Hombres que Creen

Jack London


Cuento


—Te repito que jugar un poco —dijo uno de aquellos dos hombres.

—No está mal —contestó el interpelado, volviéndose, al hablar, hacia el indio que en un rincón de la cabaña, remendaba unos zapatos para la nieve—. Tú, Billebedam, corre como un buen muchacho a la cabaña de Oleson, y dile que deseamos que nos preste la caja de dados.

Este encargo inesperado, hecho después de una conversación sobre salarios y alimentos, sorprendió a Billebedam. Además, eran las primeras horas de la mañana y él nunca había visto a hombres de la categoría de Pentfield y Hutchinson jugar a los dados hasta después de terminado el trabajo diurno. Pero cuando se puso los mitones y se dirigió a la puerta, su semblante estaba impasible, como el de todo indio del Yukon.

A pesar de que ya eran las ocho, fuera reinaba todavía la oscuridad y la cabaña estaba alumbrada por una vela de grasa clavada en una botella vacía de whisky colocada sobre una mesa de pino entre un amasijo de platos de estaño, sucios. La grasa de innumerables bujías había goteado por el largo cuello de la botella y se había endurecido formando un glaciar en miniatura. La pequeña habitación presentaba el mismo desorden que la mesa; en un extremo, junto a la pared, había una litera con las mantas revueltas, tal como las habían dejado los dos hombres al levantarse.

Lawrence Pentfield y Corry Hutchinson eran millonarios, aunque no lo pareciesen. No había nada de extraordinario en ellos y hubieran podido pasar por unos perfectos madereros de cualquier campamento de Michigan. Pero fuera, en la oscuridad, donde se abrían unos agujeros en el suelo, había muchos hombres ocupados en extraer del fondo de unos hoyos lodo, arena y oro que otros hombres separaban de las impurezas, trabajo por el cual percibían quince dólares diarios. Cada día se recogía oro por valor de miles de dólares y se subía a la superficie, y todo esto pertenecía a Pentfiel

Fin del extracto del texto

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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