Sorelita

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


—Tengo su palabra de usted, Sorela; me ha jurado usted no atentar á su vida durante un mes. ¿No es esto?

—Lo he prometido y lo cumpliré.

—Y yo le prometo á usted que antes de treinta días las cosas habrán variado y que será usted dichoso.

—Señora, agradezco la compasión que á usted inspiran esas palabras; pero la dicha no ha existido ni puede existir para mi.

—¿Para qué quiere usted que viva?—prosiguió.—Teresa no puede amarme jamás. ¡Yo soy un monstruo, un fenómeno; yo soy un bicho raro parecido al hombre!... Y ella, ella es un conjunto de perfecciones; es más que una mujer, es una divinidad, es el mayor recreo de los ojos entre todas las maravillas de la creación. Usted sola compite y puede competir con Teresa; sólo usted ha dividido la opinión de Madrid en dos campos. Y si usted la iguala en hermosura, la supera en el corazón. Yo tendría esperanza si estuviese enamorado de usted; podría usted corresponderme por piedad; pero Teresa es de mármol, señora; ¡es como el faro altivo y deslumbrador que difunde sus rayos por el mar, insensible al gemido del náufrago!... Esa mujer sólo es fácil á la vanidad, sólo ama lo que brilla, sólo se sacrifica por la moda... Ha tenido amantes... Si, los ha tenido, lo sé, nadie lo ignora; pero el mismo: elegantes; reyes del día, gracias á un desafío, á un cotillón, á un caballo, á unos amores con otra estrella rutilante... ¿Dentro de treinta días? ¡Jamás, jamás! ¡No me amará nunca!

Su interlocutora se sonrió.

—¡Nunca!—prosiguió Sorela recogiendo con avidez esta sonrisa.—Dentro de treinta días, ¿habrá cambiado esta figura que parece un signo interrogativo; esta cabeza mal cubierta de lacios cabellos, estos ojillos escondidos bajo cejas peludas de Mefistófeles, esta boca inmensa de labios cárdenos, cuyas más graciosas sonrisas son espantables muecas?

—Sorela, por Dios, no sea usted tan injusto consigo mismo... Usted no es... no es galán ciertamente; pero es usted simpático.

—Calle usted, calle usted, Angela. Usted no dice la verdad; usted, perdóneme la palabra, usted miente... En fin, grande es esa mentira, pero todo es lícito cuando se trata de salvar á un hombre la vida.

—Y me ha prometido usted hacer lo que yo le mande... Algo durillo será; pero, en fin...

—Habiendo consentido en vivir, ¿qué habrá que me parezca duro? Hable usted.

—Lo que quiero es lo siguiente: que estos días me los consagre usted casi por completo; estará usted á mis órdenes, por decirlo así. Cuando yo le diga á usted: Mañana me verá usted en tal lado... irá usted y me buscará donde yo le indique; no tendrá usted más voluntad que la mía, y si mi voluntad está en oposición con la de Teresa, usted me obedecerá siempre, suceda lo que hubiere de suceder.

—¡Oh! No lo estará seguramente; ella no se preocupa de mí para nada. Usted mandará yo obedeceré... Pero, señora, pero Angela, no comprendo... Esas condiciones tan agradables, ¿á qué conducen?... Si cree usted distraer mi desesperación...

—Usted lo verá; por de pronto, hoy le espero á usted á comer; luego vendrá usted conmigo al teatro Real, á mi palco.

Sorela se inclinó dando las gracias, sin encontrar palabras, completamente aturdido...

Al fin dijo:

—¿Y no teme usted que se rían más de mi que de costumbre, viéndome al lado de usted, asombro por su hermosura, de todo Madrid, única mujer á quien envidia Teresa?

—Yo soy la que debe envidiarla, seguramente—observó Angela con malicia.—Si yo fuese más hermosa, usted se hubiese enamorado de mi.

—¡Dios mío, no sea usted cruel! Se ama á quien se ama; mas la pasión no quita conocimiento. Teresa tiene otros motivos para juzgarse inferior en seducciones á usted. Su esposo de usted era novio suyo cuando vió á usted en un baile. Al año se casaron ustedes, y Teresa se quedó soltera. Cuentan que se casó algunos meses después sólo por despecho.

—Basta ya de conversación, amigo Sorela; me permito dar por concluida la visita; tengo que vestirme para ir al teatro... Vuelva usted luego; viva y espere; desde hoy empieza usted á ser dichoso. Aquella noche el teatro Real estaba brillante y llamaron la atención, como siempre, y más que nunca, dos palcos: el de Angela Sorrinte y el de Teresa Lavanto.

Eran éstas, como ya sabemos, las dos mujeres más hermosas y elegantes de Madrid, y los hombres se pasaban la vida disputando sobre cuál de resolver que Angela era más simpática por la dulzura de sus ojos azules, la blancura deslumbradora de su tez y la sonrisa ingenua de sus labios; pero que Teresa era más escultural, aunque más dura en su arrogante mirada, en el color de sus cabellos negrísimos, en la desdeñosa plegadura de su boca, palpitante de violentas pasiones.

Sus palcos estaban enfrente uno de otro, como ellas lo estaban en la sociedad; y una y otra no se perdían jamás de vista, aunque parecían no mirarse nunca. No sólo reparaban en sus trajes, en sus joyas, en sus peinados, sino en dónde fijaban sus ojos y hasta sus pensamientos. En voz alta se colmaban de elogios; en voz baja y con las amigas intimas se disecaban material y moralmente con terrible fiereza.

Teresa no salió en toda aquella noche de un grande asombro. Sorelita (nadie le llamaba Sorela, porque su fealdad y su breve y torcida figura no merecían darle un nombre formal), Sorelita, su adorador, su esclavo, su enano, su perro; el incómodo, feo é insoportable Sorelita, no salió en toda la noche del palco de Angela. Y lo más extraño fué que ésta casi no vió ni oyó la función; que estuvo siempre pendiente de los labios del hombre más feo de Madrid y que públicamente le envolvió en sus miradas, en sus sonrisas, mostrándose encantada de la conversación.

¡Como que aquello dió mucho que decir!

—¡Gustavo!—dijo Teresa á un pollo que entró en su palco,—si ve usted á Sorelita, dígale usted que tengo que hablarle.

Teresa quiso demostrar á Angela que aquel fenómeno, como ella le llamaba, riéndose, era suyo, le pertenecía.

El pollo salió, entró en el palco de Angela y habló dos palabritas al oído de Sorela; Sorela se levantó instantáneamente y quiso despedirse de Angela; pero ésta, con su mano entre la mano del contrahecho, le retuvo, hizo que se volviese á sentar, y Sorela no entró aquella noche á ver á la de Lavanto.

Esto era tan extraordinario, que la de Lavanto se permitió mirar al palco de Angela, cuando se concluyó la función. Las miradas de una y otra diosa se cruzaron, y en la actitud de Angela vio Teresa un desafía.

Su perro no estaba allí, como casi todas las noches, para ponerla sobre sus opulentos hombros el abrigo. Se lo puso un diplomático extranjero, muy gallardo, á quien el día anterior había vuelto loco en el baile de una Embajada y á quien en aquella noche no miró siquiera.

—¿Qué es esto?—pensaba Teresa.—¿Esa mujer ignora que ese hombre, siquiera sea tan despreciable, es mío, sola y absolutamente mío? ¿Creerá que le amo y tratará de quitármelo, como me quitó á mi marido... y á otros? ¡Ah, si eso fuera! ¿Y él?

¡No haber venido en toda la noche á saludarme; el imbécil, el feo! ¿Si habrá pensado romper su cadena ese boceto de hombre, digno de figurar en un tinglado de feria? ¡Oh, yo les haré ver que conmigo no se juega!

Las murmuraciones de la corte podrán enterarnos de lo que pasó en los siguientes días. Recojamos aquí y allí palabras sueltas y formemos párrafos.

Sorelita era el monstruo de moda, como decía algún maldiciente. Era otro. Se le había conocido hasta entonces tímido, silencioso, esquivador de las conversaciones galantes; humilde y prudente, como reconociendo sus imperfecciones físicas, sometiéndose á ellas y haciéndoselas perdonar con su discreción y dulzura. Cuando en la calle alguno de los que pasaban le miraban, él decía á sus amigos, con sonrisa no exenta siempre de alguna tristeza:

—¡La verdad es que un hombre como yo no se ve todos los días!

Si hablaba de mujeres, era para decir:

—Dicen que el tocar la chepa de un jorobado trae la dicha; si es así, yo tengo hechas felices á muchas viejas.

Su amor por Teresa Lavanto era público, como lo era el desprecio con que ésta le trataba; no era amor, era una fascinación, un frenesí, una vocación de su alma, que volaba siempre hacia aquella hermosura, para abrasarse en ella. Ni el tiempo, ni los desprecios, le habían curado; se le compadecía, pero todos encontraban la repulsión de Teresa, si dura en la forma, en realidad, justificada.

Pero, de pronto, había cambiado todo. Los hombres y las mujeres se habían fijado en Sorelita con interés y admiración... Sorelita, tan pequeño por su figura y su timidez, había crecido, todo lo que había podido alzar la cabeza, con arrogancia; Sorelita, que antes vestía con decoro, pero sencillísimamente, gastaba ya pantalones de dibujos extraños, casaquines presuntuosos, cuellos disformes, guantes clarísimos, sombreros extraordinarios.

Su andar, que antes era sólo torpe, era ya ridículo; llevaba las manos apoyadas en las aberturas del chaleco, tocando el piano con los dedos sobre las solapas; silbaba por la calle, y miraba á las mujeres bonitas con el aire del Tenorio más irresistible.

Vamos, que no quedaba ya ni sombra del antiguo Sorelita.

El antiguo Sorela inspiraba piedad, acaso; el nuevo sólo inspiraba risa.

Y, sin embargo, Sorelita empezaba á ser dichoso; la predicción de Angela se cumplía. Teresa habla cambiado tanto como él, moralmente. Al día siguiente de haberle visto con Angela en el Real, le escribió en una tarjeta que fuese á su casa. Sorelita se excusó; tenía que comer é ir al teatro con Angela. Dos días después se vieron en una visita, y Teresa estuvo con él tan amable, tan expresiva, ofrecía un cambio tan grato en sus sentimientos, que el pobre salió de aquella casa, diciéndose:

—¡Dios mío! ¡Y yo que pensaba en suicidarme! Pero él pertenecía, durante un mes, á Angela. Y Angela le retenía siempre á su lado, le exhibía orgullosamente, le colmaba de elogios y mostraba por él, ante todos, un afecto que, casi, casi, parecía apasionado amor.

El cambio de Teresa le notó bien pronto Sorelita; una de sus amigas le hizo reparar en aquel extremoso afecto de Angela.

Sorelita estaba desvanecido por tan diversas emociones. Se pasaba las horas delante de un armario de luna; delante de aquel mismo espejo que en muchos años no había reflejado sus ojos sin reflejar en ellos lágrimas; pero ahora se miraba y remiraba, torcía y retorcía su ya torcido cuerpo, encontrándose movimientos no soñados de airosidad y gracia; encontraba expresión en sus ojos, sonrisa en sus labios, nobleza en su frente, picante originalidad en su conjunto, subyugación en toda su figura...

—¿Estaría yo ciego?—exclamaba.—¡La verdad es que valgo!

—¿Por cuál de ellas va usted á decidirse?—

le preguntó una señora.

—¡Eso es! ¿Por cuál voy á decidirme?—se preguntó él también.

Cosa extraña. A medida que él habla subido en su propio concepto, su amor por Teresa había amenguado. Amábala todavía, mas no con tan ciego delirio.

En cambio, su corazón se había llenado de afecto por Angela. No era pasión tampoco, pero era una inmensa gratitud.

—¡Oh! ¡En qué conflicto le coloca á uno, á veces, la pasión de las mujeres!—exclamó.

Pero lleguemos á la solución del conflicto.

—Angela—dijo Sorelita,—hoy concluye el mes; hoy vuelvo á mi libertad; no es usted Angela, sino un ángel; usted me ha salvado.

—Prometí hacer á usted dichoso y lo he cumplido, y á costa de un sacrificio... Se murmura de mí. ¿Qué me importa? Pronto sabrán que, gracias á mi, ha vencido usted el desdén de Teresa, hoy enamoradísima de usted. ¡Qué placer tendrá ella cuando usted la diga: ¡Sólo á usted amo!

—¡No lo oirá jamás!

—¿Cómo?

—Sí, Angela; ¡á quien yo amo es á usted; á usted, tan bella de corazón como de rostro; á usted, que me ha salvado!

El semblante de Angela demostró la más completa estupefacción.

—Pero—dijo,—¿ha creído usted que mis deferencias, mis elogios, mis favores eran verdad? ¿No ha comprendido usted que la compasión me ha llevado á excitar el orgullo de Teresa, que le ama á usted sólo porque cree que yo le amo?... Sus lágrimas de usted, su amenaza de suicidarse, me conmovieren, hice el sacrificio de mi vanidad, y...

¿usted ha creído?...

Y, al decir esto, Angela soltó una carcajada. Sorelita hubiese querido ver abrirse la tierra bajo sus pies.

—Señora...—balbuceó,—el caso es que he escrito hoy á Teresa, dándole á entender que me decidía por usted...

—Amigo mío—exclamó Angela,—son las seis; es la hora justa en que se cumple el mes; devuelvo á usted su libertad... ¡Suicídese usted, si gusta!


Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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