El trasatlántico resopló y se detuvo.
Cesó el rumor de las conversaciones de los viajeros, los rechinamientos de las máquinas, el vocerío de la maniobra.
El cielo estaba raso; las olas se movían sin cambiar de sitio, al parecer, como montañas de plata y de esmeralda que tiemblan. Caía la tarde.
El infinito del cielo y el infinito del mar se perdían en dos líneas de luz y nácar.
¡Ahora, parado el buque, comprendíamos mejor nuestra insignificancia, nuestra pequeñez, nuestro aislamiento; la incertidumbre del humano destino! La tripulación formó sobre cubierta... Los pasajeros, con el sombrero en la mano, y las pasajeras, con la cabeza envuelta en blondas, tules y pañuelos obscuros, se agruparon también.
Apareció por una escotilla el capellán: era grueso y sonrosado, el pelo blanquísimo, de aspecto bondadoso. Sus dedos regordetillos movían nerviosamente las hojas de su breviario.
Salieron detrás dos hombres, dos marineros, que subían un saco de lona. Eran muy recios; uno de ellos, colosal. Encontraban ligera la carga y la traían con ademanes de cariñoso cuidado y de respeto.
Este saco afectaba una forma estrecha, larga, elegante, de líneas humanas. A no dudar, contenía un cadáver, y un cadáver de mujer.
Salto después el capitán del buque, segundo de sus subalternos. Todos con la cabeza descubierta y todos tristes. No con la tristeza que imponía el ceremonial, sino con la de un dolor sincero.
Dando el brazo al capitán, y arrastrado por éste, como un autómata, como un sonámbulo, venía un hombre joven, de gallarda figura, moreno, robusto; verdadero tipo del trabajo triunfante. Sin duda que era uno de esos grandes obreros del siglo, que transforman las soledades en poblados, que traen ríos de lejos, que unen mares y que tallan en facetas este diamante que se llama Mundo.
Al verle se estremecieron todos.
—¡Pobrecillo!
—¡Desgraciado!
—¿Puede haber desdicha mayor?
—Dicen que no ha pronunciado una sola palabra desde que murió ella.
—¡Yo he visto que rodaba por su mejilla una lágrima así!
—¿De qué sirve ser joven, trabajar, amasar millones, ser amado, ser dichoso... si en una hora, en un punto, perdemos lo que amamos, y al perder esto lo perdemos todo?
—¿Y ella? ¿Era posible ser más linda, ni más amable, ni menos vanagloriosa de su cara y de sus riquezas?
—Quien hablaba con ella una sola vez, quedaba enamorado perdido. ¡Qué ángel, qué trato!
—¡Y cómo se querían!
—¡Y qué pareja formaban!
—Yo les comparaba (y quien decía esto alargaba la mano, mostrando una sortija) á este aro de hierro donde se engarza esta perla. ¡El, la fuerza; ella, la hermosura; él, el trabajo; ella, el beso que recompensa!
—Y, ahora, ¡nada!
—¡Todo ha concluido para ella!
—¡Y para él!
Los des marineros cogieron un lingote, que pesaría un quintal, y le ataron en el extremo del saco que correspondía á los pies del cadáver.
Después dejaron el saco en el suelo, le apartaron y le dieron guardia.
El cura rezó una oración, entrecortada por los suspiros de las mujeres.
Los dos marineros alzaron el saco y le condujeron hasta el portalón del buque; allí le pusieron como de pie, le empujaron y le dejaron caer en el mar.
El saco, al caer, por una ley física, se volvió de cara al barco y pareció mirarle un instante.
—¡Se despide!—dijeron los tripulantes, como suelen decir siempre en este caso.
El sacerdote alzó sus ojos y sus manos al cielo, y dijo:
—¡Era un ángel y ha vuelto á Dios!
Las dos filas de marineros y de viajeros se movían ya para desunirse, cuando sonó la voz del capitán, que decía:
—¡Sujétalo, Brazo de Hierro!
El viudo se había desasido del brazo del capitán, y de un salto se había puesto en el portalón, donde aún estaba uno de los hombres que había empujado el saco.
Brazo de Hierro era—ya lo hemos dicho—un hombrón terrible. Alargó la mano y detuvo al viudo casi en el aire.
Pero sólo un momento... El deseo de morir tiene, sin duda, la fuerza de la pólvora que se inflama, y con sorpresa de todos, con asombro del capitán, tras de una breve lucha, la mano de Brazo de Hierro cedió y el suicida desapareció en las olas.
Dos botes cayeron al agua... Pero fué inútil.
Vino la noche, y en el mar, y encima y debajo de él, sólo hubo soledad y sombra...; y un buque que se alejaba como un monstruo que zarpea entre tinieblas, con miradas rojas y silbidos estridentes.
Al hacer una ronda, el capitán vió á Brazo de Hierro inclinado en la banda, dejando perderse su mirada en la negrura del mar.
Le puso la mano en el hombro y le dijo:
—¡No pienses en eso! Le pudiste salvar y no has querido. Su desesperación, sus súplicas, te conmovieron. ¡Quién sabe si yo hubiese hecho lo mismo!
—Mi capitán—contestó Brazo de Hierro alzando los ojos al firmamento como buscando á alguien tras las, nubes de polvo brillante que formaban las estrellas.—¡Dios nos juzga por las intenciones!