La Buhardilla

Jacinto Octavio Picón


Cuento


I
II
III

I

La casa de los duques de las Vistillas era de las mejores entre las buenas viviendas nobiliarias del antiguo Madrid. No podía compararse con ella la de los Guevaras, ni la de los Peraltas, ni la de los Zapatas, ni aun la de los Salvajes: se parecía a las de Oñate y Miraflores. Sus dueños le decían el palacio... y, sin embargo, no pasaba de ser un caserón destartalado, de grandes salones, tremendos patios y pasillos laberínticos. La fachada era de agramillado y berroqueña del Guadarrama: tenía zócalo de granito con respiraderos de sótano, planta baja con descomunales rejas dadas de negro, principal de anchos huecos con fuertes jambas, recios dinteles y guarda polvos casi monumentales: sobre el balcón del centro, que caía encima del zaguán, ostentaba un enorme escudo nobiliario, ilustre jeroglífico compuesto por cabezas de moros, perros, cadenas, bandas y calderos; todo ello dominado por un soberbio casco de piedra caliza que el tiempo iba enrojeciendo con el chorreo de las lluvias mezclado a la herrumbre del balconaje. El piso segundo, bajo de techo y a manera de ático, tenía ventanas pequeñas, y sobre el entablamento descollaban las buhardillas altas, aisladas, recubiertas de tejas, guarnecidas de verdosas vidrieras, ante las cuales se veían desde lejos las ropas recién lavadas y tendidas que goteaban sobre estrechos cajoncitos, plantados de yerba luisa, albahaca, yerba de gato y claveles.

Eran estas buhardillas habitación de gente pobre que vivía en contacto frecuente con los ricos: así estaban cercanos la necesidad y el remedio, hermoso maridaje que aplaca la envidia de los que no tienen y amansa el egoísmo de los que poseen. Los amos ocupaban en invierno el principal y en verano el bajo: en el segundo estaba la administración, y en las buhardillas, los cocheros, pinches y lacayos, amén de dos o tres familias de sirvientes jubilados y gentes protegidas, entre ellas, Manuela, hija de un ayuda de cámara, hermana de una doncella y viuda de un mozo de comedor que había servido muchos años y murió, dejándola embarazada.

Daban los señores a Manuela, en recuerdo de lo bien que se portó su marido, tres reales diarios y casa; es decir, una de aquellas buhardillas que desde la calle se veían descollar por cima del tejado, entre ropas blancas y macetas verdes.

De la misma edad que Manuela tenían los duques una hija tan graciosa, picaresca y bonita, que parecía un modelo de Goya, y tan buena, que en limosnas y socorros gastaba mucho de lo que sus padres le daban para galas y alfileres.

La casualidad, o la Providencia, que acaso sean hermanas sin saberlo, hizo que la duquesita y Manuela se enamorasen y casaran casi al mismo tiempo, hacía mil ochocientos setenta y tantos. Sin duda el amor, que no distingue de jerarquías ni clases, les rozó simultáneamente con sus alas. Algo así debió de suceder, porque ambas fueron madres con diferencia de unas cuantas horas. Cuando el hijo de la duquesita vertía sus primeras lágrimas entre lienzos de Holanda y ricos encajes, hacía sus primeros pucheros el chiquitín de Manuela envuelto en pañales de bayeta amarilla.

No habían salido a misa de parida, aún guardaban cama, cuando una noche, casi de madrugada, la duquesita mandó llamar a su doncella, hermana de Manuela. Pasó un buen rato sin que acudiese la chica, impacientose el ama, y al llamar por tercera o cuarta vez, entró al fin la muchacha diciendo llorosa y acontecida:

— Dispense V. E..., estaba arriba... porque a mi hermana paece que se la yeba el Señor.

— ¿Qué le pasa?

— Pues lo peor: dice el señor médico; que así como a V. E. le ha sucedio con bien la subida de la leche, a la pobre Manuela le ha entrao una calentura malina que nos quedamos sin ella.

La duquesita quedó aterrada. Como su situación y la de aquella desdichada era casi la misma, pensó que podía haberse hallado en caso igual; tuvo miedo, tembló por sí, y se estremeció ante la idea de dejar sin madre a aquel pedacito de su alma concebido entre placeres, parido entre dolores, que allí dormía puestos los labios en su pecho y acogido al calor tibio y cariñoso de su cuerpo.

— Válgame Dios — dijo la señora — con que calentura maligna...

— Pero muy grande, y lo más malo es que ha dicho el señor médico que busquen quien dé teta al niño... y ya ve vuecencia, así de pronto cualquiera encuentra... Está la criatura llorando como un cachorro... chupa que chupa, Manuela con los pechos secos... y ná, como si mamase de un pepino.

La duquesita miró a su hijo con ternura, y en seguida, obedeciendo a una de esas inspiraciones femeninas que ante nada se detienen, dijo:

— ¿Y no hay quien le dé teta?

— Nadie: ya hemos corrío toda la vecindaz..., y aunque ahora al pronto se encontrara, ¿cómo quiere V. E. que luego pague un ama? Estará de Dios que se quede sin hijo.

— Pues oye... sube corriendo, coge al niño, mira si está limpito y bájalo... Yo tengo leche para dos.

Oposición de los padres, enojo del marido, advertencias del médico, todo fue inútil. La duquesita dio teta al hijo de Manuela durante tres días, al cabo de los cuales, doblegándose ante la enérgica actitud de su esposo, devolvió el niño a la madre, prendiendo entre los pañales un billete de Banco para que pudiese pagar nodriza.

Súpose todo aquello en el barrio, y cuando la señora salió a misa de parida, no logró pisar el suelo de la calle; porque desde la escalera hasta el zaguán donde aguardaba el coche, y desde las gradas de la parroquia hasta el altar de la Virgen, las mujeres de la vecindad habían alfombrado el piso con mantones y flores; mantones raídos, flores baratas...; pero no hubo sultán de Oriente que disfrutara triunfo igual.

II

Muertos sus padres pocos años después, la duquesita, por seguir, la moda y complacer a su marido vendió la casa de sus mayores y edificó en la Castellana un hotel a la francesa, dirigido por un arquitecto de París. Cayó la antigua morada de los Vistillas, destruyose la severa fachada, y casi juntos rodaron por el suelo los fragmentos del escudo roto y las tejas de las buhardillas derruidas. Lo que produjeron las rejas y los sillares de berroqueña apenas bastó para pagar unas cuantas piedras traídas de Angulema. El nuevo edificio era extranjero, antipático, barroco, en el mal sentido de la palabra, y en vez de buhardillas españolas, tenía una gran montera de pizarra.

Claro está que al derribarse la casa antigua fueron echados a la calle los servidores jubilados, y entre ellos Manuela. En vano intentó ver a la duquesa. El mayordomo, un burgués en canuto, más aristocrático y orgulloso que el amo a quien sisaba, no permitió que se acercase a la señora.

Manuela comenzó entonces a subir esa calle de la amargura que se llama miseria. Fue peinadora, cosió para las tiendas y el corte, siendo desgraciada en todo, y por último se puso a lavandera.

Pasó tiempo. La duquesita, esbelta y grácil, como un ángel de los que pintó Goya en San Antonio, se había convertido en una señorona de opulentas formas: Manuela, antes guapa, airosa y limpia, estaba fea, ordinaria, flaca, embastecida por el trabajo y desfigurada por las privaciones.

III

Un día hubo motín de lavanderas. El Ayuntamiento, a quien el pueblo llamaba el gran matutero, les exigía un nuevo impuesto, y las pobres no podían ni querían pagarlo.

La gresca comenzó muy de mañana en los lavaderos del Norte, se corrió río abajo desde los once caños hasta los puentes de Segovia y Toledo, arreció en los cobertizos del pontón, engrosó, por ser domingo, con la gente de los merenderos, y al medio día los grupos de mujeres armadas de palos, piedras, trancas y estacas subieron por el Paseo de los Ocho Hilos y la calle de Toledo a desembocar en la Plaza de la Cebada. En vano luchaban las tituladas autoridades.

— ¡Muchachas! ¡Hijas mías! — decía el gobernador — todo se arreglará... Nombrad una comisión.

Una de aquellas desdichadas se adelantó diciendo:

— Mire ustéz usía..., estamos hartas, y no nos da la gana. Las que salimos mejor libradas, las de lavadero, pagamos cá sábado treinta ríales de pila y colada; dos ríales de mozos pá que cuelen con cudiao; por cada carretilla de ropa de la pila al cuelo, y del cuelo a la pila, una perra grande; en los tendederos otra perra, y en cuantito que llueve, pá que recojan pronto, otra perra... por subir y bajar talegos una peseta cá viaje; y ponga usted jabón, palas, jornal de ayudantas, valor de prendas perdías... y las heladas y los calores... las que tién más suerte les queda diez u doce ríales por semana... vamos, lo que usted gasta en un puro. ¿Qué quiuste que comamos? ¡Y ahora pone el alcalde otra contribución! ¡Como no sus demos morcilla!

Un guardia quiso prender a la oradora, pero sus compañeras la defendieron a palos, mordiscos y arañazos... Salió un sable de la vaina, y allí fue Troya. Un diluvio de piedras y medios ladrillos cayó sobre los representantes del poder; y todos quedaron iguales; así los mal nombrados por el gobierno, como los peor elegidos por el pueblo. Gobernador, alcaldes, concejales, inspectores y guindillas, tuvieron que huir vergonzosamente ante las amazonas del Manzanares. Apaleaban a los agentes, herían a los guardias, silbaban a los clérigos, ordenaban cierre de tiendas, y recorrían la capital en son de guerra, gritando: «¡Muera el alcalde! ¡Abajo los ladrones!» En la calle de Atocha sufrieron una carga de caballería. Seis u ocho quedaron descalabradas a sablazos y tendidas en medio del arroyo; otras cayeron pateadas por los caballos; las más se replegaron desordenadamente hacia la plaza de Antón Martín. Iban furiosas; no eran mujeres, sino fieras.

Hubo momentos en que lo comenzado como asonada de miserables desgraciadas amenazó trocarse en alzamiento social. Los primeros gritos fueron: ¡No pagamos! ¡Abajo la peseta! ¡Abajo el alcalde! Luego el pueblo, con ese instinto que le hace relacionar ideas hasta encontrar el origen de su daño, comenzó a gritar ¡Abajo los ladrones! y por último la miseria fermentada, la pobreza escarnecida, la ignorancia fuerte y sin freno, todo aquel conjunto de injusticias acumuladas se condensó en una voz terrible: ¡Mueran los ricos!

A este punto llegaba la marea del hambre, cuando en mal hora acertó a desembocar en la plaza una soberbia carretela ocupada por dos señoras elegantísimas. Los caballos ingleses, el coche francés, y lo que ellas llevaban desde las telas de los trajes hasta las horquillas de oro, desde las medias de seda hasta las primorosas flores de sus sombrerillos, todo tenía ese aspecto de suntuosidad a la moderna que cuesta más caro cuanto parece más sencillo.

Entonces, aquel río de furias desgreñadas, aquellas turbas harapientas, atajaron el paso al coche, y sobre las magníficas faldas de las damas, pálidas de sorpresa y medio muertas de miedo, comenzó a caer en lluvia pastosa y sucia el barro arañado de entre los adoquines o cogido en las socavas de los árboles; y empezaron a silbar por el aire trozos de cascote, escuchándose los rugidos de las amotinadas, que vociferaban: ¡Mueran los ricos! Dos o tres piedras chocaron contra la caja de la carretela, quedó herido el lacayo, una moza de fuerzas hercúleas metió un garrote entre los radios de una rueda y apalancando con alma para que no se moviera el coche, faciltó que por la trasera de éste treparan varias chicuelas ansiosas de arrancar de los sombrerillos las primorosas flores pagadas en París a peso de oro. Y los gritos no cesaban: ¡Vamos a desnudarlas! ¡Mueran los ricos! El momento fue horrible; aquello parecía el choque del hambre con la inconsciente insolencia de la hartura.

De repente, una de las amotinadas, que estaba en tercera o cuarta fila, comenzó a dar codazos y empellones pugnando por abrirse paso.

Debía de ser alguna de las jefas, porque los grupos se espaciaron dejándola avanzar hasta la caja del coche, mientras ella, gesticulando enérgicamente, decía con los brazos en alto:

— ¡Compañeras, quietas! ¡Chicas, no tiréis! ¡Dejadme hablar... no seáis bestias!

Viendo a aquella mujer, la más joven de ambas damas, dio un grito de asombro y de sorpresa, exclamando:

— ¡Manuela!

— ¡Yo soy señá duquesa!

Y subida en el estribo, agarrándose a la capota, siguió gritando;

— ¡Muchachas, por lo que más queráis en el mundo sus pido que no les hagáis daño! Ellas no tién la culpa. ¿Sabéis quién es ésta, la guapa, la más joven, la que paece la Virgen de la Paloma? Las que me conocéis, las de mi lavadero, ¿no m’habéis oído contar que cuando mi hijo se me moría le dio la teta una señora?... ¡Pues ésta es! ¡Pa hacerla daño me tenéis que matar a mí!

Sonó algún silbido, se oyeron algunas carcajadas de mofa, pero las turbas abrieron paso, los grupos se aclararon, la lavandera echó pie a tierra, arreó el cochero y el carruaje pudo arrancar despacio por entre aquella muchedumbre hostil, momentáneamente amansada. La duquesa miró a su salvadora con los ojos nublados de lágrimas, y Manuela siguió mientras pudo al lado del coche, diciendo, trémula de gozo:

— ¡Adiós, señora! ¡Qué lejos que estamos ya los pobres y los ricos! ¡Cuánto más valían aquellas buhardillas cuando vivíamos unos cerca de otros pa conocernos y querernos! Ahora hacen unos ciminterios de vivos que les yaman barrios pa obreros... y cuando subimos a Madrid... ¡es pa esto!

— ¡Te debemos la vida! — dijo una voz aún entrecortada del terror.

— ¡Adiós, señora!

Trotaron los caballos, se alejó en salvo el coche, y a su espalda, ya lejos, arreció el rumor formidable del motín, semejante al ruido de una presa cuando rota la esclusa se precipita el agua en oleadas de espuma sucia y turbulenta.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 4 veces.