Una Desdichada

Iván Turguéniev


Novela



—Sí, sí —empezó Piotr Gavrilovich—, fueron unos tiempos difíciles... y la verdad es que no me apetece rememorarlos... Pero, ya que se lo he prometido, les contaré toda la historia. Escuchen.

I

Vivía yo por entonces (corría el invierno de 1835) en Moscú, en casa de una tía, hermana de mi difunta madre. Tenía dieciocho años. Acababa de pasar del segundo al tercer curso de la Facultad «de letras» (así se llamaba en aquella época) de la Universidad de Moscú. Mi tía era una mujer dulce y apacible, que se había quedado viuda. Ocupaba una casa de madera de gran tamaño en la calle Ostozhenka, caldeada en exceso, de esas que sólo pueden encontrarse en Moscú. Apenas recibía visitas y se pasaba en la salita de la mañana a la noche, con dos damas de compañía, tomando té perla, haciendo solitarios y ordenando cada dos por tres que sahumaran la pieza. Las damas de compañía salían corriendo al recibidor y al cabo de unos minutos aparecía un viejo criado, vestido de librea, con una bandeja de cobre en la que descansaba un ladrillo caliente con una ramita de menta. Avanzaba a grandes pasos por las estrechas alfombras y rociaba las hojas con vinagre. Un vapor blancuzco envolvía el rostro arrugado del fámulo, que se apartaba con el ceño fruncido, mientras los canarios, excitados por el crepitar de la menta, rompían a cantar en el comedor.

Mi tía me quería mucho y me mimaba cuanto podía, por ser huérfano de padre y madre. Había puesto todo el entresuelo a mi entera disposición. Mis habitaciones estaban amuebladas con gran elegancia y no se parecían lo mas mínimo a las de un estudiante: el dormitorio estaba adornado con cortinas de color rosa y de la cama colgaba un dosel de muselina y borlas azules que, a decir verdad, me turbaba un poco. En mi opinión, tales «delicadezas» debían rebajarme a ojos de mis compañeros. Ya sin eso me llamaban colegiala, tal vez porque nunca me había

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Publicado el 28 de enero de 2017 por Edu Robsy.
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