A F. Brito del Pino (hijo).
De esto hace ya largo tiempo.
El ejército contaba entonces con pocos jefes que no pertencieran al clásico tipo de los "militarotes".
Por regla general eran bruscos, groseros, nada sociables. Forzosamente habían de ser así, pues habiendo crecido y envejecido en continuo guerrear, primero por la independencia, después por la libertad, les faltó tiempo para cursar estudios y frecuentar salones.
Eran unos bárbaros.
A esta categoría, y de los más definidos, pertenecía el comandante Lucio Salvatierra; paisanote aindiado, petizo, rechoncho, gruñón, de cuya edad sólo se sabía que era "viejazo". Él mismo la ignoraba, como ignoraba el lugar de su nacimiento, bien que le constara ser "de allá, pu'el este", según su expresión. Se le suponía correntino, por la estampa; pero él protestaba, alegando las razones convincentes de que no lloraba para hablar, ni sabía nadar.
El caso es que, después de muchísimos años de pelear con blancos en el interior y con indios en la frontera, tenía ganado su descanso; y el gobierno de la nación se lo concedió, nombrándole jefe de la guarnición de Martín García.
Salvatierra aceptó el puesto sin entusiasmo; y luego, cuando hubo tomado posesión de su dominio, su mal humor estalló en juramentos y amenazas.
La "isla sublime" de Alberdi; la encantadora reina del Plata que soñara Sarmiento para capital de los futuros Estados Unidos de la América del Sud, se le antojó al gaucho una cancha ridícula para sus hábitos de centauro. Aquel peñasco estéril, clavado en mitad del río inmenso y donde no era posible "galopiar tres cuadras" le ponía fuera de sí. El gobierno se había burlado de él; o quizá, temiéndole, creyéndolo comprometido en alguna conspiración, lo enterraba allí junto con los presidiarios que debía custodiar, en compañía de los bandoleros que constituían la guarnición.
—¡Cueva'e víboras, de ratas y de aperiases, pero vivienda'e cristianos!...
Y después:
—S'acuesta uno y si se discuida y da una mala güelta en la cama, se cai al agua.
Su mayor ojeriza era para ésta, para la enormidad de las aguas "que noche y día corren vertiginosamente, galopando al ñudo", como exclamaba en su encono el comandante.
Sin embargo, no había más remedio que resignarse, y él se resignó. Por otra parte, no le faltaban preocupaciones, obligado como estaba a vigilar al mismo tiempo a presidiarios y guarnición, tan bandidos y tan a la fuerza confinados allí los unos como los otros. Dos veces en un mes había tenido que "darle gusto al corvo" para hacer entrar en razón y tornar a la obediencia al piquete amotinado.
Empero, la causa de su mayor tormento estaba en las continuas y misteriosas evasiones de presos y de soldados. Casi no transcurría una semana sin que alguno desapareciese.
¿Cómo? Embarcaciones no había. ¿A nado?... Era mucha agua la atrevasada entre la isla y la costa oriental, y si algún nadador de excepción era capaz de la proeza, resultaba materialmente imposible que la repitiesen uno tras otro, presidiarios y milicos; a los tres meses de su estadía en Martín Grareía, tres de los primeros y cinco de los segundos se habían hecho humo.
Salvatierra estaba furioso y se pasaba las noches en claro, rondando y prometiendo un castigo ejemplar si cazaba a alguno de los fugitivos o de sus cómplices. Pero todo era inútil. No encontraba nunca en la agria intemperie de la isla otro bicho viviente que la vieja yegua tubiana, una petiza sin dueño que pacía tranquilamente el pasto duro.
El comandante había llegado a cobrarle rabia a la tubiana, pues se le antojaba que a su paso, en las noches de ronda, aquélla lo miraba con cierta expresión burlona.
Cierta tarde, el paisano se sintió "medio apestao" y ganó la cama, mandando que le hiciesen un te de manzanilla y le pusiesen en el pecho unos parches de papel de estraza y cabo de vela.
—Pa cualquier mal, no hay cosa más mejor qu'el sebo—dijo.
Y a él debió sentarle bien, porque en la madrugada, algo más de una hora antes de aclarar, se vistió, empuñó su pistolón Lafoucheux y salió sigilosamente, desafiando el frío. Agazapándose, recorrió la costa, llamándole la atención la ausencia de la tubiana. La buscó inútilmente y ya empezaba a creer que se hubiese ahogado, cuando, echando, una mirada al río, vio, a la primera luz del día, un bulto que nadaba en dirección a la isla. Se ocultó de inmediato, y a poco notó con asombro que el nadador era yegua. Ésta, muy confiada, pisó tierra, se sacudió y se echó resoplando fatigosamente.
—¡Mu güeno!... ¡pero mu güeno!...— exclamó el jefe y volvió al cuartel, observando las mismas precauciones que a la salida.
Poco después se levantaba, hacía formar la tropa y empezaba la averiguación. Por lo pronto faltaba un milico, el mulato Estanislao.
Ante las amenazas terribles del comandante, la verdad apareció completa: en el momento propicio, el desertor se iba a la playa, montaba en la tubiana, se lanzaba al agua y así ganaba la costa oriental. Luego, la yegua puesta en libertad, se apresuraba a regresar a la querencia.
Por orden de Salvatierra la culpable fué traída a la cuadra. Allí se hizo un simulacro de consejo de guerra sumario y la tubiana fué condenada a muerte "por cúmple de resersión".
Se formó cuadro, se eligieron cuatro tiradores... y el "reo" fué debidamente ajusticiado.
Desde entonces las deserciones se hicieron rarísimas.