Elvira-Nicolasa

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Acabábamos de cenar Elvira y yo en un gabinetito de una fonda donde le gustaba que la llevase a tomar mariscos y vino blanco. Disputando por celos, en el calor de las recriminaciones, dejé escapar una frase ofensiva: debí de decirle algo muy duro, sin duda una verdad muy grande, porque entonces, avivada su locuacidad con la injuria y suelta su lengua con el estímulo de la bebida, se recostó en el diván con provocativa indolencia y, poniéndose muy seria, repuso:

— Sí, ¿eh? ¿Tan mala crees que soy? Pues aquí donde me ves, tan coqueta, tan amiga de haceros rabiar, porque todos sois iguales, y no merece más ni menos uno que otro, tan orgullosa de haber arruinado a unos y puesto en ridículo a otros, yo, aunque no lo creas, tengo en mi vida un rasgo bueno, y tendría muchos si no hubiese sido en mi niñez tan desgraciada.

Me creí amenazado de la eterna historia de una seducción vulgar; pero, prefiriendo oírla a verla emborracharse, me dispuse a escuchar, y ella siguió de este modo:

— Voy a contártelo. En primer lugar, yo no me llamo Elvira: mi verdadero nombre es Nicolasa. Soy de un pueblo de cerca de Madrid. A los dieciocho años me escapé de mi casa, imaginando que peor de lo que allí estaba no había de pasarlo en ninguna parte, segura de que, por mala suerte que tuviese, con nada sufriría tanto como aguantando las impertinencias de mi hermanastra, a quien servía de niñera, siendo víctima de la grosería de mi padrastro y del mal genio de mi madre. Mientras ésta permaneció viuda de mi padre, su primer marido, llevé con paciencia su desigualdad de carácter y las consecuencias de su codicia; pero, a partir de la segunda boda, la vida se me hizo insoportable, porque además de hija sin cariño, a lo cual ya estaba acostumbrada, comencé a ser criada sin salario, lo cual me parecía el colmo de la maldad. El tío Pelusa, así llamaban a mi padrastro, era tan irascible y avariento como la que le había tomado por esposo.

Sin embargo, aún pasé algunos años resignada siendo medio bestia de carga, medio puerca-cenicienta, hasta que al llegar Inesilla, mi hermanastra, a la edad de las travesuras desplegó tanta perversidad para conmigo, que comencé a pensar en el porvenir que me esperaba.

Yo me levantaba en la casa antes que nadie, me recogía la última, interrumpía el mejor sueño para dar de beber a las caballerías, pasaba todo el día jabonando ropas, midiendo semillas y trasladando fardos; en fin, me rendía a fuerza de trabajar, y todo sin una queja. Para lo que me faltó resignación fue para soportar las burlas de mal género, los impulsos de soberbia, y hasta los rasgos de perfidia que aquella mocosa discurría sólo con propósito de mortificarme. ¡Que mala era! Sus picardías no eran trastadas de chica, sino verdaderas crueldades: el pan qué yo guardaba por si tenía hambre entre horas, me lo quitaba y se lo echaba a los cerdos; a hurtadillas, cargaba el puchero de sal para que luego me regañasen; lo menos que hacía era decirme palabras feas, todo el repertorio que oía a los carreteros, y escupirme a la cara, sin que los Pelusos, ni la mujer ni el marido, pusieran correctivo a sus infamias.

Por fin, me harté. Un día me mandaron a la fuente con la chica, que ya tenía nueve años. La condenada fingió ir de buena gana, y a mitad de camino, escabullándose en los portales de la plaza, se metió a jugar en el corral de unas amiguitas. Allí se estuvo tres horas largas, mientras me volvía loca buscándola. Excuso decirte lo que pasaría luego cuando, al caer la tarde, volvimos a casa cada una por su lado. Creí que me mataban. Mi padrastro me ató a un pié derecho de los que sostenían el emparrado del patio, y estuvo hasta que se cansó dándome de varazos. Cuando me soltó me fui al camaranchón que me servía de cuarto, no quise cenar, y me tumbé en la cama sin desnudarme. De repente oigo ruido, miro hacia arriba, y veo a Inesilla, asomada por el montante de la puerta, mirándome burlonamente, riéndose y restregándose los puños en ademán de hacerme rabiar.

— ¿Por qué has hecho eso? — le pregunté.

Y con la cara muy alegre repuso:

— Porque me da mucho gusto cuando te pegan.

Desde aquel instante no pensé más que en marcharme de la casa.

Al referir esto, Elvira tenía los ojos nublados por lágrimas de ira. Yo no me atreví a interrumpir su relato, y ella siguió:

— Si, chico, de aquella noche datan todas las barbaridades que he hecho en mi vida... y las que me quedan. Hice un lío con la poca ropa que tenía; saqué hasta treinta reales, que eran todos mis ahorros, del escondrijo donde los ocultaba, antes del amanecer tomé a campo traviesa el camino de Madrid, y aquí entré por la carretera de Extremadura y la calle de Segovia. Han pasado siete años, y me acuerdo como si hubiese sido esta mañana.

— ¿Y dónde fuiste?

— A casa de mi tío Manuel. Es decir, no era tío ni casi pariente. Era sobrino segundo de mi padrastro, y yo le miraba con cierta simpatía porque las pocas veces que fue al pueblo me demostró cierta inclinación. Un día evitó que me diesen una paliza; otro día, comiendo, porque mi padrastro no me quería dar carne, él me dio la que le habían servido; y, además, otra vez que estuvo allí pocas horas, sin que lo supieran en mi casa, fue a la fuente y me regaló dos pañuelos de colores y un alfiletero de alambre plateado.

— Vamos, que le gustabas.

— Ahora lo verás.

— Vivía en la calle de los Mancebos, en un caserón antiguo, y sólo con una criada vieja: allá me fui, le conté lo que había pasado y le rogué que me ayudase a buscar casa donde servir, a lo cual repuso que haría lo que pudiese, y que pues no tenía yo dineros para ir a la posada, me quedara allí unos días hasta encontrar colocación.

— ¿De qué edad era ese hombre? ¿Cuántos años tenías tú entonces?

— Manuel, cuarenta; y yo, antes te lo he dicho, dieciocho cumplidos.

— Pues no me digas más.

— No te has equivocado. A los dos días de estar allí, comprendí que me había metido en la boca del lobo. Pero ¿quieres decirme qué defensa tenía? ¿Qué hacer ni dónde ir? Yo, como chica de pueblo... y las de todas partes, sabía cuanto hay que saber: desde los primeros momentos conocí el peligro: lo que no veía era el modo de evitarlo.

— ¿Y qué pasó?

— Figúrate. Ya sabes que soy aficionada a leer, que devoro novelas, que he leído hasta Don Quijote de la Mancha: mira, allí hay una a quien le sucediolo que a mí. ¿Te acuerdas cuando, hablando de sus amores con don Fernando, dice Dorotea, poco más o menos: «con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y él acabó de ser traidor y fementido?» ¿Te acuerdas de ésto? Pues igualito: Manolo con un pretexto, alejó de casa a la vieja...

— Sí; el fue traidor y fementido, y tú dejaste de ser lo otro.

— Claro está que aquello fue una picardía, pero luego se encariñó mucho conmigo. Yo entonces no era tan perra como ahora. Tengo la seguridad de que si aquel hombre no se muere, se casa conmigo.

— ¿Se murió?

— A los dos años.

Elvira suspendió un instante su relato, hizo un esfuerzo para no llorar, como avergonzada de mostrar ternura, y continuó:

— Suprimo detalles: morir Manuel y echarme sus hermanos de la casa, todo fue uno. Entonces comenzó esta vida arrastrada que llevo, y eso que soy de las que tienen más suerte.

Ponerme a oficio, y presentárseme la ocasión de dejarlo, fue obra de seis meses. Por supuesto, que para encontrar trabajo pasé las de Caín; y en cuanto quise echarme a rodar, sobró gente que me empujara. De ésto ya estás enterado, y además conoces a casi todos los que han tenido algo que ver conmigo.

Lo que no sabes tú, ni nadie, es que a los tres o cuatro años de perderme, cuando ya tenía casa puesta, muebles míos, trajes lujosos, alhajas buenas, coche algunos meses y dos criadas que me sirvieran, (todavía lo que más me sorprende es verme servida), precisamente entonces, teniendo todo ésto, con lo cual no soñé jamás, chico, aunque te parezca mentira...

— Acaba, mujer.

— Pues me entró una tristeza espantosa. ¿Y qué dirás que se me metió en la cabeza?

— ¿Casarte?

— No, hombre: para eso tengo aún poco dinero. Se me metió en la cabeza la idea de volver al pueblo.

— ¿Arrepentida?

— Mira, no lo sé: unas veces creía que no; otras me parecía que sí. En realidad lo que yo experimentaba es dificilísimo de explicar. Era una melancolía sin nombre, un deseo impregnado de tristeza...

— Sería que se te pegase el sentimentalismo cursi de alguna novela... Si ahora mismo estás hadando como una dama de folletín.

— No te burles de aquéllo: puede que sea el mejor impulso que he sentido en mi vida; y déjame acabar. Como si se me hubiese olvidado todo lo que había sufrido hasta los dieciocho años, como si en mi casa me hubieran mimado, prescindiendo de tanto recuerdo amargo y de algunas cicatrices que tengo repartidas por el cuerpo, quise volver al pueblo, ver los lugares donde había crecido, los rincones donde me escondía para llorar, la cueva donde me encerraban, el camaranchón que llamaban mi cuarto, la cuadra, las mulas, la fuente, todo aquello, en una palabra, que debía serme odioso: en fin, comprendo que era una chifladura ridícula, pero hasta quise ver a mi madre, y a mi padrastro, y a la bribona de la niña. ¿Qué pasó por mí? como dicen en las comedias, no lo sé: pero cuando pensaba en ello decía mentalmente mi familia. El mal genio de madre me parecía disculpable por los trabajos y penalidades que ocasiona una casa de labor, la brutalidad de mi padrastro se hizo menos aborrecible a mis ojos recordando que no era mi verdadero padre, y en cuanto a las crueldades de mi hermanastra... como si no hubiesen existido. Es decir, las recordaba, pero sin guardarle rencor. Repito que nunca me he dado cuenta exacta de aquella situación de espíritu: fue algo parecido a esa tristeza que les da a los gallegos cuando pasan mucho tiempo fuera de su tierra; pero mezclada, aunque yo no deba decirlo, con cierta bondad de alma que me impulsaba a disculpar y perdonar todo el mal recibido. En fin, que me planté en el pueblo.

— ¿Pero no sabían allí cómo vives y de qué vives? ¿No pensaste que podían avergonzarte y...?

— Claro que lo sabían todo: ¡si rara vez viene alguno del pueblo que no se presente en mi casa a pedirme algo! Donde me ves, he hecho a mi lugar más favores que un diputado; casi me dan ganas de llamarle mi distrito. En cuanto a que me recibiesen mal, no había miedo. Yendo a mendigar, tal vez; con las manos llenas de paquetes, chucherías y regalos... ¡quiá!

— ¿Y tuvieron la poca?...

— Fui sencillamente vestida, con un traje de lanilla gris sin adornos; pero como soy tan aturdida, se me olvidó quitarme de las orejas estos solitarios; llevé un saquillo de mano con guarniciones de plata, paraguas con puño de oro; en fin, no había más que verme para comprender que no les iba a pedir nada. En la estación del ferrocarril no me conoció nadie: al atravesar la plaza, oí tres o cuatro voces que dijeron con asombro: «¡Nicolasa! ¡Nicolasa!» y luego observé que a larga distancia me fueron siguiendo dos muchachas de mi tiempo, una con un chico en brazos... y, mira, aquélla me dio envidia.

— Si te daría.

— Llegué a mi casa. Imagina la sorpresa. Pasado el primer instante de estupor, mi madre me cubrió de besos, mi padrastro lloró de ternura, Inesilla me cogió el saco de mano y comenzó a darle vueltas.

— ¡Ave María Purísima!

— La chica era guapa, una real moza, fresca, garbosa, con cada ojazo, y ¡un pelo más hermoso! Lo que se llama una gran mujer. La fisonomía dura, el gesto serio, la sonrisa desdeñosa; pero en conjunto un prodigio de lozanía y de... en fin, lo que es una flor antes de que nadie la manosee.

— ¿Y qué pasó?

— Pues nada, que saqué los regalos: dos cortes de vestido para ellas, dos piezas de lienzo blanco para mi madre, unos pendientes de coral para la chica, una petaca y una cadena de plata para él, todo lo que llevaba... Me dieron el mejor cuarto de la casa, no me preguntaron palabra de cómo ni de qué vivía y me trataron lo mejor que pudieron.

— ¿Y fue gente del pueblo a verte? ¿Y qué les decían?

— ¡Ya lo creo! Mi padrastro les dijo que estaba de aya de una señorita en casa de un título. Total, que pasé allí tres días magníficos, completamente feliz, sin tener que aguantar a los que aquí no me dejáis en paz, con una alcoba ¡para mí sola!, y al volverme les di a los papas seis mil reales para un par de mulas.

— Pues, chica, hasta ahora no veo el rasgo hermoso de que hablabas.

— Eso fue en el momento mismo de separarme de ellos. No quise que me acompañasen a la estación. Estábamos en el zaguán: mí padrastro mirando por centésima vez la petaca de plata, mi madre llorando, Inesilla atándome un manojo de flores campestres, yo con los ojos preñados de lágrimas, cuando de pronto mi padrastro me cogió por la mano y, guiándome hasta el fondo del comedor, cerró tras sí la puerta, dejando entrar a madre; Inesilla se quedó fuera. Pensé para mis adentros que querían otro par de mulas.

— ¿Y qué era?

— ¡Lo increíble! No ignorando, como no ignoraba ninguno de ellos, cuál es mi vida, mi padrastro, en presencia de mi madre, con su aprobación y moviendo la cabeza hacia donde estaba Inesilla, me dijo: «Anda, Nicolasa, ya que tú has hecho suerte, ¿por qué no te llevas a la chica?»

— ¡Qué atrocidad!

— ¡Figúrate! ¡Yo que había ido al pueblo a tomar un baño de honradez! Mira, hubo un momento en que dudé. Aquella falta de sentido moral, aquel rebajamiento, me trajeron de un solo golpe a la memoria toda la amargura de mi niñez, todos mis sufrimientos. No creas que es exageración: se me renovaron de repente el dolor y la vergüenza de todos los golpes que había recibido en aquella casa; me acordé del último día que pasé allí; creí verme tumbada en el jergón, mientras Inesilla se gozaba en mi daño; su voz cruel y burlona pareció resonar en mis oídos, y claro está, con los recuerdos volvió el rencor y con el rencor el deseo de venganza. ¡Y qué venganza la que se me venía a las manos! Traerme a Madrid la chica... ¡Figúrate!

— ¿Y qué hiciste?

— Sin duda me inspiró Dios. Les miré de un modo que no debieron de comprender, y saliendo al zaguán les dije: «Quiero creer que no saben ustedes lo que piden.» En seguida, limpia de odio, besé a Inesilla y me volví a Madrid sin rencor... y sin ilusiones.

— ¡Lo creo!

— Eso hizo esta Elvira que tienes delante, eso me pasó, y, sin embargo, te lo juro por la salud de mi alma, seré una imbécil, pero algunos días, cuando tengo más dinero, cuando creo que estoy más alegre, de repente se me olvida que estoy haciendo de Elvira... y me pongo Nicolasa.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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