La barranca, cortada a pique. Diez metros más abajo, el río, ancho, silencioso, argentado por pródigo baño de luz lunar. A tres metros del borde de la barranca, la selva; la selva alta, apiñada, hirsuta y agresiva.
Es pasada media noche. Casi absoluto silencio. En su sitio habitual, sentado al borde del barranco, colgando las piernas sobre el río, «pitando» de continuo, y con frecuencia echando mano al porrón de ginebra, don Liborio —el pescador famoso— esperaba pacientemente que los dorados, surubíes o pacús, se decidieran a morder en alguno de los tres anzuelos de los tres aparejos, horas hacía, sumergidos en la linfa.
Noche serena, de mucha luna y con las aguas en violento repunte, no era nada propicia para la pesca. Un axioma. Pero don Liborio no se impacientaba. Profesional, sabía que el éxito de la pesca estriba en la paciencia. Hay peces vivos y peces zonzos. Empeñarse en atrapar los primeros es perder el tiempo. Carece esperar, hacerse el zonzo y con esa táctica siempre cae de zonzo algún vivo.
Cuando, de pronto, crujieron las ramas, denunciando que alguien avanzaba por la estrecha vereda que conducía al playo pesquero, don Liborio no se dignó volver la cabeza: de pumas, ya ni rastros quedaban en la comarca; malevos, algunos; contrabandistas, muchos; pero todos amigos: él era como cueva de ñacurutú, campo neutral, donde solían albergarse, fraternalmente, peludos y lechuzas, aperiases y culebras.
Recién se dignó volver la cabeza cuando una voz conocida dijo a su espalda:
—Güeña noche, don Liborio...
—Dios te guarde, hijo... ¡Ah! ¿Sos vos Ulogio?...
—Yo mesmo.
—¿Y qué venís'hacer a esta hora, en la costa’el rio?...
—A pescar, no más.
—Yo creiba —replicó maliciosamente el viejo— que vos sólo pescabas en el pueblo, pescado con polleras ...
Y él, compungido:
—No pesco nada en el pueblo ... Pican, arrastran la boya, y a veces la hunden hasta el fondo, pero cuando recojo, m'encuentro con que me han comido la carnada y he perdido el tiempo al ñudo.
—Acontece; —respondió con displicencia el viejo. Y al poco:— ¿Querés un trago?
Bebieron ambos, y luego interrogó don Liborio:
—¿Y desilusioimo por no poder pescar muchachas en el pueblo te venís a pescar surubises en el río?
—Asina es... ¿Carcula que tampoco tendré suerte?...
—¿Quién sabe?... Depende... Asigún... ¿Qué carnada tráis?
—Corazón...
—¡Um!.. ¡No te arriendo la ganancia!
—¿Y usté con qué ceba?
—Con garrón de oveja.
—¿Pica?
—Por aura no; pero picará, y el que pique no s’escapa 'e la sartén.
—Sin embargo, a mí me han dicho que con carnada ’e corazón pican más...
—Si, pican más, pero se prienden menos...
—¡Cayese! —interrumpió el mozo— vea como está picando lindo... Surubí, parece.
—Surubí a la fija.
—¡Y ya cayó, también! —gritó alborozado Eulogio, recogiendo a prisa el aparejo; pero no tardó en cesar la resistencia y al fin apareció el anzuelo sin carnada.
Varias veces se repitió la misma decepción: los peces mordían de inmediato, pero era para marcharse con la ceba. En cambio, don Liberto seguía impasible ante su línea inmóvil. Allá, a las cansadas, sacó un tararira. Y volvió a sacar el aparejo sin cambiar de carnada.
Y al apuntar el día, el viejo arrolló la línea, le tiró al perro casi toda la pulpa de garrón que había llevado, y con tres juncos trenzados enhebró por las entrañas cuatro tarariras, dos dorados y un surubí, menguado producto de su pesca. Y ya hacía rato que Eulogio había concluido el último trozo de corazón sin conseguir ni un miserable bagre negro. Con voz profundamente entristecida, dijo:
—¡En tuito me persigue la mala suerte!
El viejo armó un cigarrillo y le pasó la tabaquera y los «abios», se echó al buche un buen trago de ginebra, y al rato respondió sentenciosamente:
—No hay que culpar a la suerte de los yerros nuestros... No son los aujeros los que tienen la culpa de las rodadas, sino el jinete que no sabe evitarlos...
—Sin embargo, hemos pasao la noche, uno al lao del otro; en su aparejo picaba de rato en rato; en el mío a cada momento; usté ha sacao siete pescaos y yo ninguno!...
—Culpa ’e la carnada, hijito. Vos pescás con corazón y los pescaos se rain de vos... Lo mesmo que te pasa con las mujeres: te le apuntas a una, y no falla, pica en seguida; pero ninguna traga el anzuelo.
—¿Culpa ’e quién si yo las quiero bien?
—¡Culpa d'eso ’e la carnada! Carnada ’e corazón engolosina pero no asujeta. Pa enamorar, carece no enamorarse. Metele pulpa ’e garrón, pulpa dura, que no la pueda comer sin tragar el anzuelo, y tendrás qu’esperar pa que piquen, pero cuando piquen, recojé con confianza, que la presa está ensartada... Este es un consejo ’e la esperencia... Aura, si te gusta darles de comer a los pescaos, sin comer ninguno, seguí usando el corazón de carnada... Es un gusto zonzo, pero cada cual debe hacer su gusto en vida...