Largo y fino rasgo trazado con tinta roja abarca el naciente.
En la penumbra se advierten, sobre la loma desierta, veinte bultos grandes como ranchos chicos, rodeados por varios centenares de bultos más pequeños esparcidos a corta distancia unos de otros...
Clarea.
De debajo de los veinte bultos grandes, que resultan ser otras tantas carretas, empiezan a salir hombres.
Mientras unos hacen fuego para preparar el amargo, otros, desperezándose, entumidos, se dirigen hacia los bultos chicos, los bueyes, que al verlos aproximar, comprenden que ha llegado el momento de volver al yugo y empiezan a levantarse, con lentitud, con desgano, pero con su resignación inagotable.
Toda la campiña blanquea cubierta por la helada.
Las coyundas, que parecen de vidrio, queman las manos callosas de los gauchos; pero ellos, tan resignados como sus bueyes, soportan estoicamente la inclemencia...
Hace dos días que no se carnea; los fiambres de previsión se terminaron la víspera y hubo que conformarse con media docena de “cimarrones” para “calentar las tripas”.
En seguida, a caballo, picana en ristre.
—¡Vamos Pintao!... ¡Siga Yaguané!...
La posada caravana ha emprendido de nuevo la marcha lenta y penosa por el camino abominable, convertido en lodazal con las copiosas lluvias invernales.
La tropa llevaba ya más de un mes de viaje. Las jornadas se hacían cada vez más cortas, por la progresiva disminución de las fuerzas de la boyada... y todavía faltaban como cincuenta leguas para, llegar a la Capital!...
Con desesperante lentitud va serpenteando, como monstruosa culebra parda, el largo convoy. Las bestias, que aún no han calentado los testuces doloridos, apenas obedecen al clavo de la picana.
Se ha andado media hora y hay que hacer alto: Ja segunda carreta, conducida por Cayetano, un indio viejo y flaco, que tose y tose, mordido por la tisis, encontró el primer “peludo”.
Una de las ruedas se había hundido hasta las mazas.
Seis hombres se apearon do sus matungos, se quitaron los ponchos y, pala en mano, fueron en auxilio del compañero.
El viejo Cayetano, que cava con energía insospechada en su magrura, reniega sin cesar.
—¡Me había ’e tocar a mí el primer cangrejo!... Dejuro: cuando uno llega a viejo comienza a jeder a dijunto y taitas las moscas se le vienen encima!...
En mangas de camisa, descalzos, arremangadas las bombachas hasta por encima de las rodillas, los bravos campesinos lucharon durante tres horas consecutivas, insensibles al frío intenso de la cruda mañana invernal. So prendieron hasta veinte yuntas de bueyes con resultado negativo, y no hubo más remedio que descargar.
En estos trajines se perdió otra jornada y se pasó otro día a mate amargo y galleta dura.
Días después llueve torrencialmente y el arroyo, en furiosa crecida, obliga a acampar durante dos o tres días.
Y cuando la atormentada caravana llega a las puertas de la Capital, nadie es capaz de aquilatar las energías y los sufrimientos y las heroicidades de aquellos humildes cuanto eficaces e insustituibles cooperadores en la hora prima de la creación de la riqueza nacional.