes sables que les habían proporcionado dos oficiales del ejército. Julián recibió un sablazo en la cabeza, sablazo del cual su amigo y padrino Martín Montano, licenciado en Medicina, tío D. Anselmo de Puentedueñas y Carmalengado, recibía con la primera cura la execración de su respetable y escandalizado pariente.

Martín Montano era un joven aprovechado y un amigo fraternal. Le asistió con saber y con cariño. Al cabo de un mes Julián estaba en disposición de beberse otras cuantas botellas, pero su manera de ser había cambiado. Del motivo de esta transformación puede darnos idea la siguiente carta que escribió, no bien pudo dejar el lecho:

«Señorita: Mi primer deber, al recobrar la salud, es rogarle me conceda su perdón por mi crimen de aquella noche fatal y venturosa; fatal por mi osadía, venturosa por haberla conocido á usted. Uno de mis ojos estaba obstruido por el merengue que usted se dignó lanzarme: el otro por la ira; y... ¿á qué no decirlo? por los vapores alcohólicos, señorita.—Quizás notase usted, luego, en el restaurant, que la manzanilla era muy mala.—Pero en el momento mismo de poner mi mano donde un ángel, señorita, no sería digno de poner sus labios, vi su rostro de usted.—¡Ah, señorita, cuán bella es usted!—y su hermosura engendró súbitamente una pasión que sólo morirá conmigo.

»¿Por qué no habré muerto, Rosa, Rosita—como la llaman á usted todos,—por qué no habré muerto á manos de ese hombre, cuya felicidad envidio?... ¡Ah, Rosita! Mi enfermedad ha sido un delirio constante, alimentado por su imagen de usted, que flotaba siempre ante mis ojos; que flotaba como un negro remordimiento, á ratos; como una luminosa esperanza, á veces.

Perdóneme usted, señorita, y compadézcame usted también. La sangre que he derramado, no me puedo haber devuelto la honra, ni la opinión pública puede satisfacerme; yo necesito saber que no desprecia usted, que no odia, que perdona usted, en fin, al más desgraciado de los hombres... Si, Rosita; ¿qué mayor desgracia que haber abofeteado al sol, á mi propio corazón, á mi misma alma?

»Mi amigo Martín Montano entregará á usted ésta. Dos veces me habrá salvado la vida con este favor.

»Su perdón de usted. Rosita, su perdón, y un granito de cariño, una partícula de amor, ó los cuidados de la ciencia habrán sido inútiles. Sin vivir en usted y para usted y con usted, ¿se puede vivir?—Julián Ramos.»

Al día siguiente, Martín entregó á su amigo una carta, en cuyo sobre había un sello litografiado en colores, un Cupido corriendo sobre un velocípedo hecho de una moneda de cinco duros. Julián miró la carta; fué á abrir el sobre, no pudo, palideció; y todo conmovido y falto de aliento tuvo que sentarse en una butaca.

Martín abrió el sobre.

En el plieguecito sólo había muchos renglones de grandes caracteres, al parecer, arábigos. Descifrados por Martín, resultó que decían:

«Cavayero. Mi racon condenava á Vsté; mi coraconn le perdona. Todos los días preguntaba por usted a Coaquina: vuenas amijas tiene Vsté, Ollendola me daban ganas de amarle.

»Póngase V. vueno prontitito, que quiero saber si son havladurías.

»¡Qué ratitos me ha hecho V. pasar, muriéndose ó no muriéndose, al principio! ¡¡¡Y por mí!!!

¡Para que se me hubiese usted presentado en fantasma todas las noches!

»Cosas muy melosicas me dice V.—No he entendio vien lo del sol, el coracon y el alma que me pone; pero me ha gustado mucho.—Tiene V. mucho talento, como dice Coaquina.

»Yo ubiese ido á cuidar a V., los ratos perdidos; pero Coaquina me ha dicho que el tío de usted es un monstruo y me echaría por la escalera.

»Cuando esté V. presentable nos veremos... Vsté verá entonces que mi cara no conserva señal de aquello, ni mi coracon tampoco.

«Coaquina se ha empeñado en que le escriba yo que en esta carta le mando un beso.

»Y yo he dicho que es pronto; pero como me hace presente su cadáver de usted por mi, que ha sido posible, se le envío á usted, sin que se haga costumbre.—Rosita

Coaquina era una corsetera de la más intima intimidad de Martín. Rosita y ella se querían como hermanas.

No es necesario decir que Rosita y Julián se vieron, y que Julián fué perdonado de palabra, como lo había sido por escrito.

A la conferencia asistieron Joaquina y Martín. Al separarse á la puerta de la casa donde ellas vivían, Julián se retiraba ya cuando Rosita le llamó y le dijo:

—¡Vamos! ¡Pero sin que se haga costumbre!

Y le presentó la mejilla.

II

Una tarde Martín se personó en casa de las dos amigas. Joaquina estaba arreglando un precioso corsé; Rosita concluía un lindo traje que le hatea enviado, para reformarle, su maestra. Las dos criaturas no vivían de esto únicamente. Martín llevaba el dinero de las visitas; Julián el dinero que podía sacar á su pariente, hombre agarradísimo.

—¡Albricias!—exclamó.—¡D. Anselmo ha muerto! ¡Julián es millonario! ¡Dejad todo eso! Venid en seguida á casa del difunto á secar las lágrimas del heredero; su casa nos pertenece ya; no pueden arrojarnos de ella; ¡desde mañana vida nueva!

—¡Yo ir!—exclamó Joaquina.—¿Pues no dices que está de cuerpo presente? A mi me dan miedo los difuntos.

—Quita, chica; los solterones muertos dicen que traen felicidad—dijo Rosita.—Además, yo me muero por ver difuntos. Digo, ¡y D. Anselmo! ¡Qué cara tendrá! Pobrecito, era muy ruin; pero si no fuese porque á Julián le hace mucha falta el dinero, no me alegraría. ¡Qué ricos vamos á ser todos! Andando, á casa de Julián!

Aquella noche, en la habitación contigua al cuarto donde estaba, entre cuatro blandones, el cadáver de D. Anselmo, se oía ruido de monedas como SI vaciasen talegas llenas de oro sobre las baldosas, conversaciones agitadas, y algunas veces alegres risas. El viejo criado de D. Anselmo se hizo la señal de la cruz cuando, asomándose al gabinete en el cual se daba el escándalo, vió á Joaquina cubierta con un magnifico chal de Persia y una capota de paja de Italia con plumas; vejeces que habían aparecido en un armario y habían sido novedades cuando vivía la esposa de D. Anselmo. Rosa no estaba siempre en aquella habitación; se alegraba de que Julián fuese millonario, según decían; pero el aspecto de la muerte había impuesto su ánimo y conmovido su alma; horas enteras se pasó aquella noche de rodillas, rezando las pocas oraciones que sabía, y contemplando el cadáver con más tristeza y piedad que terror.

El ama de llaves de D. Anselmo, escandalizada en un principio con la presencia de aquella preciosa joven, concluyó por rezar junto á ella y mezclar á sus lágrimas lágrimas de simpatía.

De pronto Rosa escuchó ruido como de gran disputa en el cuarto donde estaban Julián, Martín y Joaquina. ¿Qué era ello?

El viejo criado no había podido tolerar más tiempo aquella profanación. Había reprendido acerbamente á su señorito su conducta, y de palabra en palabra había llamado miserables á los hombres y á Joaquina mujerzuela.

Rosa apaciguó el tumulto y dijo á Julián:

—Mira, este hombre, seamos justos, tiene razón. Lo que hacemos no está bien. Tu tío, al fin, era tu tío, y además es un muerto. ¡Vámonos todos! ¡Vamos á casa! Estos viejos cuidarán de su amo; mañana vendrás para recibir á los amigos.

—¡Yo marcharme!—exclamó Julián.—¡Tengo que estar aquí! ¿Qué se diría si yo desatendiese al cadáver? Además, ¿y el dinero?

—¡El dinero!—dijo Rosa dejando caer sus brazos con desaliento.—¡El dinero! Julián, este dinero nos traerá desgracia. ¡Maldito sea! ¡Hasta hoy, jamás se me pasó por la imaginación que tú fueses malo! Un gruñido terrible y un ruido sordo como el que hace un objeto pesado al caer sobre una alfombra, helaron la sangre en las venas á los cuatro amigos.

Martín, sin embargo, asomó la cabeza, y después exclamó con una mueca más que con una risa.

—¡Nada, ha sido el perro, León, que se ha soltado, y al ponerse de manos para alcanzar la caja, ha derribado un candelero!

Pero Joaquina y Rosa no le oyeron, porque habían huido espantadas.

III

El ama de llaves y el viejo criado salieron de la casa tras del cadáver. No necesitaban tampoco de Julián. Estaban ricos. Pero al despedirse de Julián, le dijo doña Estefanía:

—¡Usted no puede concluir bien, señorito! Julián se echó á reir y Rosita á temblar. Después pasó un año y otro año; y pasaron cuatro, tiempo suficiente para olvidar ciertos augurios.

Julián empezó por dejar España y viajar con Rosa por París, Suiza ó Italia. Después volvió á Madrid y se estableció en un hotel precioso.

Madrid se fijó en ellos con interés y con envidia. ¿Quién era él? Bien pronto lo supieron. ¿Quién era ella? Su genealogía fué más difícil de establecer: su madre parece que habla sido ama de huéspedes en la calle del Lobo; que murió dejando tres hijas como tres flores y que cada una echó por donde pudo. Rosa se fué con una pariente y esto aplazó su perdición. De las otras no se supo jamás. Por esto nadie extrañó que Julián no se hubiese casado con Rosa, ni que Rosa se contentase con ser su querida.

Los madrileños enloquecían por Rosa; habla ésta recibido con la riqueza y el trato de una sociedad de elegantes, nuevos esplendores y nuevas seducciones. En los teatros y en las fiestas públicas ninguna otra mujer podía competir con ella. Era un tipo eminentemente poético. Su cabello tenia el color de la miel; su tez era blanquísima; sus ojos negros y de larguísimas pestañas que moderaban el fuego de las pupilas con sombras tristes y lánguidas; su boca era correcta y sonriente con dulzura; sus ademanes sencillos y modestos. En su vestir no había ostentación, sino gusto; diríase que so vestía con riqueza por agradar á Julián.

Se sabía que estaba enamoradísima de su amante. «Aunque no le hubiera querido cuando era pobre, le debería querer hoy—decía,—todo se lo debo á él. Conmigo, en mi persona, en mi obsequio, en mis gustos, gasta la mitad de su fortuna.»

Pero esto no era verdad. Rosa le quería porque si. Y si acaso, más que por otra cosa, por piedad. Julián era desgraciado... El tapete verde, la Bolsa y algunos negocios le habían llevado la herencia. Le abrumaban las deudas; y al quinto año de la muerte de D. Anselmo, toda su fortuna consistía en las joyas de Rosa.

Rosa lo sabía, y una mañana las vendió todas y entregó dos manojos de billetes de Banco á Julián.

Julián la dió un abrazo y un beso, y arrojó después los billetes á la chimenea.

Los dos manojos cayeron casi juntos, se inflamaron y al inflamarse cruzaron sus llamas en lo alto como atraídas por una electricidad amorosa, formando de este modo una sola llama grande.

La riqueza no había curado á Rosa de sus supersticiones.

¡Pensó que aquellas dos llamas eran imagen de la vida de Julián y de su vida!

IV

La solución de este conflicto no se hizo esperar.

He aquí una carta que puede servir de epílogo á nuestra historia:

«Querida Joaquina: Cuando recibas esta carta Julián y yo habremos dejado de existir. Julián ha perdido toda su fortuna; no le queda en el mundo sino mi amor, que es ya su tormento.

»Me propuso que nos matáramos.—¿Sin dinero nosotros—me dijo,—qué hemos de hacer?

»El trabajo me espanta; mas para conservar su vida, le propuse que trabajásemos. Yo podría volver á ser modista... El, ¡qué sé yo! Se echó á reir. No he querido contrariarle. ¡Sabes lo bueno que ha sido para mí!

«Adiós, Joaquina.—Rosa. »

—¡Pobre Rosa!—exclamó Martín al leer esta carta.—¡Y lo que había mejorado de ortografía!

¡Mientras haya rosas!

Pocos días después se la llevaban á la quinta del pueblo. Creían que de este modo no podríamos vemos. Pero no fué así. Dejé pasar una semana, y al octavo día tomé el caballo y á las dos horas estaba yo en los alrededores de la quinta.

Bonito edificio, recién levantado, blanco y lindo como un jarrón de porcelana. Sobre la cúpula del mirador se alza una veleta que figura un gallo. Jazmines, enredaderas y madreselvas son ligeros marcos de las ventanas y balcones. La entrada central tiene cuatro peldaños de granito. La verja es de hierro. Hay pocas flores. En cambio está rodeada de grandes árboles.

Empecé á dar vueltas con precaución en derredor de la verja. ¡Si se asomase! ¡Si pudiese hacer que supiese mi llegada! Esto decía yo cuando sentí que me tiraban de la cazadora. Me volví trémulo como un ladrón cogido en el robo. Un chiquillo me presentaba una cartita.

La carta decía:

«¡Al fin has venido! ¡Te esperaba! Todos los días subo muchas veces al mirador y me paso las horas muertas mirando hacia el camino de Madrid.

»Te esperaba, sí... Por aquella cinta blanca que se pierde entre dos llanuras verdes, he visto un punto negro que nadie sino yo, querido Juan, hubiese conocido que era un hombre á caballo.

»¡Has estado avanzando un siglo sin moverte, alma de mi alma! ¡Debías comprar otro caballo más ligero!

»¡Basta hoy no he comprendido bien lo que es la vela de un barco que aparece en el horizonte, y llena ella sola, con ser tan pequeña, toda la extensión del mar!

»Desiertos campos de una comarca odiosa, ¡qué animados, qué encantadores sois ahora!

»¿Será él?—me preguntaba.—Sí—contestaba mi corazón,—¡él es!

»¡Sí, tú eres! La nube de polvo que te precede se aclara, y veo tu caballo que viene al galope, hostigado por tu látigo, y adivinando quizás á qué viene. Pobrecito caballo; corría, es verdad, pero ¿cómo había de correr tanto como mi deseo? ¡No le vendas!

»¡Espérate, por Dios!... ¡Vamos á vernos ahora mismo!

»¡Mi vida, mi alma, mi Dios, espérate!»

Esperé. Rechinó una persiana, alcé los ojos; era Mercedes; hermosa como nunca, pero algo triste, graciosamente recogidos los cabellos de oro, buscándome impaciente con sus grandes ojos azules. Vestía de blanco. Me vió y me hizo señas de que bajaba.

Apareció en la escalera y empezó á bajar los peldaños. Entonces sonó adentro una voz; la voz airada de su madre que gritaba:

—¡Mercedes! ¡Mercedes!

Pero Mercedes no la oía; no quiso oírla; corrió hacia mí, y acercándose á los labios una rosa que traía y dándola un beso, me la tiró diciendo:

—¡Vete! ¡Vete! Se sabe ya que has venido. ¡Toma mi alma en esa flor! ¡No me olvides jamas! Cuando salgas del pueblo vuélvete á mirarme muchas veces... y... ¡que tu caballo no corra tanto!

¡Pobre Mercedes! Aquella lucha fué superior á sus fuerzas. Su corazón se abrió y con su sangre se la escapó la vida.

Su memoria vive en mí, como en un altar. Jamás sacrificaré su recuerdo á la memoria de otra mujer. Los años pasan y su imagen resplandece más cada día en la tiniebla de mi tristeza.

Pasan los años. Desde aquel día fatal vivo expatriado; me abruma el cielo de España; se burlaba de mí con su alegría... Este cielo brumoso se aviene mejor con los sentimientos de mi alma; me consume con su tristeza, pero no me insulta.

Entre las páginas del libro de Cervantes, donde las risas son tristes y las tristezas risueñas, poema de un loco sublime, enamorado y servidor como yo de una ideal figura, he puesto la rosa que me dió Mercedes.

Su beso palpita en la rosa todavía; las hojas del libro suspiran, como suspiraba Mercedes, cuando lo abro.

Ella dió su perfume de inocencia y de pasión á esta rosa. Y cuando abro el libro, todo el cuarto se llena de un olor suavísimo...

Es el alma de Mercedes que se difunde.•


Al fin vuelvo á España. Quiero ver antes de morir los sitios de nuestra juventud. ¡Se diría que soy un viejo, y sólo tengo cuarenta años!

Han pasado veinte desde entonces.

¡Veinte años! ¡La vida entera! He cambiado de rostro; he cambiado de cabellos, he cambiado de otro!

¡Veinte años! Es decir, ¡veinte leguas de camino explanado con fatiga, calcinado por la pasión, regado con sangre y lágrimas, cubierto de sepulturas de amigos y enemigos! ¡Veinte leguas de polvo, de alegrías y tristezas! ¡Veinte leguas iluminadas por celajes de oro que se apagan! ¡Veinte leguas de vidas, cosas, ideas y sentimientos que huyen! Y sin embargo, el pasado es mi única felicidad; es la única felicidad del hombre. De los recuerdos tejemos un vestido de fiesta para engalanarnos á solas. ¡El oleaje ha dejado un murmullo en el fondo del caracol, y el caracol murmura fuera del mar; las tempestades de la vida dejan también otro blando murmullo en el corazón!

¡El pasado es un cementerio! Pero un cementerio lleno de mariposas y de flores.

¡El pasado es polvo! Pero polvo de rosas.

Ayer quise ver la quinta. ¿Por qué? Por verla. El año pasado no había nadie; aunque la vendieron los padres de Mercedes.

¡Qué triste me pareció! Los árboles la ocultan ya casi toda. Los jazmines, las enredaderas y las madreselvas han transformado el hotel en un gran cenador. Algo se ve de la fachada; pero el sol y la lluvia la han quitado su alegría.

Hasta el gallo de la veleta no alza ya su cresta como si cantase; alguna pedrada de algún chicuelo le ha hecho bajar el pico.

Ayer, pues, fui á mirar la quinta; á pasear por la capital de mis recuerdos.

Me senté en un banco de madera que hay á poca distancia de la casa y empecé á soñar despierto.


De pronto pasó alguien por delante de mí, que me arrancó de mis imaginaciones.

Era un joven, bien puesto, bella figura y como de veinte años. Sin verme corrió hacia la verja. Una persiana rechinó, girando; una joven hermosa, de ojos azules, vestida de blanco, se asomó, le miró, alzó y bajó su linda mano como diciendo:—

¡Espera! y...

—¿Estoy soñando?—me pregunté.—¿Qué veo?

¿Qué me pasa?

... Y poco después la puerta se abría y la joven bajaba los peldaños sonriéndose... Llevaba en las manos una rosa y en la boca un beso.

¡Cerré los ojos deslumbrado por aquella visión espléndida de mi juventud y de mi felicidad!

¡Lloré como un niño!

Casi instantáneamente la visión había desaparecido.

Corrí hacia la estación del camino de hierro; el joven iba por una senda y volvía la cara hacia el hotel, alzando en la mano la rosa.

En lo alto del mirador una mujer vestida de blanco, agitaba un pañuelo.

El tren huía vertiginosamente perdiéndose en el horizonte con bocanadas de humo y todavía la joven estaba en el mirador.

¡También ella habría encontrado que la locomotora anda poco para venir, y que para volver devora el espacio!


………………………


¡Mientras haya rosas!...


Publicado el 20 de febrero de 2022 por Edu Robsy.
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