Aura

Javier de Viana


Cuento


Al amigo e ingeniero José Serrate.


En medio del bosquecillo de paraísos, que crecía en el ángulo formado por el cerco de la chacra y al que daba entrada al potrerito del lavadero, Serapio, después de haber abierto cuatro hoyos á punta de pala, ensayaba plantar el primer horcón

No se daba prisa; nunca tenía prisa Serapio. Tranquilamente colocó el palo en el hoyo, y comenzó á mirarlo, á moverlo, «buscándole la vuelta». Cuando estuvo conforme, lo sujetó con ambas manos y empezó á voltear con el pie la tierra extraída.

—Así va güeno—dijo.

Largó el coronilla, ya firme, y cogiendo la pala, echó sobre el agujero la tierra que restaba. Apisonó. Ratificó la posición del horcón.

—Ta güeno—tornó á decir.

Sacó los avíos, armó un cigarrillo, encendió y tomó otro horcón para plantarlo en el hoyó vecino.

En ese instante apareció Eufrasia, que venía del lavadero con un gran atado de ropas sobre la cabeza. Lo dejó caer, se arregló las mechas, se puso en jarras, y, observando la construcción de Serapio, que no existía á medio día, cuando salió para el arroyo—dijo:

—¡Hué!..¿Estás poblando?

—Así parece, che—respondió el mozo sin mirarla preocupado con su labor.

—Casa chica, parece.

—Es pa los chanchos.

Y ella, riendo:

—Vas á estar bien ahí adentro.

—Sí; en tu compaña.

La china hizo un gesto despreciativo, recogió el atado de ropas, y exclamó con desprecio:

—¡Andá que te lamban!...

Y á pasos menudos y rápidos se encaminó á las casas, zarandeándose y sin dignarse mirar atrás.

El mozo continuó su tarea y sóio cuando ya ella estaba lejos, entrando al guardapatio, levantó la cabeza y se puso á contemplarla.

—Tuavía, no—exclamó, volviendo tranquilamente á su trabajo.


* * *


Cuatro meses después daba principio la esquila

Gran trajín en la estancia. Había que voltearles el vellón á más de veintemil lanudas. Cuarenta esquiladores sudaban apestosamente bajo el cinc hecho fuego del techo del galpón, cubiertos de grasa, arrodillados, una oveja entre las piernas, la tijera en la mano... Las ovejas medio asfixiadas, gemían lastimosamente; de pronto balaba una, pateando, al sentir que le arrancaban un palmo de cuero en tajo brutal... En frente, una oveja vieja, de carretilla pelada, candidata al rodeo de consumo, tosía soportando impasible la tortura á que le habían habituado su seis años de experiencia: «¡agacharse es un alivio, cuando es más fuerte el contrario!»

Aplastadora la tarea para el personal de la estancia. Serapio, ensillando con el alba para arrear las majadas destinadas á la esquila del día, desempeñaba luego el oficio de «acarreador», «agarrando», maneando, y «arrastrando» ovinos para que siempre estuviese ininterrumpida la línea de animales que ocupaba el centro del galpón, á disposición de los esquiladores.

Por su parte, Eufrasia estaba «abombada» por el exceso de trabajo, abrumador y continuo. No se «deshacía las trenzas»; las mechas le caían obstinadamente sobre la frente; la pollera de percal estaba toda arrugada, á fuerza de acostarse vestida, las más de las noches, vencida por el cansancio.

Cuando en el obscurecer de aquella tarde, él entró al patio y fué al pozo, sediento, y la encontró á ella haciendo esfuerzos penosos al tirar de la soga, y se la quitó y sacó el balde de agua fresca y bebió gozosamente en el jarro que ella le alcanzara, tuvo la inspiración de desabrochar el alma y... El gran fogón de la cocina iluminaba el rostro de la criollita, Su rostro color de trigo marilleaba de cansancio; anchas ojeras lindabana sus ojos de carbón; los gruesos labios, entreabiertos, estaban pálidos...

—Tuavía no—pensó el gauchito; y se volvió á los galpones en silencio.


* * *


Al terminar la esquila hubo baile.

Eufrasia, que era una china apetecible, tenía muchos admiradores, y ella, coqueta, «aflojaba piola» á todos, pero concentrando sus indecisas simpatías entre Toribio López, sargento de policía, asistido por el principio de autoridad; el indiecito Martíínez, guitarrista, presumido y que siempre le estaba cantando al oído vidalitas mojadas en miel de camoatí; y Serapio, quien, sin haberle dicho jamás palabra de amor, le había enseñado hasta el fondo del alma en las miradas encendidas de pasión.

En el baile Martínez fué preferido desde el principio. Bailarín de fuerza, conversador agradable, cautivaba.

El sargento, cuarentón presumido, se mordía los grandes bigotes, torturando su magín en busca de un recurso para meter de cabeza en la barra al indiecito ladino.

Y Serapio, calmoso, tranquilo, se hacía á un lado, se ocultaba en la sombra, disimulaba su presencia.

A eso de la media noche, Eufrasia, que había bailado cuatro piezas seguidas con el indiecito guitarrero, salió al patio y se fué hasta el bosquecilio de paraísos, donde se detuvo apoyada un horcón del chiquero de chanchos construido por Serapio.

Este, qué desde hacía un cuarto de hora estaba allí, sentado en el suelo, meditando, la vió y guardó silencio, ocultándose á su vista.

A poco apareció Martínez. Se acercó á ella, le tomó una mano con aire de triunfador y díjole:

—Yo sabía que mi paloma había de obedecer al palomo...

—¿Obedecer?—replicó ella algo irritada.

—Claro ¡Dame un beso!....

—¡No!—gritó Eufrasia esquivándose...

—¿Por qué?

—Porque yo sólo besaré á mi marido.

Y él persiguiéndola zalamero, meloso, exclamó:

—Y desde aura mesmo puedo ser tu marido...

—¡Ah, sí!—replicó ella rechazándolo indignada.—¿Ah, sí?... ¿Eso piensa el mozo?... Equivocó la picada... ¡Puede ensillar y dirse!...

Inútiles fueron las súplicas del guitarrero. La chinita, ofendida, lo dejó plantado y se volvió á las casas.

Hora después, Serapio regresaba al salón de fiesta. Eufrasia danzaba con el sargento. Él se quedó en la puerta, fingiendo no advertir las miradas provocativas que le enviaba la china cada vez que giraba cerca suyo.

Un peón, compañero, sabedor de la intriga amorosa, le dijo:

—¿Y por qué no atropella hermano?

Sonrió el gauchito replicando:

—En californias, caballo que sale cortao en punta, cuasi nunca gana... Hay que carcular el momento ’e la atropellada...

Y ni una vez, en toda la noche, se dignó acercársete, hablarla, solicitarle el honor de una pieza. El gauchito estudiaba, esperaba..

En mitad de una polca, Eufrasia obligó al sargento, su compañero, que la sentase. Estaba furiosa. Enderezó á la puerta y le pegó un empujón á Serapio.

—¿Pa cuando?—preguntóle con sorna el amigo.

—Aura—respondió él.

Y tomándola de la mano, se adelantó hasta los guitarreros y dijo con voz imperiosa:

—A ver una mazurca linda pa bailarla con mi novia.

Y le clavó los ojos; y los ojos de ella dijeron que sí.

Atinaron las vihuelas, rompieron en acompasado son de una lánguida mazurca.

—Aura—dijo él..

—Aura—dijo ella entregándose...


Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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