Cómo se Vive

Javier de Viana


Cuento


A mi buen compañero I. Medina Vara.


Felisa había permanecido toda la noche en vela.

Era una noche de invierno, del áspero invierno campero, impetuoso como un toro cerril, soberbio como río salido de madre, inclemente como el granizo.

Una noche amedrentadora.

El cielo era negro cual hollín de cocina vieja. Ni una sola estrella habíase atrevido á aventurarse en lobreguez semejante.

A ratos, reventaba el trueno en las lejanas cavernas del firmamento.

A ratos zigzagueaba un relámpago, semejando el brillo fosforescente de los ojos de un felino rampante entre húmedos pajonales.

El viento, en ráfagas discontinuas, silbaba agrias melodías al enredarse en las férreas ramazones de los eucaliptos, donde anidaban águilas... ó voltejeaba, al ras de la tierra, resquebrajando y humillando á los rosales y á los jazmines, á las camelias y á las glicinas...

Solita, en el sobrado de la Estancia, solita en el lecho, que parecíale inmenso para ella sola, Felisa, sentía helársele la sangre á cada centelleo eléctrico, que inundaba de luz el cuarto y á cada retumbo de trueno que hacía estremecer las tejas del techado...

Luego, en un reposo de ruidos y luces amenazantes, tras un pequeño silencio, la lluvia empezó á caer, á caer en gotas gruesas, espaciadas, lentas... Cesó de pronto... En seguida, violentamente, ferozmente, el aguacero se desplomó con ansias de exterminio, mientras rugían los truenos, y se cruzaban en todo sentido los relámpagos, marcando arrugas lívidas sobre la faz carbonosa de la noche.

Noche de rabia. Una de esas noches en que el pavón nocturno y el cuervo simbólico y el buho agorero, parecen reunirse en fatídica trilogía para salmonear la divinidad del suicidio y el encanto del precipicio, para las almas transidas, exhaustas y deshojadas...

Las horas iban transcurriendo, cada vez más rabiosas en reventar de truenos, en estallar de centellas, en vociferar del viento, en azote de la lluvia...

Iban pasando las horas con esa lentitud con que pisan las cuentas del rosario para un chico que se muere de sueño.

Rugía afuera el huracán. El cielo, el masculino fecundador, parecía complacerse en demostrar su superioridad brutalizando sin clemencia á la tierra, su esposa...

Y las horas pasaban, y Felisa se agitaba febrilmente en el lecho, esperando al esposo... Y, en el insomnio y al influjo de la noche tempestuosa, las ideas negras proliferaban en su alma.

Ella nunca quiso á aquel hombre que por ser joven, bien parecido y muy rico la adquirió de su padre como quien adquiere un caballo, pagando mucho, por capricho de poseerlo.

Nunca la quiso, pero casada con él, se esforzó por quererle; y cuando vino un hijo, empezó á creer en la posibilidad de una fusión sentimental, la alegría de la flor recompensa del rosal á los afanes de quien le cuida y le defiende con esforzada solicitud...

Y seguía bramando la noche. Y las horas caían lenta, muy lenta, muy lentamente, sin que ladrase un perro anunciando la llegada del patrón, quien, dos días iban, partió para el Ceibal: carreras, juego, baile, farra...

La majestad del Sol impuso respeto al cielo. La electricidad cerró los ojos y enmudeció. Cesaron los truenos y los relámpagos. Calmó la lluvia. El huracán, avergonzado de su acción destructora, moderó sus ímpetus...

Y cuando Felisa, horriblemente torturada por una noche de angustioso insomnio, comenzaba á vestirse, vio entrar á Lucindo, su esposo.

¡En qué estado!

Venía hecho una sopa; el poncho de arrastro; el blanco pañuelo de la golilla todo manchado con el rojo innoble del vino; los cabellos semejaban un trigal pisoteado por una tropa de yeguarizos en desbandada; la frente era un mármol ultrajado por las intemperies; los ojos eran como una lámpara que humea, agonizando, falta de aceite; los labios, cansados, recordaban los áridos labios arenosos de un arroyuelo desecado por el estío...

No cambiaron palabra. Ella concluía de vestirse, mientras el concluía de desnudarse. A poco, roncaba.

Ella lo observó con desprecio. Iba á salir. Vio uñ papel en el suelo, caído de los bolsillos de su esposo... Lo recogió, lo leyó y lo arrojó con asco...

Descendió la escalera del sobrado y fué, mecánicamente á ocuparse de las tareas domésticas... Hizo fuego, preparó la pava y dirigióse al aljibe que estaba en mitad del patio, á la sombra del parral.

Se detuvo allí. Miró lo hondo y negro del pozo. La acerada pupila de aquel abismo le atrajo. Se inclinó para mirar... Se inclinó mucho...

Al otro extremo del patio, Luisito, el hijo único, en zapatillas y en camisa, en medio de una gallina rodeada de polluelos, observaba con asombro á la madre y, sin decirlo, pensaba:

—Mamá no quiere nunca que yo me asome al pozo y ella se asoma mucho!...

Y en ese mismo instante Felisa se lanzaba de cabeza en el aljibe, obedeciendo á la fatídica voz de la trilogía del cuervo, del buho y del pavón nocturno, incitadora del suicidio libertador.

El pequeño, azorado, corrió gritando en la intuición de su desgracia:

—¡Mamá!... ¡mamá!

Mas, como nadie respondiere, imploró desesperadamente:

—¡Papá!... ¡Papá!...

Pero el papá dormía su borrachera, soñando con la mujerzuela que le había retenido dos días entre sus brazos, fuera del hogar...


Publicado el 25 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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