Chaqueña

Javier de Viana


Cuento


Habíamos andado todo el día, a tranco de mula por el serpeante camino que a veces cruza en diámetro un vallecito circular, a veces se hunde, a manera de reptil en el amplio túnel formado por las insolentes ramasones de los quebrachos, grandes como catedrales.

Iba cayendo la tarde y teníamos la vista y la mente fatigadas con la incesante contemplación de la selva sin término. Un viento del sur, espantando el bochorno, castigábanos en cambio con el polvo rojizo y sutil de las arenosas tierras de la pampa chaqueña; el tormento del polvo, digno competidor de la saña perversa de mosquitos y jejenes. El cielo mantenía en la inmensidad de su imperio el impertinente azul que enceguece, que domina, que anonada con la monotonía de sus luminosidades.

Saliendo de un laberinto de frondas ásperas y amenazantes, abrióse de pronto ante nosotros un risueño vallecito tapizado con el dañino capihacuá (pasto que pincha), terror de las cabalgaduras a las cuales se obliga a cruzar sobre ellos sin la protección de las polainas de cuero.

Formaba el descampado aquel, una circunferencia casi perfecta en un diámetro no mayor de quinientos metros. Aquí y allá, sobre el tapiz de hierba, gallardeaban las palmas carandaís, la teja natural de las techumbres comarcanas.

Por todas partes la selva lujuriosa rodeaba el valle con alta, ancha, impenetrable barrera, entre cuyos verdes diversos, echaban como una sonrisa los lapachos con las grandes manchas rosadas de sus flores, junto al cobre de los adustos guayacanes y la púrpura imperial de los ceibos. En el centro del playo centelleaba cual pupila de acero un lagunejo de aguas blancas donde bogaban dulcemente, semejando diminutos barcos negros, los pescadores mbiguás.

En la linde oriental del potrerillo un higuerón colosal ofreciónos la apetitosa sombra de su domo esmeraldino. Desmonté y tendíme con delicia sobre el colchón de hojas muertas y de suaves y sedosas lianas acumuladas al pié del gigantón.

Mis acompañantes correntines, más duros aún que los quebrachos familiares, ajenos a la fatiga y al sol que cabrillea sobre sus rostros de jacarandá, desdeñaban echar pié a tierra y con la pierna cruzada sobre el recado, oprimido entre el nácar de los dientes el hediondo paraguayo, entornaban los párpados, quizá para soñar mejor con la cuñataí que habían dejado allá lejos, más allá del agrio bosque, más allá del imponente rio, escondida en un nido de barro y de palma entre los floridos naranjales del inolvidable Taragüy.

Yo también, semi adormecido por el conjunto enervante de la tibiedad ambiente, de los perfumes selváticos y del colosal silencio, comenzaba a soñar; a soñar con el pasado, tan próximo y tan lejano ya, del desierto salvaje, del fenecido imperio índico. Es la misma tierra huraña devorada por las selvas, calcinada por los soles, atormentada por las sequías; es la misma región ingrata donde los prados son de acero y los ríos de sal; es el mismo infierno de las sedes que enloquecen; es el mismo cielo sin nubes donde revolotean siniestros los cuervos famélicos; es el mismo bosque donde se arrastra cauteloso el tigre; es el mismo pajonal donde las lampalaguas anidan; son los mismos esteros donde galopan furiosos los jabalíes, y son los mismos riachos en cuyas sucias riberas se asolean los jacarés. Todo parece lo mismo, inmutable con su belleza eterna y su eterna rebeldía; falta el señor indígena solamente...

¿Falta?... Mezclado con los correntines de mi escolta viene un toba. Es el único que ha descendido de la mula y se ha echado de bruces sobre el suelo, parece contemplar el paisaje con la soberana indiferencia de sus pupilas turbias donde duermen nostalgias. Los mosquitos cubren casi sus pantorrillas desnudas y los jejenes forman una nube grísea sobre su cabeza descubierta sin obligarte a mínimo gesto: tiene el aspecto y la inmovilidad de un rollizo hachado, cepillado y curado por la intemperie. Espécimen de la raza desposeída, quien sabe qué extrañas y confusas ideas siente bullir en las obscuridades de su pequeño cerebro. Quizá al contemplar la tierra esquiva, inhospitalaria, donde un tiempo albergábanse los suyos en continua disputa con las fieras, cavile en el grado de indigencia que es menester para no despertar codicia.

Mis párpados se han cerrado del todo y una placidez de ensueño orea mi frente, invitando al reposo. Sensación de pocos segundos; estoy en el Chaco y en el Chaco dominan aún, salvajes furibundos, los mosquitos que me obligan a mantener la vigilia fatigosa.

Pero ¿que advierto delante de mí? ¿Es realidad, es visión febril?...

Me restregó los ojos, observo atentamente el extraño grupo que parece haber surgido del suelo a la voz de un conjuro poderoso. Lo forman tres indias viejas, tres espantosas figuras de remota apariencia humana. Un trapo anudado en la frente sujeta la crin escasa y lustrosa; un guiñapo encubre ligeramente el busto miserable dejando ver el cuello flaco, negro y arrugado como un tronco de sauce y unos brazos escuálidos, obscuros; brazos de momia y brazos de mono a la vez. Una saya hecha jirones llega hasta poco más abajo de la rodilla desdeñando cubrir las piernas, magras y negras como las extremidades toráxicas. Todas llevan colgada del cuello y echada a un flanco, una bolsa repleta de quien sabe que raras inutilidades. Una de ellas sujeta ahorcajado sobre la cadera, un chico desnudo, flaco, ventrudo, horrible como un implume pichón de venteveo.

Inmóviles, sin pronunciar una palabra, sin un gesto facial, me tienden las manos pequeñas, huesudas, simiescas. Así permanecen varios minutos soportando mi asombrada observación. Al fin, una de ellas parece impacientarse y exclama con una voz sin timbre:

—Dá, dá.

Tampoco yo acierto a moverme ni a pronunciar palabra temeroso de ahuyentar la macabra visión. Y el miserable ser, casi sin mover los labios, rígido el cuerpo, impasible el rostro, continúa su súplica.

—Dá... dá...

Le doy unos níqueles y le pido plantas, plantas del bosque, flores del aire. No entienden. Repito tres o cuatro veces el pedido, sin éxito. Al cabo, se miran, se acercan, y semejantes a hormigas que se encuentran y se comunican en un contacto de antenas, dan media vuelta y silenciosamente, como habían venido, se alejan, se internan en la selva y desaparecen.

Quedé indeciso, no sabiendo si lamentar o agradecer la desaparición de aquéllos seres misérrimos, semi-humanos, semi-bestias. Poco más de diez minutes habían transcurrido cuando, con igual sigilo, con el mismo andar sin ruidos, de fantasma, se me presentan las tres harpías, acompañadas esta vez de algo que podría pasar por beldad, entre los tobas. Era joven; llevaba una pañoleta de lana rosada en la cabeza, una limpia y nueva bata de zaraza azul y blanca, y una falda roja. Las piernas, bien formadas, y los pies menudos, desnudos, como las otras pero cuidados con prolijidad. De sus orejas pendían aros de oro; en el cuello ostentaba un collar de perlas falsas y sus dedos estaban cuajados de sortijas ordinarias.

Al verme, apartóse de sus compañeras, —que permanecieron alineadas, erguidas, silenciosas,— y se acercó a mí, sonriendo con indescriptible sonrisa, la más espantable sonrisa que haya profanado y degradado un rostro humano.

¡Aquella sonrisa!... Si queréis formaros una idea de su horrorosa repugnancia, imaginad —¡si os es posible!— una gorila cortesana ensayando gestos de lujuriosa coquetería.

¡Oh, la sonrisa de la infeliz criatura!... Me hizo mucho mal, más mal que la presencia de las brujas tobas. Le di todos los niqueles que tenía, ansiando se marchase. Pero ella sonrió, sonrió, sonrió con esfuerzo visible y comenzó a pasar y repasar frente a mí. De pronto, sorprendida sin duda ante la adustez de mi mirada, bajó la vista, tornóse triste y tendió la mano en demanda de nueva limosna. Como no se la diera, fué a reunirse con las viejas y en su compañía, siempre silenciosas como fantasmas, derechas, rígidas, sin volver la cabeza, se internaron y se perdieron en la selva.

Cuando hubieron desaparecido, me puse de pie dispuesto a continuar la marcha. Mis ojos se encontraron entonces con los del toba, quien interpretando a su manera el disgusto pintado en mi semblante, me dijo, en su idioma, como filosófico consuelo:

—«Caica la chihué, caica la mohua».

(Acabada la plata, se acabó la mujer.)


Publicado el 9 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
Leído 2 veces.