La Causa Secreta

J. M. Machado de Assis


Cuento


García, de pie, miraba y hacía crujir sus dedos; Fortunato, en la mecedora, miraba el techo; María Luisa, junto a la ventana, concluía un trabajo de aguja. Hacía cinco minutos que ninguno de ellos decía nada. Habían hablado del día, que fue excelente, de Catumbi, donde residía el matrimonio Fortunato, y de un sanatorio sobre el que ya volveremos. Como los tres personajes allí presentes están ahora muertos y enterrados, ya es tiempo de contar la historia sin remilgos.

Habían hablado también de otra cosa, además de aquellas tres, cosa tan fea y grave, que no les dejó muchas ganas de charlar sobre el día, el barrio y el sanatorio. Toda la conversación a ese respecto fue tensa. Ahora mismo, los dedos de María Luisa se ven temblorosos, mientras que en el rostro de García hay una expresión de severidad, que no es habitual en él. En verdad, lo que ocurrió fue de tal naturaleza, que para hacerlo comprensible es preciso remontarse al origen de la situación.

García se había doctorado en medicina, el año anterior, 1861. En 1860, estando aún en la facultad, se encontró con Fortunato por primera vez, en la puerta de la Santa Casa; entraba cuando el otro salía. Le impresionó la figura; pero aun así la habría olvidado de no haberse producido un segundo encuentro, pocos días después. Vivía en Rua de Dom Manuel. Una de sus escasas distracciones consistía en ir al Teatro de São Januário, que quedaba cerca, entre esa calle y la playa; iba una o dos veces por mes, y nunca encontraba más de cuarenta personas. Sólo los más intrépidos osaban extender sus pasos hasta aquel rincón de la ciudad. Una noche, estando ya acomodado en su butaca, apareció allí Fortunato y se sentó junto a él.

La pieza era un dramón, cosido a cuchilladas, erizado de imprecaciones y remordimientos; pero Fortunato lo escuchaba con singular interés. En las escenas dolorosas, su atención se redoblaba, sus ojos iban ávidamente de un personaje a otro, a tal punto que el estudiante sospechó que en la pieza había reminiscencias personales del vecino. A continuación del drama, venía una farsa; pero Fortunato no esperó por ella y salió; García salió tras él. Fortunato fue por el Beco do Cotovelo, Rua de São José, hasta el Largo da Carioca. Iba despacio, cabizbajo, deteniéndose a veces, para descargar un bastonazo en algún perro que dormía; el perro se quedaba aullando y él proseguía su camino. En el Largo da Carioca subió a un tílburi, y se fue hacia los lados de la Praça da Constituçao. García regresó a su casa sin saber nada más.

Pasaron algunas semanas. Una noche, a las nueve, estaba en su habitación cuando oyó rumor de voces en la escalera; bajó en seguida de la buhardilla donde vivía, al primer piso, donde residía un funcionario del arsenal de guerra. Algunos hombres lo conducían, escaleras arriba, ensangrentado. El negro que lo servía acudió a abrir la puerta; el hombre gemía, las voces eran confusas, la luz escasa. Una vez que lo acostaron en la cama, García dijo que era necesario llamar a un médico.

—Ahí viene uno —dijo alguien.

García miró al recién llegado: era el mismo hombre de la Santa Casa y del teatro. Supuso que sería pariente o amigo del herido; pero rechazó la suposición, cuando oyó que le preguntaba si tenía familiares o algún allegado. El negro le dijo que no, y él asumió la responsabilidad de la atención, les pidió a las personas extrañas que se retirasen, dio una propina a quienes cargaron con el herido, y formuló las primeras órdenes. Sabiendo que García era vecino y estudiante de medicina, le pidió que se quedara para ayudar al médico. En seguida le contó lo que había pasado.

—Fue una pandilla de ladrones. Yo venía del cuartel de Moura, adonde fui a visitar a un primo, cuando oí un tumulto muy grande, y de inmediato vi una aglomeración. Parece que ellos hirieron también a un sujeto que pasaba por allí, y que se metió por uno de aquellos callejones; pero yo sólo vi a este señor, que había cruzado la calle en el momento en que uno de los ladrones, abalanzándose sobre él, le hundió el puñal. No cayó enseguida; alcanzó a decir dónde vivía, y como era a dos pasos, me pareció mejor traerlo.

—¿Usted ya lo conocía? —preguntó García.

—No, nunca lo vi. ¿Quién es?

—Es un buen hombre, funcionario del arsenal de guerra. Se llama Gouveia.

—No sé quién es.

Un médico y un subcomisario de la policía llegaron poco después; se hizo la curación y se tomaron las declaraciones. El desconocido dijo llamarse Fortunato Gomes da Silveira, vivir en la capital, ser soltero y residente en Catumbi. La herida fue diagnosticada como grave. Durante la curación, auxiliado por el estudiante, Fortunato actuó como ayudante, sosteniendo la palangana, la vela, las vendas, sin inmiscuirse en nada, mirando fríamente al herido que gemía mucho. Por fin habló en un aparte con el médico, lo acompañó hasta el rellano de la escalera, y le reiteró al subcomisario que podía contar con él cuando lo deseara para las investigaciones policiales. Los dos se fueron; el estudiante y él permanecieron en la habitación.

García estaba atónito. Lo miró, lo vio sentarse tranquilamente, estirar las piernas, hundir las manos en los bolsillos, y fijar la mirada en el herido. Los ojos eran claros, color de plomo, se movían despacio, y tenían una expresión dura, seca y fría. Cara delgada y pálida; un hilo de barba que pasaba por debajo del mentón, y se extendía de una sien a otra, corto y rojizo. Tenía cuarenta años. De vez en cuando se volvía hacia el estudiante, y le preguntaba una que otra cosa acerca del herido; pero en seguida apartaba la mirada, mientras el muchacho le daba la respuesta. La sensación que tenía el estudiante era de repulsión al mismo tiempo que de curiosidad; no podía negar que estaba presenciando un acto de rara dedicación, y si era desinteresado como parecía, no había otra cosa que hacer que aceptar que el corazón humano era un pozo de misterios.

Fortunato salió poco antes de una hora; volvió en los días siguientes, pero el restablecimiento se produjo rápidamente y, antes de que concluyese, desapareció sin decirle al convaleciente dónde vivía. Fue el estudiante quien le dio las indicaciones del nombre, calle y número.

—Voy a agradecerle la ayuda que me dio, apenas pueda salir —dijo el convaleciente.

Corrió a Catumbi seis día después. Fortunato lo recibió contrariado, oyó impaciente las palabras de agradecimiento, le dio una respuesta tediosa y terminó golpeando los faldones del saco en las rodillas. Gouveia, frente a él, sentado y callado, alisaba su sombrero con los dedos, levantando los ojos de vez en cuando, sin encontrar nada que decir. Al cabo de diez minutos se disculpó y se fue.

—¡Cuidado con los ladrones! —le dijo el dueño de casa, riéndose. El pobre diablo salió de allí mortificado, humillado, tragando con dificultad el desdén, forcejeando para olvidarlo, explicarlo o perdonarlo; el esfuerzo era vano. El resentimiento, huésped nuevo y exclusivo, entró y expulsó la gratitud, de modo que la desgraciada no tuvo más que trepar hasta la cabeza y refugiarse allí como una simple idea. Así fue como el propio benefactor inoculó en este hombre el sentimiento de la desconsideración.

Todo eso asombró a García. Este muchacho poseía, en germen, la facultad de descifrar a los hombres, de descomponer los caracteres, tenía la pasión del análisis, y sentía el don, que decía ser supremo, de penetrar muchas capas morales, hasta palpar el secreto de un organismo. Acicateado por la curiosidad sintió deseos de ir a ver al hombre de Catumbi, pero advirtió que no había recibido de él el ofrecimiento formal de su casa. Cuando menos, necesitaba un pretexto, y no encontró ninguno.

Tiempo después, ya recibido, y viviendo en la Rua de Mata—Cavalos, cerca de la del Conde, se encontró con Fortunato en una góndola, la casualidad volvió a reunirlos después otras veces, y la frecuencia trajo la familiaridad. Un día Fortunato lo invitó a visitarlo allí cerca, en Catumbi.

—¿Sabe que estoy casado?

—No lo sabía.

—Me casé hace cuatro meses, podría decir cuatro días. Venga a cenar con nosotros el domingo.

García fue allí el domingo. Fortunato le ofreció una buena cena, buenos cigarros y buena charla, en compañía de su señora, que era interesante. Su figura o su aspecto no habían cambiado; los ojos eran las mismas planchas de estaño, duras y frías; las otras facciones no eran más atrayentes que antes. Las atenciones, empero, si bien no contrarrestaban la naturaleza, ofrecían alguna compensación, y no era poco. María Luisa, en cambio, tenía ambos atractivos, personalidad y modales. Era esbelta, graciosa, ojos tiernos y sumisos; tenía veinticinco años pero no aparentaba más de diecinueve. Cuando allí volvió por segunda vez, García advirtió que entre ellos había alguna disonancia de carácter, poca o ninguna afinidad moral, y por parte de la mujer hacia su marido ciertas actitudes que trascendían el respeto y confinaban en la resignación y el temor. Un día, estando los tres juntos, García le preguntó a María Luisa si estaba enterada de las circunstancias en que él había conocido a su marido.

—No —respondió la muchacha.

—Va a escuchar algo digno de admiración.

—No vale la pena —interrumpió Fortunato.

—Usted decidirá si vale la pena o no —insistió el médico.

Le contó el episodio de la Rua de Dom Manuel. La muchacha lo escuchó sorprendida. Insensiblemente extendió la mano y apretó la muñeca de su marido, risueña y agradecida, como si acabase de descubrirle el corazón. Fortunato se encogía de hombros, pero no escuchaba con indiferencia. Por último, él mismo narró la visita que el herido le había hecho, con todos los pormenores de la figura, los gestos, las palabras contenidas, los silencios, en suma, algo desopilante. Y reía mucho al contarla. No era la risa de la simulación. La simulación es evasiva y oblicua; su risa era jovial y franca.

“¡Hombre singular!”, pensó García.

María Luisa se sintió desconsolada por la burla del marido: pero el médico le restituyó la satisfacción anterior, volviendo a destacar la dedicación de Fortunato y sus excepcionales cualidades de enfermero; tan buen enfermero, concluyó él, que si algún día llego a abrir un sanatorio, lo invitaré a trabajar en él.

—¿En serio? —preguntó Fortunato.

—¿En serio qué?

—¿Que piensa abrir un sanatorio?

—No, estaba bromeando.

—Sin embargo no es tan descabellado; y para usted, que se inicia en la clínica, sería algo realmente bueno. Tengo justamente una casa para renta que va a quedar desocupada, y sirve.

García rechazó la propuesta ese día y el siguiente; pero el proyecto se le había metido al otro en la cabeza, y ya no fue posible seguir negándose. En realidad, era un buen comienzo para él, y podría llegar a ser un buen negocio para ambos. Aceptó finalmente, días más tarde, y fue una desilusión para María Luisa. Criatura nerviosa y frágil, padecía con la sola idea de que su marido tuviese que vivir en contacto con enfermedades humanas, pero no se atrevió a oponérsele, e inclinó la cabeza. El plan fue trazado y se llevó a cabo rápidamente. Inaugurado el sanatorio, Fortunato pasó a ocuparse de la administración y de la supervisión de los enfermeros; examinaba todo, ordenaba todo, compras y caldos, drogas y cuentas.

García pudo entonces verificar que la atención al herido de la Rua de Dom Manuel no era un caso fortuito, sino que se asentaba en la naturaleza de aquel hombre. Lo veía trabajar como a ninguno de sus empleados. No retrocedía ante nada, no había enfermedad que lo hiciera sufrir o ante la que retrocediera, y estaba siempre listo para todo, a cualquier hora del día o de la noche. Todo el mundo lo admiraba y aplaudía. Fortunato estudiaba, acompañaba en las operaciones, y no había nadie como él para cuidar los cáusticos.

—Tengo mucha fe en los cáusticos —decía él.

La comunión de intereses estrechó los lazos de la amistad. García fue a partir de entonces una presencia familiar en la casa; allí cenaba casi todos los días, allí observaba la persona y la vida de María Luisa, cuya soledad moral era evidente. Y la soledad parecía duplicar su encanto. García empezó a sentir que algo lo agitaba cuando ella aparecía, cuando hablaba, cuando trabajaba callada, junto a un ángulo de la ventana, o tocaba en el piano sus melodías tristes. Lentamente, el amor fue ganando su corazón. Cuando advirtió su presencia, quiso expulsarlo, para que entre Fortunato y él no existiera otro vínculo que el de la amistad; pero no pudo. Lo único que logró fue encerrarlo; María Luisa comprendió ambas cosas, el afecto y el silenciamiento, pero no se dio por enterada.

A principios de octubre ocurrió un incidente que aclaró aún más, ante los ojos del médico, la situación de la muchacha. Fortunato había empezado a estudiar anatomía y fisiología, y se dedicaba en sus horas libres a envenenar y despanzurrar perros y gatos. Como los gemidos de los animales aturdían a los enfermos, trasladó el laboratorio a su casa, y la mujer, nerviosa como era, tuvo que sufrirlos. Pero un día, no soportando más, fue a hablar con el médico y le pidió que, como cosa suya, él le sugiriese al marido que pusiera término a tales experiencias…

—Pero usted misma…

María Luisa lo interrumpió sonriendo:

—Si yo se lo digo, él argumentará que es un pedido infantil de mi parte. Lo que yo quería es que usted, como médico, le dijese que eso me hace mal; y créame que es así…

García, prestamente, le hizo saber al otro que era conveniente que terminase con todas aquellas experiencias. Si fue a hacerlas a otra parte, nadie lo supo, pero bien pudiera ser. María Luisa le agradeció al médico, tanto por ella como por los animales, cuyos padecimientos no podía tolerar. Tosía de vez en cuando; García le preguntó si sentía algún malestar, ella respondió que no.

—Permítame que le tome el pulso.

—No tengo nada.

No dejó que le tomara el pulso, y se retiró. García se sintió aprensivo. Pensaba, por el contrario, que algo le ocurría y que era preciso observarla y avisar a su marido en el momento oportuno.

Dos días después —exactamente el día en que los vemos ahora—, García fue allí a cenar. En el comedor le informaron que Fortunato estaba en el laboratorio, y hacia allí se encaminó; estaba cerca de la puerta, cuando María Luisa la abrió y salió de adentro con la expresión demudada por la angustia.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—¡El ratón! ¡El ratón! —exclamó la muchacha sofocada mientras se alejaba. García recordó que en la víspera había oído a Fortunato quejarse porque un ratón le había sustraído un papel importante; pero estaba lejos de sospechar que habría de encontrarse con lo que vio. Vio a Fortunato sentado ante la mesa que estaba en el centro del laboratorio, y sobre la cual había colocado un plato con alcohol. El líquido llameaba. Entre el pulgar y el índice de la mano izquierda sostenía un cordón, de cuya punta pendía el ratón atado de la cola. En la derecha tenía una tijera. En el momento en que García entró, Fortunato le cortaba al ratón una de las patas; en seguida bajó al infeliz hasta la llama, rápido, para no matarlo, y se dispuso a hacer lo mismo con la tercera pata, pues ya le había cortado la primera.

García se detuvo horrorizado.

—¡Mátalo en seguida! —le dijo.

—Ya va.

Y con una sonrisa única, reflejo de su alma satisfecha, algo que traducía la delicia íntima de las sensaciones supremas, Fortunato le cortó la tercera pata al ratón, y realizó por tercera vez el mismo movimiento de descenso hasta la llama. El miserable se retorcía aullando, ensangrentado, chamuscado, y no terminaba de morir. García desvió la mirada, después la volvió nuevamente hacia la mesa, y extendió la mano para impedir que el suplicio continuara, pero no llegó a hacerlo, porque el diablo de aquel hombre imponía miedo, con toda aquella serenidad radiante de su fisonomía. Le faltaba cortar la última pata; Fortunato la cortó muy despacio, siguiendo con los ojos el movimiento de la tijera; la pata cayó, y él se quedó mirando al ratón medio cadáver. Al bajarlo por cuarta vez hasta la llama, aumentó la velocidad del gesto, para salvar, si podía, algunas hilachas de vida.

García, ante él, lograba dominar la repugnancia del espectáculo empeñado en observar la cara del hombre. Ni rabia, ni odio; tan sólo un vasto placer apacible y profundo, como cualquier otro lo experimentaría oyendo una bella sonata o contemplando una estatua divina, algo parecido a la pura sensación estética. Le pareció, y era verdad, que Fortunato lo había olvidado completamente. Siendo así, no estaba fingiendo, y las cosas debían ser de ese modo, no más. La llama iba muriendo, no era posible que hubiese en el ratón un solo residuo de vida, sombra de una sombra como era; Fortunato aprovechó para cortarle el hocico y bajar por última vez la carne hasta el fuego. Por fin, dejó caer el cadáver al plato, y apartó de sí toda aquella mezcla de carne chamuscada y sangre.

Al incorporarse vio al médico y se sobresaltó. Entonces, se mostró enfurecido con el animal que le había comido el papel; pero la cólera evidentemente era fingida.

“Castiga sin rabia”, pensó el médico, “por la necesidad de encontrar una sensación de placer, que sólo el dolor ajeno le puede brindar: no es otro el secreto de este hombre.”

Fortunato subrayó la importancia del papel, el trastorno que le ocasionaba su pérdida, el tiempo que le insumía rehabilatarse de su falta justamente ahora en que cada minuto era preciso. García se limitaba a oír, sin decir nada ni darle crédito. Recordaba sus actos, graves y leves; a todos les encontraba la misma explicación. Era el mismo cambio de teclas de la sensibilidad, un diletantismo sui generis, una reducción de Calígula.

Cuando María Luisa volvió al laboratorio, poco después, el marido se le acercó riendo, la tomó de las manos y le habló tiernamente:

—¡Flojona!

Y volviéndose hacia el médico:

—¿Puedes creer que casi se desmayó?

María Luisa se defendió diciendo que era muy nerviosa y que además era mujer, después fue a sentarse junto a la ventana con sus lanas y agujas, y los dedos todavía temblorosos, tal como la vimos al comienzo de esta historia. Recordarán ustedes que, después de haber hablado de otras cosas, los tres guardaron silencio, el marido sentado, con la mirada perdida en el techo, el médico haciendo crujir los huesos de sus dedos. Poco después fueron a cenar; pero la cena no fue alegre. María Luisa se mostraba ensimismada y tosía; el médico se preguntaba si ella no estaría expuesta a algún exceso en compañía de un hombre como aquél. Era, apenas, una posibilidad; pero el amor le transformó la conjetura en convicción; tembló pensando en ella y decidió vigilarlos.

Ella tosía, tosía, y no transcurrió mucho tiempo sin que la molestia se quitara la máscara. Era la tisis, vieja dama insaciable, que chupa la vida entera, hasta reducirla a un montón de huesos. Fortunato recibió la noticia como un golpe; amaba de veras a su mujer, claro que a su manera; estaba acostumbrado a ella, le costaba perderla. No escatimó esfuerzos, médicos, remedios, cambios de aire, todos los recursos y todos los paliativos. Pero fue en vano. La enfermedad era mortal.

En los últimos días, ante los tormentos supremos de la muchacha, la índole del marido subyugó cualquier otro afecto. No la volvió a dejar; fijó el ojo opaco y frío en aquella descomposición lenta y dolorosa de la vida, bebió una a una las aflicciones de la bella criatura, ahora delgada y transparente, devorada por la fiebre y minada por la muerte. Egoísmo desenfrenado, hambriento de sensaciones, no le perdonó un solo minuto de agonía, ni los pagó con una sola lágrima, pública o íntima. Sólo cuando ella expiró, él se sintió aturdido. Volviendo en sí, vio que otra vez estaba solo.

De noche, habiéndose retirado a descansar una parienta de María Luisa, que le había ayudado a morir, quedaron en la sala de estar Fortunato y García, velando el cadáver, ambos sumidos en sus pensamientos; pero el marido estaba agotado y el médico le aconsejó que fuera a echarse unas horas.

—Ve a descansar, duerme un par de horas: yo iré después.

Fortunato salió, fue a acostarse en el sofá de la salita contigua y se durmió en seguida. Veinte minutos después se despertó, quiso volver a dormirse, dormitó unos minutos, hasta que se levantó y volvió a la sala. Caminaba en puntas de pie para no despertar a la parienta, que dormía cerca de allí. Cuando llegó a la puerta, se detuvo asombrado.

García se había aproximado al cadáver, había levantado la mortaja y contemplado durante unos instantes las facciones de la difunta. Después, como si la muerte lo espiritualizase todo, la besó en la frente. Fue en ese momento cuando Fortunato llegó a la puerta. Se detuvo sorprendido: no podía ser el beso de la amistad, debía ser el epílogo de un libro adúltero. No sentía celos, adviértase; la naturaleza lo compuso de tal manera que no sintió celos ni envidia, sino cierta vanidad, que no es menos perniciosa ni menos deudora del resentimiento. Miró asombrado, mordiéndose los labios.

Mientras tanto, García volvió a inclinarse para besar otra vez el cadáver, pero entonces no pudo más. El beso estalló en sollozos, y los ojos fueron incapaces de contener las lágrimas que se derramaron a borbotones, lágrimas de amor callado, e irremediable desesperación. Fortunato, en la puerta, donde se había quedado, saboreó tranquilo esa expresión de dolor moral que fue larga, muy larga, deliciosamente larga.


Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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