La Cuarta Virtud

Jacinto Octavio Picón


Cuento


Estaba el deán tomando chocolate y leyendo entre sorbo y sopa un diario neo católico, cuando entró en su cuarto el ama, diciendo sobresaltada:

— Señor, ahí está Garcerín, y dice que la catedral se viene abajo.

El deán, alma de la diócesis, porque el señor obispo de puro bueno no servía para nada, agitó con la cucharilla el vaso de agua donde se estaba deshaciendo el azucarillo, bebióselo tranquilamente, se limpió los labios con la servilleta, y mientras encendía un cigarro de papel, más grueso que puro, repuso sin alterarse:

— Lo de siempre... ganas de asustar... algo menos será. Dile que pase.

Garcerín, el monaguillo más listo y endiablado de la santa basílica, traía el espanto pintado en la cara.

— ¿Qué hay, buen mozo?

— Señor, que esta vez va de veras.

— Cuenta, cuenta.

— Pues, ahora mismo estaba yo quitando los cabos de los candeleros del Carmen, junto al crucero, cuando sonó por arriba, muy arribota, un ruido como si crujiera una piedra al partirse, y cayeron tres o cuatro pedazos mayores que manzanas. Yo creí que serían, como otras veces, de la mezcla que une los sillares, pero miré a lo alto y vi que no: eran de la piedra blanca de la cornisa, donde hay un adorno que parece una fila de huevos y otra de hojas... de pronto ¡pum! otro pedazo gordo, como su cabeza de usted, y dio en la esquina del altar, y partió el mármol... y eché a correr hacia la sacristía.

— ¿Quién estaba allí?

— El señor arcipreste: le señalé dónde había sido, miró, y dijo: «¡Pronto, a cerrar! ¡que no entre nadie... que no pase nadie por ahí! Es el pilar del lado de la Epístola. Vaya, este es el acabose.» Yo volví a mirar, y ¿se acuerda usted de que los pilares son como unas columnas cuadradas, grandes, muy grandes? Pues por arriba, arriba, se han desapartao las piedras más gordas, y entre dos de ellas queda un hueco que cabe un gato... y de allí está cayendo arena y chinas de cal... Dice el señor arcipreste, que con que pase un carro por fuera se viene abajo media iglesia.

— Tenéis razón: esta vez va de veras. Vamos allá.

El señor deán, profundamente disgustado, se puso el manteo, cogió la teja de reluciente felpa, y salió diciendo como si el chico pudiese comprenderle:

— Entre el ábaco y la cornisa: allí está el mal.

A los pocos momentos entraban en la iglesia. Efectivamente: por uno de esos fenómenos difíciles de razonar a primera vista y frecuentes en toda vieja fábrica arquitectónica, el pilar del lado de la Epístola se había rajado en su tercio superior lo mismo que una caña, sin que el arco que en él se apoyaba sufriese, al parecer, la más ligera desviación: pero bastaba ver en lo alto el hueco de que habló el muchacho para comprender que el hundimiento de la bóveda podía sobrevenir de un momento a otro.

Suspendiose el culto, y aquella misma semana, antes de que comenzaran los trabajos de apuntalamiento, el telégrafo difundió por el mundo la noticia de que se había venido abajo la bóveda del crucero.

El gobierno pidió a las Cortes un crédito extraordinario, se nombró una junta de restauración, y el deán fue el alma de ella, porque en la diócesis nada se podía hacer sin su consejo.

Era el deán relativamente ilustrado, leía mucho, tenía fama de entender en cuadros antiguos, y sabía dar a sus sermones cierto tinte artístico que contrastaba con la austera sequedad de otros oradores sagrados. Por ejemplo: para hacer el retrato de un asceta, lo pintaba como Zurbarán; al describir un martirio, se inspiraba en el San Bartolomé, de Ribera; al hablar de los horrores de la Pasión, traía a cuento los Cristos demacrados y escuálidos de Morales; y cuando quería dar idea de la Ascensión de la Virgen, la presentaba en periodos tan brillantes y poéticos como los fondos luminosos que puso Murillo a sus Concepciones: con todo lo cual y ser académico correspondiente de la de Bellas Artes, (porque en cierta ocasión mandó a Madrid el brocal de un pozo árabe diciendo que era romano) como no había en el cabildo otro que valiera más, pasaba por sabio, y hasta los periódicos liberales le llamaban erudito. Claro está que con tales antecedentes fue el alma de la restauración. Bajo su dominio tuvo el arquitecto que pasar las de Caín, pero al fin y al cabo se levantó el pilar y se rehizo la bóveda.

Concluida la parte arquitectónica de la obra, tratose de decorar lo que debía estar decorado, llamáronse pintores y estatuarios, y previa presentación de bocetos quedaron sustituidos por otros nuevos cuantos santos y santas perecieron en la pasada catástrofe. Mas no todo salió a gusto del deán, y como aún faltaban por decorar las cuatro pechinas formadas por los arcos del crucero, se deshizo de los artistas que hasta entonces trabajaron en la iglesia, y buscó uno capaz, a juicio suyo, de concebir y ejecutar maravillas.

El pintor en quien se fijó era hombre de extraordinario mérito. Llamábase Molina y en él estaban reunidas y ponderadas de tal suerte y en tan justa medida la ilustración, las facultades reflexivas y las condiciones de pintor, que sabía estudiar, convertir el estudio en inspiración, madurar el pensamiento, y luego darle forma, haciendo que en su pintura hubiese idea y que ésta no quedara empequeñecida por mal interpretada. En una palabra, un gran artista que discurría como Miguel Ángel y ejecutaba como Velázquez. Lo que no tenía, por ser español, era dinero; mas a consecuencia de haber enviado obras a exposiciones extranjeras y haber retratado a una embajadora hermosísima, era su nombre conocido en toda Europa. Deseoso de acrecentar su fama, y también de hacer fortuna, estaba precisamente a punto de expatriarse, como tantos otros, cuando le buscó el deán encargándole los bocetos para las cuatro pechinas; trabajo que aceptó gozoso, primero por dejar en su patria muestra de lo que valía; y, segundo, porque necesitaba arbitrar recursos para el viaje.

Diose luego a pensar en cómo realizaría su trabajo. La cosa no tenía nada de fácil. Vistas desde el pavimento de la nave las pechinas, eran cuatro superficies triangulares y cóncavas que parecían tener desde la base al vértice tres metros o poco más, pero miradas de cerca, en lo alto del andamiaje, eran disparatadas de grandes. Además, en aquel sitio, a tal elevación y en espacios triangulares, no era racional hacer composiciones o grupos que desde abajo resultasen empequeñecidos, por las robustas líneas de la cornisa y el tremendo vano de la cúpula. Ello fue que después de estudiar mucho y pensar más, Molina resolvió pintar cuatro figuras colosales, sobre todo grandiosas, que simbolizaran aspiraciones, ideas y sentimientos armónicos con la naturaleza e índole del monumento.

Comenzó a hacer apuntes, bocetos, manchas de color, y ya iba dando vida real a los pensamientos soñados en el delirio creador, cuando el deán cayó enfermo, sin llegar a ver nada de lo que el artista había hecho. Entonces Molina, para trabajar a gusto, decidió no recibir a nadie hasta tener las cuatro figuras acabadas: nadie había de verlas mientras no las viese el señor deán.

La dolencia de éste fue larga; en, tanto que duró no permitieron los médicos, por ahorrarle cavilaciones, que se le hablase de la restauración del templo, y aunque así no fuera, nada hubiera podido saber de lo que hacía Molina, porque el artista con nadie hablaba de su obra ni toleraba visitas.

En cuanto el deán se puso bueno, su primera salida fue para ir al estudio. El pintor tenía terminado su trabajo y cubiertas las cuatro grandes figuras con otros tantos trozos de percal; a fin de que no les cayese polvo que ensuciara y velase la pintura fresca.

Quitó Molina el primer pedazo de percal al entrar el deán, y en la cara que éste puso comprendió lo mucho que le gustaba la figura. Dejole largo rato que la contemplase a su sabor, y luego, de un tirón, descorrió la segunda tela. La figura que ocultaba era infinitamente superior a la primera, y el deán se deshizo en elogios y alabanzas. Pero esto no fue nada comparado con lo que experimentó y dijo al descubrir el artista el tercer lienzo. Aquello sí que era concebir y colocar bien una figura, dibujar, sentir la forma, ser colorista y dominar todos los secretos de la paleta. La pintura de Molina venía a ser una fusión admirable de lo mejor de todas las escuelas. La figura parecía dibujada por Alberto Durero, tenía el color del Veronés, la elegancia de Boticelli, era tan decorativa como si la hubiese dispuesto Tiépolo, y tan real como si en ella hubiese puesto mano Diego Velázquez. El deán creyó volverse loco de contento.

«¡Qué artista, qué prodigio! — pensaba. — ¡Y qué ojo he tenido yo, porque sin mí nada de esto tendría la catedral!»

— Amigo mío, mejor que ésta no puede ser la otra — dijo luego en voz alta.

Descubrió Molina la cuarta figura, y allí fue Troya. Al principio no se dio cuenta el señor deán de lo que tenía delante, pero cuando llegó a entenderlo, montó en cólera y se puso hecho una fiera, prorrumpiendo en éstas y parecidas frases:

— ¡Usted está loco! ¿Cómo pongo eso en la iglesia? ¿Cómo se le ha ocurrido a usted semejante desatino? ¡Se necesita descaro! ¡Usted no sabe lo que se pesca!

Molina contestó en el mismo tono, y abriendo la puerta del estudio, mandó salir al deán; éste creyó desconocida y burlada su autoridad, el pintor consideró ajado su decoro de artista, y tales cosas se dijeron, uno bajando la escalera, y otro desde arriba, que nunca más pudo haber entre ellos paz ni avenencia.

La catedral se quedó con las pechinas en blanco, y Molina vendió los lienzos a un inglés.

Pasado algún tiempo, el deán cogió una pulmonía en el coro, y el pintor se volvió tísico, muriendo ambos con diferencia de unas cuantas horas.

Sus almas fueron volando por las alturas infinitas, más allá del firmamento estrellado, donde no alcanza la mirada humana, y atravesaron los espacios eternamente misteriosos, que han poblado de hipótesis y mitos los filósofos gentiles, los teólogos cristianos y los poetas de todas las edades.

En menos tiempo del que para contarlo hace falta, traspusieron el cielo pétreo, de que habla Anaxágoras, el de aire vitrificado por el fuego que ideó Empédocles, las bóvedas cóncavas que imaginó Platón, y los tres cielos, luminoso, sideral y cristalino, de que habla Santo Tomás.

Por fin llegaron al Empíreo, donde según Alfonso el Sabio, habitan los santos, los ángeles, los tronos y las dominaciones, todos ocupados en la perdurable alabanza del Señor.

La puerta de la mansión de los justos era de oro, tenía luceros en vez de clavos, y junto a ella, sentado en una nubecilla, estaba San Pedro jugueteando con las llaves, aburrido, porque se le pasaban horas y horas sin tener que abrir a nadie.

Preocupados solo de su salvación, el deán y Molina no se habían mirado en el camino, pero al detenerse cerca del Santo se contemplaron mutuamente exclamando de mala manera al mismo tiempo:

— ¿Usted por aquí?

Encontrarse y comenzar a reñir, todo fue uno. Prodigáronse frases depresivas, injurias, improperios, todo género de insultos, con tal rabia, que San Pedro no pudo menos de decirles:

— ¡Pero hijos míos... ¿no habéis sabido despojaros de las miserias humanas y pretendéis entrar ahí? Para traspasar esa puerta es preciso estar limpio de odio y de rencor, de todo sentimiento perverso y torpe.

Y deseando servirles de amigable componedor, añadió:

— Veamos si puedo conseguir que hagáis las paces. Contádmelo todo.

— Yo — habló el deán — encargué a este hombre, que era pintor, cuatro figuras, y él en desprecio de lo más santo y sagrado... pintó lo que le dio la gana. Las tres primeras eran soberbias, ¡pero la cuarta!...

— Señor — interrumpió Molina — efectivamente admití el encargo; los huecos que había que decorar eran cuatro. Lo primero que se me ocurrió fue pintar los cuatro evangelistas, pero ya los había hecho otro en distinto lugar del edificio. Luego pensé cuatro alegorías de la Prudencia, la Justicia, la Fortaleza y la Templanza... También estaban hechas. Me acordé de profetas, de patriarcas, de reyes santos: unos eran más de cuatro, otros menos, otros ya se habían pintado o esculpido. Entonces pinté primero la Fe...

— ¿Cómo? — preguntó San Pedro.

— Hermosa, vendada, las vestiduras blancas, en una mano las tablas de la ley, en otra la palma del martirio, y toda ella iluminada por el sol, padre de la vida.

— No estaría mal.

— Luego pinté la Esperanza.

— ¿De qué modo?

— En pie sobre la proa de una nave, apoyada en el áncora y fijos los ojos en el cielo. Luego pinté la Caridad.

— ¿Cómo la representaste?

— Joven, más fuerte y más hermosa que ninguna, y dando de mamar a un niño de tipo muy distinto al suyo para indicar que no era su hijo, y que no le daba el pecho como madre, sino por ser Virtud.

— En verdad te digo que estuviste acertado.

— Que diga ahora — les interrumpió el deán — cual fue la cuarta figura que hizo.

El artista alzó la frente como quien no se avergüenza y declaró así:

— Pinté el Trabajo: mozo, vigoroso, inteligente, fornido, con el yunque sobre un montón de libros para expresar que el estudio es la base de la fuerza, y coloqué a sus pies, esperando sus obras, la Paz y la Limosna. Entonces ese hombre — añadió señalando a su adversario — se enfureció conmigo.

— Como que esa no es virtud — gritó el eclesiástico — ni siquiera es esa porque es ese.

— Porque es virtud macho — dijo el Santo al deán — tú no puedes comprenderlo. Y vamos a ver, vamos a ver, ¿para dónde eran las pinturas?

— Para la catedral — contestó Molina.

— ¿Y allí querías colocar el Trabajo?

— Sí, señor.

Al oír esto San Pedro, volviéndoles la espalda, echó tranquilamente el cerrojo a la puerta del cielo y luego encarándose con el artista y el clérigo les dijo:

— Vaya, vaya, ¡largo, fuera de aquí los dos! Tú, deán, al purgatorio una temporadita por mal genio; y tú, pintor, tonto de capirote, al limbo, como si fueras niño sin uso de razón. ¡El Trabajo en la catedral! ¡Qué oportuno! Sabrás pintar, pero no sabes poner las cosas en su sitio.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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