Es en la madrugada. La niebla cubre el campo y hace un frío terrible, un frío contra el cual nada pueden las grandes brasas de coronilla que rojean en el fogón.
Hay orden de pasar rodeo para un aparte; desde hace más de una hora los peones tienen ensillados los caballos, prendidos los lazos a los tientos y bien apretada la cincha, como para correr sin miedo en las cuestas arriba y en las cuestas abajo, sin peligro de que, echada a la verija, los redomones se desensillen solos corcoveando.
Empero, fuerza es esperar a que se levante la helada de un todo y se trague el sol la neblina.
Han churrasqueado, tienen ya verdes las tripas de tanto cimarronear, y, bostezando y restregándose las manos, se aburren en la rueda del fogón.
Camilo dijo de pronto:
—Hace más de media hora que don Cantalicio no abre la jeta ni pa largar un resuello... ¿Se le ha yelao la lengua, viejo?
Don Cantalicio hizo un esfuerzo para desprender el pucho que se le había pegado a los labios y respondió, pausada, perezosa, cansadamente:
—No es pa menos, che... Parece que con la crisis, hasta Tata Dios se ha güelto agarrao...
—¡D'endeveras!... Ya ni agua gasta: van como pa tres meses que no llueve...
—Verdá, los campos se están quejando.
—Y los pulperos estrilan y han aumentado el precio'el vino y la caña.
—¡Pero, en cambio, tuitas las noches cain unas heladas como pa poncho'e dijunto!
—Y la otro día nos dan un piacito'e sol que alumbra menos que vela'e baño.
—A gatas si redite l'escarcha.
—Y no alcanza ni pa calentar los pieses.
—¡La leña está muy cara, che, y como el fogón del sol come mucho, Tata Dios economiza!...
—Güeno,—habló Camilo, dirigiéndose a don Cantalicio;—pa medio desentumirnos, cuentenós el cuento del perro overo que nos ofreció la vez pasada.
—El perro overo... lo llamaban Iguana...
—¿Por qué, si era overo?
—¡Qué sé yo!... Por lo mesmo que uno puede llamarse Deolindo, y ser más feo que un susto a media noche...
—¡A ver! Denme lao pa colocar esta pava, qu'el patrón quiere amarguear y se me ha emperrao el juego en la cocina!—exclamó con imperio ña Robustiana, la esposa del capataz Cantalicio.
—Güeno,—continuó el viejo sin mirar a su mujer;—: perro overo, qu'era un perro güen mozo, se había enamorao de una perrita barcina que moraba en la mesma casa y era medio parienta suya. Ella le corrispondió y se juntaron. Iguana era güenazo con ella; en cuanto encontraba un güeso se lo llevaba pa qu'ella mascara... Pero un día se presientó un perro gaucho, que no tenía casa y vivía robando ovejas y cruzando campos... Le tiró unos tientitos a la barcina, y la muy perra los trenzó.
—«¿¿Juyamo?»—propuso el entruso, y ella contestó:
—«¡Juyamo!»
Y juyeron. Iguana quedó tristazo. Ya ni diba al campo; cuasi siempre comía yuyos pa desamargarse; se puso flaco, y a cada rato decía:
—«¡Qué vida perra!»
Como cosa de tres meses dispués, la barcina cayó a la Estancia. Iba flaca, sucia, medio por morirse. Al verla, Iguana la quiso hacer piacitos a mordiscones; pero ella le contó el pasao: a su gaucho lo habían muerto de un tiro en momentos que desnucaba un cordero... ella escapó, corrió, corrió y se volvió a la querencia.
—«¿Me perdonas?»—preguntó.—Una refalada no es caída.
E Iguana contestó:
—«Te perdono; pero no te volvás a refalar!»....
Na Robustiana, que con los brazos en jarra, había escuchado el relato, exclamó colérica:
—¡Bien se ve que Iguana no era un hombre!
—Y bien se ve—contestó el viejo—que la barcina era una perra!...