Con suave lentitud venía insinuándose la noche, y en el gris vespertino, una brisa salutífera aportaba un calmante a las ardentías de la tarde estival.
Pasado el sopor del bochorno, los cuerpos experimentaban la intensa satisfacción del funcionamiento de los órganos. Era uno de esos instantes en que los hombres sienten la necesidad de ser buenos por imposición de la calma, pues es sabido que la bondad es estática, así como la maldad es un sentimiento en acción.
Y en tales circunstancias se encontraron don Heriberto, cimarroneando y charlando con Pedro Luis, el donjuanesco gauchito del distrito, cuya conducta le traía avinagrada el alma. Cuando le diera cita, su espíritu ardía en rencores, dispuesto a increpar y a castigar; más allí, en la apacibilidad de la tarde moribunda, descolorida y silenciosa, vióse invadido por un sentimiento de conteporización y de perdón.
Bajo la entreabierta camisa de percal rayado, veíase un rudo pecho velloso alzarse y bajar regularmente al influjo del sereno latir del corazón. En su rostro enérgico reflejábase el alma en reposo.
—Si, amigo —dijó;— yo siempre tuve confianza en vos, porque sé que las locuras son cosa común en la mozada... Al principio, cuando me enteré de la falla de m’hija, me dió rabia... ¿a quién no le sucede lo mesmo?... pero después juí pensando que tuito se arregla, habiendo gana, y que los hombres hablando se entienden... Yo te conozco a vos... la muchacha es buena y te quiere una barbaridá... ¡Hace dos días que no come la pobrecita!... Dispués, el año ha venido bien... Doscientas reses, una majadita y población les puedo dar...
Don Heriberto había dicho lo que antecede con voz tranquila y calmosa, observando a Luis Pedro, quien con la vista en el suelo, guardaba silencio, golpeándose la caña de la bota con el rebenque. Tras una pausa interrogatoria, el viejo preguntó directamente:
—¿Qué decís?
—¡Qué quiere que diga!...
—¿No te vas a casar con Lola?
—Vea, don Heriberto... por aura... más adelante, no digo... puede ser muy bien...
—¡Ya sé! ¡ya sé! —exclamó el gaucho; y sofrenando un impulso, continuó diciendo con fingida calma:
—Hace veinte años, un picaflor como vos, engañó como vos a mi hermana Jacinta, y alzó el poncho como vos, y como vos se puso a matreriarnos. Hasta que un día mi padre lo hizo venir, y aqui, bajo esta mesma ramada, sentaos como estamos sentaos, él hizo las mesmas reflesiones que yo te hice y él contestó lo mesmo que contestaste vos. Y entonces, el viejo, que entuavía era juerte, se lenvantó del banco...
Don Heriberto uniendo la acción a la palabra con celeridad tal, que Pedro Luís no pudo oponer resistencia, continuó deciendo:
—¡Lo agarró ansina, por el pescuezo, y apretó! ¡Apretó! ¡¡Apretó!! ¡¡¡Apretó!!!... ¡y al largarlo, caía un muerto a sus pies!...
Y efectivamente; Pedro Luis se desplomaba estrangulado.
Don Heriberto, con el rostro enrojecido y bañado en sudor, con la mirada extraviada y las manos presas de un temblor convulsivo, exclamó mirando el cadáver:
—¡Lo mesmo que hace veinte años!...