Humo

Iván Turguéniev


Novela



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El 10 de agosto de 1862, a las cuatro de la tarde, y ante el famoso salón de conversación de Baden-Baden, había extraordinaria concurrencia. El tiempo era delicioso: los árboles verdes, las blancas casas de la coqueta ciudad, las montañas que la coronan, todo respiraba un aire de fiesta y brillaba bajo los rayos del sol esplendente; todo sonreía, y un reflejo de esa sonrisa indecisa y encantadora vagaba sobre los rostros, viejos y jóvenes, feos y agradables. Las caras pintadas y pálidas de las loretas parisienses no llegaban a destruir esa impresión de alegría general; las cintas llamativas, las plumas, el oro y el acero, cuyos destellos aparecían sobre los sombreros y los velos, evocaban el animado brillo y el leve estremecimiento de flores primaverales y de alas jaspeadas; pero las notas disonantes de la jerga francesa que hablaban aquellas mujeres no tenía nada de común con el canto de los pájaros.

Todo, por lo demás, ocurría como de costumbre. La orquesta del pabellón interpretaba ya un popurrí de la Traviata, ya un vals de Strauss, o el Decidle, romanza rusa instrumentada por el obsequioso maestro de capilla. En las salas de juego, alrededor de los tapetes verdes, se agrupaban las mismas figuras de siempre, con la misma expresión estúpida, rapaz, consternada y casi feroz: máscara de ladrón, que la fiebre del juego imprime incluso a los rostros más aristocráticos. Allí hubierais visto al propietario de Tambov, obeso, vestido con el más elegante mal gusto, agitado, inútil y convulsivamente (como lo estaba su difunto padre cuando apaleaba a los labriegos), con los ojos que parecían salírsele de las órbitas, con la mitad del cuerpo inclinado sobre la mesa, y que sin hacer caso de las frías sonrisas de los croupiers, arrojaba puñados de luises de oro sobre las cuatro esquinas del tapete, precisamente en el momento en que los croupiers clamaban: «¡No va más!», de tal modo qu

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Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.
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