Un sabio, en un arranque de lúcida amargura, proclamó que "el rencor es un veneno que uno mismo destila y bebe". Razón no le falta; sin embargo, como todo veneno que amenaza con devorar a su creador, requiere de una estrategia ingeniosa para no sucumbir a su propia pócima.
Tanto el odio como el amor precisan de sustento, aunque se nutren de fuentes opuestas y su naturaleza difiere radicalmente. El amor, sublime e incorruptible, se alimenta de sí mismo, elevado por una vibración que parece emanar de un éter inasible, mientras que el odio, voraz y rapaz, necesita saquear energía externa para prolongar su existencia, pues su esencia destructiva lo consume rápidamente.
El odio, insaciable en su sed, busca cómplices, capturando a sus víctimas bajo la coacción del miedo, escudándose en la nobleza de propósitos impostados, manipulando a través del chantaje y la mentira. Recluta a sus "aliados", que, sin percatarse, se convierten en esclavos dóciles, prestando su energía vital al monstruo que los devora. Sin esta savia ajena, el odio languidece, incapaz de sostenerse en el vacío de sus propios pensamientos y emociones corrosivas. El amor, en cambio, fluye como manantial inagotable, nutriendo a quienes lo portan sin necesidad de mendigar alimento: amor es amor, en su luminosa esencia.
La obediencia debida no existe; cada cual debe velar por el destino de su voluntad, por el empleo de su energía y la orientación de su atención. Sin darse cuenta, uno puede estar hipotecando su alma al servicio de fuerzas que, invisibles, erosionan la autenticidad de sus actos. Somos artífices de lo que damos y custodios de lo que sacrificamos.
El agua, generosa en su esencia, se sacrifica para dar sustento a la planta; de la misma manera, todos irrigamos con nuestros actos y nuestra voluntad los surcos invisibles del mundo que construimos.