Juan Vulgar

Jacinto Octavio Picón


Novela corta



I

Tiene, al comenzar este verídico relato, diecisiete años. Su infancia ha sido la de casi todos los muchachos de pueblo. Nunca estuvo para él la fruta demasiado alta, ni logró su abuela esconder las golosinas en sitio que no descubriera, ni había en la comarca perro que no le temiese. A pedradas turbaba él sosiego de los pájaros ocultos en las frondas, y entre burlas y veras, con sus requiebros, traía desasosegados los corazones de las mozas. Más de una cuando él a la fuente se acercaba, fingió que no podía con el cántaro para que Juan la ayudase a levantarlo, mientras otra, dejándole ver los remangados brazos, alzaba vigorosamente el suyo, como dándole a entender cuán apretado lazo formaría con ellos en torno de su cuello.

Una, a quien hasta sus compañeras llamaban Luisa la bonita, llegó, por fin, a hacerse casi dueño de su alma, y desde entonces Juan, buscándola incesantemente, comenzó a descuidar la vigilancia de la hacienda de su padre. Por la mañana, muy temprano, se apostaba cerca de la casa de Luisa para verla cuando se asomaba a colgar de un clavo la jaula del pájaro que entretenía sus horas de costura; ya entrado el día, iba a esperarla en el arranque del camino de la fuente, y le hacía tomar el sendero más largo, obligándola a andarlo despacito; a la tarde, sin que el calor le arredrase, pasaba varias veces ante su puerta, para verla cosiendo ante el cancel o para oírla, si estaba más hacia dentro, cantar coplas que querían decirle «aquí me tienes». Después, al caer el día, hacían juntos el segundo viaje a la fuente, y al regresar envueltos entre sombras, ella le dejaba acercarse cuanto quería, más temerosa de la oscuridad que de los besos. Y luego, a la noche, cuando las gentes reposaban arrulladas por el airecillo que movía las ramas de los cercanos naranjales, él, apoyado en la reja y caído a sus pies el guitarro, le decía ternezas con los labios y cosas muy atrevidas con los ojos, mientras la chica, de rato en rato, le abandonaba las manos, ya que los maldecidos hierros les separaban las caras.

Así pasaron algunos meses, hasta que el padre de Juan, labrador de mediano caudal y ambicioso de buen porvenir para su hijo, quiso poner por obra el proyecto que de tiempo atrás acariciaba. El chico de su compadre estaba en Madrid estudiando hacía dos años; a Martín Gonzalete, hijo de un ricacho del pueblo, sólo le faltaba un año para graduarse de boticario, y cuando en las vacaciones venía a pasar el verano con su familia, era de ver el contraste que formaban su traje y sus maneras con la ropa y los modales de Juan. Hasta el tío Pipierno, chalán que se pasaba la vida recorriendo ferias para vender burros reumáticos y caballos gotosos, había mandado uno de sus hijos a la corte a seguir la carrera de agrimensor. De suerte, que el padre de Juan, ganoso de prosperidades soñadas y espoleado además por el pícaro amor propio, fue de día en día encariñándose con su propósito. Cada vez que oía a la mujer de Gonzalete decir: «Cuando Martín se desamine de últimas le compraremos la botica de don Rufino»; cada vez que el tío Pipierno se llenaba la boca, publicando que su chico estudiaba de pa engeniero der campo, al pobre viejo le acometían intenciones de precipitarlo todo, enviando a Juan inmediatamente a la corte; pero luego, por no separarse de él, iba retrasándolo, temerosos su buen sentido y su corazón amante de la larga ausencia que era precisa. Los amoríos de Juan acabaron de decidirle. La muchacha era hija de unos arrendatarios suyos, que a duras penas podían pagarle cuando vencían los plazos; y aquel hombre, que se casó con mujer pobre, asustado ante la idea de que su chico hiciera lo mismo, decidiose repentinamente, y de la noche a la mañana corrió por el pueblo la noticia de que Juan marchaba a Madrid. Gonzalete iba a tener botica, el joven Pipierno iba a ser engeniero... pues Juan sería abogado, y con esto más señor que ninguno de ellos.

Citando lo supo Luisa, el corazón comenzó a brincarle dentro del pecho como pájaro inquieto en jaula nueva, y aquella noche y las siguientes, hasta que Juan partió, el camino de la fuente y los hierros de la reja escucharon sonar más besos y oyeron más juramentos que tallos de hierba había en el campo.

Llegó por fin el día de la marcha.

Estaba la casa de los padres de Juan situada al borde del camino. Tenía los muros escrupulosamente enjalbegados, y las ventanas pintarrajeadas de colores chillones y llenas de macetas floridas. En el caballete del tejado se perseguían unas cuantas palomas, y volando rápidamente ante los nidos hechos entre las vigas del alero, pasaban piando las golondrinas. A lo lejos, perdidos entre los trigos, se oían de rato en rato el chirrido de una cigarra, el rechinar de un carro o el canto de un bracero. Las enormes pitas de hojas punzantes y anchas proyectaban sus sombras caprichosas y enérgicas sobre las tapias del corral, y un gigantesco grupo de palmeras de áspero tronco se cimbreaba suavemente a impulsos del viento, que gemía entre el enorme y frondoso ramo de sus copas. Una luz muy ardorosa y un ambiente muy seco lo envolvían todo. La llanura amarillenta del campo se confundía en el horizonte con el intenso azul del cielo. La tierra estaba grietada, sedienta; en los lechos de las corrientes exhaustas brillaban al sol los cantos como pulidos y lustrosos; el paso perezoso de una bestia cansada o el brincar de un chicuelo, bastaban para alzar del camino una nube de polvo.

—Desde aquí hasta el tren, vas en el potro, —había dicho a Juan su padre— allí lo dejas confiao al jefe, que ya nos conoce. Yo enviaré por la bestia.

En la puerta de la casa, cuyo ancho zaguán se veía hacia el fondo lleno de arreos de mula y aperos de labor, un mozo ataba a la silla del caballejo el maletín de Juan, mientras éste entre los brazos de su madre, por hacerse el fuerte, se tragaba las lágrimas. Ella lloraba poco y le apretaba mucho. La hermanilla pequeña sujetaba a duras penas con sus endebles manecitas la cabeza de un perro que ansiaba partir ladrando ante su amo; y apoyada en el quicio del portón, alguna de las que pusieron en Juan sus esperanzas le contemplaba tristemente, mientras él, ya desprendido de la madre, cambiaba abrazos y apretones de manos...

—Vete ya; —dijo por fin el padre— alguna vez has de empezar a ser hombre.

—Cuídate, no hagas barbaridades —añadió la madre.

Momentos después, la polvareda que iba levantando el primer trote del jaco ocultó a Juan en un recodo del camino. La madre agitó inútilmente su pañuelo, el viejo se frotó los ojos con el revés de la mano, y ambos se miraron calladamente. Hubo un momento en que la pena que debía unirles parecía un rencor que les separaba.

—¡Bah... sea lo que Dios quiera! —exclamó el padre— Tié que hacerse hombre... Ya gorverá, mujer, ya gorverá. ¿No han güerto los demás?

Y arrojándose uno en brazos de otro, lloraron juntos...

El caballejo siguió trotando. Juan, dominado antes que por sus propios pensamientos por la sorpresa de dejarse a la espalda con tal facilidad gentes y cosas tan queridas, miraba como embobado la blanca línea de la carretera, que parecía irse alargando ante sus ojos. De pronto, al llegar junto a la linde de un olivar, que distaba del pueblo más de media legua, vio destacarse un bulto de entre los troncos: alguien venía a su encuentro.

Era Luisilla, que ansiosa de despedirse de él sin testigos, había salido del pueblo antes que su novio y echando por un atajo le esperó a la sombra de unos olivos. Apeose el muchacho, ató el caballo a un árbol, y estrechando entre las suyas las manos de la niña, le dijo con amante enojo:

—¿Pa qué has venío? ¿No ves que er día echa lumbre?

—¡Quería decirte tantas cosas!...

—Dímelas toas; pero dime antes que has de quererme, aunque no me veas, lo mesmito que si nos hablásemos.

eso sólo no vendría. Quiero otra cosa... Ya sabes que sé leer y escrebir. Pues tú me has de escrebir, y yo a ti también... y como me orvides, como no me quieras... en fin, que hasta que pase mucho tiempo y vea yo que no me orvidas, ¡vaya una vidita que me espera!

—¡Si me quisieras de verdá!...

—Veremos quién lo prueba mejor. Yo de ti no sabré más que lo que tú me digas. Cuando guervas, te dirán si yo he procurao ná porque me mire dengún hombre. Te yevas mi corazón... Más aquejerada me dejas, que si me hubiesen de matar...— Y al mismo tiempo que le hablaba, involuntariamente, sin malicia, pero avara de caricias, le echó al cuello los brazos diciéndole: —¡No quieras nunca a otras!

—¡Nunca, mi vida, nunca!

—¿Por estas? —dijo ella entrelazando los dedos de las manos y formando cruces.

—Por esas... y por estos —replicó él estrechándole las manos y dándole dos besos largos y muy apretados en la boca.

—Juan, vete ya, por Dios, que estamos locos... anda, que de aquí a allá te quedan cuatro leguas. No pierdas el tren por culpa mía.

—¡Adiós, Luisa!

—¡Adiós, mi Juan!

Desató el jaco, sacole del olivar al camino y montó. Entonces ella, subida sobre un montón de guijo de lo que había junto a la carretera para rellenar los baches, le dijo con lágrimas en los ojos:

—Dame otro beso.

Un instante después quedó sola, mirando cómo a lo lejos iba él todavía volviendo la cabeza. Luego, el bulto formado por la bestia y el jinete fue haciéndose con la distancia cada vez más pequeño hasta que al fin desapareció tras el declive de una cuesta.

Volvióse ella triste y acongojada hacia el lugar, pero andando de prisa, porque no chocara su tardanza; y aquella tarde, para ocultar su pena, mientras tendía en el corral de su casa unas ropas recién lavadas, cantó las mismas coplas que cantaba cuando sabía que él pasaba ante su puerta.

Tú eres mi dueño querido,
No lo llegues a olvidar,
Que tus hijos y los míos
Hermanos se han de llamar.
 

II

Juan tenía más imaginación de la que conviene al hombre: la loca de la casa, dominaba imperiosamente en su espíritu. Nunca le parecieron, como a don Quijote, alcázares las ventas, ni tomó por princesas a las criadas de mesón; mas su fantasía, alterando las impresiones de la realidad, todo lo engrandecía y poetizaba. A cualquier mal hallaba remedio su esperanza; ningún bien era mezquino ante sus ojos; los ideales más lejanos le parecían fácilmente realizables; amaba el bien; y sentía la belleza por instinto; pero su imaginación se encargaba luego de exagerar lo bueno o agrandar lo bello; y su mente, considerándolo todo bajo el influjo de un optimismo engañador, se iba poblando de ideas falsas sobre el mundo y la vida. A todo pensamiento hermanaba algo de aspiración: el porvenir era para él un libro en que faltaba la palabra imposible.

Aquella predisposición a deleitarse fácilmente con lo hermoso y a sentirse atraído por lo bueno, se manifestó en Juan desde los primeros años de su juventud. En tanto que otros mozos del pueblo trabajaban con la frente sudorosa y la mano encallecida, él se abismaba contemplando los celajes de una puesta de sol, y a veces, más que el ver llenar las trojes de su padre, le entretenía observar si las enredaderas habían trepado bien en torno de una ventana.

Los grupos de gañanes y mozas que naturalmente se formaban en la recolección de la naranja, con sus fondos de boscaje verde y su brillante luz meridional, le encantaban por su aspecto artístico sin dejarle pensar cuánto producirla todo aquello; y si alguna vez oía de los sujetos al duro trabajo corporal una maldición o una queja, imaginaba que ha de venir un tiempo en que nadie reniegue de su suerte. Pero su fantasía, vigorosa al fingirse esperanzas, era indolente al concebir remedios; sin darse cuenta de ello, se asemejaba a esas plantas que viven del rocío y lo esperan lozanas, cual si estuviesen seguras de que no les ha de faltar nunca.

Aunque Madrid le puso luego más cerca del dolor, como tenía asegurada la existencia, fue en vano que sus ojos presenciaran lástimas y sus oídos escuchasen lamentos. Partió el tiempo entre el estudio y los placeres, y cuando su optimismo te ofreció en las ciencias alivio a todos los males de la tierra, hasta llegó a creer que el trabajo podría ser un goce. La humanidad le pareció la eterna desposada del progreso. Para él, existía entre el hombre y la esperanza un maridaje indisoluble.

A los tres años de haber salido del lugarejo en que nació creía tener ideas fijas.

Pasó en Madrid muchos meses sin contraer amistad con nadie. Sus paisanos, Martín Gonzalete y el hijo del tío Pipierno, llevaban una vida que hizo imposible toda intimidad. El primero estaba en amores con una mujer que no le dejaba nunca libre y el segundo pegado como un parásito a un señorito rico y muy bruto, que se aficionó a él por lo entendido en cosas de caballos. El señorito rico elegantizó al Pipierno, y éste instruyó en lo caballar a su protector.

Vino, por fin, una época en que Juan comenzó a tener amigos. Un día, en cátedra de derecho romano, como hubiese faltado dos mañanas a clase, se atrevió a pedir prestados los apuntes de la explicación al compañero que tenía al lado. En realidad, aunque necesitaba los apuntes, también le movió a pedírselos a aquel condiscípulo y no a otro de los que cerca de él se sentaban, el haber observado una cosa que no acertaba a explicarse. Pepe Villena, que este era su nombre, tomaba los apuntes escribiendo renglones muy estrechos, y Juan quería saber a qué obedecía tal rareza.

—Advierto a usted —le dijo Villena al darle el cuaderno— que aquí faltará mucho... Yo tomo los apuntes en verso.

Era verdad. La manumisión, las justas nupcias, el tratado de testamentos, la patria potestad, estaban puestos en romances y en redondillas. Pepe Villena no tenía afición a la carrera de Derecho; la seguía por dar gusto a su familia y procuraba de aquel modo distraerse en clase y ejercitarse en la versificación, para la cual mostraba, excepcionales condiciones.

Juan, que había ya leído a Espronceda, a Bécquer y a Bernardo López García, los tres poetas favoritos, y no sin razón, de los estudiantes españoles, formó excelente idea de Villena; y, sobre todo, cuando supo que publicaba poesías en varios semanarios y que habían admitido un drama suyo en el Teatro de la Risa, creyó tener un amigo ilustre. Púsole luego Villena en contacto con otros condiscípulos, y de allí a pocas semanas Juan dejó de andar solo por los claustros de la Universidad. Como no le faltaba ya con quién hablar, asistía más temprano a clase, para estarse un rato en la puerta de la calle Ancha charlando con los amigos y requebrando a las muchachas; al salir, solía ir con ellos a una pastelería de la calle del Pez, donde por turno se convidaban a bizcochos borrachos; y cuando había dinero para más, solían jugar al billar en la travesía de las Pozas.

Los amigos de Pepe Villena lo fueron siendo rápidamente de Juan y al llegar las últimas semanas de aquel curso, en esa época en que los estudiantes se emparejan para repasar juntos, resultó que era ya íntimo de media docena de compañeros.

A primera hora de la noche acudían a un café de la calle de la Luna, donde con la mayor tolerancia saboreaban el brebaje que les hacían tomar por moka: después se iban encerrando en sus casas de dos en dos, para dominar tal o cual asignatura con el programa a la vista; y ya muy tarde, unos se acostaban y otros se marchaban a sus pupilajes, hartos de leyes, fechas, nombres latinos y pareceres de comentaristas.

En el café citado costaba el brebaje real y medio, que con el medio de la propina ascendía a media peseta; pero era tan malo, que cada sorbo daba un disgusto. Pedro Urgell, el mejor amigo de cuantos tenía Villena, dijo varias veces:

—Esta pócima cuesta aquí lo mismo que en todos lados, pero es peor que en ninguna otra parte. Debemos pensar en favorecer a un establecimiento más digno de nosotros.

El grupo continuó, sin embargo, por rutina, yendo algunos meses al café de la calle de la Luna. A esto llamaba Luis Valgrana, que era en todo aficionado a novedades, la fuerza de la tradición. Por fin, los sucesos arreglaron las cosas de otro modo.

Uno de los que formaban el grupo, Paco Recilla, tuvo la desdicha de que su patrona, mujer entrada, no en años, sino en decenios, se enamorase de él, dando en la mala costumbre de ir todas las noches con una amiga y el sobrino de ésta al café de la calle de la Luna. Allí se sentaba a primera hora cerca de la mesa de los estudiantes, y hasta que se marchaban no dejaba de lanzar miradas incendiarias al pobre Paco, quien viéndose puesto en ridículo, rogó a sus compañeros que trasladaran la tertulia a otro café. Eligiose, por lo céntrico, el Suizo, y allí continuaron reuniéndose Juan Vulgar, Pepe Villena, Pedro Urgell, Luis Valgrana, Paco Recilla y otros cuyos nombres no pueden quedar en el olvido, como Juan Rejas y Félix Quemada.

Pronto reinó entre todos franca y verdadera intimidad. El prestarse apuntes, hacer novillos en cuadrilla, emparejarse para estudiar, ir al Retiro las mañanas de primavera y al paraíso del Real por las noches, fueron cosas que contribuyeron poderosamente a consolidar las amistades. En el paraíso del Real, sobre todo, se realizó la estrecha unión del grupo, quizá debida a la afición que los más de ellos tenían a la música. Paco Recilla y Pepe Villena, especialmente, no pensaban más que en el Real. El primero llevaba un cuaderno en el cual anotaba las óperas que oía, los cantantes que debutaban, las representaciones que lograba cada partitura y hasta las piezas que se repetían: el segundo era la desesperación de Paco, porque, presumiendo ambos de buena memoria musical, todos decían que éste tenía mejor oído. Lo cierto era que entre ambos retenían casi toda una ópera nueva la noche de su estreno y a la segunda salían tarareándola.

Al cabo de seis meses, no era ya aquel un grupo de amigos, sino una orden sin convento. Salvo el habitar cada uno en su casa, puede decirse que hacían vida común. Por la mañana se veían en clase, o mejor dicho, en la puerta de la Universidad, porque desde allí se iban de paseo, o a la parada. A la tarde se reunían ante la bola verde que había en el escaparate de una antigua botica de la Puerta del Sol, bien para merendar pasteles en el Suizo, bien para repetir los paseos de, la mañana o ir a ver cualquier novedad que en Madrid hubiese. Llegada la noche, vuelta al Suizo a tornar café antes de ir al Real y retorno al mismo sitio después de terminada la ópera. ¡Mil veces a la vez bendita y maldita mesa del Suizo! De las veinticuatro horas del día, los que componían el grupo, pasaban de codos en ella lo menos ocho. Cómo y cuándo estudiaban, nadie ha podido averiguarlo: lo cierto es que, a fin de curso ocurría aquello de intelectus apretatus discurrit qui rabiat, y era raro que hubiese entre ellos un suspenso.

Siendo todos muchachos de claro talento, buen natural y genio alegre, se llevaban perfectamente; y en juntándose dos o tres, el tiempo se deslizaba que era un gozo. Jamás reñían, ni aun por el gusto de hacer las paces. Han pasado bastantes años, y nunca ha habido entre ellos un enfado formal. Sin embargo, aquel apiñamiento de amistades les fue indudablemente perjudicial. Todavía se reúnen en la mesa del Suizo, la fraternidad que allí reina es la misma y a pesar de ella, todos comprenden que aquel mármol, donde tantas y tantas noches se han apoyado, ha influido poderosa y no benignamente en su vida. En fuerza de acostumbrarse a estar juntos, cobraron injusta antipatía a todo el que no formaba parte del grupo. Cuando se les acercaba un desconocido, enseguida se le estudiaba el lado flaco para ridiculizarle; si alguno venía acompañado de un extraño a éste, se le ponía mala cara y luego al íntimo que lo presentó se le increpaba duramente. La antigua preocupación romana, de que en todo extranjero hay un enemigo, llegó a ser para ellos artículo de fe.

Esta intransigencia y aquella concentración de afectos produjeron malos resultados. Ninguno frecuentó círculos, ni casas donde pudieran adquirir conocimiento del mundo; todos descuidaron las amistades que les legaron sus padres; todos tuvieron escasas aventuras amorosas, y todos llegaron a hombres con muy poca o ninguna experiencia de lo que es el corazón de la mujer. En cambio, no contrajeron relaciones peligrosas, no se entregaron a la vida frívola de bailes y tertulias, y lo que aún vale más, estudiándose unos a otros, viviendo casi en unidad de sentimientos e ideas, llegaron a apreciarse mutuamente con exactitud del valer de cada cual, y a conocerse a sí mismos. A ello contribuían por igual la ruda lealtad del aragonés, la finísima burla del criado en tierras andaluzas, la llaneza del castellano y el sentido práctico del catalán; porque entre los que formaban el grupo los habla de casi todas las regiones de España, como también de las más opuestas aptitudes. Las discusiones interminables, el choque de ideas, lo que los gustos de unos influían en los de otros, aquel roce moral, persistente y continuo, concluyeron por absorber parte de la actividad de todos, dándose el fenómeno de que estando juntos tuvieran más ingenio que separados, como si su entendimiento fuera un compuesto de partes que al disgregarse se debilitaban.

Finalmente, Juan, por completo consagrado a sus amigos, ni había adquirido en Madrid relaciones, ni trataba mujeres, ni tenía novia, ni puede decirse que personalidad independiente, ni se le alcanzaba del mundo sino aquello que en la mesa del Suizo se puso a discusión. Eso sí; la tal mesa era como un receptáculo donde venían a confundirse la ilustración, las lecturas y las reflexiones de cada uno para repartirse en provecho de todos. Hasta puede decirse que lo sabido por uno dejaba enseguida de ser ignorado por lo demás.

Así pasaba para Juan dulcemente el tiempo. Algunos años por Navidad y todos durante las vacaciones de verano, iba a su pueblo, donde enorgullecía a sus padres con el cambio que en él se operaba rápidamente. Entonces experimentaba una recrudescencia pasajera en su amor hacia Luisilla. Mientras estaba en Madrid, de cada cuatro cartas de ella, contestaba a dos; pero al llegar al pueblo la veía con gusto, sentíase halagado por la constancia de la chica y aunque sin fijar con la voluntad, término legítimo ni pecaminoso a sus amores, se complacía en ellos.

Quien no transigía con el noviazgo era su padre. Hasta tal punto llevó su empeño en cortarlo, que para ello dio en ventajoso arriendo al de Luisilla unas tierras distantes del pueblo, a fin de que fijara en ellas su residencia con la muchacha. El plan produjo el resultado apetecido y cuando al año siguiente volvió Juan, ya no vivía Luisilla en el lugar.

Ella, que confiadamente le dirigía las cartas a Madrid sin más que echarlas al correo, las suspendió, por no enviárselas a casa de su padre, hasta tener conocimiento de que hubiera regresado a la corte, y aquella tregua de todo un verano acostumbró insensiblemente a Juan a no sentir la falta de las ternezas que Luisa le escribía. Pero tornó a Madrid, pasado Agosto, y comenzaron a llegar a sus manos las cartas de la enamorada.

Ya era tarde. La primera le causó sorpresa. Se había creído olvidado, y hasta le fue indiferente el olvido. Al recibir la segunda, le molestó la duda de si contestaría o no. La tercera, y esto no le había ocurrido hasta entonces, le hizo reír por su carencia absoluta de comas y puntos, sus faltas de ortografía y sus giros vulgares. Al llegar la cuarta, estaba vistiéndose para ir al café, en que le esperaban los amigos una tarde que convinieron ir juntos de paseo, y, sin abrirla, la tiró dentro de un cajón donde se la encontró entre unas corbatas viejas a los ocho días. Mudose luego a otra casa de huéspedes, pero como no volvió a escribir a Luisa, ni dijo a la antigua patrona dónde iba a parar, las cartas de aquélla se perdieron durante meses enteros. Alguna vez pensaba: «¿Me habrá seguido escribiendo aquélla? Mañana iré a Correos...»

Aquel mañana no llegó nunca.

Luisa continuó todo un invierno escribiéndole con frecuencia, dejando de comprar flores para pagar sellos, hasta que al fin, suponiendo que Juan pudiera estar enfermo, fue una mañana de su cortijo al pueblo, averiguó que los padres del muchacho tenían carta segura un día sí y otro no, y entonces, desengañada y herida en su amor propio, cesó de escribirle.

Cuando tomó esta determinación hacia varios meses que la tenía él enteramente olvidada.

III

Entre asistir a la Universidad y reunirse con sus amigos pasaba Juan la vida, y entre el manejo de los libros y el roce con los compañeros, iba su entendimiento ilustrándose.

El rasgo distintivo y más notable de su inteligencia era una extraordinaria fuerza de asimilación. Lo que otros aprendían con esfuerzo, él lo dominaba casi fácilmente; por una sola manifestación, apreciaba la esencia de una idea: de cada hecho, de cada suceso, lo más importante, aunque fuese lo menos ostensible, era lo que mejor fijaba su atención; y así en sus estudios, como en el trato de las gentes, su talento consistía en saber distinguir y separar unas condiciones y unas cualidades de otras. Condensando sus impresiones en muy pocas palabras, y expresándolas sobria y enérgicamente, mostraba poseer juntamente aquel hermoso don de asimilarse el fruto del trabajo ajeno, y una aptitud envidiable para transformar en pensamientos propios las ideas que en su mente despertaban la reflexión, el estudio y el roce con los hombres. Pero junto a tales excelencias, faltábanle la constancia y el vigor intelectual que obrando a modo de fuerza de cohesión, confunden lo que se estudia y lo que se siente, para utilizarlos prudentemente. De aquí que no adquiriese en nada principios fijos, y que para él, aun las nociones más claras, fuesen como imágenes prontas a desvanecerse cediendo el puesto a otras distintas. Con la misma facilidad que aprendía, desvirtuaba lo aprendido; y al modo que un río ancho y sereno refleja sin detener su curso celajes infinitos, así su imaginación, impresionada un punto por lo que la hería, continuaba luego su carrera sin término.

En ninguno de sus diversos estudios logró dominar aquella movilidad de pensamiento esterilizadora de sus mejores facultades. Nunca supo escoger entre teorías y sistemas opuestos. Carecía de ese sentido práctico, especie de instinto, que hace al hombre atisbar lo mediano entre lo malo y lo mejor entre lo bueno. Lo claro de su entendimiento daba envidia; lo débil de su juicio inspiraba lástima, asombrando que pudieran en un mismo espíritu darse juntas tanta facilidad para convertir la observación en conocimiento, y tal falta de disposición para imprimir forma provechosa a la experiencia.

Era voluble al estudiar, como algunas mujeres al querer. Durante dos o tres inviernos, no hizo sino sorberse libros de derecho penal, afanándose en saber cuanto se había escrito y continuaba publicándose sobre el poder que tiene la sociedad contra el individuo que delinque. Otra larga temporada le dio por la economía política, y pasando de unas escuelas a otras, las estudió todas. Después, apartándose de lo peculiar de su carrera, comenzó a leer obras literarias y de crítica artística; y así, confundiendo unas materias con otras, gozando en conocer muchas sin sacar fruto de ninguna, fue dejando pasar inútilmente el tiempo. Ni de los libros ni de los años sacó cosa de provecho.

Pero, ¿qué podía importarle, si su imaginación no cesaba de fingirle sendas distintas y fáciles que conducían a un porvenir seguro? ¿Hablaban las revistas extranjeras de una obra histórica notable? Pues Juan, enseguida, enderezando el pensamiento por aquel camino, se decía: «¡Qué gran estudio podría hacerse, por ejemplo, con la Influencia del espíritu religioso en la decadencia española!» Y con tal vehemencia acariciaba la idea, que a poco de concebirla se le figuraba ver el libro recién salido de las prensas, todavía húmedas las páginas, oliendo a tinta de imprenta y ostentando en el lomo de la cubierta el nombre del autor en letras negrillas, muy visibles: ¡¡¡Juan Vulgar!!! ¿Le prestaba un amigo un tratado de derecho político? Lo devoraba en horas, se empapaba bien de su espíritu y enseguida, dándose a pensar en el gobierno de los pueblos, llegaba a crear un sistema de política fundado en bases enteramente originales y nuevas, tan nuevas, que conseguía hermanar el espíritu de la tradición con la tendencia del progreso, o confundir el egoísmo del rentista con el hambre del proletario. ¿Iba con sus amigos al estreno de un drama? Pues apenas se apoderaba del asunto, tratado por el autor en la exposición del acto primero, él se forjaba otro drama, casi creía verlo en la escena, y cuando al final algún cómico salía a decir al público el nombre del autor, se le figuraba que las gentes acogían con una salva estrepitosa de aplausos su propio nombre, y que al poco rato todo Madrid hablaría del drama de Juan Vulgar...

Las quimeras y las ilusiones se sucedían continua e incesantemente en el ánimo de Juan, de suerte que a punto ya de terminar la carrera, no mostraba predilección por nada, ni a nada parecía mostrar afición resuelta. Vivía con el dinero que su padre le enviaba, sin gastar sino aquello de que podía disponer, sin contraer deudas, porque no era vicioso; estudiando infatigablemente y gozando en comunicar a los amigos el fruto de sus lecturas; pero sin darse a pensar nunca en lo que haría, ni qué camino debía seguir al llegar ese momento en que el hombre tiene que vivir por sí solo. Transcurrieron meses y meses; continuó haciendo la misma vida hasta el día de graduarse; diéronle su título, y excepto ir a la Universidad, prosiguió después sin alterar en nada las costumbres adquiridas, cual si estuviese cierto de que el momento menos pensado la fortuna llamando a sus puertas le diría: «Vengo a ser tuya, ¿qué quieres?»

Varios de sus compañeros soñaban con defender pleitos; otros tenían inclinación a la política; cuál fundaba su ambición en escribir para el teatro; quizá hubiera entre ellos quien pensase hacerse rico de cualquier modo, pero todos sabían lo que se habían propuesto.

El único que ignoraba lo que quería ser, era Juan. Creyéndose, tal vez, capaz de todo, nada acometía con empuje. Su voluntad, siempre indecisa, parecía la aguja de un barómetro descompuesto.

IV

Al año siguiente de haber concluido la carrera, citáronse una noche de verano a las ocho en el Suizo casi todos los amigos del grupo. Cuando los demás, cansados de esperarle, se habían marchado, llegó Juan, contra su costumbre muy elegante, con levita, sombrero de copa y corbata negra.

—Ya se han ido, señorito —le dijo el mozo, restregando con un paño sucio el mármol de la mesa.

—¿Sabes dónde?

—Pues... unos decían que al Circo de caballos, porque es día de moda, otros que al Retiro... de cierto no lo sé.

Juan tomó café; pasó unos momentos dudosos sobre lo que haría; casi estuvo a punto de quedarse allí toda la noche, como otras veces, leyendo El Correo, La Correspondencia, Le Temps y las Ilustraciones, todos los periódicos que hallase a mano; pero, por último, viéndose en un espejo con su levita negra y su camisa recién puesta, pensó: «No, hoy no me quedo sin ir a alguna parte».

A los dos minutos bajaba por la calle de Alcalá, codeándose con las gentes que, mostrándolo de antemano por el aspecto de sus ropas, unas más elegantes, otras más humildes, iban al Retiro o al Prado. Al llegar frente a la calle del Barquillo acortó el paso, como quien duda y luego se dijo: «Estarán en el Retiro» y siguió andando.

Era la noche calurosa, pero soplaban a ratos débiles ráfagas de aire fresco que anunciaban el templado otoño madrileño. El polvo flotaba en la atmósfera, envolviendo los faroles en un ambiente que parecía palpable; al ensordecedor trajín de los carruajes, se confundía el pesado rodar de los tranvías que, dominando con su pito los demás ruidos, bajaban con las plataformas llenas de gente; de las bocacalles estrechas afluían parejas y grupos ansiosos de respirar mejor en las vías anchas; por cima de la muchedumbre que con andares de tortuga cansada paseaba en el Prado, brillaban las luces de los faroles como puntos de fuego trazados sobre una niebla sucia, y en las cuestecillas del jardín del Ministerio de la Guerra lanzaban su fulgor intenso de intermitencias bruscas los focos eléctricos, envolviendo el alto edificio en una claridad vivísima que reverberaba en los vidrios de los balcones. Hacia la subida de la Puerta de Alcalá veíanse parados en apretada y doble fila los coches de la gente rica, mientras los lacayos, en alegres corros, murmuraban y maldecían de sus casas comentando las trampas de sus amos. En torno de los aguaduchos estaban sentadas las familias modestas, que se contentan con ver pasar a los que van a divertirse, y ante la puerta de los Jardines del Buen Retiro se apiñaban los curiosos y los que esperaban algo para decidirse a entrar: ya el señorito que aguardaba la llegada de la novia para seguirla de cerca, ya el que acechaba la entrada de uno que no pagase, para ver de penetrar con su auxilio.

Juan tomó su billete, lo entregó a los recibidores, y entró lentamente por el estrecho paseo de la derecha, en cuya arena las luces eléctricas proyectaban las sombras intensas del ramaje, semejantes a dibujos japoneses recortados y negros. Cuando llegó al centro, del jardín, había aún poca gente. En derredor del kiosko de la orquesta veíanse las sillas de enea, sucias y ennegrecidas por la lluvia, formadas en círculos concéntricos, vacías casi todas y tiradas algunas por el suelo. Frente al sitio por donde Juan había entrado, algunas familias charlaban reunidas en pequeños corros, los hombres mostrando a medio consumir el cigarro encendido de sobremesa, y ellas, vestidas con telas claras, abanicándose y arreglándose los pliegues de la falda. Por el ancho paseo circular daban vueltas, parándose de rato en rato, parejas de amigos engolfados en su conversación; algún pollo solo, con los brazos encogidos, el bastón sujeto por en medio, echada hacia adelante la cabeza iba mirando a los lados como quien busca lo que aguarda impaciente, y a la parte del restaurant oíanse de cuando en cuando chocar de platos y alegres risotadas.

Por ser noche de concierto y no de ópera estaban apagadas las luces del teatro, excepto las del proscenio, que alumbraban débilmente las letras multicolores, y enormes del telón de anuncios; y mientras el público iba llegando en oleadas negras, esmaltadas acá y allá por los brillantes tonos de las sedas, comenzaban a escucharse los desagradables sonidos de la orquesta, donde los músicos afinaban sus instrumentos.

Juan dio dos o tres vueltas buscando con afán a sus compañeros, y luego se sentó frente a la entrada, cerca de unos cuantos gomosos que hablaban como chulos, y al lado de una mamá con dos hijas cursis, pálidas y consumidas en la eterna espera de un novio quimérico.

Pronto fueron apareciendo cada instante en mayor número esos mil tipos madrileños que salen a luz los veranos, y que nadie vuelve a ver durante el invierno en ninguna parte: madres obesas con niñas espolvoreadas de arroz, vestidas con tres modas de retraso, y mostrando en sus pobres trajes la habilidad de sus manos junta con la escasez de sus recursos; papás que marchan a remolque echando de menos la tertulia del café donde hablan del entusiasmo político que había en 1840, y hermanos que acompañan a la hermana de mala gana mirando a la novia de reojo, como quien dice: «No lo he podido remediar». Luego llegaron los que habían comido tarde, trayendo todavía en la boca el puro de grande espectáculo y las damas que forman corrillos en los sitios menos visibles, para reír libremente los chistes de sus contertulios. Ya cerca de las diez, la muchedumbre compacta y apiñada empezó a dar vueltas por el paseo circular, cada vez más despacio, mientras los que permanecían sentados saboreaban ese placer propio del hijo de Madrid, que dispara una gracia contra cada uno de cuantos ve pasar.

Poco a poco, la animación había llegado a su apogeo. Los hombres miraban a las mujeres con descaro, y ellas sostenían la mirada, confiando a la ardiente expresión de sus ojos lo que debieran esperar de su recato; unas sonrientes como agradecidas, otras, irguiéndose desdeñosas. Cual plantas sanas y nocivas, crecidas en el mismo vivero, pasaban las buenas mezcladas con las malas, tal vez aquéllas envidiando las galas que éstas lucían. La casualidad, eterna creadora de contrastes, hacía que se codearan la niña honrada que sueña con los exámenes del muchacho a quien quiere, y la pecadora de oficio que suele, distraída, pronunciar en brazos de uno el nombre de otro: en el mismo grupo veíanse confundidas las señoritas ricas, elegantes, calzadas primorosamente, pero anémicas y ojerosas, y las muchachas de mal disimulada pobreza, hermosas con esa hermosura fresca y lozana que desconoce los insomnios de las grandes fiestas y los tormentos de la vanidad, y en cambio vestidas a fuerza de economía y de mafia, con las botas roídas por el uso.

Al paso de los hombres se escuchaban fragmentos de conversaciones, revelando a veces una sola palabra, un triunfo, un desengaño, una conquista; la grosera interjección de uno quedaba borrada por la frase de esperanza que decía el que iba detrás, y a los que acompañaban mujeres se les sorprendía la queja de los celos, la súplica impaciente o la cita para el día inmediato... Las harmonías de la música quedaban apagadas por el ruido de los pasos, el caer de las sillas, el crujir de las sedas, los murmullos de los corros y el airecillo de la noche, que agitaba las ramas de los árboles. El metal de la orquesta, sobreponiéndose de pronto a todos los demás rumores los apagaba con notas penetrantes; y luego, al llegar el canto dulce de una melodía llevada por la cuerda, tornaban a dominar el bullir de las conversaciones y el chocar de los pies sobre la arena. En los bancos cercanos al café, bajo las luces eléctricas que a ratos interrumpían bruscamente su fulgor, veíanse los grupos de políticos sentados en torno de algún personaje, y al pasar junto a ellos se escuchaba una frase de adulación, el nombre de un periódico o un juicio relacionado con el suceso del día. Al hablar el jefe todos enmudecían, haciendo signos de asentimiento y prestando mucha atención para repetir donde les conviniera lo que acababan de oír. En torno del kiosko correteaban jugando los niños, llevados por el egoísmo o el mimo de sus padres, causando la desesperación de los fanáticos por la música que les imponían silencio con chicheos y maldiciones; apoyada la silla en el tronco de un árbol, dormitaba alguna madre mientras la hija se hacía toda oídos para el galán que la cortejaba; de los corrillos aristocráticos se escapaban, quizá como comentario a un episodio de la crónica escandalosa, alegres carcajadas; y por el ancho paseo, donde la gente comenzaba a disminuir, iban en parejas, deprisa, mirando con descoco y llamativamente engalanadas las que, de no vender amor aquella noche, quizá no tuvieran qué comer al otro día...

Juan buscó inútilmente a sus amigos: no les halló en ningún corro, ni les vio pasar. Después de dar unos cuantos paseos, cansado, aburrido, pero sin querer volver al café, porque aun era temprano para su tertulia de última hora, compró un periódico y se sentó por segunda vez.

Muy cerca de él, y clarísimamente iluminadas por uno de los focos eléctricos, había dos señoras, madre e hija, a juzgar por la semejanza de sus rostros. Acreditábanlas de ricas una sencillez estudiada y una rara elegancia en los menores detalles de sus trajes: ambas eran hermosas; la hija, con la agradable viveza de la juventud; la madre, con el encanto poéticamente melancólico de una beldad que no se resigna a ser víctima de los años.

—Mira, mira —dijo la dama— allí va la de Rasete con su chica y el majadero del novio.

—¡Qué facha de tonto!, ¿eh?

—¡Jesús, Dios mío, para tenerlo así más vale que no lo tengas nunca!

Juan, al oírlas, volvió la cara y miró sin descaro, pero con curiosidad. ¿Quiénes serían?, ¡Qué hermosa era la niña!

Por bajo de la falda de una tela blanquecina y ligera, adornada de cintas y volante s de encaje, dejaba asomar los pies monísimos, calzados de zapatitos primorosamente hechos y finísimas medias encarnadas: llevaba un abrigo de tan flexible tejido, que revelaba la esbeltez del talle: su animado rostro, de boca chica, nariz graciosa y grandes ojos azules, aparecía sombreado por el ala de un enorme sombrero coquetamente puesto, pero sobrio en adornos, y sus manos pequeñas, que jugueteaban con un abanico enorme de flores japonesas, estaban cubiertas casi hasta el codo por guantes de seda de un tono muy oscuro, sobre el cual resaltaba el círculo mate de un ancho y sencillo brazalete de plata. Su fisonomía picaresca y toda su figura, tenían, contrastando con las galas que ostentaba, los rasgos propios de las hijas de nuestro pueblo bajo, en quienes la gracia absorbe los demás encantos; y sus gestos burlones, sus miradas maliciosas, bastaban para adivinar en ella a la madrileña neta que, aun extranjerizada por la educación y las modas, conserva castizo y puro un tipo nacional. Parecía un modelo de Goya vestido por una costurera de París.

A cada suelto y cada noticia que Juan leía, la dirigía una mirada. Por fin, dobló y guardó el periódico pero enseguida volvió a sacarlo y tornó a leer y a mirar cada vez con más insistencia. ¡Qué bonita le parecía! Ella, aunque sin corresponder a sus miradas, se sintió halagada; el aspecto varonil y elegante de Juan no le fue desagradable. Al cabo de un rato, cuando le creía más entregado a la lectura, miró también, y entonces, sorprendida por él, bajó los ojos, dejando caer lentamente los párpados. Juan desde aquel momento cesó de leer para fingir que leía; el periódico se trocó de distracción en pretexto; y sin pensar nada, sólo por placer de contemplarla, a cortos intervalos, siguió gozándose en mirarla a hurtadillas. Hubo un momento en que se fijó en los pies y sostuvo en ellos la mirada. Ella, a pesar de notarlo, no los ocultó.

«Es coqueta», pensó Juan.

Luego, imaginando, por la falta de costumbre en tales aventuras, que quizá pecaba de descarado, leyó sin alzar los ojos tres o cuatro sueltos muy largos y entonces advirtió que ella le miraba con disimulo.

De allí a un rato, sentose al lado de las damas un caballero entrado en años que las habló familiarmente; sé oyó a la niña decir varias veces «papá», y, poco después se levantaron. Juan las fue siguiendo con la vista hasta que se confundieron entre la gente, y al verlas desaparecer, se puso en pie.

Desde que estaba en Madrid, era la vez primera que se había fijado en una mujer para él desconocida.

«Estas son las consecuencias de venir solo», se dijo, como si hubiese hecho algo malo. Y echó a andar para ir al Suizo; mas dando la vuelta al paseo ancho en sentido opuesto a la dirección que tomaron las desconocidas, se halló de pronto frente a frente con ellas, cerca de la estrecha alameda de salida, donde la aglomeración de los que se marchaban hacía a todos acortar forzosamente el paso. Sus miradas y las de la niña volvieron a encontrarse, y en el rostro de ésta se dibujó una sonrisa ligerísima, apenas perceptible, que nadie pudiera tomar por signo de descaro ni aun medrosa señal de complacencia, pero que mostraba a las claras estar muy lejos de expresar enojo.

La escasa gente que en el jardín quedaba, tenía el hastío pintado en la cara. La orquesta había callado. A bastante distancia se oían las voces que daban unos cuantos hombres en los corrillos políticos; los gomosos, sintiéndose más libres, paraban a las pecadoras tuteándolas alto, para que les oyesen los que pasaban; alguna de ellas seguía dando vueltas llevando de la mano por fuerza, casi arrastrándole, a un niño de seis o siete años; otras continuaban sentadas bajo los faroles, contestando con dicharachos a las frases groseras y dando a los amigos de una noche golpecitos con el abanico...

Cuando quedaba ya muy poco público, sonó a lo lejos lentamente la campana de las monjas de San Pascual; los focos eléctricos comenzaron a apagarse, lanzando destellos y chisporroteos rojizos; y mientras, hacia la verja de salida, persistía el alegre rumor de los que se iban, en el sitio poco antes centro de tanta animación, sólo se escuchaban los pasos de algún vigilante o el ruido que producía un pobre viejo, cansado y soñoliento, al recoger los atriles de la orquesta.

Juan subió solo la calle de Alcalá, imaginando el modo de empezar su relación para referir a los amigos lo que le había ocurrido; porque aquello, para él, tenía todo el carácter de una verdadera aventura. Al llegar a la calle de Cedaceros, lo que le preocupaba, no era ya la manera de dar comienzo al relato, sino el recuerdo que dejó en su imaginación la figura de la señorita que le había mirado: «Si, es indudable; me ha mirado... ¡y qué bonita es!...» Después entró en el Suizo, y por un raro propósito de discreción instintiva, no obstante su primer impulso de ser comunicativo a nadie contó nada.

A la noche siguiente, fue uno de los primeros que llegaron al jardín del Buen Retiro.

V

A pesar de aquel rasgo de prudente reserva, no tenía Juan carácter para callar por mucho tiempo a sus compañeros lo que le ocurría. En un principio, temeroso de las bromas que pudieran gastarle, guardó silencio; hasta pensó que era gran mérito aquella discreción, que tanto trabajo le costaba; pero a poco más de un mes, la vanidad que su buena suerte le produjo despertó en él vivísimo deseo de buscar confidente y su fantasía, propensa a abultar los sucesos y desvirtuar los hechos, le pintó con alegres colores la perspectiva de referir pronto lo que le pasaba. El gozo no le cabía en el pecho; creyó amar, se supuso amado; todos los desvaríos de su imaginación, fundados en libros, teorías y estudios, cedieron el puesto a la que él se fingió pasión avasalladora; y, como cuando solía edificar castillos en el aire con el plan de una obra que había de hacerle inmortal, o a semejanza de los ratos en que sus lecturas le arrancaban a la realidad, empezó a cimentar desatinadas esperanzas sobre la incierta y movediza base del capricho de una niña bonita.

Muchas veces, paseando con cualquier amigo, estuvo a punto de revelarle su secreto. Había días en que el primero a quien encontraba le parecía capaz de comprender lo que él sentía: otras veces desconfiaba de todos, suponiéndolos indiferentes, fríos, egoístas. Hasta llegaba a creer que, hablándoles de su dicha, sólo despertaría en ellos envidia. Por fin, una noche salió del café con Pedro Urgell, el catalán razonador y frío, y dando vueltas por las calles, tras hablar de cosas indiferentes, se encontraron otra vez ante la puerta del Suizo.

—Chico —dijo Juan— tengo mucho calor, yo no me meto ahí.

—¿Pues qué hacemos? No sabe uno dónde ir.

—¿Seguimos paseando?

—Como quieras.

—Casi todas las noches nos sucede lo mismo.

—Como que estamos limitados a nuestro propio círculo; no vemos, no tratamos a nadie, ni vamos a ninguna parte...

—Os lo he dicho muchas veces —continuó Urgell— el café es para nosotros una calamidad: nos hemos enviciado en venir aquí todas las noches... y, además, nos falta un gran elemento, la mujer...

—Sí, porque a cierta edad —le interrumpió Juan, cual si fuese hombre experimentado, las que andan sueltas por ahí no le bastan a uno.

—Necesitamos otra cosa.

—Pero el tener novia también trae sus inconvenientes. Además, ya no podemos dedicarnos a recorrer tertulias cursis, ni enredarnos con la hija de la patrona.

—¡Sí, buenos calaveras estamos!

—¿Sabes cuál es el término de todo esto, de este desconocimiento en que estamos de lo que es la mujer?

—¿Cuál?

—Que caeremos con la primera que nos guste...

—Si nos hace caso.

—Eso no es tan difícil como supones. Lo malo es que no sabemos tratarlas y pensamos que van a reírse de nosotros... Es una tontería; porque, mira, otros que conocemos, sin que valgan más que nosotros, ¡tienen cada lío!... Por supuesto, que no son líos los que nos hacen falta... para eso cualquiera es buena.

—Lo que le halaga a uno es tener quien le quiera.

Juan no pudo ya contenerse y haciendo bruscamente la revelación, dijo:

—Sí; como me sucede a mí.

—¿A ti?

—Sí, hombre, a mí... ¿Qué tiene eso de extraño? ¿No me puede querer a mi una mujer?

—Cuenta, cuenta... ¡Qué callado lo tenías!

—No digas nada a esos, ¿eh? Ya sabes; luego empiezan las guasas, y esto no es cosa de juego, sino muy seria.

—¿Pero se trata de una señorita?

—Tan señorita... hasta tiene coche.

—¿Y te hace caso?

—Sí. No nos hemos hablado más que unas cuantas veces; pero me han ofrecido presentarme en su casa.

—Chico, te pescan.

—Hombre, tanto, tanto... en eso no hay que pensar por ahora.

—Pero, ¿cómo, dónde la has conocido?

Juan refirió a Urgell la aventura del Retiro, y luego prosiguió:

—Su padre fue hace muchos años subsecretario de Hacienda o director del Tesoro y dicen que robó. Están ricos, pero a mí eso no me importa.

—Nunca viene mal. Continúa.

—Volví al concierto cuatro o cinco noches seguidas, pero no las vi. Como ella me había mirado, sobre todo al marcharse, yo estaba deseando volver a encontrarlas, por ver lo que hacía. Además, te advierto que la chica es una monada... Por fin, al viernes siguiente, que era día de moda, las hallé sentadas en el mismo sitio y comencé el ataque.

—Pero, hombre, ¿tú?

—Sí, yo; lo mismo que un gomoso. Ella tomaba varas; me coloqué a corta distancia, y estuvimos así, timándonos, hasta que se levantaron. Al poco rato vi que las saludó Pepe Alones y a la otra vuelta le pregunté quiénes eran. Son las de Volandas y la chica se llama Mariquita; es una de las muchachas más elegantes de Madrid. La doncella me ha contado que les traen de París hasta las botas y los polvos de arroz.

¿De manera que te entiendes ya con la doncella?

—Es una mezcla de aya y de doncella. Como hace mucho tiempo que está en la casa y es inglesa, tienen en ella gran confianza. Esta confianza ha permitido que Mariquita y yo podamos hablarnos.

—¿Y cómo te has compuesto para ello?

—De un modo sencillo; bien es verdad que Mariquita lo facilitó mucho. Viven en la calle Ancha de San Bernardo, y un domingo que estaba yo esperando en la calle por si iban a misa, la vi salir sola con la inglesa. Puedes suponer que, por mucho que ella me había alentado mirándome en el Retiro y dos o tres noches en el Circo de Rivas, no me atreví a acercarme, pero la seguí hasta las Calatravas; luego fueron a comprar guantes y la chica, casi todo el rato que estuvieron en la tienda siguió mirando a través del cristal del escaparate... Ya ves si esto era significativo. ¡Ah!, además, después supe que tienen costumbre de ir a misa en carruaje y que aquel domingo fueron a pie, porque ella lo dispuso así para que yo pudiera seguirla.

—Nada, chico, la has flechado.

—Al volver de misa, cuando las dejé encerradas, me quedé en la acera de enfrente, por si se asomaba... y no se asomó; pero a los pocos minutos volvió a salir el aya sola.

—¡Te irías a ella como un león!

—En el modo de mirarme cuando pasó a mi lado, conocí que no había de pegarme un bufido... y, en fin, chico, la acompañé un rato, la llamé elegante, la dije que a cien leguas se descubría en ella a la persona fina, distinguida, y concluyó por acceder a que escribiese a la señorita, pero dirigiéndole a ella el sobre.

—¡Eres un pillín! ¡Bueno te van a poner esos!

—Por Dios te pido que no les digas una palabra... Entre nosotros todo es motivo de burla.

—Y, ¿habéis hablado mucho? ¿Sabe quién eres? Porque te advierto que nuestra situación y digo nuestra porque la tuya es poco más o menos la misma, no es muy a propósito para que la chica se ponga loca de alegría. Tenemos la carrera acabada... y nada más... Eres uno de los muchísimos abogados que andan por ahí sin tener a quien defender ¿Y el padre? ¿Te conoce? Porque tú no habrás dicho que tenías el oro y el moro.

—No, hombre, no. ¿Cómo había de mentir así? Pepe Alones, que es quien ha de presentarme, dirá la verdad: que soy abogado y que mis padres son propietarios andaluces...

—¿Propietarios? Dirás labradores... De fijo que no llegas a entrar en la casa.

—Labradores... propietarios... repuso Juan sin dejarle seguir —lo mismo da. Las tierras que tienen son suyas.

—No lo niego; pero cuando se dice propietario, parece que suena a rico; al que sólo tiene unos cuantos terrones, nadie le llama propietario. ¿A que no confiesas que pagas doce reales diarios a la patrona, y que cuando te marchas al pueblo los veranos vas en segunda?

—¡Qué cosas tienes!

—Chico, por tu bien te lo digo. No te forjes ilusiones. Rico no eres; haciendo de ese modo, par lo fino, el amor a una señorita, el día menos pensado te disparan la pregunta horrible de «¿cuándo se formaliza esto?» y, ¿qué contestas? Aun suponiendo que la niña te adore hasta el extremo de renunciar a las comodidades de su casa... pero ¡quiá!... ¿O crees tú que todavía hay muchachas de las de «contigo pan y cebolla»?

—¡Qué frío eres! Para animarle a uno, te pintas solo.

—¡No digas tontunas!

—Ella me quiere, —replicó Juan con aire de triunfo— me ama.

—Pues dejará de quererte en cuanto sepa quién eres, cómo vives y tu origen humilde y que tu padre es un rico... de pueblo. Sí; rico allí, pero aquí no. Tú mismo me has confesado que a veces te remuerde la conciencia cuando recibes el puñado de duros que te envían al mes.

—No se puede hablar contigo. No crees en nada. Para ti no hay amor.

—¡Otra majadería! Vaya, voy a convencerte de que estás haciendo una tontería. ¿Ha ido, por casualidad, el aya esa que dices a llevarte a tu casa algún recado? ¿Ha entrado en tu cuarto, donde todo lo que hay no vale una onza?

—Y los libros, ¿no valen nada?

—¡Qué libros ni qué niño muerto! ¡Si creerás tú que va la inglesa a fijarse en los libros! Sólo verá que no tienes ni aun percha, que cuelgas los pantalones de un clavo, y que en vez de zapatillas usas unas botas más viejas que las Partidas... Acuérdate de lo que te digo: si va el aya a tu casa y cuenta a su señorita lo que es aquella mansión de delicias, entonces se te caerá la venda.

—Si me hubiera figurado que ibas a hablarme así, no te cuento nada.

—Eso es: cierra los ojos a la realidad. ¿Hay desdoro en ser pobre?

—¿Pero le está vedado al hombre de posición modesta casarse con?... ¿Vas a sostener que sólo el rico puede ser feliz? Afortunadamente, ella tiene un corazón de oro; no es de esas niñas interesadas... abrasadas por la fiebre del lujo...

—¡Qué corazón de oro ni qué ocho cuartos! No niego que sea un ángel. Pero si le traen hasta las botas de París y ha sido su papá director del Tesoro y ha metido las uñas hasta el codo, ¿piensas que va a concederte la mano de su hija?... ¡Calla, hombre, no seas bolonio! ¡Qué te ha de conceder la mano!... ¡Ni siquiera un guante viejo para que limpies esa cadena de similor que compraste el otro día... ¡Calla! y ahora me explico la manía que te ha dado por vestir de moda, y las preguntas a Perico sobre cuánto le llevó el sastre por el frac... ¡Vamos, hombre, te digo que vas a tener un desengaño feroz!

Después de callejear mucho, llegaron otra vez a la puerta del Suizo.

—No hables de esto con esos —dijo Juan—. Me voy, porque tengo que escribirle. ¡Tú has perdido la fe en todo!

—Daría cualquier cosa por leer las cartas que os escribís. O tú, sin doblez, por esa desordenada imaginación que tienes, la estás engañando sin saberlo, o ella es tonta de capirote, o ¡qué sé yo! un pájaro raro...

—Tú lo has dicho —nigroque ciycno— añadió Juan, encajando uno de los poquísimos latines que sabía.

Urgell entró en el Suizo; Juan se marchó a su casa y por el camino, sin reparar en que tropezaba con las gentes que no querían dejarle la derecha, sin hacer caso de lo que le rodeaba, ni de los encontronazos que se daba hasta en los faroles, iba pensando: «Este cree que ya no hay amor en la tierra. ¡Pues no ha de haberlo! Las sociedades se fundan sobre el amor... esa eterna fuerza niveladora, democrática, incontrastable... ¿Qué tendrá que oponer a esto el padre de María? Hoy las clases sociales no están realmente separadas unas de otras... Quedan preocupaciones, pero han desaparecido los privilegios. Y, sobre todo, queriéndome ella... No soy rico; ¿y qué? Puede que llegue a serlo. Mi padre tiene tres naranjales, la naranja adquiere cada día precios más altos... Si yo fuera diputado, propondría que en toda la costa de Levante se crearan por el Estado colonias agrícolas y se plantaran muchos naranjos... Esto de las colonias agrícolas bajo la tutela oficial sería una gran cosa. ¡Qué hermoso discurso podría hacerse! «Sí, señores (ya se veía él en pleno parlamento); nuestro comercio se acrecentará considerablemente en esa parte del país, cuyas tierras se trocarán en encantadores paisajes; cada año exportaremos tantos o cuantos millones de cajas de naranjas. (Aquí ponía una cifra fabulosa.) ¡Ya veo, señores, aquellos campos, hoy incultos, poblados de frondosísimos y productivos huertos, sobre cuyo ramaje oscuro resaltan como esferillas de oro los preciosos frutos y las olorosísimas flores que son símbolo de la pureza!...» ¿Y que me contestaría el padre de María si yo le dijera: «Mire usted... tengo este proyecto... el Estado le da a usted tierras... o se compran, para, el caso es lo mismo... Usted pone su dinero, yo mi iniciativa. La iniciativa es un capital...»

Continuó andando, y al atravesar una plaza pasó junto a un grupo de gente arremolinada, de cuyo centro salían gritos y protestas. Acercose y vio que dos agentes de orden público maltrataban brutalmente a un borracho. Después siguió su camino; pero aquel espectáculo dio rumbo distinto a sus ideas: «¡Floja paliza les pego yo a ser el gobernador! Si la gente se les llegara a echar encima y les moliera a puñetazos, no faltaría quien dijese que quedaba hollado el principio de autoridad... En rigor, esto del principio de autoridad nunca ha estado muy claro para mí. Porque, vamos a ver: ¿qué derecho puede tener el Estado, por el mero hecho de ser una colectividad, contra el ciudadano, que es un solo individuo? Cuando el derecho de todos se opone a la autonomía personal, antes que derecho parece fuerza, la fuerza brutal del número. Y en otras esferas de la vida sucede lo mismo; todo fundamento de autoridad, es problemático, dudoso, contestable... Si Mariquita me quiere, aunque yo no tenga dinero, ¿qué autoridad, ni qué patria potestad, ni qué ley Moyano, ni qué diablos? ¡Vaya unas monsergas! Para vivir no hace falta tanto. Lo que se necesita es orden, método; la vida del hogar debe regularse calculándose de antemano como quien hace un presupuesto o redacta el programa de una asignatura... Y, a propósito... ¿por qué no he de hacer yo oposiciones a una cátedra vacante?... Podría decir a mi futuro suegro: «Soy del claustro de la Universidad de Madrid» o de otra parte; pero lo que más me convendría, sería quedarme en Madrid. ¿Que esto no es muy seguro? ¡Pues no ha de ser! Pronto vendrá un día en que la independencia del profesorado sea una verdad... La educación del pueblo es lo primero. No se verá entonces a los polizontes pegar a los borrachos, suponiendo que el que vi allá abajo fuese borracho... más parecía mendigo. ¡Cuántos hay! El pauperismo es una llaga social... ¡Ya se daría el Sr. Volandas con un canto en los pechos! De María estoy seguro; no es una mujer vulgar. De fijo que aprueba esto de las oposiciones... Cuando nos casemos dirá un periódico: «Ayer se verificó el enlace de nuestro querido y particular amigo el joven —porque soy joven— y distinguido, no, del ilustrado catedrático don Juan Vulgar con la bellísima señorita...»

Había llegado a la puerta de su casa. El sereno le abrió; pero cerró sin alumbrarle, porque Juan no le daba sino un par de perros grandes cada cuatro o seis días. Subió a oscuras, estuvo llamando largo rato en la puerta alta, hasta que la criada de la patrona salió gruñendo y restregándose los ojos a descorrer el cerrojo; entonces encendió un fósforo y fue a coger un quinqué que había en el pasillo sobre una cómoda arrinconada por vieja.

—¡No! —gritó la Maritornes—; ha dicho doña Rosa que gasta usted un litro cada noche; en la mesilla tiene usted un cabo. ¡Y no tire usted la ropa de golpe sobre el sofá, que he puesto allí las tres, es decir, todas las camisas recién planchadas.

Efectivamente, en la mesilla colocada junto a la cama, encima de un montoncillo de libros, cuyos lomos mostraban en extraño consorcio los nombres de Roeder, Galdós, Schopenhauer, Dickens, Arolas, Herbert-Spencer y Zola, había un cabo de bujía, pegado con la esperma derretida a una caja de fósforos mugrienta de puro sobada, y sobre el sofá cojo, de reps verde, había tres camisas cuyos puños parecían tener flecos en fuerza de estar deshilachados por el roce.

«Con esto —se dijo Juan aplicando el fósforo al cabo— no hay para leer un cuarto de hora. No importa: cuanto más lee uno menos sabe... Lo que siento es no poder ahora escribir a María... ¡Bah! madrugaré». Y se acostó.

Eran ya los primeros días del otoño. El balcón se había quedado entreabierto, el cuarto estaba frío y la ropa de la cama era escasa. Juan tuvo que levantarse para volver a ponerse los calzoncillos y echar sobre la colcha un gabancillo de verano.

A los pocos momentos se fue sosegando su alterado espíritu, dio al olvido la razonadora frialdad de su amigo Urgell, a quien suponía incapaz de comprenderle y se borraron de su mente los proyectos y las ideas que se le habían ocurrido por el camino: ni siquiera le desveló el recuerdo de María.

Los que sueñan despiertos suelen dormir profundamente, sin que nada altere su reposo; cual si su imaginación, harta de desvaríos y quimeras, se aquietase como niño rendido por el cansancio y hastiado de juguetes.

VI

¿Estaba Juan verdaderamente enamorado? Ni él mismo hubiera podido decirlo, a ser fácil que su fantasía le dejara razonar sin confundir la realidad con la ilusión. Lo único indudable era que María le gustaba mucho. Aquella señorita fina, instruida, si se la comparaba con las mujeres que trató hasta entonces; discreta, que escribía mezclando a su natural ingenio las reminiscencias de cien párrafos de novelas, y que parecía apreciar con regocijo la diferencia que notaba entre él y los insulsos mequetrefes que antes la cortejaron, causó en su ánimo una impresión muy honda y sincera, pero distinta del amor. Cualquier mujer, regularmente agraciada y de esfera superior a la suya, le hubiese producido igual efecto. Lo que supuso amor, no era sino la aspiración que siente todo hombre de instintos delicados a una pasión noble. Habíase ya olvidado por completo de la Luisilla del pueblo; y aunque la hubiese recordado, la muchacha lugareña, amante y cariñosa, habríale parecido zafia y tosca para el hombre habituado al refinamiento intelectual que en él se desarrolló por el estudio y la vida cortesana. De aquel idilio de aldea no quedaba en el ánimo de Juan sino la impresión vaga de una niñería: si acaso de tarde en tarde venía a su pensamiento el nombre de Luisa, se acordaba de ella como del huerto de sus padres o como de las tardes en que con los otros chicos del pueblo salía a cazar tordos en el olivar cercano; pero jamás, desde que arrojó al cajón de la cómoda, sin leerlas, las últimas cartas de la niña; volvió a traer amorosamente aquel nombre a su memoria.

Por otra parte, exceptuada Luisa, no había tenido amores con mujer alguna, ni conocía del amor sino esa satisfacción física, rápida y exenta de poesía, que proporciona el placer comprado. No era, pues, de extrañar que le halagase el suponerse querido por María; ni había tampoco nada extraordinario en que ésta, a su vez, aunque sin sentir por él pasión verdadera, prefiriese la hermosura varonil, la discreción y la elegancia natural de Juan a las figuras ridículas y enclenques de los caballeretes que frecuentaban su casa y sólo sabían decirle galanterías vulgares o hablarle de modas, como si fuesen mujercillas.

Hasta las dificultades con que ambos tropezaban para tratarse, servían a su amorío de acicate. Juan, al par privado y temeroso de frecuentar la casa de los padres de María, si quería verla tenía que seguirla en los paseos, cuando iba a misa o salía a tiendas.

La idea de penetrar en casa de su novia, casi le producía mareos. ¿Qué papel iba a hacer entre la aristocrática gente que asistía a aquellos ricos salones donde imaginaba que todo eran tapices, plantas raras, rasos, muebles, tallados y grandezas del lujo moderno? ¿Con quién podría hablar, si a nadie conocía, ni a quién tendría valor de acercarse? Todo esto, suponiendo que hiciese el sacrificio de encargarse frac. Varias veces María le había escrito y dicho que buscara quien le presentase a sus padres, pero, a él esto le daba miedo. Sabía que hablándola a solas o por cartas, no perdería, antes por el contrario, ganarla a sus ojos, y al mismo tiempo repugnaba verse expuesto, por falta de mundo, a caer en ridículo.

Entretanto, hablábanse gracias a un medio que, si pecaba de imprudente y a propósito para comprometer a María, daba a aquellas relaciones un tinte novelesco, que tenía encantado a Juan, y que si en ella era atrevidísimo recurso de arriscada niña madrileña, a él se le antojaba prueba de gran cariño.

Cuando algunas mañanas María salía sola con el aya, a tiendas o a misa, Juan las esperaba paseando a cierta distancia de la casa; al verlas echaba a andar precediéndolas, y ellas le seguían con precaución hasta una de las calles inmediatas, en la cual había un café pequeño donde nadie entraba de día y que seguramente no habían de frecuentar gentes que conocieran a los padres de la imprudente damisela. Entraban, él delante, ellas detrás; se sentaban en un rincón no muy claro, pedía Juan cualquier cosa, además de una botella de cerveza inglesa para el aya, a quien tenía la atención de llevar alguna de las novelas que continuamente le pedía prestadas, y mientras la poco rígida ciudadana de la Gran Bretaña hojeaba algún tomo de Javier de Montepín o Adolfo Belot, sus autores favoritos, los muchachos comenzaban a decirse ternezas.

Así pasaban media hora, a veces una; luego ellas tomaban un simón, hacían de prisa aquello a que habían salido, y dejando después el coche antes de llegar a la casa, entraban en ella renegando y maldiciendo de lo que las hicieron esperar en las tiendas, o quejándose de la lentitud con que el cura había dicho la misa.

En una de estas entrevistas, María, impulsada por la natural aspiración al temible sacramento, y Juan, dejándose llevar de su imaginación, hablaban de esta suerte:

—Así no podemos continuar; —decía María— el día menos pensado nos ve alguien, se descubre todo, y tengo un disgusto. ¿Por qué no buscas un amigo que te lleve a casa? Después... todo se andará.

—Tengo miedo a tus padres.

—¿Crees que te van a comer?

—No; pero conocerán que nos queremos, y en cuanto se convenzan de ello... se acabó todo. Tus padres no se resignarán nunca a que seas de un hombre que no tenga una gran fortuna, al menos una posición muy desahogada...

—Me quieren mucho, y no creas tampoco que son tan interesados. Además, aunque no seas rico, muy rico, algo tienes; tus padres están bien... Y, sobre todo, el primer día que vengas no han de hablar de esto, y luego... cuando vean que nos amamos... Dios dirá.

—Dios dirá lo que mejor le parezca, pero no me dará miles de duros.

—No seas descreído; dice papá que eso es de republicanos y de gentes que no tienen nada que perder.

—¡Ah! Tu padre llama perdidos a los republicanos, ¿Ves? Otro abismo nos separa.

—Bueno, eso a mí me es igual. Yo te quiero, y no me importa que pienses así.

—¿Me quieres mucho, de verdad?

—¡Más que a mi vida!

—¿Serías feliz, conmigo? ¿Tendrás valor para renunciar a la vida de Madrid y cuando yo sea catedrático venirte a una capital de provincia?

—Tener valor, sí que lo tengo; pero no habíamos de estar tan pobres. Viviendo aquí, con cierta economía... Tampoco será cosa de tener una que privarse de lo necesario.

—Para mí, lo necesario es tu cariño.

—Yo te quiero con toda mi alma.

—Pero estás educada entre grandezas; tu casa debe de ser un palacio; vives rodeada de comodidades, de lujo, de bienestar. Tus padres, por cariño mal entendido, por error propio de vuestra clase social, no te han criado para los dulces goces de un hogar modesto, sino para que brilles en los salones como una flor costosa en la atmósfera embalsamada y tibia de un invernadero. (Esta figura le pareció a Juan afortunadísima). Yo no soy más que un pobre catedrático (ya se creía catedrático), uno de tantos hijos de trabajo, a quienes la revolución no ha abierto aún camino a través de las preocupaciones tradicionales... tú eres la niña mimada de la fortuna. ¡Yo soy —añadió, recordando una escena del Ruy Blas, de Víctor Hugo— el gusano enamorado de una estrella! Pero vendrá un día en que las revoluciones...

—No seas simple. ¡Qué revoluciones, ni qué pamplinas! Mi papá también se metió en la revolución y hoy dice que fue una barbaridad. Lo que hace falta es que me quieras mucho.

Aquí llegaba el diálogo con honores de arrullo, cuando la inglesa, paladeando el último sorbo de cerveza, dijo a María de pronto y al oído:

—Vámonos, señorita: es domingo, se hace tarde, van a cerrar la tienda, y si no llegamos a tiempo puede que lleven otra vez la cuenta de los guantes... y con esta serán cinco.

La niña se levantó tendiendo la mano a Juan, que se la estrechó amorosa y largamente en actitud dramática. Un momento después salieron ellas del café y tomaron en la esquina más próxima el consabido simón, mientras él se quedaba pagando al mozo.

A los quince o veinte días de aquella entrevista, cuando después de otra parecida llegó Juan a su casa ebrio de alegría, encontró sobre la mesa de su cuarto la siguiente carta, tan pobre de ortografía como rica en ternura:

«Alhamiya del Arroyo 4 de,*** de 18***

Querido ijo juanito: Mealegraré que al resibo destas cortas lineas estes gueno, la nuestra es guena a Dios grasias ila familia tambien lo esta. sabras juanito de como tu madrey llo estamos mu tristes que es la primera bez de que estas al que no podemos mandarte los treinta duros sino una onza nada mas polque todo esta ma arrancao y er gobielno celo yeva too. ay ijo mio tu provesita madre que pena tiene deno podel mandaltelo too pero cada dia bamos a pior. y ayel degolvieron der tren los capachos del urtimo invio de narangas que dijo el contratista que no tomaba mas y asi vá too y nada temos querido icir hantes por no afligirte. en fin que como no eres gastoso menos mal digo yo que si pudieras, emplealte en argo polque si no nosotros no podemos como ban las cosas y sabe dios el mes que biene lo que cerá, pues cada semana etenido que despedil gente der trabajo y estamos toos tan tristes que parese que senos an caio los palos der sombrajo. adios ijo demi arma y resibe muchos besos de tu madre y espresiones de toos y el corazon de tu padre que lo es y berte desea

Antonio Vulgar y Oliva.

P. D. Como ya me afiguro que dempues der tiempo que a pasao que fué tu nobia y aunque lo sientas que le as de hacer. sabrás que la Luisilla que en paz descance murio ante aller en er pueblo que la abian traido ace un mes ya mu mala. don Roque el medico dijo ques taba tisis y o a sido la Misa.

¡Sus padres en situación angustiosa! ¡Luisilla muerta! Presa de una impresión tanto más fuerte cuanto más inesperada, Juan se dejó caer casi acongojado sobre una silla arrugando la carta entre las manos. La perspectiva de la pobreza apareció terrible y despiadada a los ojos del soñador. Su imaginación, acostumbrada a aumentarlo todo, se fingió los que tal vez fuesen apuros pasajeros como irremediable ruina. Casi le pareció contemplar el triste cuadro del caserón de sus padres con los pobres viejos sentados junto al hogar sin lumbre, en tanto que los árboles les negaban sus frutos y hasta el agua de las acequias se secaba sorbida por la tierra al cruzar las asoladas heredades. ¡Padres del alma! ¡Qué dolor para ellos mirar al pie de los troncos dañados la fruta perdida antes de su sazón y el huerto mudo de aquel alegre vocerío que alzaba de entre las ramas el regocijado cantar de los gañanes! En el fondo del arca donde el viejo guardaba el sobrante de los años buenos, estaría el taleguillo del ahorro vacío de monedas... Tal vez aquella onza que le enviaban sería la última. ¡Cómo debían de sufrir! ¡Cuánto tiempo haría que le tenían callada la ruina! Luego, desarrugando el papel, su vista se fijó en el nombre de Luisa. ¡Pobre muchacha! El recuerdo de su hermosura vigorosa y enérgica, pareció retoñar en su memoria. ¡Qué ojos tenía tan grandes y tan negros! Su voz, temblorosa de amor, ¡qué sonido tan dulce cuando él, camino de la fuente, le hablaba cariñoso!... Durante una larga temporada gastó un vestidillo de percal oscuro con pintitas rojas y al estrecharla el talle la tela cedía, dejándole sentir en los dedos el calor dulce de su cuerpo, que temblaba entre estremecido y pudoroso... Citas de amor, besos hurtados, frases de ternura, ¡cómo surgisteis en su corazón con forma de remordimientos! Vestido de pintitas rojas, pañoleta de crespón, que cubría su garganta, ¡cuántas veces os tocaron las atrevidas manos! ¡Todo resucitaba!...

La tarde que salió del pueblo, ella le fue a esperar medía legua más allá de las últimas casas, junto al olivar, y se dieron un beso largo, muy largo... ¿Cómo se había borrado aquel beso de sus labios? ¿Cómo después no le abrasaron la boca otros besos que había comprado algunas noches en cualquier callejuela asquerosa al retirarse a su casa? ¡Qué animal tan repugnante es el hombre! Se olvidó de ella, dejándola morir sin una palabra de consuelo... Porque a los ojos de Juan era ya indudable, que la había matado el dolor. «¡La tisis, —pensaba él— la enfermedad de las amantes abandonadas!» Casi creyó verla, desencajada y pálida, recorrer los sitios de las citas pasadas murmurando su nombre... Aun conservaba sin haberlas abierto sus últimas cartas. Sí; debían de estar en el fondo del baúl, donde las echó al sacarlas del cajón de la cómoda cuando se mudó de casa, entre calcetines que ya no se podían zurcir de puro agujereados y corbatas viejas. Las buscó febrilmente, con los ojos llenos de lágrimas, sin olvidar la miseria de sus padres, pero experimentando al mismo tiempo, a modo de amargo consuelo, un sentimiento extraño de vanidad satisfecha. Quedaban cuatro. En ellas se sucedían las quejas, los reproches y las reconvenciones, mezcladas con expresivas frases amorosas, pobres de artificio, pródigas de ternura. En una de ellas le recordaba sus besos, le pedía celos, maldecía a Madrid y después de decirle que ya no volvería a escribirle nunca, le pedía que la enviara sellos, porque sus padres no le daban cuartos.

Aquella noche apenas pudo pegar los ojos; no se acordó de María, y, al poco rato de un sueño intranquilo, despertó completamente desvelado y siguió saboreando sus penas como un enfermo que contara los latidos del dolor. Después, con esa ficticia y pasajera fuerza de voluntad que caracteriza a los débiles, procuró serenarse, tratando de convencerse por mil modos de que la situación de sus padres acaso no fuese desesperada, y diciéndose que quizá Luisilla le hubiera olvidado mucho antes de morir. Todo aquello del abandono acaso fuese mera exageración suya. Lo principal era pensar en sus padres, aliviarles, buscar una colocación y trabajar, trabajar pronto, y, ante todo, escribirles diciendo que no le enviaran dinero, que él viviría como pudiese. «En estas situaciones se conoce a los hombres. El que no mira cara a cara serenamente a la desgracia, es un cobarde. La voluntad lo es todo en el mundo. ¡Escasez, pobreza! ¡Sois obstáculos insuperables para el apocamiento, estímulos para el alma bien templada! Vivir teniendo el porvenir asegurado, no es vivir; el que no lucha... la lucha por la vida, eso es, la eterna lucha por la vida, struggle for life, como dicen los ingleses. Todo es pasar mal unos cuantos meses. Me encierro, en casita, me preparo bien, hago las oposiciones a una de las cátedras esas de que me hablaron el otro día... y si me la dan... ¡Qué mayor gloria que no deber a nadie nada! ¡Llegar a ser hombre sin apoyo, sin auxilio, sin protección!» La idea de la cátedra trajo entonces a su mente, el recuerdo de María. «Sí; al fin y al cabo, un catedrático no había de casarse con una chica de pueblo. ¡Pobre Luisa! Pero vaya usted el día menos pensado al extranjero a un congreso internacional teniendo por mujer una lugareña... Pero si le digo a mi padre que no me mande ya dinero... ¡Bah! dos meses, dos mesecitos más, y ni una peseta... ¡Yo seré quien les envíe la mitad del sueldo!»

Pasadas algunas horas, fue a echar al correo una larga carta para su padre, llena de tiernísimos consuelos, y por el camino, entre los proyectos y esperanzas que ya se iba forjando seguro de hallar remedio a todo, le asaltó la idea de que debía un tributo, alguna demostración de dolor a la memoria de la pobre Luisa. Lo primero que se le ocurrió fue enviar al pueblo, para que la colocasen en su sepulcro, una gran corona de pensamientos sin inscripción en las cintas; pero en la tienda donde entró le pidieron doce duros y tuvo que desistir. ¿Escribir a los padres de la chica? No entenderían su estilo. Por último decidió vestirse un mes de luto; y si alguien le preguntaba la causa, contestar que era por una tía segunda.

En cumplimiento de su resolución, comenzó a usar a diario la levita, el chaleco y el pantalón negros; mandó poner al sombrero una tira estrecha de gasa, y compró para el cuello un pañuelito de seda a listas blancas y negras.

A los pocos días, llevando ya en el bolsillo un número de la Gaceta en que acababa de leer la convocatoria a los ejercicios de oposición a dos cátedras vacantes en Valencia y Sevilla, decía para sus adentros, paseo arriba, paseo abajo por lo alto de la calle Ancha de San Bernardo, mientras esperaba que saliesen María y el aya: «Lo mismo me da; ahora, a Sevilla o Valencia; andando el tiempo, por concurso o por medio de otra oposición, a Madrid. Veremos qué tiene que pedir el gaznápiro de su padre. ¡Mucho hay que trabajar, pero no importa! ¡El trabajo... la gran palanca! ¡Mis padres... el deber! ¡María... la mujer amada! ¡Qué grandes estímulos!»

Cuando ella se le acercó, sus primeras palabras fueron estas: Creo que en mi casa sospechan algo; ahora te contaré. Pero, calla, ¡qué guapo estás con la ropa negra!

Y entonces él, involuntariamente, se acordó de Luisilla, quizá muerta por su culpa, enterrada en el miserable cementerio del pueblo y escarnecida con la farsa del luto.

Para su conciencia fue aquel un momento muy amargo. Por primera vez en la vida se vio ante sus propios ojos despreciable y ridículo.

VII

De las dos cátedras que había vacantes, una era de Historia de España, otra de Literatura Nacional. Juan comenzó a dudar por cuál de ambas se decidiría, pareciéndole que bastaba optar por una y prepararse bien para que lo demás marchase a medida de su deseo. El desequilibrio intelectual que sometía sus raciocinios a sus ilusiones; la imaginación, siempre dispuesta a desnaturalizar cosas, ideas y sucesos, que le hizo en otro tiempo creer que amaba a Luisa y que dio a su ánimo valor ficticio para luchar contra la adversidad; aquella misma acalorada fantasía, que pintaba a sus ojos como pasión incontrastable la inclinación que María despertó en él, le indujeron también a forjarse nuevas ilusiones, destinadas a resolverse en nuevos desengaños.

Explicar Historia de España le pareció tarea hermosísima y el prepararse bien para la oposición cosa no muy difícil en realidad. ¿Qué tenia que hacer? A juicio suyo, demostrar que conocía las glorias y las desdichas patrias contadas por ilustres escritores; compendiar en concisas frases y abarcar en grandes síntesis el carácter de cada época, la tendencia de cada período, la índole de cada personaje; y luego establecer unas a modo de reglas generales, convergentes todas al ideal del progreso, que llamarla leyes eternas de la historia. Esto, sazonado con toques de erudición inesperada. Citas, pocas, pero raras. No hablar casi de las obras muy conocidas: nada de don Modesto Lafuente, ni del Padre Mariana, ni de Prescott, ni de Solís; y en cambio sacar a relucir párrafos de crónicas olvidadas, de historiadores, de hechos aislados, de cronistas regionales, y buscar datos en documentos literarios, revelando por la apreciación de los hombres contemporáneos a cada suceso el alcance que se atribuyó a las revoluciones y las ideas en los tiempos pasados. Había que redactar el programa de la asignatura, pero esto tampoco le parecía difícil. «Época primitiva —se decía—: celtas, iberos, cántabros, Túbal, etc., etc., y luego fenicios, griegos, cartagineses, romanos, godos, árabes, la Reconquista, —allá iba todo de un golpe— la reunión de las dos coronas, la coronilla, la unidad nacional, la casa de Austria, la decadencia, los Borbones... y se acabó la historia de España.» Con la misma facilidad que hacía esta enumeración, pensaba poder escribir completísimamente el programa exigido. Y luego, cuando le tocase discutir con sus contrincantes, ¡vaya unos discursos que pronunciaría! ¡Pobre Felipe II! ¡Desgraciado siglo XVII! ¡Cómo iban a quedar! Pues, ¿y la resurrección nacional de 1808? ¡Hermoso cuadro! Llamaría sacratísimos a los escombros de Zaragoza y de Gerona; haría el elogio de los guerrilleros; ensalzaría el sentimiento popular de horror a la invasión, y procuraría justificar la tendencia revolucionaria e ilustrada que dominaba en los afrancesados. Esta le pareció una idea muy original: sí, era preciso fundir en un solo latido patriótico el horror al extranjero y el influjo de la Revolución francesa. Así le sucedía en todo: partiendo de ideas sensatas luego comenzaba su imaginación a desbarrar.

Pues ¿y la cátedra de literatura española? Tampoco había para qué asustarse. La única dificultad estribaba en saber demostrar al descuido mucha erudición y ser muy original en las apreciaciones. Lo primero era probar que conocía los críticos extranjeros; respecto a los orígenes del teatro, hablar de los contrafacedores, de las albas y pastoretas, sin olvidar la comedieta de Ponza; decir algo de los escritores arábigos, sacando a relucir que según algunos las coplas de Jorge Manrique son del Rey poeta Al-Motamid, de Sevilla; decir a este propósito algo de escritores moros, tan notables como Ibn-Chalikan, Makari y otros, en cuyas descripciones orientales parecen haberse inspirado nuestros mejores líricos; estudiar bien el Romancero y los cantos de gesta; suscitar la cuestión del naturalismo para probar que Quevedo ha dicho más porquerías, Cervantes más desvergüenzas y doña María de Zayas mayores inmoralidades que el mismísimo Zola; echar pestes, fáciles de justificar, contra el pseudo clasicismo a la francesa; y, sobre todo poner junto a las obscenidades de las guías de confesores la delicadeza y ternura de la poesía popular...

Entre apreciaciones exactas, vulgaridades y rarezas, cuanto había leído se le vino de un golpe a la Cabeza, como aluvión que arrastrara juntos grano y arena, escoria y oro: todas las ideas que se le ocurrieron en años enteros de estudio acudieron en tropel confuso y mal barajado a su memoria. «Es claro —pensaba—. Yo no tengo amor propio, ni pretensiones de erudito: pero sé mucho; con ordenarlo un poco, estoy al cabo de la calle.»

Después de largas cavilaciones, decidió hacer oposición a la cátedra de literatura; y expirado el término de la convocatoria, tras largos estudios, tan trabajosos como mal dirigidos y desordenados, hizo los ejercicios.

Llegó el día del fallo. Reuniéronse en un salón los señores que componían el tribunal. Entre ellos los había de varias clases; desde insufribles sabios de real orden hasta hombres modestos verdaderamente instruidos; y junto a éstos, otros de aquellos que se labran la reputación poniendo a todo mala cara, no riéndose nunca y escribiendo a obras ajenas prólogos vulgares. Adoptaron todos actitudes muy graves y muy serias, dejando hablar largamente al que tomó la palabra, para coordinar ellos mientras tanto en la memoria las recomendaciones recibidas y se prepararon a votar según su conciencia. Luego, gracias a que la votación era secreta, cada uno salió del paso como quiso. Uno solo hubo que, hablando de los demás opositores, nombró a Juan de pasada, sin intención de que nadie se fijara en él.

—Sí —le interrumpió otro de los individuos del tribunal— ese debe de haber leído bastante, pero no lo ha digerido bien.

Juan ni siquiera fue incluido en la terna.

El desengaño era tremendo. A juicio de Juan, la injusticia y su propia mala suerte habían sido causa de todo. Tenía convenido con María que el día que supiese el fallo del tribunal, si la noticia era buena, cruzaría a hora fija por delante de su casa, pasándose el pañuelo por la cara; pero al llegar el momento de la cita le faltó valor, sintió vergüenza y cuando iba ya a cruzar sin hacer la seña por frente al balcón, tras cuyos visillos ella le aguardaba, de pronto atravesó la calle, esquivando que la niña pudiera verle, y pegado a la fachada de la casa, siguió lentamente hasta escapar como huido por la primer bocacalle que encontró. Ella le aguardó en vano, y después, por conducto del aya, recibió una carta muy romántica, por mitad elegía del desengaño e himno al amor que le servía de consuelo, donde iban mezcladas las quejas de la decepción y las esperanzas del deseo.

«¡No importa! —terminaba la carta—. ¡Qué son los años cuando sé que al término de tantas luchas están tus brazos para recibirme!» Esto de los años dejó a María desconcertada; pero contestó con otra epístola no menos amante, llena de protestas de constancia y juramentos de fidelidad.

Al recibirla Juan, faltole poco para llorar de agradecimiento y ternura. Olvidó casi todas sus tristezas, y aquella noche, tras cubrir de besos el papel mensajero de tamaña dicha, lo guardó bajo la almohada y durmió tranquilo.


Publicado el 16 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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