Del Campo y de la Ciudad

Cuentos

Javier de Viana


Cuentos, colección



La vejez de Pablo Antonio

Cuando el inmenso transatlántico enfrentó el canal de entrada, Pablo Antonio experimentó una impresión extraña, mezcla de placer y de miedo.

La ciudad enorme, arrebujada en la sombra, denunciaba su presencia con los millares de pupilas rojas parpadeando en lo obscuro de la noche.

Aun cuando siempre estuvo al corriente de sus progresos, nunca supuso una expansión tan colosal como aquella que hacían presumir las luces sembradas en almácigo sin término.

¡Buenos Aires!... En realidad, ¿conocía él a Buenos Aires?... Contaba diez y ocho años cuando la abandonó y desde entonces habían transcurrido treinta y dos; tiempo suficiente para olvidar lo estable, y más que suficiente para no conocer en los blancos cabellos del abuelo, las rubias guedejas del niño.

Constituía la parte más olvidada de su ya larga existencia; olvidada no tanto por lo lejana, cuanto por el empeño que siempre puso en hacerla desaparecer de su memoria.

No encerraba, en efecto, nada más que tristezas, dramas horribles, cuyo recuerdo, amortiguado por los muchos años interpuestos y por la fiebre perenne de una vida rabiosamente consagrada al trabajo, resurgía ante la aparición luminosa de la ciudad y sentíase casi arrepentido del retorno.

Mientras el transatlántico avanzaba por las aguas turbias del canal, Pablo Antonio sentía revivir y corporizarse los lamentables episodios que encenizaron su juventud.

Pertenecía a una familia de potentados y de ilustre abolengo, pero que le alcanzó convertida en estípite, una pirámide invertida. Su padre fué un buen hombre que encontrándose dueño de inmenso caudal heredado, no tuvo más ideal que el sardanapalesco de gozar de cuantos placeres pueden proporcionar los millones. No tuvo tiempo para más nada: ni para cuidar su valioso patrimonio, mi para hacer feliz a su esposa, ni para velar por el cultivo moral de sus hijos. El monstruo feroz del egoísmo lo fué invadiendo hasta agarrotarle completamente la voluntad con sus tentáculos terribles.

Eran cinco hermanos. Criados sin dirección y pervertidos por el ejemplo de la licenciosa conducta del padre, fueron sucesivamente y progresivamente encenagándose en el vicio.

La pobre madre, mártir doméstica, se fué, no pudiendo resistir a tanta pena y a tanta afrenta. El esposo sufrió, reconociendo su culpabilidad, y aconsejado por su egoísmo, trató de ahuyentar el remordimiento hundiéndose más aún en la crápula del libertinaje.

Los hijos siguieron rodando por la misma proclive. La fortuna también...

Pablo Antonio recordaba el fin trágico de su hermano mayor, Pedro, muerto de un balazo por un camarada, en una noche de juerga.

Otro, Evaristo, sucumbió prematuramente, víctima de una dolencia innoble.

El desastre avanzó a pasos precipitados sobre la vieja, ilustre familia de los Bengochea. Del prestigio social ya no quedaba nada; de la inmensa fortuna ganada por los abuelos en ruda pelea con el suelo y con el clima, quedaba muy poco, unas migajas apenas, las achuras de una res gorda y grande.

Apremiado por compromisos de dinero que no podía cumplir, el jefe de la familia se saltó la tapa de los sesos.

Tres meses más tarde, Eugenio, el tercero de sus hijos, convicto de estafa, se mató en un bulevar parisino entre los brazos de una cocotte.

Todos esos dramas influyeron poderosamente en el alma de Pablo Antonio, que había heredado el temperamento juicioso, reflexivo y sentimental de la madre.

Su imaginación infantil culpó del naufragio general de la familia a la ciudad enervante y pervertidora. Sus antepasados fueron filósofos pastores. Encariñados con la tierra la defendieron con tenacidad en las luchas de la independencia. Y luego, cuando fué suya, enteramente suya, por el doble derecho de propietario legal y de ciudadano libre, la amaron más aún y se cuidaron de fecundarla y embellecerla.

Ella retribuyó con prodigalidad esos esfuerzos. Ellos cultivaban al mismo tiempo su sér intelectual y moral. Fueron hombres, fueron árboles. Si sus ramas se subieron a lo alto y en guías delicadas se dejaron mecer por la brisa entre las nubes, cerca del cielo, potentes raíces, profundamente hundidas en la tierra les sostenían y alimentaban. Sabían de arte, sabían de urbanidad, pero sabían también que la flor fragante y policroma es el último término de la semilla sepultada en la negra obscuridad de la tierra.

Los otros voltearon el árbol y como un árbol muy grande sigue viviendo largo tiempo después de tronchado, ellos se preocuparon solamente de vivir la vida parasitaria de holganza imprevisora.

El árbol se secó al fin.

Entonces Pablo Antonio sintió la necesidad de huir, de escapar al ambiente infecto, de buscar la verdad del precepto bíblico: “renovarse es vivir”.

Quedábale como único bien un campo salvaje, sin valor, dormitando en las áridas soledades del Neuquen. Sin un momento de titubeo se fué allá, a ponerse en contacto con la tierra, a pedirle a la tierra la savia de vida que engrandeció a sus abuelos.

Luchó a brazo partido con la naturaleza, que es una hembra garrida que sólo se entrega a los fuertes; y fué amándola tanto más, cuanto más esquiva se mostraba. Logró el éxito al fin y fueron las suyas, nupcias triunfales con la tierra.

Ella constituyó su único amor. Lo hizo rico; pero no fué la avaricia el espolón de su esfuerzo. Es que cada día encontrábase más ennoblecido; es que cada empuje suyo rescataba un pagaré de vergüenza; es que cada paso suyo le acercaba a la honesta fuente ancestral: y le alejaba del oprobio paterno.

En esa vida activa y amorosa, su alma se conservó juvenilmente fresca. Sin cálculos, sin propósitos de futuro, consideró que aquella lucha era un medio, pero no un fin. A su término había algo más que la satisfacción del deber cumplido.

Después de treinta años de trabajo, el apellido Bengochea tornaba a aparecer en los libros de los grandes propietarios. Podía descansar. Su primera intención fué regresar a Buenos Aires. Luego decidió hacer previamente un viaje a Europa y se embarcó en Bahía Blanca en un buque mercante que lo condujo a Montevideo, donde tomó el transatlántico...

Anduvo dos años por el viejo mundo. Como en el transcurso de su vida afanosa no había descuidado el cultivo del espíritu, pudo ver, aprender y juzgar y reeresaba a la ciudad natal perfectamente ponderado.


* * *


De toda su familia, sólo había conservado relaciones epistolares con su primo Leonardo, un buen muchacho, un Bengochea de ley, que a fuerza de trabajo había sabido labrarse una posición decorosa.

Al día siguiente del desembarco se vistió con cierta coquetería para ir a sorprender al primo. Se miró al espejo. No estaba mal con su terno gris, su corbata gris y sus guantes y su chambergo grises.

Su cuerpo musculoso, erguido, de anchas espaldas, conservaba la elegancia aristocrática de la raza. Los cabellos y la barba estaban grises; pero los ojos y las mejillas y los labios mantenían alegre frescura de juventud...

Cuando llegó a la quinta de Flores donde moraba Leonardo, tuvo que nombrarse para que éste lo reconociera.

—¡Pablo Antonio! ¡qué sorpresa!... ¡Qué sorpresa!...

Y en seguida gritó abrazándolo:

—¡Muchachas!... ¡muchachas!... ¡vengan que aquí está el tío Pablo Antonio!...

Al mes de estada en la metrópoli, Pablo Antonio vió desvanecerse todos los temores que lo asaltaron al columbrar las luces de la ciudad en la noche del arribo.

Había encontrado una familia en la familia de su primo y allí se reposaba sin abandonar sus deberes de administrador de vastas propiedades y su disciplinada actividad de hombre metódico.

Sus primas María Luisa y Malvina mostrábanse cariñosas con él, quien, por otra parte, las colmaba de atenciones y de obsequios. Su afecto se distribuía por jeual entre ambas; si traía una joya para una, traía otra de igual mérito para la hermana y su preferencia era que los ramos de flores destinados a Malvina tenían siempre un algo indefinido, inexpresable, de superioridad sobre los llevados a María Luisa.

Por cierto que no lo hacía exprofeso, ni era el uno de mayor valor monetario que el otro: pero hacía la casualidad, sin duda, que su gusto artístico, su exquisitez de floricultor apasionado, combinase mejor las corolas en el ramo confeccionado para la primita mimosa.

María Luisa se lo dijo una vez:

—El tío no me respeta: siempre las flores más lindas son para Malvina!...

Y amagándolo picarescamente con el dedo, agregó:

—¡Cuidado, tío eh!.... ¡Vamos a creer que está usted enamorado de la pebeta!...

Todos rieron, incluso la pebeta, una rubia adorable, en cuyos diez y seis años manifestaba la indiferencia de una vida sin preocupaciones y sin amor aún.

La frase, sin embargo, hizo una mella en el alma de Pablo Antonio. Esa noche estuvo preocupado e insomne. Volvió a morderle de nuevo la ya olvidada tortura del análisis. Empezó a encontrar en los detalles, ciertas cosas raras, inexplicables, que exigían, para su rigorismo lógico, una explicación satisfactoria. Al fin creyó haberla encontrado y se mostró satisfecho: amaba a su sobrina Malvina, no había más, la amaba!..

¿Y bueno?... Ella le tenía ya un eran cariño; no había nada más que transformar ese cariño en amor y casarse. ¿Por qué no?... ¿Qué razón había para que permaneciese soltero, viviendo parásitamente al calor de un hogar ajeno, cuando podía y debía formar uno propio?...

Sí, era eso. Y puesto que era eso, se imponía llevarlo a la práctica cuanto antes... En seguida, Pablo Antonio se durmió plácidamente porque había encontrado la solución total del problema.

Sin embargo, lo dejó cuajar. Hizo transcurrir dos semanas, y al cabo de ellas aun no se había atrevido a la determinación final.

¿Por qué?

¿Temía algo?... En su entender Malvina no opondría objeción alguna; estaba convencido de hacer, con su felicidad, una buena acción... Y a pesar de eso titubeaba, y ese titubeo causábale un profundo disgusto de sí mismo, porque atestiguaba una disminución de aquella voluntad rígida que le permitió reedificar sobre las ruinas del palacio ancestral, otro más grande y más sólido.

¿Por qué dudaba?...

Era fuerte. Era joven. Su alma tenía veinte años. Se conservaba completamente virgen. No había amado nunca, y al amar una vez se entregaba por entero el tesoro de su sinceridad y de su sentimentalidad extrema.

¿Por qué dudar?...


* * *


Era el cumpleaños de Leonardo. Hacíase fiesta en la casa. Él envió un valioso obsequio a su primo, y otros más valiosos —¿por qué?— a sus sobrinas.

Se cenó alegremente, había cerca de dos docenas de personas chics. Concluída la cena, pasaron a la sala, y se hizo música selecta.

Pablo Antonio se sintió mal en aquel ambiente.

—¿Vamos al jardín, Malvina?

—Vamos, tío.

Pablo Antonio y Malvina llegaron hasta un banco rústico.

—¿No crees tú que aquí hay un aire más decente?—dijo.

—¿Decente?

—Sincero.

—Puede ser, no comprendo.

Pablo Antonio le tomó una mano a Malvina y dijo:

—Sigue, más que allá, aquí se puede comprender el amor.

—¿Verdad?... Con artificio no hay amor, y sin amor la vida no vale la pena de ser vivida.

—Yo ereo lo mismo.

Y al decir esto Malvina había cogido con su mano las manos de Pablo Antonio y su rubio cabello cosquillaba los grises cabellos del tío.

Lleno de confianza, seguro del triunfo; exclamó:

—Y bien, sé feliz, querida; ¿quién te lo impide?

—¿Cómo, tío?... No he encontrado un hombre que me ame...

—¿Y yo?

Ella hizo un mohín, separó las manos y dijo:

—¿Estamos hablando en serio, o no?

—Claro que en serio. Yo te amo y te ofrezco mi mano... ¿Aceptas?...

Malvina se levantó violentamente y, cambiando de tono, exclamó:

—¿Pero estamos hablando en serio?

—Y tan en serio, querida.

—¿Vamos a la sala?

Él quiso volver a tomarle la mano; ella se esquivó.

—¡¿No me quieres, entonces? —lamentó Pablo Antonio, cogiéndola por la cintura con ademán violento.

—Pero tío, —respondió ella—, yo lo quiero, pero no puedo quererlo para marido!... ¿Se olvida de que es usted un viejo?

Pablo Antonio quedó anonadado. Ella partió veloz.

—¡Un viejo! —suspiró Pablo Antonio.

¡El era un viejo! Había realizado las mayores heroicidades para conservarse dignamente joven, y cuando llegaba el momento de solicitar la recompensa... ¡era un viejo!

Lentamente se alejó pór el jardín, rechazando las súplicas de Malvina para que la acompañase a la sala. Quería estar solo para poder discutir consigo mismo, a fin de convencerse de que su vida había sido más inútil que las de su padre y de sus hermanos.

Y, además de inútil, idiota. Lamentable desplome de un largo sueño.

En tierra extraña

La cancha de Bella Vista estaba talmente enfurecida y sacudía al vaporcito como si hubiese sido una piragua chiriguana, medio apagados los fuegos con el agua que iba embarcando en el romper de cada ola, —ganó la costa santafesina y se guareció en un angosto riacho, cuyas boscosas orillas oponían al huracán infranqueable muralla.

El “Colibrí” —de ese modo llamábase el vaporcito, —tranquilo al fin, inmóvil sobre las aguas del remanso, casi oculto bajo una bóveda de alisos, resollaba fuerte, como un perrito fatigado.

—¿A qué horas llegaremos a Piracuacito? —interrogué a mi viejo guía, quien respondió:

—Eso hay que preguntarlo al viento, patrón. En antes no deje 'e cachetiar la cancha es prudente que nos quedemos en esta cueva, aunque no tenga pescáos... Pueda que escampe aurita no más, pueda que siga resoplando tuito el día: el pampero es asina, caprichoso como moza bonita.

Portóse bien el pampero. Hora y media después del arribo, el “Colibrí” levó la gruesa piedra que le servía de ancla, y lanzó un estridente silbido que hizo decir a don Eulalio con cierta satisfacción de pasajero habitual:

—Es chiquito pero pita juerte, —y abandonando su ocasional estuche de frondas, buscó el cauce y comenzó a navegar a toda máquina, Paraná arriba.

Al mediodía atracábamos en el rústico muelle de Piracuacito. A la izquierda del puerto, plantado sobre altos pilotes de quebracho, están el edificio de la agencia de vapores Mihanovich y unos grandes galpones de zinc.

¿Para qué podrán servir esos galpones?, se pregunta uno, después de haber observado que sólo tres casas constituyen “el pueblo: una de material, que es a un mismo tiempo albergue, fonda, almacén, tienda y ferretería; y enfrente, a la otra vera de una calle de más de cien metros de ancho, un par de ranchos, —quizá hubiera más, pero no se veían—, morada de los peones del puerto.

Y estas casas estaban como sentadas en las faldas de la selva. A dos metros de los muros empezaba la arboleda; pero no esa arboleda minúscula, zarzas y arbustos que forman por lo general el vestíbulo de los bosques, no; la selva chaqueña no sabe de cumplidos y etiquetas... Alzábase en primera fila un escuadrón de gigantesecos quebrachos que parecían interrogar al forastero:

—¿Que quiénes somos nosotros? Somos muchos; somos miles de miles y poblamos centenares de leguas de tierra, Toda esa tierra es nuestra y de los indios.

Almorzamos bastante bien en la posada, fonda, almacén, etc., y cuando estábamos saboreando el “mate cocido”" —que reemplazaba al café, oímos el silbido de una locomotora.

—Ahí llega el fierrocarril, —afirmó don Eulalio.

Abandoné en seguida el comedor y tuve el tiempo de ver al ferrocarril miniatura que brotando de entre el bosque, en curva provunciada, parecía uña lampalagua perseguida por los chanchos cimarrones.

El decauville desprendió frente a los galpones un lango convoy cargado con rollizos y a poco me anunciaron que iba a emprender inmediatamente el regreso.

Nos instalamos y el trencito echó a andar, silbando, gruñendo, haciendo un ruido infernal de hierros que se rozan y se chocan. Resoplando y echando a cada soplido una bocanada de humo negro estriado de infinidad de gruesas chispas rojas. Y así, dándose importancia como un chico con mando, trotaba afanosamente dando vueltas y revueltas por el interior de la selva.

Cuánto tiempo empleamos en el viaje, no lo sé; pero ya estaba muy bajo el sol cuando llegamos a la población, grupo urbano formado alrededor de los enormes establecimientos quebracheros: fábrica de tanino, aserradero, depósitos, almacenes, casa de hospedaje, edificios de la administración, correo, telégrafo, teléfono, policía, etc.

Fuimos al hotel. El amigo que me acompañaba —jefe de la oficina Mihanovich en Piracuacito, y a cuya deferencia se me permitió viajar en el decauville—, fué a la caja y habló, no sé qué, con el a de la posada.

—¿Qué pasa? —pregunté— ¿No hay alojamiento?

—Sí; pero para conseguirlo se necesita una orden de la compañía o la recomendación de una persona conocida y de confianza.

—¿Es de la compañía, la fonda?

—Sí.

—¡Vamos a otra! —exclamé indignado.

No hay más que esta en el pueblo, —respondió mi amigo.

Don Eulalio, que había quedado algo atrás, entró renegando.

—¿Qué le pasa, viejo? —pregunté.

—¡Que mi ha 'e pasar, patrón!... Afiguresé que un gringo grandote con cara 'e perro 'e presa, se me plantó delante pa preguntarme en un champurriao, guarango, cómo era mi apelativo, di'ande venía y p'ande diba y patatín, patatán... ¡Cómo si un hijo el país tuviese qu'ir enseñando el certificao y la marca pa viajar por su páis!

Sonreíamos Pedro y yo.

—Vamos, a ver si encuentro dónde comprar una muda de ropa, —expuse.

—Vamos, —respondió mi amigo.

Llegamos a la esquina de un grande y sólido edificio. Su única puerta exterior estaba cerrada.

—¿Tan temprano cierran aquí las tiendas? —pregunté.

—No; es que hay gente adentro y hasta que no larguen a esos no dejan entrar a nadie.

—¡Bravo! —exclamó don Eulalio—; de embretadas, como la esquila, ¿entonces?...

A poco se abrió la puerta, una hoja solamente, y los clientes empezaron a salir, de uno en fila. Pasaron como sesenta y después se abrió de par en par la puerta.

—¡Vamos! —ordenó Pedro; y a fuerza de codo nos pusimos a la cabeza del grueso grupo que esperaba en la acera.

Entramos. A cada lado de la puerta, erguidos e inmóviles como infantes prusianos, había un guardia, carabina al hombro y revólver al cinto.

Don Eulalio los miró con desconfianza, y al entretenerse se extravió de nosotros. Al cabo de un rato nos descubrió junto a una de las ventanillas del recio enrejado de bronce que va de la tabla del mostrador al techo. Llegó furioso y antes de que hubiésemos tenido tiempo de interrogarlo, exclamó:

—Mijesé patrón, que juí a comprar un par d'escarpines, y un gringo bayo malacara, me preguntó:

—¿Trái dinero?

—No viá trair, canejo! —dije yo sacando un “diez”? y refregándoselo, cuasi por la trompa.

—¡No sirve! —me dijo.

—¿Qué no sirve mi moneda? —grité yo.

—Cambée allí, —me dijo indicándome una garita con un ventanito al frente y un gringo adentro. ¿Qué quiere decir eso, patrón?

—Que esa plata no circula aquí; hay que cambiarla por esta, ¿ve?... —Y le enseñé los cartoncitos-vales, que en aquella comarca autónoma reemplazan a la moneda de la nación.

—Pero entonces, —exclamó el viejo—; ¡aquí estamo en tierra extranjera?

—Tal vez, —respondí.

De regreso a la fonda pude observar una enorme pila de rollizos de quebracho y una larga fila de indios tobas, que abatidos y cansados se retiraban del trabajo bajo la custodia de varios gigantones armados de gruesos bastones.

Pensé entonces en los quebrachos de Piracuacito que se creen ser, con los indios, únicos dueños de la inmensa comarca, y honda tristeza nubló mi espíritu. Como los quebrachos y como el indígena, nosotros éramos extranjeros, en aquella región donde la tierra, las poblaciones, el correo, el telégrafo, la escuela, la policía, y hasta la moneda, son extranjeros...

El muerto recalcitrante

Esto pasó a mi regreso a la Estancia nativa, de donde mis padres me sacaron muy niño para enelaustrarme en un internado porteño, y enviarme después a Europa para completar mi educación.

Cuando salí de la Estancia, era chico; pero había tomado mate, había andado a caballo en mi petizo rosillo y había aspirado el perfume del trébol y de los sarandises en flor. Si las márgenes del Nilo tienen el loto que encariña, nuestros mansos canalizos crían el camalote que aquerencia. Ni las aulas, ni los libros, ni las ciudades y los paisajes extraños consiguieron aminorar mi culto al terruño. Todo al contrario: el tiempo y las distancias inflaron y magnificaron las leves reminiscencias del niño.

En el transcurso de mi vida estudiantil, el gusanillo atávico empeñóse en roer los textos extranjeros en las líneas donde juzgaban despectivamente nuestra tierra, y páginas enteras de los libros escritos por argentinos para ser leídos por los extranjeros, ajándose en demostrar que ya ni rastro quedaba del criollismo ancestral.

Claro que yo nunca dí crédito a semejante patraña. Sin embargo, al descender del tren sufrí na primera dolorosa decepción. Esperaba que hubiera ido a recibirme el viejo capataz de larga melena y largas barbas canosas, que en tiempos lejanos me domó el petizo rosillo y me dió las primeras lecciones de equitación. Y confiaba tener por vehículo un pingo piafante, vistosamente enjaezado a la criolla.

Mas, en vez del viejo me recibió un paisanito de bigote rasurado y que llevaba “jockey” en lugar de chambergo, y en reemplazo de la bombacha y de la bota granadera, pantalón ajustado y polaina de “chauffeur”. No me ofertó, felizmente, un auto, pero sí el asiento en elegante “charrette”, muy Bois de Boulogne.

Oculté mi desagrado pensando que quizá mi padre me supusiera suficientemente “agringado” para preferir ese medio de locomoción más cómodo al más pintoresco, y para el caso adecuado, de un lindo flete, y esperé resarcirme una vez instalado en la Estancia.

Cuando el paisanito rasurado detuvo, al final de una alameda para mí desconocida, el tordillo pommelé y rabicorto, y me dijo, descendiendo del asiento:

—Hemos llegado, señor —supuse haber confundido el itinerario. Tenía delante de mí, en vez de la grande, sólida y sobria azotea custodiada por tres ombúes y cinco paraísos que conocí en mi niñez, un chalet suizo, de aspecto frágil y presuntuoso, rodeado de un jardín inglés, con sus canteros simétricos, con borduras semejantes a festones de batas femeninas y con arbolillos tan correcta, impecablemente tallados como la cabellera de un dandy recién salido de las manos de un fígaro de la calle Florida...

La alegría de estrechar entre mis brazos a mis ancianos padres me hizo olvidar pasajeramente el desencanto; y la granizada de preguntas con que me atolondraron ellos, y mis hermanas, no me dejaron tiempo para formular ninguna.

El cansancio de un largo viaje no me impidió levantarme al alba para correr presuroso en busca del “galpón”, con ansias de “cimarronear” con los peones, escuchar sus cuentos y festejar sus dichos, campechanamente instalado en la rueda del fogón...

El gran edificio de negras paredes de adobe y desconchado techo pajizo no existía ya. En el sitio que ocupara otrora, erguíase largo pabellón de blancos muros y azulada techumbre de zinc. Su aspecto interior era más de taller que de galpón gauchesco. A los lados veíanse maquinarias y útiles de labranza y en medio una larga mesa portátil, asentada sobre caballetes. A su alrededor estaban sentados los peones, que tomaban en silencio el café con leche del desayuno...

¿Y el trashoguero?... ¿Y la pava?... ¿Y la guitarra cantora?... ¿Y el chacotear bullicioso?... ¿Dónde estaban el mozo donjuaneseo y el viejo sentencioso?... Y la golilla, altanera como penacho gascón, y la daga, —más mimada que la novia—, que al salir, salía cortando, ¿dónde estaban?... ¿Y los “lazos”? y las “boleadoras”, y las “sobeas” y los ““maneadores?” y los ganchos de aspas de ciervos para colgar los cuartos de novillo, y las lonjas de cuero de yegua para cortar los “tientos””, y las botas de potro y las férreas lloronas, ¿qué se hicieron?

Ese mismo día, terminado el almuerzo, díjele a mi padre:

—Todas mis ilusiones se han desvanecido. Me han cambiado mi tierra. Desaparecido el gaucho, el campo no me seduce: prefiero volver a Europa.

—Te equivocas, —respondió sonriendo mi padre—. El gaucho no ha desaparecido, pereciendo por incapacidad de adaptarse al nuevo medio creado por la evolución social. Esos hombres que ves ahí, vestidos a la europea y que no saben enlazar, ni pialar, ni domar potros, ni jugar a la taba, ni manejar la lanza, son tan gauchos —és decir, tan argentinos—, como los gauchos de antaño. Tienen el mismo patriotismo, el mismo espíritu de abnegación, el mismo amor al trabajo y la misma inteligencia, condiciones que les han permitido evolucionar con una celeridad de que no hay ejemplo en ninguna otra raza.

“Literatos ignorantes crearon un tipo absurdo y caricaturesco, que sirvió a “pensadores” —no menos ignaros, pero más pedantes—, para pronunciar un severo responso junto a la fosa del gaucho muerto.

“Felizmente la fosa sólo encierra un muñeco, mientras el gaucho, cada vez más lozano, lucha esforzadamente, ahora como antes, por el engrandecimiento de la patria.

“Han cambiado las exterioridades, pero el alma no. Y como el alma es grande, buena y noble, deleitémonos de su supervivencia, y hagamos votos por que nunca muera.”

La domadora

—Yo quiero ir a aquella laguna grande, donde hay muchas mojarritas... Lo que a mí me gusta pescar, son mojarritas; los bagres me dan aseo y las tarariras me dan miedo... —ordenó Clota, mientras avanzaban, al tranco, por una senda bastante ancha del monte del arroyo Manzanares.

—Iremos a la laguna de las mojarritas; iremos donde usted quiera —respondió complacientemente Silverio.

De estatura algo menos que mediana, de cara pequeña y flacucha, con sus manos de dedos descarnados y sus muñecas demasiado finas, con sus tobillos salientes y el arranque asaz magro de las pantozrillas, Clotilde —Clota en el diminutivo familiar—, era lo que los franceses llaman una “fausse maigre”.

El busto era amplio, el seno opulento, las caderas recias, los muslos gruesos y firmes; un tipo —frecuente, por otra parte—anatómicamente anormal; y, por lógica correlación, moralmente anormal también.

Bajo un casco de cabellos color oro muerto, había una frente recta, blanca y tersa, no afeada por el surco que dejan inevitablemente las ideas hondas y los sentimientos cálidos. Y sirviendo de arquitrabe a esa cornisa marmórea, sobresalían las cejas, anchas, obscuras, unidas, formando una barra enérgica, protectora de los ojos de un azul glauco, húmedos, sin brillo, sin calor, semejantes a una bella ova marina.

La boca era pequeña, de labios finos y exangües, que al sonreir —y sonreían de continuo—, hacían valer la azulada blancura de unos dientes poqueños, pero irregulares en la forma y en la alineación, signo evidente de las degeneraciones aristocráticas.

Así era Clota, incitante más que bella, flor humana que al aliciente de su forma, graciosamente asimétrica —como una orquídea—, unía el atractivo de su perfume caprichoso al de las coloraciones barrocas.

Y para completar el ilogismo de aquella extraña criatura, su voz era áspera, abaritonada, de una masculinidad que contrastaba con su cuerpo pequeño y de apariencia menudo.

Llegados a un sitio en que la senda era demasiado estrecha, en plena oquedad, y donde las enmarañadas ramazones formaban bóveda de verduras agresivas, Silverio se adelantó, e iba levantando las ramas con la mano para facilitar el pasaje sin obstáculos a su amiga.

La vereda era larga y tortuosa y semiobscura. Las hierbas húmedas del suelo y las hojas del domo arbóreo, torturadas por el fuego estival, mezclaban sus hálitos, produciendo un aroma enervador. Al llegar a un sitio donde la senda formaba como una ampolla, en una hoz del río, Clota detuvo el caballo, desmontó rápidamente y se dejó caer sobre la blanda alfombra del gramillal, al pie de un ceibo, que, todo cubierto de flores de un rojo de fuego, parecía como incendiado.

—Quedemos aquí —ordenó Clota—. ¡Delicioso rincón!... Parece una jaula que incita a cantar y parece una cripta que convida a dormirse por siempre...

Y al decir esto, semicerrados los párpados, dejando brillar sólo una fina franja de sus pupilas felinas, entreabría los frescos labios y los acariciaba: lascivamente con la fina lengua de ofidio, lanceolada y rósea.

Extendida con voluptuoso abandono sobre el perfumado césped, la cabeza apoyada en el tronco del ceibo, ofrecía, en el crepúsculo tibio de aquel cenador silvestre, la apariencia de una driade que, conforme a la leyenda, iba a morir abrazada al árbol familiar, que sucumbía devorado por las llamas de sus propias flores.

Silverio sintió flaquear su voluntad —que siempre consideró de bien templado acero—, ante las incitaciones de aquella extraña flor femenina que de día en día y de hora en hora, cambiaba de aspecto, de colores y de perfume.

Desde tres meses atrás, desde el mismo día en que llegó a la estancia, ella había dado comienzo a su acción fascinadora, Al principio, considerándolo un flirt sin trascendencia, pasatiempo agradable en las bochornosas y aburridoras tardes del veraneo campesino, se dejó ir, deleitándose en aquella especie de torneo retórico que le provocaba Clota, mutuamente fingiéndose amores en frases atildadas, de una galantería perfectamente — luisquincesca, exquisita en su forma, más que libre en el concepto.

En sereno raciocinio no podía admitir que aquella chicuela, de diez y ocho años, hubiera reventado en súbita explosión amorosa por él, que casi la doblaba en edad, que no poseía atractivos físicos, ni era rico, ni era célebre, ni ocupaba ninguna situación política; que no tenía nada capaz de halagar la vanidad femenina.

Tampoco —y mucho menos— podía admitir en ella una impulsión viciosa incompatible con su edad, con su educación, con su raza y con su medio.

Sin embargo, cuando quiso andar, se encontró ligado por una pasión frenética, y, es claro, desde ese instante, la razón cerró los ojos y los oídos, porque para el amor no rigen los principios de la lógica.

El se creía fuerte y experimentado en lides amorosas, pero a él, como a todos los hombres, se le podía aplicar la frase de Diderot:

“II comnait tous les sentiers du cour: mais il ignore la grande route”.

Y fué así que en aquel momento, olvidando hasta las más elementales imposiciones del honor, se dejó caer de rodillas sobre la grama, junto a Clota, que permanecía inmóvil, en actitud provocadora.

Le tomó la mano izquierda, que ella abandonó sin resistencia, y la besó febrilmente.

—¡Te amo, Clota! —exclamó con voz ahogada—; es estúpido, yo quisiera decírtelo de otro modo, expresarme de otra manera, pero no puedo, y me doy cuenta de que no puedo porque te amo!...

Una casi impereeptible sonrisa animó los labios de Clota, y Silverio, tendiendo el brazo, la atrajo suavemente hasta hacer reclinar sobre su pecho la rubia cabeza que cedía sin resistencia, siempre entornados los párpados, siempre entreabiertos los labios, rojos y húmedos...

Suavemente, en una caricia fugitiva, él la besó. Ella continuó inmóvil y silenciosa, cerrados por completo los ojos. Y entonces, oprimiéndola entre sus brazos tornó a besarla, pero esta vez, larga, intensa, frenéticamente...

Puesta en pie de un brinco felino y agitando en la diestra la fusta, Clota lo rechazó con violencia, con grosería, gritando con voz áspera, casi gutural:

—¡No! ¡no!...

Desconcertado, Silverio interrogó con voz quejumbrosa, que era ruego mendicante:

—¿No me amas, entonces?

—¡No!

—¿Nada?

—¡Nada!

—¡Pero me amarás!...

—¡Nunca!...

Silverio, herido en su orgullo, sintióse hecho todo fuego; un fuego que fundió en un segundo el engarce de oro educacional dejando a descubierto la piedra, el animal, el instinto. Sin respetos ya, sin consideraciones, se abalanzó para cogerla entre sus brazos. Clota, esquivándose en un brinco de gato, le cruzó la cara de un latigazo feroz.

El mozo se detuvo, lagrimeando de dolor y de vergüenza. Su sangre, su sangre de tres generaciones de gauchos, su sangre impetuosa, apenas suavizada con el pasaje por las aulas universitarias y el trato social en las grandes ciudades, reventó en borbotones de ira. Tras el primer instante de estupor, hizo ademán de abalanzarse, brutal, implacable, dispuesto a destrozar a zarpazos aquella frágil, insolente estatuilla femenina.

Pero ella, bajando el brazo armado de la fusta, le detuvo, latiguéandole con una palabra pronunciada con el más rudo acento de desprecio y desafío:

—¡Cobarde!...

Silverio sintióse sohornado por aquella palabra. Consideró a la joven: la reflexión volvió a funcionar en su mente. Serenándose de súbito, mediante extraordinario esfuerzo de voluntad, retuvo su gesto y dijo con voz fría, pausada:

—Se está haciendo tarde... ¿Quiere que regresemos?

Ella, abandonando su actitud de fierecilla enfurecida, bajó la frente, dejó caer los brazos, se acercó a paso lento, y respondió con entonación afectuosa:

—Como usted quiera...

Montaron a caballo y emprendieron el regreso, a galope, en silencio. Ya cerca de las casas, él interrogó, volviendo a tutearla involuntariamente:

—¿Por qué has hecho eso?

Y ella, mirándolo con su rostro de absoluta inocencia, sonriendo con los labios y con los ojos, respondió:

—¿Qué he hecho yo?...

Y como él hiciese un gesto violento, ella le lanzó al rostro una sonora, cristalina carcajada, y dijo luego con voz lánguida, voluptuosa, acariciadora:

—Me gusta domar hombres, por puro sport... Tengo instintos de domadora.

El oso clown

Los salones del chalet parecían incendiados con la multitud de ampollas eléctricas. La luz, saliendo en ráfagas por las ventanas, bañaba con su claridad la campaña dormida, asustando a los pájaros que descansaban en sus humildes casitas de pajas y briznas.

Matías, en el colmo del desgano, se había dejado caer sobre un sofá turco en la salita semi a obscuras, y semi dormía y semi soñaba, contemplando a través de los cristales del ventanal, la llanura que iba paulatinamente emblanqueciendo con la helada.

Los sones de la orquesta que desde el inmediato salón de baile llegaban hasta él, antojábansele ayes quejumbrosos de sus esperanzas maloeradas, de sus ideales abandonados en un instante de abominable cobardía.

—¡Cuánta miseria en medio de tanto lujo! ¡Cuánta tristeza disimulada con la alegría artificial de las luces, de las músicas y de las risas!

Todo falso, todo farsa, Todo falso, todo farsa, desde el ambiente cálido, mientras afuera la naturaleza temblaba de frío, hasta las flores erguidas sobre peciolos de acero, desde el sentimiento de un violín mercenario, hasta los rostros maquillados de las damas y las amables sonrisas de los hombres.

Todo mentira, todo falso, todo farsaico: las armonías y los perfumes y los colores y las sonrisas...

Anonadado, Matías empezó a inventariar su existencia.

Recordó su juventud penosa, pero alegre; los años de bohemia, de penurias alegremente soportadas en la estrecha comunidad de amigos unidos por múltiples lazos.

Después, la dispersión. De los miembros de la pequeña tribu, éste se alcanzó su título de médico, el otro el de abogado, aquel de ingeniero, otro se incrustó en la burocracia, alguno ascendió en el rápido aeroplano de la política, y más de uno resolvió el problema de la vida con un matrimonio ventajoso.

Llegó a quedar solo, con sus ensueños improductivos, con sus ideales estériles,

Periodista, literato, quimérico desposado de la gloria, que se muere de miseria en soñaciones de opulencias, alma de príncipe eternamente vestida con la librea del lacayo, Ruy Blas que sólo en sueños habita palacios, saborea manjares y besa labios de reinas...

Todo: los amigos, los íntimos, los camaradashabían resuelto el problema de la existencia. Todos triunfaban, en tanto él, quizá el más inteligente, el más apto, permanecía anclado en la ribera de aguas infectas, dejando invadir su alma por las algas y los moluscos parasitarios, como se invaden los flancos de los viejos navíos abandonados en la quietud del puerto.

Todo era hostil a su triunfo: su cándida confianza en la supremacía cerebral; su altivez de hombre desprovisto de prejuicios sociales; la honestidad espiritual que le hacía despreciar el trato provechoso de nulidades influyentes... hasta su cariño a la mujercita que compartía con él las penas de la vida en la pieza misérrima donde los besos de amor morían sin ruido en la pesada atmósfera de infinito cansancio físico y mental, donde las más ardientes inspiraciones pasionales se helaban en el bostezo arrastrado por la fatiga...

Matías, que vendía al menudeo los productos de su ingenio, tuvo al fin su noche triunfal con su drama “Jugo de espina”. Fué una ovación delirante. El bordereau resultó espléndido; dos mil ochocientos pesos para la empresa y... treinta pesos para él, el autor de la obra ovacionada. El salió radioso, sin embargo. La paga no pesaba gran cosa en su bolsillo, un bolsillo habituado a los míqueles y para el cual tres billetes de diez constituía una iluminación de día de fiesta; pero los aplausos se aquilataban en su espíritu dándole brillazones de tesoro oriental. ¡La gloria!...

Pocos días después, el doctor Saavedra, uno de sus antiguos camaradas, fué a verlo. Lo felicitó por su triunfo, le echó en cara su inhabilidad para sacar provecho de su talento y terminó expresando el objeto de su visita.

—Elvira, mi cuñadita, vió tu pieza, se entusiasmó contigo y me pidió que te presentase... Te conviene... Vos sabés qué clase de gente son los Pelagatti.

Matías no ignoraba quiénes eran los Pelagatti, aventureros obscuros enriquecidos, no en trabajo honesto, sino en especulaciones de una honestidad suficiente para no caer bajo la sanción del código penal, y conocía a su amigo, abogadillo sin talento, que había vendido su título universitario por una hijuela, del mismo modo que los aristócratas europeos compran sus títulos nobiliarios por los millones de las hijas de chancheros yanquis.

Fué a la casa. Se dejó tentar. Ella, muchacha coqueta y mimosa, quiso darse el lujo de comprar un marido que medio Buenos Aires aplaudía estrepitosamente. Adquirir un autor célebre es más difícil que adquirir un collar de brillantes, porque los talentos, aunque valgan menos, abundan menos que los brillantes,

Él tuvo sus momentos de indecisión.

—La cárcel, por grande que sea, siempre es más chica que la pieza estrecha donde se vive en libertad —pensaba.

Pero su alma acobardada y degradada por los infortunios, cedió. Elvira, la hija del riquísimo aventurero ignaro, le dió la satisfacción de encerrar en su alhajero, junto con las diademas de brillantes, las pulseras encajadas de rubíes, los collares constelados de perlas, los anillos de esmeraldas, las carabanas de zafiros, —la joya preciada de un autor célebre.

Él cometió la cobardía de abandonar su mujercita obrera y la chiquilla, fruto de sus amores atormentados.

Repentinamente pasó de la miseria a la opulencia; de las necesidades y los apremios angustiosos a todas las satisfacciones físicas. Sus suegros y su esposa lo alimentaban con la coquetería con que su cuida un perro fino, destinado a ser vanidosamente exhibido a las relaciones.

No sin justicia sabía decir en sus momentos de supremo descorazonamiento:

—¡Qué vida de perro!

Sí; de perro; de perro faldero, obligado a lamer la mano que desearía morder; obligado a vivir un medio completamente ajeno al suyo, entre mujeres que sólo hablaban de chismes y frivolidades, entre hombres sólo preocupados de ventas de terneros y de bajas o subas de valores...

En la semi obscuridad de la salita, semi dormido, semi soñaba. Y sobre la llanura, totalmente blanca, vió avanzar un soberbio oso, que un gitanillo conducía con la cadena. De cuando en cuando, se detenían; y el majestuoso animal veíase obligado a bailar ridículamento, al son de un organillo, para diversión de los badulaques que lo rodeaban.

—¡Cuánto debe sufrir ese pobre oso clown! —pensaba.

Y en ese mismo instante se presentó en la puerta de la habitación su joven esposa, una rubia insignificante, ni fea, ni linda, impersonal, —una mujer de confección, como quien dice, Con gesto airado y con voz agriada increpó:

—¡¿Qué haces aquí?

—Ya lo ves, sueño.

—Dejate de pavadas!... Todos los invitados han notado tu ausencia y hacen comentarios de tu grosería.

—¡Elvira!...

—Sí, de tu grosería; de tu falta de don de gentes, de tacto social!...

Él sonrió buenamente, mansamente, y dijo con imperceptible ironía:

—No me riñas; estaba recibiendo lecciones... Estaba observando un colega mío, más viejo sin duda en el oficio...

Y poniéndose de pie, agregó:

—Vamos; tira de la cadena...

Matías echó una postrera mirada al campo emblanquecido por la helada. El oso, el gitanillo y el público de badulaques, habían desaparecido y otra visión substituía a aquélla: en un cuartito miserable, una pobre muchacha penaba sobre la máquina de coser, en tanto sobre su regazo apoyaba la cabeza dormida una chiquilla de cinco años.

Sacudió rabiosamente la cabeza para ahuyentar la espantosa visión y echó a andar diciendo:

—¡Vamos!... Es necesario bailar para pagar la comida... ¡Vamos!

Persecución

Era durante la revolución de Aparicio, en el año 1870.

Un pelotón de caballería colorada, grupo heterogéneo formado a raíz de una dispersión, había hecho alto, al caer la tarde, para “churrasquear” y al mismo tiempo dar un “resuello” a los caballos fatigados tras ruda jornada de diez horas de marcha precipitada y continua. Empapada por una lluvia fría y pertinaz que no había cesado desde la víspera; muerta de fatiga a cansa del trotar apresurado y sin tregua durante un día entero; llena de lodo, tiritando de frío y con la barriga vacía, la tropa había hecho alto en úna pequeña loma, junto a un monte, desde la cual, a la luz escasa del crepúsculo, se divisaba toda la pequeña zona limitada por un arroyo a la derecha, por otro arroyo a la izquierda y por el río Negro al fondo.

Los caballos, con el vientre y las patas negras de lodo, triscaban el pasto húmedo, atados a soga, con maneadores, al tronco de los pequeños talas que crecían aislados, ya casi fuera del monte.

Los hombres, medio desnudos, descalzos casi todos, recogido el “chiripá” y remangados los calzoncillos hasta encima de la rodilla, caminaban apresurados por sobre pajas y espinas, procurándose ramas secas para encender el fuego; lo que conseguían con gran trabajo.

A poco los “churrascos” se tostaban en las brasas, sin parrilla ni asador, y los soldados en cuclillas alrededor de los fogones, los iban comiendo, sin pan y sin sal, a medida que se iban asando.

La noche avanzaba. Veíase en la loma desierta y negra, la línea sombría del monte inmediato; y con la luz de los fogones, cuyas llamas crecían y decrecían, combatidas por la llovizna o avivadas a soplidos por los gauchos, se divisaban la tropa silenciosa, los bultos negros de los caballos, y de trecho en trecho, como centinelas inmóviles, las largas lanzas clavadas en el suelo, flotantes las banderolas rojas, que en la sombra aparecían negras.

La inmensa fatiga que relaja el músculo y embota el espíritu, quitó a aquellos soldados esa verba infatigable y ese hábito de broma y de chacota que caracteriza al gaucho, acostumbrado a reir hasta en el infierno mismo de los “entreveros”, acompañando con chuscadas cada uno de sus terribles botes de lanza.

Todo era sombrío y triste en aquella inmensidad misteriosa; en aquel campo donde la lluvia, fina y continua, producía un ruido sordo al caer sobre los pequeños pozos hechos por el pie de las bestias en la tierra blanda; en aquel monte negro, donde los yatays se erguían como gigantes enlutados; en aquel cielo en cuyo manto oscuro ni siquiera se veía el brillar fugitivo de un relámpago; en aquellos hombres semi-desnudos que se presentían, más que se veían, hambrientos y fatigados engullendo grandes trozos de carne simplemente calentada; en aquellas pequeñas llamas ondulantes que en vano intentaban rasgar la espesa tiniebla; en aquel murmullo sordo que brotaba del bosque y crecía con el monótono gritar de ranas y otras sabandijas, y el chocar de las hojas, y el masticar de los caballos, y el crepitar de las ramas húmedas al arder en los fogones; y, por fin, en aquellas lanzas, culebras del odio, derechas, rígidas, mirando al cielo, como si pidieran con muda plegaria pechos humanos para calentar sus negros rejones.


* * *


Separados de la tropa, a corta distancia, dos hombres, de pie, hablaban.

—Capitán —decía uno de ellos—, esos hombres se nos van a dir; vamo a marchar.

Su voz era agria y denotaba impaciencia.

El otro, con acento reposado y frase correcta,

—No se apure, teniente —replicó; y luego, con tono de fastidio:

—¿Usted cree que los hombres son de fierro? —agregó—. Hace dos días y dos noches que andamos a mata-caballos, sin comer y sin dormir, y todo, ¿para qué? ¡Para dar caza a un hombre que lo ha ofendido!

—Yo no lo he llamao a usted, capitán Larrosa —exclamó el teniente con entonación airada—, si usted quiere seguirme, bien, y si no, es dueño de quedarse.

Y dicho esto se alejó lentamente y fué marchando en la oscuridad, derecho hasta donde pastaba su caballo; recogió el maneador, enfrenó, y con voz enérgica y breve:

—¡Muchachos, a ensillar! —gritó.

Silenciosos, estirando las piernas con pereza, los soldados abandonaron los fogones y fueron en busca de sus respectivos caballos.

El capitán quedó solo, inmóvil, con los brazos cruzados, torvo y ceñudo, Hombre educado, militar de escuela, llevado por los azares de la guerra civil a compartir la suerte de un oficialejo gaucho, sentíase humillado y renegaba de aquella guerra inclemente, de aquel poema del odio que se continuaba sin término, sin razón y sin objeto, —sin que le fuera dable apartarse de su curso.

Al amanecer, tras de una noche horrible de sangrienta derrota, se encontró con una partida de compañeros que mandaba el teniente Nieto; y, aislado, solo, sin conocer el paraje, sin saber adónde dirigirse, se unió al caudillo y marchó. Marchó días y noches sin comer, sin dormir, sin descansar; inconsciente de todo, ¡ignorando adónde iban y a qué iban, El teniente Nieto era un paisano de cuarenta años, viejo lobo huraño y malhumorado que hablaba pocas veces, no reía jamás y daba órdenes gruñendo, como perro mimoso. Era un león en la pelea, a la cual iba contento; y si se le preguntaba cuáles eran sus ideales y por qué motivo se batía, enarcaba las espesas cejas entrecanas y señalaba la divisa roja, muy ancha, que ocupaba casi toda la copa del gacho. Esa cinta descolorida por la lluvia y el sol, y ennegrecidas las letras bordadas con hilo de oro, que formaban el lema iracundo, simbolizaba la patria, la libertad, las amistades, los intereses: todo revuelto y confuso, informe e indefinido. Torrente impetuoso que arrastra entre sus aguas espumosas animales y plantas, y piedras, y arenas, y trozos de ribera: materias inertes que ruedan sin resistencia, y seres vivos que luchan, gimen, imploran, pero son también sumergidos y llevados entre los mil brazos de la corriente hacia un desagüe desconocido.

Esa divisa era el torrente, cuyos orígenes perdíanse en las escabrosidades misteriosas y oscuras de la tradición; era la onda turbia y bravía deslizándose con estrépito infernal, a la manera de un dios ciego que marcha sin norte, insensible e implacable.

Por eso fueron inútiles todas las observaciones que el joven capitán —sin autoridad y sin prestigio en un medio que no era el suyo—, hiciera para convencer al airado montonero.

¿Por qué cambiar de rumbo, dejar la ruta que, a pocas jornadas, debía conducirlos al ejército, y obstinarse en la persecución de tres hombres que no significaban nada para el triunfo de la causa que defendían?

Por toda respuesta, el gaucho había dicho que aquellos hombres lo habían ofendido y que no cejaría hasta darles alcance; y que había de buscarlos por lomas, por llanos, por sierras y por bosques; en los pajonales donde habitan aperiás, y en los “potreros” donde se refugian los toros alzados y las yeguadas cerriles, y en las cuevas donde duerme el jaguareté, y en las salamancas donde anida el ñacurutú.

Dijo esto con entonación colérica, echando el sombrero a la nuca, agitando el brazo derecho y oprimiendo el arreador de mango de coronilla, cuyas virolas de plata sonaban con el brusco sacudimiento.

Después había vuelto a echarse el sombrero sobre los ojos, aplastando la crin negra y ondeada; y el arreador ya no se movía sino para castigar el caballo, insensible a los golpes de talón.

Vencido una vez más, palpando su impotencia, el joven capitán fué en busca de su caballo y ensilló rápidamente. Cuando montó, ya la columna estaba en marcha. Durante un rato siguió solo, callado, pensativo, teniendo por guía la masa negra que marchaba delante y el ruido sordo del pisar de las bestias aplastando achiras y juncos, caraguatás y pipirís. De cuando en cuando, el viento, que soplaba de frente, traíale frases hirientes para él, pronunciadas por los soldados de retaguardia.

—Ché, el cajetilla se queda atrás —dijo uno.

Y otro agregó:

—Andará por pegar la sentada.

—Dice que es más colorao que raíz charrúa.

—Pueda ser; pero pa mi gusto anda asustao. Mancarrón viejo no come putuy, y el mosito se pinchó y anda mesquiniando la oreja.

Entonces el joven, humillado y colérico, picó espuelas al caballo, flanqueó la columna y silenciosamente a colocarse al lado del jefe.

Así marcharon un rato, uno al lado del otro, sin decirse una palabra. El gaucho fué el primero en hablar.

—¿Ve aquella cosa oscura, allá abajo? Es el río Negro.

El joven no replicó, y Nieto, sin hacer caso de su silencio, continuó:

—Y esta otra a la derecha es el Zapallar; y acá a la izquierda, donde campamos, es el Sauce.

Después de un corto silencio siguió hablando de este modo:

—El Zapallar y el Sauce hacen barra allí, cuasi juntos, y hay una picada. Es fiera. porque tuito es bañao; pero se pasa, ¡Siguro, ellos pasaron por ahí. Y han de haber rumbiao al norte, por la cuchilla de Caraguatá. Nos vamos a encontrar con ellos:

El joven, a pesar de su disgusto, sentía deseos de saber quiénes eran los perseguides, y por qué los perseguía el teniente Nieto, juzgando que algún drama se ocultaba bajo el fiero rencor del guerrillero.

—¿Y quiénes son esos hombres? — preguntó después de un largo silencio.

—Uno, el que yo quiero agarrar, es el capitán Farías. Los otros dos no lo sé —replicó el gaucho con voz rencorosa.

—¿Y se puede saber por qué lo quiere agarrar al capitán Farías?

—Primero porque es blanco; y pa mi blanco y perro es la mesma cosa. Y dispués...

—¿Después?

—Dispués porque tengo que arreglarle una cuenta —dijo el gaucho tornándose más sombrío aún.

Luego continuó:

—Cuando “los”? fuimos a servir al gobierno, y “los” redotaron en el Cerro, éste trompeta hijo de perra, pasó con una partida por Tupambae y me asaltó la casa. Entonces se limpió las manos en mi china, y dispués, le pegó juego al rancho y se alzó con mi tropilla de bayos. Por eso... ¡Cuidao! hemos llegao a la picada. Pase atrás mío y afloje la rienda,

Con dificultad vadearon el río Negro, y ya en la otra margen, la marcha continuó en silencio, porque el joven, conmovido con el rápido relato del teniente, no sabía qué hacer ni qué decir. Empezaba a comprender que el gaucho tenía su parte de razón y presentía lo que esperaba al fugitivo si se le daba alcance. El viento frío de la represalia: le soplaba en las espaldas presagiando torturas. El torrente proseguía su loca excursión hacia el desagüe ignoto, y las víctimas irían cayendo una tras otra, rodando indefensas entre las aguas turbias y espumosas.

Amaneció. La tropa llegó a una estancia donde abundaban los perros y faltaba la gente. Un viejo octogenario, único hombre que habia quedado en el establecimiento, se acercó temblando, mientras dos mujeres y media docena de chicuelos harapientos, lloraban en un rincón del amplio patio cubierto de yerbas —yuyo colorado, borraja y cepacaballo— que crecían lozanas, demostrando abandono, desolación y ruina.

No se consiguieron caballos, pero se supo que los fugitivos estaban cerca, que habían pasado esa noche con los “matungos aplastados”.

Siguió la marcha. Al cabo de un rato, el ojo de águila del teniente distinguió tres jinetes subiendo una loma. Apuró el trote; el capitán y tres soldados, los mejor montados, lo acompañaton. A la media hora, los perseguidos, que habían visto la fuerza enemiga e iban con las cabalgaduras cansadas, estaban a tiro de pistola.

Habían ganado una loma extensa, la cuchilla de Caraguatá, y no había quebradas ni arroyos próximos. El capitán, profundamente abatido, siguió galopando al lado de Nieto, sin hacer nada por disuadirlo de su empeño, convencido de que no existía antemural capaz de detener el desborde de la pasión exacerbada, la fiebre de venganza que hacía arder el cerebro inculto del gaucho.

Dejó andar las cosas.

Perseguidos y perseguidores emprendieron el galope. De los primeros, dos iban adelante, uno quedó atrás.

—El de atrás es Farías —gruñó Nieto con la satisfacción del tigre que olfatea la presa.

Frunciendo el ceño y tomando las bridas con los dientes, echó mano a su pistola brasilera de dos largos caños de bronce. Espoleó al caballo, tendió el brazo e hizo fuego: la bala se clavó en la tierra sin alcanzar al perseguido. Volvió a tirar, con igual resultado. Entonces cargó de nuevo el arma, bien cargada, hasta la boca, con seis “cortados” en cada caño; y sin cesar el galope, fué arrojando la sobrecincha, los cojinillos, la cincha, el basto, la carona, las jergas, hasta quedar “en pelo”. El animal, aliviado en su peso, ganó distancia, dejando al capitán a varios metros y a la tropa muy lejos.

Farías, con el cuerpo echado sobre el cuello del caballo, huía sin volver la cabeza, en tanto que el teniente se acercaba cada vez más. Este había arrojado la lanza y de nuevo hizo fuego, sin dar en el blanco.

Inmensa eritería hrotaba del grupo; siniestras amenazas lanzaban los soldados, que en vano castigaban recio a las cabalgaduras, ansiosos, de tomar parte en la vengánza. Semejaban excitada jauría ladrando frenética a la res transida que galopa sin esperanza, mirando con inmensa pena la dilatada loma sin guaridas y el claro cielo sin sombras.

El mozo sintió rabia y vergúenza: hubiera querido estar al lado del fugitivo y morir allí antes que presenciar la iniquidad.

—¡Teniente, teniente! —gritó desesperado, haciendo esfuerzos por alcanzarlo. Pero el gaucho, en el paroxismo del odio, víctima de las iracundias nativas, impelido por el instinto, era la bestia humana enfurecida que muere o mata ineludible, fatalmente.

Lanzó una interjección espantosa, mientras pasó la pistola a la mano izquierda y desató las boleadoras que llevaba en la cintura. En el momento en que las revoleaba por encima de la cabeza, el fugitivo tendió el brazo y disparó su pistola. La bala, lanzada sin rumbo, hirió en medio del pecho al caballo de Nieto, y el noble bruto dió un salto, dobló las manos y cayó pesadamente. El gaucho estuvo en el suelo antes que su caballo, y vió rodar con las boleadoras enroscadas en las patas, al zaino de Farías, dejando a éste debajo. Entonces corrió con el facón en la mano, dando brincos de felino y profiriendo amenazas. Cuando, al rato, el capitán llegó hasta allí, pudo ver a la víctima degollada “de oreja a oreja”, revolcándose en convulsiones espantosas, en medio de un charco de sangre.

La venganza estaba consumada.

Mudo de terror, el joven quedó como petrificado, mirando con asombro a Nieto, quien, sentado tranquilamente en el suelo, estaba picando tabaco con el facón, cuya hoja, mal limpiada en las ropas del muerto, aún conservaba sangre.

Los amores de Bentos Sagrera

Cuando Bentos Sagrera oyó ladrar los perros, dejó el mate en el suelo, apoyando la bombilla en el asa de la caldera, se puso de pie y salió del comedor apurando el paso para ver quién se acercaba y tomar prontamente providencia.

Era la tarde, estaba oscureciendo y un gran viento soplaba del Este arrastrando grandes nubes negras y pesadas, que amenazaban tormenta. Quien á esas horas y con ese tiempo llegara á la estancia, indudablemente llevaría ánimo de pernoctar; cosa que Bentos Sagrera no permitía sino á determinadas personas de su íntima relación. Por eso se apuraba, á fin de llegar á los galpones antes de que el forastero hubiera aflojado la cincha á su caballo, disponiéndose á desensillar. Su estancia no era pesada, ¡canejo! —lo había dicho muchas veces; y el que llegase, que se fuera y buscase fonda, ó durmiera en el campo, ¡que al fin y al cabo dormían en el campo animales suyos de más valor que la mayoría de los desocupados harapientos que solían caer por allí demandando albergue!

En muchas ocasiones habíase visto en apuros, porque sus peones, más bondadosos —¡claro, como no era de sus cueros que habían de salir los marcadores!—, permitían á algunos desensillar; y luego era ya mucho más difícil hacerles seguir la marcha.

La estancia de Sagrera era uno de esos viejos establecimientos de origen brasileño, que abundan en la frontera y que semejan cárceles ó fortalezas. Un largo edificio de paredes de piedra y techo de azotea; unos galpones, también de piedra, enfrente, y á los lados un alto muro con sólo una puerta pequeña dando al campo. La cocina, la despensa, el horno, los cuartos de los peones, todo estaba encerrado dentro de la muralla.

El patrón, que era un hombre bajo y grueso, casi cuadrado, cruzó el patio haciendo crujir el balasto bajo sus gruesos pies, calzados con pesadas botas de becerro colorado. Abrió con precaución la puertecilla y asomó su cabeza melenuda para observar al recién llegado, que se debatía entre una majada de perros, los cuales, ladrando enfurecidos, le saltaban al estribo y á las narices y la cola del caballo, haciendo que éste, encabritado, bufara y retrocediera.

—¡Fuera, cachorros! —repitió varias veces el amo, hasta conseguir que los perros se fueran alejando, uno á uno, y ganaran el galpón gruñendo algunos, mientras otros olfateaban aún con desconfianza al caballero, que, no del todo tranquilo, titubeaba en desmontar.

—Tiene bien guardada la casa, amigo don Bentos —dijo el recién llegado.

—Unos cachorros criados por divertimiento —contestó el dueño de casa con marcado acento portugués.

Los dos hombres se estrecharon la mano como viejos camaradas; y mientras Sagrera daba órdenes á los peones para que desensillaran y llevaran el caballo al potrero chico, éstos se admiraban de la extraña y poco frecuente amabilidad de su amo.

Una vez en la espaciosa pieza que servía de comedor, el ganadero llamó á un peón y le ordenó que llevara una nueva caldera de agua; y el interrumpido mate amargo continuó.

El forastero, don Brígido Sosa, era un antiguo camarada de Sagrera, y, como éste, rico hacendado. Uníalos, más que la amistad, la mutua conveniencia, los negocios y la recíproca consideración que se merecen hombres de alta significación en una comarca.

El primero poseía cinco suertes de estancia en Mangrullo, y el segundo era dueño de siete en Guasunambí, y pasaban ambos por personalidades importantes y eran respetados, ya que no queridos, en todo el departamento y en muchas leguas más allá de sus fronteras. Sosa era alto y delgado, de fisonomía vulgar, sin expresión, sin movimiento: uno de esos tipos rurales que han nacido para cuidar vacas, amontonar cóndores y comer carne coa "fariña".

Sagrera era más bien bajo, grueso, casi cuadrado, con jamones de cerdo, cuello de toro, brazos cortos, gordos y duros como troncos de coronilla; las manos anchas y velludas, los pies como dos planchas, dos grandes trozos de madera. La cabeza pequeña poblada de abundante cabello negro, con algunas, muy pocas, canas; la frente baja y deprimida, los ojos grandes, muy separados uno de otro, dándole un aspecto de bestia; la nariz larga en forma de pico de águila; la boca grande, con el labio superior pulposo y sensual apareciendo por el montón de barba enmarañada.

Era orgulloso y altanero, avaro y egoísta, y vivía como la mayor parte de sus congéneres, encerrado en su estancia, sin placeres y sin afecciones. Más de cinco años hacía de la muerte de su mujer, y desde entonces él solo llenaba el caserón, en cuyas toscas paredes retumbaban á todas horas sus gritos y sus juramentos. Cuando alguien le insinuaba que debía casarse, sonreía y contestaba que para mujeres le sobraban con las que había en su campo, y que todavía no se olvidaba de los malos ratos que le hizo pasar el "diablo de su compañera".

Algún peón que lo oía, meneaba la cabeza y se iba murmurando que aquel "diablo de compañera" había sido una santa y que había muerto cansada de recibir puñetazos de su marido, á quien había aportado casi toda la fortuna de que era dueño.

Pero como estas cosas no eran del dominio público y quizás no pasaran de murmuraciones de cocina, el ganadero seguía siendo un respetable señor, muy digno de aprecio, muy rico, y aunque muy bruto y más egoísta, capaz de servir, al ciento por ciento, á algún desgraciado vecino.

Sosa iba á verlo por un negocio, y proponiéndose grandes ganancias, el hacendado de Guasunambí lo agasajaba de todas maneras.

Ofrecióle en la cena puchero con "pirón", guiso de menudos con "fariña" y un cordero, gordo como un pavo cebado, asado al asador y acompañado de galleta y fariña seca; porque allí la fariña se comía con todo y era el complemento obligado de todos los platos. Y como extraordinario, en honor del huésped se sirvió una "canjica con leite", que, según la expresión brasileña, "si é fejou con toucinho é muito bom: ella borra tudo"

Afuera, el viento que venía desde lejos, saltando libre sobre las cuchillas peladas, arremetió con furia contra las macizas poblaciones, y emprendiéndola con los árboles de la huerta inmediata, los cimbró, los zamarreó hasta arrancarles las pocas hojas que les quedaban, y pasó de largo, empujado por nuevas bocanadas que venían del Este, corriendo á todo correr.

Arriba, las nubes se rompían con estruendo y la lluvia latigueaba las paredes del caserón y repiqueteaba furiosamente sobre los techos de cinc de los galpones.

En el comedor, Sagrera, Sosa y Pancho Castro —este último, capataz del primero— estaban de sobremesa, charlando, tomando mate amargo y apurando las copas de caña que el capataz escanciaba sin descanso.

Pancho Castro era un indio viejo, de rostro anguloso y lampiño, y de pequeños ojos turbios semiescondidos entre los arrugados párpados. Era charlatán y amigo de cuentos, de los cuales tenía un repertorio escaso, pero que repetía siempre con distintos detalles.

—¡Qué modo de yober! —dijo—. Esto me hace acordar una ocasión, en la estancia del finao don Felisberto Martínez, en la costa el Tacuarí...

—¡Ya tenemos cuento! —exclamó Sagrera; y el viejo, sin ofenderse por el tono despreciativo del estanciero, continuó muy serio:

—¡Había yobido! ¡Birgen santísima! El campo estaba blanquiando; tuitos los bañaos yenos, tuitos los arroyos campo ajuera, y el Tacuarí hecho un mar...

Se interrumpió para cebar un mate y beber un trago de caña; luego prosiguió:

—Era una noche como ésta; pero entonces mucho más fría y mucho más escura, escurasa: no se bía ni lo que se combersaba. Habíamo andao tuita la nochesita recolutando la majada que se nos augaba por puntas enteras, y así mesmo había quedao el tendal. Estábamo empapaos cuando ganamo la cosina, onde había un juego que era una bendisión e Dios. Dispué que comimo "los" pusimo á amarguiar y á contá cuentos. El biejo Tiburcio... usté se ha de acordá del biejo Tiburcio, aquel indio de Tumpambá, grandote como un rancho y fiero como un susto á tiempo...! ¡Pucha hombre aquél que domaba laindo! Sólo una ocasión lo bidé asentar el lomo contra el suelo, y eso jué con un bagual picaso del finao Manduca, que se le antojó galopiar una mañanita que había yobido á lo loco, y jué al ñudo que...

—Bueno, viejo —interrumpió Sosa con marcada impaciencia—, deje corcobiando al bagual picaso y siga su cuento.

—Dejuro nos va á salir con alguno más sabido que el bendito —agregó don Bentos.

—Güeno, si se están riyendo dende ya, no cuento nada —dijo el viejo, atufado.

—¡Pucha con el basilisco! —exclamó el patrón; y luego, sorbiendo media copa de caña, se repantigó en la silla y agregó:

—Puesto que el hombre se ha empacao, yo voy á contar otra historia.

—Vamos á ver esa historia —contestó Sosa; y don Pancho murmuró al mismo tiempo que volvía á llenar las copas:

—¡Bamo á bé!

El ganadero tosió, apoyó sobre la mesa la mano ancha y velluda como pata de mono, y comenzó así:

—Es un suseso que me ha susedido. Hase de esto lo menos unos catorse ó quinse años. Me había casao con la finada, y me vine del Chuy á poblar acá, porque estos campos eran de la finada cuasi todos. Durante el primer año yo iba siempre al Chuy pa vigilar mi establecimiento y también pa...

Don Bentos se interrumpió, bebió un poco de caña, y después de sorber el mate que le alcanzaba el capataz, continuó:

—Pa visitar una mujersita que tenía en un rancho de la costa.

—Ya he oído hablar de eso —dijo Sosa—. Era una rubia, una brasilera.

—Justamente. Era la hija de un quintero de Yaguarón. Yo la andube pastoriando mucho tiempo; pero el viejo don Juca, su padre, la cuidaba como caballo parejero y no me daba alse pa nada. Pero la muchacha se había encariñao de adeberas, y tenía motivos, porque yo era un moso que las mandaba arriba y con rollos, y en la cancha que yo pisaba no dilataba en quedar solo.

El viejo quería casarla con un estopor empleao de la polesía, y como colegí que á pesar de todas las ventajas la carrera se me iba haciendo peluda, y no quería emplear la fuerza —no por nada, sino por no comprometerme—, me puse á cabilar. ¡Qué diablo! Yo tenía fama de artero y esa era la ocasión de probarlo. Un día que había ido de visita á casa de mi amigo Monteiro Cardoso, se me ocurrió la jugada. Monteiro estaba bravo porque le habían carniao una vaca.

—¡Este no es otro que el viejo juca! —me dijo.

El viejo Juca estaba de quintero en la estancia del coronel Fortunato, que lindaba con la de Monteiro, y á éste se le había metido en el mate que el viejo lo robaba. Yo me dije: "¡ésta es la mía!" y contesté en seguida:

—Mire, amigo, yo creo que ese viejo es muy ladino, y sería bueno hacer un escarmiento.

Monteiro no deseaba otra cosa, y se quedó loco de contento cuando le prometí yo mismo espiar al quintero y agarrarlo con las manos en el barro.

Así fué: una noche, acompañao del pardo Anselmo, le matamos una oveja á Monteiro Cardoso y la enterramos entre e maizal del viejo Juca. Al otro día avisé á la polecía: fueron á la güerta y descubrieron el pastel. El viejo gritaba, negaba y amenazaba; pero no hubo tutía: lo maniaron no más y se lo llevaron á la sombra dispués de haberle sobao un poco el lomo con los corbos.

Sonrió Bentos Sagrera, cruzó la pierna derecha, sosteniendo el pie con ambas manos; tosió fuerte y siguió:

—Pocos días dispués fui á casa de juca y encontré á la pobre Nemensia hecha un mar de lágrima brava contra el bandido de Monteiro Cardoso, que había hecho aquello por embromar á su pobre padre.

Le dije que había ido para consolaría y garantirle que iba á sacarlo en libertad... siempre que ella se portara bien conmigo. Como á la rubia le gustaba la pierna...

—Mesmamente como en la historia que yo iba á contá, cuando el finao Tiburcio, el domado... —dijo el capataz.

—No tardó mucho en abrir la boca pa decir que sí —continuó don Bentos interrumpiendo al indio—. La llevé al rancho que tenía preparao en la costa, y conversamos, y...

El ganadero cortó su narración para beber de nuevo, y en seguida, guiñando los ojos, arqueando las cejas, continuó contando, con la prolijidad comunicativa del borracho, todos los detalles de aquella noche de placer comprada con infamias de perdulario. Después rió con su risa gruesa y sonora y continua como mugido de toro montaraz.

Una inmensa bocanada de viento entró en el patio, azotó los muros de granito, corrió por toda la muralla alzando á su paso cuanta hoja seca, trozo de papel ó chala vieja encontró sobre el pedregullo, y luego de remolinear en giros frenéticos y dando aullidos furiosos, buscando una salida, golpeó varias veces, con rabia, con profundo encono —cual si quisiera protestar contra el lúbrico cinismo del ganadero— la sólida puerta del comedor, detrás de la cual los tres ebrios escuchaban con indiferencia el fragor de la borrasca.

Tras unos minutos de descanso, el patrón continuó diciendo:

—Por tres meses la cosa marchó bien, aunque la rubia se enojaba y me acusaba de dilatar la libertad del viejo; pero dispués, cuando lo largaron á éste y se encontró con el nido vacío, se propuso cazar su pájara de cualquier modo y vengarse de mi jugada. Yo lo supe; llevé á Nemensia á otra jaula y esperé. Una noche me agarró de sopetón, cayendo á la estancia cuando menos lo esperaba. El viejo era diablo y asujetador, y como yo, naturalmente, no quería comprometerme, lo hice entretener con un pión y me hice trair un parejero que tenía á galpón, un tubiano...

—Yo lo conocí —interrumpió el capataz—; era una maula.

—¿Qué? —preguntó el ganadero, ofendido.

—Una maula; yo lo bidé cuando dentro en una penca en el Cerro; corrió con cuatro estopores... y comió cola las tresientas baras.

—Por el estado, que era malo.

—Porque era una maula —continuó con insistencia el capataz—; no puede negá el pelo... ¡tubiano!...

—Siga, amigo, el comento, que está lindo —dijo Sosa para cortar la disputa.

Y don Bentos, mirando con desprecio al indio viejo, prosiguió diciendo:

—Pues ensillé el tubiano, monté, le bajé la bandera y fui á dar al Cerro-Largo, dejando al Viejo Juca en la estancia, bravo como toro que se viene sobre el lazo. Dispués me fui pa Montevideo, donde me entretuve unos meses, y di'ay que yo no supe cómo fuá que lo achuraron al pobre diablo. Por allá charlaban que habían sido mis muchachos, mandaos por mí; pero esto no es verdá...

Hizo don Bentos una mueca cínica, como para dar á entender que realmente era el asesino del quintero, y siguió, tranquilo, su relato.

—Dispués que pasaron las cosas, todo quedó otra vez tranquilo. Nemensia se olvidó del viejo; yo le hice creer que había mandao decir unos funerales por el ánima del finao, y ella se convensió de que yo no era cumple de nada. Pero, amigo, usté sabe que petiso sin mañas y mujer sin tachas no ha visto nadies tuavía!... La rubia me resultó selosa como tigra resién parida y me traía una vida de perros, jeringando hoy por esto y mañana por aquello.

—Punto por punto como la ñata Grabiela en la rilasión que yo iba á haser —ensartó el indio, dejando caer la cabeza sobre el brazo que apoyaba en la mesa.

Don Bentos aprovechó la interrupción para apurar el vaso de alcohol, y después de limpiarse la boca, continuó, mirando á su amigo:

—¡Pucha si era selosa! Y como dejuro yo le había aflojao manija al prinsipio, estaba consentida á más no poder, y de puro quererme empesó á fastidiarme lo mismo que fastidia una bota nueva. Yo tenía, naturalmente, otros gallineros donde cacarear —en el campo no más, aquella hija de don Gumersindo Rivero, y la hija del puestero Soria, el canario Soria, y Rumualda, la mujer del pardo Medina...

—¡Una manadita flor! —exclamó zalameramente el visitante; á lo que Sagrera contestó con un

—¡Eh! —de profunda satisfacción.

Y reanudó el hiio de su cuento.

—Cuasi no podía ir al rancho: se volvía puro llorar y puro echarme en cara lo que había hecho y lo que no había hecho, y patatrís y patatrás, ¡como si no estuviera mejor conmigo que lo que hubiera esíao con el polecía que se iba á acollarer con ella, y como si no estuviera bien paga con haberle dao población y con mandarle la carne de las casas todos los días, y con tas lecheras que le había emprestao y los caballos que le había regalao!... ¡No, señor; nada! Que "cualquier día me voy á alsar con el primero que llegue..." Que "el día menos pensao me encontrás augada en la laguna..." Y esta música todas las veces que llegaba y hasta que ponía el pie en el estribo al día siguiente, pa irme. Lo pior era que aquella condenada mujer me había ganao el lao de las casas, y cuando, muy aburrido, le calentaba el lomo, en lugar de enojarse, lloraba y se arrastraba y me abrasaba las rodillas y me acarisiaba, lo mismo que mi perro overo Itacuaitiá cuando le doy unos rebencasos. Más le pegaba y más humilde se hasía ella; hasta que al fin me entraba lástima y la alsaba y la acarisiaba, con lo que ella se ponía loca de contenta. ¡Lo mismo, esatamente lo mismo que Itacuaitiá!... Así las cosas, la mujer tuvo un hijo, y dispués otro, y más dispués otro, como pa aquerensiarme pa toda la vida. Y como ya se me iban poniendo duros los caracuses, me dije: lo mejor del caso es buscar mujer y casarse, que de ese modo se arregla todo y se acaban las historias. Cuando Nemensia supo mi intensión, ¡fuá cosa bárbara! No había modo de consolarla, y sólo pude conseguir que se sosegase un poco prometiéndole pasar con ella la mayor parte del tiempo. Poco dispués me casé con la finada y nos vinimos á poblar en este campo. Al prinsipio todo iba bien y yo estaba muy contento con la nueva vida. Ocupao en la costrusión de esta casa —que al prinsipio era unos ranchos no más—; entusiasmao con la mujersita nueva, y en fin, olvidado de todo con el siempre estar en las casas, hiso que no me acordara pa nada de la rubia Nemensia, que había tenido cuidao de no mandarme desir nada. Pero al poco tiempo la muy oveja no pudo resistir y me mandó desir con un pión de la estansia que fuera á cumplir mi palabra. Me hise el sonso: no contesté; y á los cuatro días, ya medio me había olvidao de la rubia, cuando resibí una esquela amenasándome con venir y meter un escándalo si no iba á verla. Comprendí que era capas de haserlo, y que si venía y la patrona se enteraba, iba á ser un viva la patria. No tuve más remedio que agachar el lomo y largarme pa el Chuy, donde estuve unos cuantos días. Desde entonces seguí viviendo un poco aquí y un poco allá, hasta que —yo no sé si porque se lo contó algún lengua larga, que nunca falta, ó porque mis viajes repetidos le dieron que desconfiar— la patrona se enteró de mis enredos con Nemensia y me armó una que fué como disparada da novillos chúcaros á media noche y sin luna. Si Nemensia era selosa, la otra, ¡Dios nos asista!... Sermón aquí, responso allá, me tenía más lleno que bañao en invierno y más desasosegao que animal con bichera. Era al ñudo que yo le hisiera comprender que, si no era Nemensia, sería otra cualesquiera, y que no tenía más remedio que seguir sinchando y avenirse con suerte, porque yo era hombre así y así había de ser. ¡No, señor!... La brasilera había sido de mal andar, y cuando me le iba al humo corcobiaba y me sacudía con lo que encontraba. Una vez cuasi me sume un cuchillo en la pansa porque le di una cachetada. ¡Gracias á la cuerpiada á tiempo, que si no me churrasquea la indina! Felismente esto duró poco tiempo, porque la finada no era como Nemensia, que se contentaba con llorar y amenasarme con tirarse á la laguna: la patrona era mujer de desir y haser las cosas sin pedir opinión á nadies. Si derecho, derecho; si torsido, torsido: ella enderesaba no más y había que darle cancha como á novillo risién capao. Pasó un tiempo sin desirme nada; andubo cabilosa, seria, pero entonces mucho más buena que antes pa conmigo, y como no me chupo el dedo y maliseo las cosas siempre bien, me dije: la patrona anda por echarme un pial; pero como á matrero y arisco no me ganan ni los baguales que crían cola en los espinillales del Rincón de Ramírez, se va á quedar con la armada en la mano y los rollos en el pescueso. Encomensé á bicharla, siempre hasiéndome el sorro muerto y como si no desconfiara nada de los preparos que andaba hasiendo. No tardé mucho en colegirle el juego, y... ¡fíjese, amigo Sosa, lo que es el diablo!... ¡me quedé más contento que si hubiera ganao una carrera grande!... Figúrese que la tramoya consistía en haser desapareser á la rubia Nemensia!...

—¿Desaparecer, ó esconder? —preguntó Sosa guiñando un ojo y contrayendo la boca con una sonrisa aviesa.

Y Bentos Sagrera, empleando una mueca muy semejante, respondió en seguida:

—Desapareser ó esconder; ya verá.

Después prosiguió:

—Yo, que, como le dije, ya estaba hasta los pelos de la hija de don Jaca, vi el modo de que me dejaran el campo libre al mismo tiempo que mi mujer hasía las pases; y la idea me gustó como ternero orejano. Es verdá que sentía un poco, porque era feo haser así esa asión con la pobre rubia: pero, amigo, ¡qué íbamos á haser! A caballo regalao no se le mira el pelo, y como al fin y al cabo yo no era quien pisaba el barro, ni era cumple siquiera, me lavé las manos y esperé tranquilamente el resultao. La patrona andaba de conversaciones y más conversaciones con el negro Caracú, un pobre negro muy bruto que había sido esclavo de mi suegro y que le obedesía á la finada lo mismo que un perro. Bueno —me dije yo— , lo mejor será que me vaya pa Montevideo, así les dejo campo libre, y además, que al acaso resulta algo jediondo no me agarren en la voltiada. Y así lo hise en seguida. La patrona y Caracú no esperaban otra cosa —continuó el ganadero después de una pausa que había aprovechado para llenar los vasos y apurar el contenido del suyo—. La misma noche en que bajé á la capital, el negro enderesó pa la estansia del Chuy con la cartilla bien aprendida y dispuesto á cumplirla al pie de la letra, porque estos negros son como cusco, y brutasos que no hay que hablar. Caracú no tenía más de veinte años, pero acostumbrao á los lasasos del finao mi suegro, nunca se dio cuenta de lo que era ser libre, y así fué que siguió siendo esclavo y obedeciendo á mi mujer en todo lo que le mandase haser, sin pensar si era malo ó si era bueno, ni si le había de perjudicar ó le había de favoreser; vamos: que era como mancarrón viejo, que se amolda á todo y no patea nunca. Él tenía la idea, sin duda, de que no era responsable de nada, ó de que puesto que la patrona le mandaba haser una cosa, esa cosa, debía ser buena y permitida por la autoridá. ¡Era tan bruto el pobre negro Caracú...! ¡La verdá que se presisaba ser más que bárbaro pa praticar lo que praticó el negro! ¡Palabra de honor!, yo no lo creí capás de una barbaridá de esa laya... porque, caramba, ¡aquello fué demasiao, amigo Sosa, fué demasiao!...

El ganadero, que hacía rato titubeaba, como si un escrúpulo lo invadiera impidiéndole revelar de un golpe el secreto de una infamia muy grande, se detuvo, bruscamente interrumpido por un trueno que reventó formidable, largo, horrendo, como la descarga de una batería poderosa.

El caserón tembló como si hubiera volado una santabárbara en el amplísimo patio; el indio Pancho Castro despertó sobresaltado; el forastero, que de seguro no tenía la conciencia muy limpia, tornóse intensamente pálido; Bentos Sagrera quedóse pensativo, marcado un cierto temor en la faz hirsuta; y, durante varios minutos, los tres hombres permanecieron quietos y callados, con los ojos muy abiertos y el oído muy atento, siguiendo el retumbo decreciente del trueno. El capataz fué el primero en romper el silencio:

—¡Amigo! —dijo—, ¡vaya un rejusilo machaso! ¡Este, á la fija que ha caído! ¡Quién sabe si mañana no encuentro dijuntiao mi blanco porselana. Porque, amigo, estos animales blancos son perseguido po lo rayo como la gallina po el sorro!...

Y como notara que los dos estancieros continuaban ensimismados, el indio viejo agregó socarronamente:

—¡Nu'ay como la caña pa dar coraje á un hombre!

Y con trabajo, porque tenía la cabeza insegura y los brazos sin fuerzas, llenó el vaso y pasó la botella al patrón, quién no desdeñó servirse y servir al huésped. Para la mayoría de los hombres del campo, la caña es un licor maravilloso: además de servir de remedio para todo mal, tiene la cualidad de devolver la alegría siempre y cada vez que se tome.

Así fué que los tertulianos aquellos quedaron contentos: luchando el indio por conservar abiertos los párpados; ansioso Sosa por conocer el desenlace de la comenzada historia, é indeciso Bentos Sagrera entre abordar y no abordar la parte más escabrosa de su relato.

Al fin, cediendo á las instancias de los amigos y á la influencia comunicativa del alcohol, que hace vomitar los secretos más íntimos hasta á los hombres más reservados —las acciones malas como castigo misterioso, y las buenas acciones como si éstas se asfixiaran en la terrible combustión celular— se resolvió á proseguir, no sin antes haber preguntado á manera de disculpa:

—¿No es verdá que yo no tenía la culpa, que yo no soy responsable del susedido?

Sosa había dicho:

—¡Qué culpa va á tener, amigo!

Y el capataz había agregado, entre varios cabeceos:

—¡Dejuro que no!... ¡dejuro que no!... ¡que no!... ¡que no!... ¡no!... ¡no!...

Con tales aseveraciones, Sagrera se consideró libre de todo remordimiento de conciencia y siguió contando:

—El negro Caracú, como dije, y á quien yo no creía capás de la judiada que hiso, se fué al Chuy dispuesto á llevar á cabo la artería que le había ordenado mi mujer... ¡Qué barbaridá!... ¡Si da frío contarlo!... ¡Yo no sé en lo que estaba pensando la pobresita de la finada!... En fin, que el negro llegó á la estansia y allí se quedó unos días esperando el momento oportuno pa dar el golpe. Hay que desir que era un invierno de lo más frío y de lo más lluvioso que se ha visto. Temporal ahora, y temporal mañana, y deje llover, y cada noche más oscura que cueva de ñacurutú. No se podía cuasi salir al campo y había que dejar augarse las majadas ó morirse de frío, porque los hombres andaban entumidos y como baldaos del perra de tiempo aquél. ¡Amigo, ni qué comer había! Carne flaca, pulpa espumosa, carne de perro, de los animales que cuereábamos porque se morían de necesidá. La suerte que yo estaba en Montevideo y allí siempre hay buena comida misturada con yuyos. Bueno: Caracú siguió aguaitando, y cuando le cuadró una noche bien negra, ensilló, disiendo que rumbiaba pacá, y salió. En la estansia todos creyeron que el retinto tenía cueva serca y lo dejaron ir sin malisear nada. Qué iban á malisear del pobre Caracú, que era bueno como el pan y manso como vaca tambera! Lo embroma! on un poco dísiéndole que churrasqueara á gusto y que no tuviera miedo de las perdises, porque como la noche estaba de su mismo color, ellos se entenderían. Sin embargo, uno hiso notar que el moso era prevenido y campero, porque había puesto un maniador en el pescueso del caballo y otro debajo de los cojinillos, como pa atar á soga, bien seguro, en caso de tener que dormir á campo. Dispués lo dejaron marchar sin haber lograo que el retinto cantara nada. Caracú era como bicho pa rumbiar, y así fué que tomó la diresión del rancho de la rubia Nemensia, y al trote y al tranco, fué a dar allá, derechito no más. Un par de cuadras antes de llegar, en un bajito, se apió y manió el caballo. Allí —el negro mismo contó después todos, pero todos los detalles—, picó tabaco, sacó fuego en el yesquero, ensendió el sigarro y se puso á pitar, tan tranquilo como si en seguida fuese á entrar á bailar á una sala, ó pedir la maginaria pa pialar de volcao en la puerta de una manguera. ¡Tenía el alma atravesada aquel picaro!... Luego dispués, al rato de estar pitando en cuclillas, apagó el pucho, lo puso detrás de la oreja, desprendió el maniador del pescueso del caballo, sacó el que llevaba debajo de los cojinillos y se fué caminando á pie, despasito, hasta los ranchos. En las casas no había más perros que un cachorro barsino que el mismo negro se lo había regalao; así fué que cuando éste se asercó, el perro no hiso más que ladrar un poquito y en seguida se sosegó reconosiendo á su amo antiguo. Caracú buscó á tientas la puerta del rancho, la sola puerta que tenía y que miraba pal patio. Cuando la encontró se puso á escuchar; no salía ningún ruido de adentro: las gentes pobres se acuestan temprano, y Nemensia seguro que roncaba á aquellas horas. Dispués con un maniador ató bien fuerte, pero bien fuerte, la puerta contra el horcón, de modo que nadie la pudiera abrir de adentro. Yo no sé cómo la ató, pero él mismo cuenta que estaba como pa aguantar la pechada de un novillo. En seguida rodió el rancho, se fué á una ventanita que había del otro lao y hiso la misma operasión. Mientras tanto, adentro, la pobre rubia y sus tres cachorros dormían á pierna suelta, seguramente, y en la confiansa de que á rancho de pobre no se allegan matreros. ¡Y Nemensia, que era dormilona como lagarto y de un sueño más pesao quel fierro...! Dispués de toda esta operasión y bien seguro de que no pedían salir de adentro, el desalmao del moreno... —¡Párese mentira que haiga hombres capases de haser una barbaridá de esa laya...!— Pues el desalmao del moreno, como se lo cuento, amigo Sosa, le prendió fuego al rancho por los cuatro costaos. En seguida que vio que todo estaba prendido y que con la ayuda de un viento fuerte que soplaba, aquello iba á ser como quemasón de campo en verano, sacó el pucho de atrás de la oreja, lo ensendió con un pedaso de paja y se marchó despasito pal bajo, donde había dejao su caballo. Al poquito rato empesó á sentir los gritos tremendos de los desgrasiaos que se estaban achicharrando allá adentro; pero así y todo el negro tuvo alma pa quedarse clavao allí mismo sin tratar de juir! ¡Qué fiera, amigo, qué fiera...! ¡En fin, hay hombres pa todo! Vamos á tomar un trago... ¡Eh! ¡don Pancho...! ¡Pucha hombre flojo pa chupar...! Pues, como desía, el negro se quedó plantao hasta que vió todo quemao y todo hecho chicharrones. Al otro día mi compá Manuel Felipe salió de mañanita á recorrer el campo, campiando un caballo que se le había estraviao, se allegó por la costa y se quedó pasmao cuando vio el rancho convertido en escombros, Curiosió, se apio, removió los tisones y halló un muchacho hecho carbón, y dispués á Nemensia lo mismo, y no pudo más y se largó á la oficina pa dar cuenta del susedido. El comisario fué á la estansia pa ver si le endilgaban algo, y en cuanto abrió la boca, el negro Caracú dijo:

—¡Juí yo!

No lo querían creer de ninguna manera.

—¡Cómo que fuistes vos! —le contestó el comisario—; ¿te estás riendo de la autoridá, retinto?—

No, señó; ¡juí yo!

—¿Por qué?

—Porque me mandó la patrona.

—¿Que quemaras el rancho?

—Sí.

—¿Con la gente adentro?

—¡Dejuro!... ¡y pues!

—¿Y no comprendes que es una barbaridá?

—La patrona mandó.

Y no hubo quien lo sacara de ahí.

—¡La patrona mandó! —desía á toda reflexión del comisario ó de los piones. Así fué que lo maniaron y lo llevaron. Cuando supe la cosa me pasó frío, ¡amigo Sosa!... Pero dispués me quedé contento, porque al fin y al cabo me vi libre de Nemensia y de los resongos de la finada, sin haber intervenido pa nada. ¡Porque yo no intervine pa nada, la verdá, pa nada!

Así concluyó Bentos Sagrera el relato de sus amores; y luego, golpeándose los muslos con las palmas de las manos:

—¡Eh! ¿qué tal...?—preguntó.

Don Brígido Sosa permaneció un rato en silencio, mirando al capataz, que roncaba con la cabeza sobre la mesa. Después, de pronto:

—Y el negro —dijo—, ¿qué suerte tuvo?

—Al negro lo afusilaron en Montevideo —contestó tranquilamente el ganadero.

—¿Y la patrona?...

—La patrona anduvo en el enredo, pero se arreglaron las cosas.

—¡Fué suerte!

—Fué. Pero también me costó una ponchada de pesos.

Don Brígido sonrió y dijo zalameramente:

—Lo cual es sacarle un pelo á un conejo.

—¡No tanto, no tanto! —contestó Bentos Sagrera, fingiendo modestia.

Y tornó á golpearse los muslos y á reir con tal estrépito, que dominó los ronquidos de Castro, el silbido del viento y el continuo golpear de la lluvia sobre el techo de cinc del gran galpón de los peones.

31 de Marzo

I

En la mañana del 31 de Marzo de 1886, la infantería revolucionaria hizo alto junto á un arroyuelo de caudal escaso y márgenes desarboladas. El ejército había pernoctado el 28 en Guaviyú, vivaqueando allí mismo el 29, y en la tarde había emprendido la marcha, rumbo al Nordeste, sobre un flanco de la cuchilla del Queguay, evitando los numerosos afluentes del río de este nombre. No fué posible conseguir más que un limitado número de caballos, y las infanterías debieron hacer la jornada á pie. ¡Dura jornada!

Dos días y dos noches anduvo la pesada caravana arrastrándose por terrenos incultos cubiertos de rosetas y por abandonadas carreteras en cuyo pavimento la llanta de los vehículos pesados y la pesuña de los vacunos trashumados habían dejado, en la tierra blanda, profundas huellas que los soles subsiguientes convirtieron en duros picachos.

Los soldados, en su mayor parte, iban descalzos; y aquellos pobres pies delicados de jóvenes montevideanos sufrían horriblemente al aplastar los terrones, ó sangraban, desgarrada la fina epidermis por las aguzadas puntas de las rosetas.

No se había comido, no se había dormido, no se habían hecho en el trayecto sino pequeños altos —cinco ó diez minutos de reposo en cada hora de marcha—; y aquellos músculos, demasiado débiles para soportar tanta fatiga, comenzaron á ceder como muelles gastados.

Durante el último día, las carretas que conducían municiones y pertrechos debieron alzar varios soldados que se habían desplomado, abatidos, rendidos por el cansancio, indiferentes á las amenazas, á los insultos y hasta á los golpes, como bestias transidas que caen y no van más allá, insensibles al acicate, rebeldes al castigo.

Cuando hicieron alto junto á aquel regato, los soldados armaron pabellones y se tiraron largo á largo sobre la gramilla recalentada por un sol abrasador. Al cansancio se unía el estado atmosférico, el ambiente enrarecido, el calor húmedo y sofocante, para doblegar las energías; arriba, en la inmensa superficie gris, los nimbus blancos se movían lentamente amenazando tormentas. Los jefes habían conseguido algunos corderos que estaban allí, muertos, pero sin desollar, ya fríos; lo que ponía en apuros á los jóvenes inexpertos para arrancar el pellejo.

Algunos hicieron fuego con ramitas secas y "bosta" de vacunos; otros arrancaban, sin miramiento ninguno, trozos de carne que arrojaban á las brasas y los engullían en seguida, apenas calentados, sabiéndoles á manjar sabroso, á pesar de la ceniza y la tierra, y el nauseabundo tufo de la "bosta"; algunos, en cuclillas al borde del arroyuelo, bebían en la palma de la mano ó en el kepis el agua clara y pura, sin saciarse nunca; y los más dormían, no obstante el hambre y la seguridad del peligro, con el sueño de piedra del bruto extenuado.

Al lado de un fogón, Máximo Díaz, un jovencito rubio, endeble, sin barba aún, se afanaba en asar, entre las brasas y las cenizas, un pedazo de carne. Contrariado con el humo y con los lentes que se le caían, estaba refunfuñando en momentos en que se le acercó el teniente Cipriano Rivas, quien lo saludó sin bajarse del caballo:

—¿Qué tal, muy cansado?...

—Bastante —respondió el jovencito con voz tranquila—. ¿Quieres churrasquear?

—Gracias; ya comí... ¿Y Alberto?

—Ahí está, durmiendo como un animal.

El oficial sacó del bolsillo un medio pan y se lo alargó á su amigo:

—Toma —dijo.

—¡Pan! —exclamó el rubiecito alborozado.

—Dale un pedazo á Alberto.

En ese instante el clarín tocó llamada.

—¡Vivo, vivo, á formar! —gritaron los oficiales; y un gran tropel se produjo en el campamento.

—¡Hasta luego! —dijo Cipriano; y picando espuelas á su caballo, fuese hasta el destacamento que mandaba el coronel Matos, del cual era ayudante. Este destacamento, que estaba formado un poco á vanguardia, sobre el flanco izquierdo, se componía de unos ochenta hombres, gente de campo, armada á lanza y carabina.

Los soldados, unos montados, otros á pie, estaban agrupados en desorden. Al frente, sentado en el suelo, con el caballo de la rienda, el caudillo picaba un "naco". Sobre las rodillas tenía un winchester; á su lado estaba clavada la lanza, una lanza de largo astil ornado con tres grandes virolas de plata y un aguzado rejón herrumbroso, terminado por doble media luna; vieja reliquia de los tiempos heroicos, que parecía triste con la ausencia de la banderola partidaria.

—La infantería está en movimiento —dijo el ayudante al acercarse al jefe—. Parece que vamos á marchar.

El gaucho se encogió de hombros, concluyó de liar su cigarrillo, y ofreciendo el "naco" al mozo:

—¿Quiere pitar? —contestó.

Y como éste hiciera un signo negativo con la cabeza, guardó el tabaco, se puso de pie, sacudió la bombacha y, recostándose al caballo, comenzó á fumar tranquilamente.

El joven permaneció un rato en silencio, fija la mirada en la infantería, que, ya en formación, estaba inmóvil junto al regato. Embargábalo la pena al considerar la afligente situación de aquella muchachada selecta, más habituada á la vida alegre de la ciudad que al penoso trajín de los ejércitos.

Recordaba haberlos visto en Buenos Aires, errando alegres, contentos con sus andrajos, soportando con estoica resignación privaciones y miserias, haciendo galas de unas y de otras. Quiénes impelidos por un patriotismo fanático, exacerbado por la propaganda candente de la prensa de la época; quiénes guiados por ambiciones indefinidas ó indeterminadas; quiénes, en fin, atraídos por la curiosidad, por el placer de viajar, de cambiar de vida, todos aparecíanle santificados por la grandeza de la causa que sustentaban.

La columna de infantería se puso en movimiento y casi al mismo tiempo se oyeron dos ó tres detonaciones. La vanguardia gubernista alcanzaba al fin al ejército revolucionario, llevándose por delante la pequeña fuerza de caballería que guardaba la retaguardia de este último.

II

Las caballerías, tendidas en guerrilla, cubrían los flancos, peleando en retirada. En medio marchaba la infantería en columna cerrada, precedida por el convoy de carretas que llevaba armas, municiones y heridos.

Cipriano, bastante nervioso, sacudía la cabeza cada vez que, un proyectil pasaba cerca, dando margen á que el coronel, que iba á su lado, lo increpara con dureza:

—¡No cabecee, amigo: ahora es el momento de no aflojar la vena del garrón!

El joven, herido en su amor propio, no respondió, y puso empeño en evitar la acción nerviosa.

Las guerrillas ocupaban una gran zona salpicada de rojo con los fogonazos. Acá y allá se veían pequeñas espirales de humo claro ascendiendo con desgano hacia el gris triste del cielo.

La retirada continuaba en orden.

—Pero ¿el enemigo no es más que ese que se ve allá? —preguntó Cipriano, señalando las guerrillas poco numerosas que iban avanzando lenta, pero de manera segura.

El caudillo sonrió.

—Ya verá la cola: no se aflija por ver la cola —dijo.

Poco á poco el fuego fué arreciando. Las detonaciones, que al principio se oían como ruidos sordos, sin eco y bien distintas unas de otras, comenzaron á multiplicarse; las diversas volutas de humo se fueron juntando hasta formar una nubecilla cenicienta, por entre cuyas mallas el sol del verano hacía pasar una lluvia de fuego recalentando la amplia loma.

No se divisaban ni casas, ni árboles, ni terrenos cultivados, ni rebaños de ninguna especie. A lo lejos las fuerzas gubernistas se movían con toda regularidad; su masa crecía á cada instante; las compañías sucedían á las compañías, los batallones á los batallones; las tropas iban ocupando el campo, y entre las filas compactas, las hojas lucientes de las bayonetas y los gruesos cuerpos de los cañones, todavía silenciosos, enviaban al grupo revolucionario siniestros reflejos.

En el destacamento, sobre el cual en esos momentos hacía el enemigo un fuego nutrido, reinaba un silencio pesado é imponente. Un proyectil fué á herir en medio de la frente á un indiecito de la primera fila, con choque tan violento, que el mozo saltó del caballo y cayó á los pies del ayudante, boca arriba, muerto instantáneamente, como fulminado por el rayo. Tenía los ojos bien abiertos y el rostro manchado de sangre y de pedazos de masa encefálica que había saltado del cráneo deshecho. Era el primer muerto, al cual sucedieron dos más en cortos intervalos.

Cipriano empezó á experimentar un malestar indefinible y profundo, un irrefrenable temblequeo de los párpados, un frío doloroso en el epigastrio. Sentía la cabeza hueca y le parecía que todas aquellas detonaciones le reventaban dentro. Tuvo náuseas y se oprimió el vientre para contener las visceras que se movían produciéndole espantosa angustia. El coronel, que no lo perdía de vista, fué en su auxilio. El caudillo sabía bien lo que eran esos desfallecimientos, esas cobardías momentáneas que hacen presa hasta en los corazones varoniles cuando se escucha por vez primera el canto lúgubre de las balas.

Parece que todos aquellos proyectiles van á incrustársele en el cuerpo, que es el blanco de todos, que no hay medio de rehuir la muerte; mas, luego, cuando se han sentido pasar muchos centenares de plomos mortíferos, la confianza renace y se llega á creer en la invulnerabilidad. Muy pocos son los que no han experimentado ese amilanamiento del primer fuego, y el coronel, que había visto muchos bravos temblar en tales circunstancias, y no ignoraba que la frase ruda y hasta los golpes de sable son el mejor remedio para volverles la serenidad tan necesaria en esas circunstancias, dirigió al joven cuatro palabras que fueron cuatro latigazos en mitad del rostro; y después, mientras cargaba tranquilamente su carabina, agregó, tuteándolo por primera vez:

—¡Como aflojes, yo mismo te voy á sumir el cuchillo!...

Aquello fué seco y breve, hiriente como un insulto, quemante como una bofetada. El joven se irguió, miró á la tropa con orgullo, disparó el arma y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Viva la revolución! ¡Muera Santos!

¡Santos!... Ese nombre causaba una indignación ilimitada. Él se había alzado sobre todo un pueblo viril y grande. Él había domeñado á todos los altivos; él había abatido á todos los rebeldes; él había hecho escarnio de todas las libertades, y, cuando pasaba á escape, recamado de oro y seguido de su escolta de negros gigantes, por las calles de Montevideo, los corazones destilaban odio, pero las frentes se inclinaban con respeto! ¡La grandeza impone siempre, aun cuando esa grandeza sea el crimen!

III

La retirada continuaba cada vez más penosa para los revolucionarios. Las fuerzas gubernistas aumentaban siempre; el cañón había empezado á tronar, y allá en el bajío, la masa negra y compacta de la infantería rebelde sufría bajas y bajas, satisfaciendo con un huracán de vivas y mueras el deseo —reprimido por los jefes— de luchar en otra forma y de otro modo. Cipriano, cuyo entusiasmo crecía por momentos, se encontraba á disgusto, pareciéndole pequeño aquel drama que él había soñado de una majestad imponente.

En sus horas de fiebre, cuando encerrado en su cuarto, en la alta noche, se entregaba á sus largas meditaciones y vivía la vieja vida de las contiendas de antaño, imaginábase las infanterías ciudadanas cargando airadas y sembrando el terror á botes de bayoneta; representábase á las caballerías de empuje formidable, haciendo retemblar el suelo con los cascos de los potros y cayendo con ímpetus de huracán sobre los atónitos cuadros enemigos; y esto acompañado de músicas marciales, de furiosos alaridos, de espesa nube de humo negro y rojos resplandores de inmensa pira.

Comparada con sus ensueños fantásticos, la realidad era pálida y pobre. Aquel lento tiroteo á varios centenares de metros, sin distinguir casi al adversario; aquella aburrida marcha en retirada, y hasta el fragor del combate —que se le antojaba inferior al estruendo producido por las bombas y los cohetes en una noche de festejos de carnaval—, lo herían haciéndole ambicionar algo más grande, más solemne, más digno de la causa que se discutía y del entusiasmo que los impulsaba.

No pudiendo guardar silencio por más tiempo, se dirigió al caudillo, á aquel caudillo que él habíase imaginado bramando como un león al cargar á lanza, como en los tiempos de la tacuara y la chuza de tijera, y que veía mudo, tranquilo, haciendo fuego al par de los soldados, sin excitaciones ni entusiasmos estruendosos.

—¿Pero esto va á seguir siempre así? —le dijo.

El jefe, encogiéndose de hombros,

—¡Qué sé yo! —había contestado.

La verdad: él tampoco lo sabía. Los jefes ordenaban marchar y él marchaba, del mismo modo que había tomado la lanza y había ensillado su caballo de guerra, cuando los amigos de causa le dijeron que era necesario ir á la lucha. ¡Le habían cambiado su teatro, á él, hombre de otra época, acostumbrado á las jornadas inverosímiles y á los escurrimientos de zorro en el tiempo en que no había alambrados; á él, ducho en las cargas de caballería, en el combate cuerpo á cuerpo en el hervor del entrevero, allá en aquella época en que los cañones de mecha y los fusiles de chispa no eran sino accesorios de las batallas!...

A medida que el tiempo transcurría y que la derrota se iba dibujando con la linea siempre creciente de las fuerzas gubernistas, el oficial se revolvía inquieto, y el caudillo se abismaba en su impasibilidad sombría. El cañón tronaba sin cesar; el humo, cada vez más denso, oscurecía la escena, y la fusilería, continua, infatigable, lanzaba el enjambre silbador de sus terribles insectos de plomo.

Se llegó á unos palmares, cuyos grandes penachos volaban á cada instante arrancados por la metralla. En ocasiones caían los cachos enormes con su fruta madura y apetecible. Un griterío infernal brotaba de las filas de la infantería rebelde, que combatía toda tendida en guerrilla. Los vivas y los mueras llenaban el campo, frenéticos, furiosos, heroicamente desesperados.

El joven ayudante, que estaba observando la muchachada, no pudo reprimir su entusiasmo, y, dirigiéndose al jefe, exclamó:

—¡Qué valientes y qué patriotas!

—Son guapos —contestó el caudillo; y luego, sin mirarlo y con voz muy baja, agregó:

—¡Chafalonía!...

Guapos, patriotas, sin duda. Él nunca los juzgó cobardes. Para los hombres como él, el valor era cosa tan común como la verdolaga en las huertas y la chilca en las cuchillas. Y en cuanto á patriotismo, ¿quién podría disputárselo á ellos, los primeros llegados á la escena, los que escucharon el tremendo ruido de las cadenas brasileñas rotas á sablazos en Sarandí, pulverizadas á cañonazos en Ituzaingó; á ellos, que nacieron respirando la atmósfera caldeada y aprendieron á odiar al extraño y amar el terruño desde pequeños; á ellos, que, desde las fragosidades de las sierras, ó desde la umbría del bosque, donde buscaron refugio para afilar la garra, vieron arder sus moradas, vieron robar sus haciendas y asesinar sus hermanos; á ellos, en fin, que aparecían en el campo de la lucha, espontáneos y silenciosos, sin cantos de guerra ni música de clarines, y ofrecían su brazo y su alma, y lo daban todo, y no pedían nada, ni siquiera renombre, ni siquiera un jirón de gloria, un ramo de laurel para sus sienes vencedoras, ó un gajo de palma para sus cadáveres de héroes!...

Ya acostumbrado á la vida quieta del trabajo, el caudillo había perdido la fe en las revoluciones. Los pobres gauchos regaban las cuchillas con su sangre para servir de escalera á los dotores, los políticos de levita negra y sombrero de felpa, de maneras finas y de sonrisas amables, de grandes promesas y de almas más negras que boca de "salamanca", con más vueltas que un camino y más agallas que un "dorado"...

Sin embargo, cediendo á los empellones del instinto, á las alucinaciones de un patriotismo semibárbaro, de encarnizamiento inconsciente, y al mágico prestigio del símbolo partidista, concluía siempre por entregarse, ó, como él decía, "que era lo mesmo que mancarrón viejo; mañeriaba pa dentrar al corral, daba güelta, disparaba un poco, y cuando lo dejaban, él sólito, dominao por la costumbre, atraído por el cencerro de la yegua madrina, volvía á la tropilla, iba hasta la tranquera y estiraba el pescuezo pa que lo enfrenaran."

Pero iba malhumorado, y al regresar de un desastre, la amargura de las derrotas emponzoñaba su bravo corazón de vencedor y cobraba odio á los políticos; á los que, perfectamente resguardados de todo peligro, comiendo bien y bebiendo mejor, urdían intrigas, tejían calumnias y, con el peso de sus desenfrenadas ambiciones, hacían zozobrar la causa en litigio, después de mucha sangre vertida y mucho sacrificio realizado por los hombres del campo; por los que, no obstante ser los dueños de la res, debían campearla, enlazarla y carnearla... y no habían de tener derecho ni siquiera á las "achuras".

IV

Las fuerzas legales fueron creciendo, extendiendo sus alas, abarcando una zona —lenta, pero sensiblemente mayor á cada instante— á la manera que el agua del arroyo desbordado va ocupando la llanura.

Los batallones, perfectamente disciplinados y envalentonados con las escasas bajas que producían en sus filas las balas revolucionarias, avanzaban en orden perfecto, haciendo fuego continuo y certero sobre el adversario. ¡Pobre adversario!...

La tenacidad de su resistencia se explicaba únicamente en el valor de algunos, en la ignorancia de muchos y en la desesperación de todos; pero se resistía sin fe, despedazado el ejército, triturados sus batallones, muertos ó heridos varios de los jefes principales.

En medio de estos hombres desolados, los dos generales que habían dirigido el movimiento insurreccional se paseaban tristes, abatidos, doblemente heridos en aquella catástrofe que arrojaba hecha añicos su reputación militar, su prestigio de caudillos, obtenidos en larga vida de combates, á costa de muchas fatigas sufridas y bastante sangre derramada. Los soldados los miraban con odio; pedían órdenes, querían engañarse con el oropel de inútiles maniobras.

¡Ordenes!... ¿Qué órdenes podían darles los jefes en aquellos supremos momentos y después de haber hecho cuanto fué posible hacer para efectuar una retirada en forma?... ¡Infelices!... La única orden que podía dárseles era la de morir; y esa no la necesitaban, y morían sin ella como combatían sin otras.

¡Combatían por instinto, sostenidos por la fiebre, el terrible enardecimiento producido por el fragor de las armas, el olor de la pólvora y de la sangre, los ayes, los gritos, los quejidos, las blasfemias, los vivas, los mueras, el vocerío atronador que surgía como expresión de tanta cólera, de tanta impotencia y de tanto pánico!

Así, escapando incesantemente en esa forma una considerable cantidad de fluido nervioso, se impedía á los cerebros llegar á una tensión que hubiera producido el estallido. ¡Y era necesaria esa válvula de seguridad! Los pequeños actos heroicos —un soldado que al caer moribundo rechaza el auxilio de su hermano, diciéndole que lo deje acabar y vaya á cumplir su deber; otro que, agotadas las municiones, ofrece comprarlas; uno, todavía, que no quiere quedar en el campo con la pierna rota é implora á un amigo para que lo mate antes que dejarlo caer prisionero—, todo esto influye para avivar el entusiasmo colectivo, exacerbar á los valientes, dar ánimo á los pusilánimes y espolear á los cobardes.

Ya el final de la lucha se notaba próximo. Si la infantería revolucionaria resistía aún, no sucedía otro tanto con las fuerzas montadas, que en su casi totalidad habían huido: unas á las primeras descargas, otras en el transcurso de la pelea.

El escuadrón de Manduca Matos se conservaba aún en su puesto, pero bastante mermado, más por los hombres que se habían ido desgranando, escurriendo, en cada confusión favorable, que á causa de las bajas ocasionadas por el enemigo. En su seno no se observaba la agitación febril que dominaba á la infantería.

Aquí las sensaciones eran más individuales, por la índole del grupo y por el carácter peculiar de los hombres que lo formaban. Algunos peleaban con encarnizamiento, ceñudos y silenciosos; pero los más cumplían la consigna con desgano y estaban irritados, recelosos, atisbando la coyuntura para escapar; y otros, en fin, de rostros cetrinos, de miradas extraviadas, hacían sonar las rodajas de las espuelas con el temblor de las piernas, y estaban allí como autómatas, vencido hasta el espíritu de conservación con el exceso del miedo.

Entre ellos, Cipriano, aturdido, desconcertado, se esforzaba inútilmente por darse cuenta del momento. La observación no aclaraba en nada su espíritu ofuscado.

El humo y el polvo formaban una nube gris opaca que lo rodeaban impidiéndole ver más allá de un círculo de corto radio. Hubiera deseado hablar, gritar, dar salida á algo que lo ahogaba y que él no atinaba á calificar, dudando si sería miedo, el gran miedo de horas antes, ó la excesiva tensión nerviosa.

Varias veces se dirigió al coronel Matos en la confianza de oir frases de aliento, arranques de bravura que le devolvieran un poco de la tranquilidad perdida; pero el coronel, encastillado en un silencio duro y amenazador, mascaba el pucho y de cuando en cuando metía sus dedos gordos por entre la enmarañada patilla, ó sacudía desdeñoso la cabeza sin dignarse mirar á su ayudante, el cual hubo de conformarse con el penoso aislamiento que permitía á su imaginación sobresaltada volar sin obstáculos acrecentando sus temores y zozobras, enlobregueciendo su espíritu más de lo que estaba ya.

Era aquella situación, para él, semejante á la de quien, encerrado en una habitación sin luz, sabe que le amenaza un peligro inminente, pero ignora de dónde viene, por dónde viene, cómo viene y con qué medios ha de proceder á la defensa.

Tanto más se empeñaba en un raciocinio consolador, tanto más la razón le abandonaba, y tanto más informes, extrañas, caprichosas é inverosímiles brotaban sus ideas.

Más esfuerzos hacía por estudiar y definir la realidad de su situación actual, y más la fantasía lo empujaba al mundo oscuro de lo falso. La brutalidad de los hechos lanzaba su imaginación en un galope desenfrenado que sólo le permitía una rápida visión de los objetos; y así sus juicios resultaban inciertos, sin base, sin fundamento, pasando sin transición de uno á otro: sensaciones incompletas, recuerdos truncos, pensamientos borroneados, ideas incoloras.

Si algunas veces penetraba no lograba contenerse en el terreno de la leyenda, bañándose en la luz con que el tiempo ilumina, agrandados, los héroes que fueron. Lo que más lejos estaba de su espíritu en tal trance eran las visiones apocalípticas de sus horas de fiebre en las vigilias del estudiante lector de Tácito y admirador frenético de Hugo.

En lo que menos pensaba era en aquellas conclusiones suyas que explicaban la revolución y probaban la seguridad de su triunfo. el país —decía— caído en manos del caudillaje, ensoberbecido con el concurso que prestó á la causa de la independencia, —y excluyendo en absoluto al elemento culto, que se ve obligado á emigrar ó á someterse á sus caprichos á fin de justificar ó al menos encubrir muchos actos vandálicos y muchas acciones deshonestas.

Más tarde, cuando los partidos se han desangrado en sus largas y cruentas contiendas; cuando los caudillos —que para el joven, que los veía envueltos en la aureola del heroísmo, eran grandes, soberbios, respetables, no obstante sus defectos— se han retirado abatidos para vivir sus recuerdos en el fogón del rancho —el militarismo, su heredero legítimo, se yergue altanero é impone la ley del sable y la razón de las bayonetas.

El pueblo protesta, los viejos guerreros se vuelven iracundos, los tribunos increpan, la prensa ruge y la nación se prepara para el sacudimiento que echará por tierra al tirano incapaz de resistir al tremendo empuje de las falanges ciudadanas que llevan luz en la frente y fuego en el corazón. Todo esto es lógico, todo esto es justo, razonable, comprensible y fácil. Gobiernos de motín, gobiernos de cuartel, gobiernos de fraude que se sostienen corrompiendo, llevan en la entraña el germen del despotismo, el instinto de la tiranía.

Y desde luego, la revolución, la fuerza contra, la fuerza, se indicaba en nombre de los principios sagrados, en desagravio del derecho absoluto y en obsequio á la libertad, una, única, indivisible, inalienable é imprescindible; en obsequio á la libertad, ante todo; á la libertad abstracta, á la libertad símbolo, á la libertad fin, á la libertad de Kant, que la considera como único anhelo del hombre; á la libertad de Fichte, quien sólo por ser instrumento de la libertad, considera sagrado al hombre.

La inmoralidad en el origen y en las acciones ponía á los gobernantes fuera de la ley; y el pueblo varonil que mordió el polvo del Catalán con Artigas y escuchó las dianas de Sarandí con Lavalleja, se alzaba en masa —"la bíblica visión enardecida"—, y en cuatro zarpazos arrojaba deshecha y ensangrentada á la alimaña vil que le insultó, le vejó y le explotó. ¡Con qué seguridad y confianza exponía Cipriano estas ideas poco antes de la invasión revolucionaria!...

Al presente nada de eso chisporroteaba en aquella mente trabajada, perturbada, desquiciada con las terribles sensaciones de la batalla; en aquel cerebro mortificado, en el cual no se encontraba un sitio que no vibrara á cada detonación que reventaba en el campo. ¡Todavía si le hubiera deparado la suerte un amigo, un camarada, aunque más no fuera un hombre de su clase, capaz de comprenderlo y animarlo!...

Pero allí todo le era extraño, opuesto, antagónico. Ninguno de aquellos hombres se le parecía; jamás sus ideas alcanzaban un mismo nivel; nunca el carácter impresionable del joven intelectual halló resonancias en los caracteres duros de aquellos hombres incultos, sólo sensibles al encanto del placer material. Sin embargo, no era así que él los había juzgado en las horas quemantes de sus alucinaciones guerreras, cuando viviendo la vida de los perseverantes luchadores, postraba su espíritu inteligente ante las hordas bárbaras, á las cuales consideraba como el brazo de Dios sobre la tierra, vengador y sagrado.

Por eso eligió la caballería y abandonó á sus compañeros é iguales, pareciéndole que allí, entre los hombres de tez morena y barba espesa, estaba más cerca de la visión, más en contacto con los héroes de su ensueño de redentorista. Poco á poco, los hombres de fierro dejaron ver que llevaban coraza y el joven se encontró con que en el fondo de aquellas almas no dormitaba el héroe que él esperaba.

Por eso, en los momentos críticos como aquél, no intentó siquiera explayarse con los soldados ú oficiales, en medio de los cuales se hallaba aislado, en medio de los cuales flotaba sin mezclarse al igual de la gota de aceite en la superficie del agua. Decididamente estaba solo, y á la par que crecía el convencimiento del aislamiento, aumentaba la duda, con la duda la inquietud, y con la inquietud el miedo.

Otra vez empezó á nublársele la vista y de nuevo sintió mareos repentinos y dolores fugitivos en las piernas y el abdomen. En eso oyó á su lado hablar á dos hombres de tropa, muy agitados. Uno de ellos, mozo vigoroso, daba instrucciones á otro más joven y de semblante más adusto.

—Por las puntas de Soto, hasta la serrilada, pa ganar los montes del Daymán —decía el primero.

Y el otro replicaba, tartamudeando, mascando las palabras:

—¡No me va á dar el caballo!... ¡Está aplastao!... ¡Galopié una barbaridá esta mañana... por culpa de esos sarnosos de infantes!... ¡No viá poder!...

Y no hablaron más. Oyóse una descarga cerrada, formidable; una granizada de balas cayó sobre la tropa, sembrando el espanto, al punto que aquélla, rota la última energía, remolineó, se oprimió, formó grupo desorientado, á manera de "majada" que cae al arroyo y se ahoga por pelotones, aturdida, inconsciente; y así, como montón inerte, como una bola de carne, rodó por el declive, y fué, en el fondo del bajo, á chocar contra los restos de la infantería destrozada por la metralla.

V

Un instante se confundieron hombres y bestias sin darse cuenta de la situación, empujados violentamente unos contra otros. Después que se hizo un poco de calma, los jinetes fueron buscando la salida al campo, la salvación.

Y al galope, primero, para abandonar cuanto antes la zona mortífera; al trote, en seguida, para no extenuar las cabalgaduras fatigadas, se fueron uniendo á otros dispersos, y en grupos compactos de hombres torvos, sombríos, pálidos, recelosos, marcharon callados, camino del Daymán, rumbo al Brasil.

El coronel Matos había arrojado la recalentada carabina —trebejo inservible ya—, y abarcó en una mirada la inmensidad del desastre. Involuntariamente recordó el Vae victis! que había pronunciado más de una vez y escuchado más de ciento en las terribles luchas de antaño; y prefiriendo las incertidumbres, los sobresaltos y los peligros de la huida á las probabilidades del degüello, no titubeó un segundo, se orientó, fijó el rumbo, y él también, el caudillo bravío de embestidas de jaguar, de ímpetus de toro alzado, de indomable empuje de bruto sin conciencia del peligro, sacudió la melena y bajó la cabeza como potro rendido al rigor de la espuela y del rebenque.

Cipriano no pudo seguir á su jefe. Perdido, desconcertado, anduvo un rato buscando á sus compañeros, sin saber por dónde abandonar el campo. A poco rato una bala de cañón le mató el caballo, yendo él á caer á gran distancia. Al levantarse atontado por el golpe, lleno de lodo y de sangre, ni siquiera se dio cuenta de si estaba ó no herido —porque en la olla de grillos de su cabeza ya no podía brillar ninguna idea— y comenzó á caminar, intensamente pálido, descompuesto el rostro, colgantes los brazos, las manos vacías, recibiendo empellones y mostrando un aire de bestia que en otras circunstancias habría producido general hilaridad.

Su única preocupación era huir, escapar de aquel sitio, irse á cualquier lado, hallarse en cualquier condición, con tal de no escuchar un minuto más el horrendo tronar de las detonaciones que lo estaban enloqueciendo.

En prosecución de ese anhelo, pero impotente para coordinar una idea, iba y venía sin rumbo y sin acierto, como el ratón aprisionado que choca incesantemente con los alambres de la trampa sin convencerse de que por allí no ha de salir. En uno de esos vaivenes se encontró con Máximo Díaz —el jovencito rubio de los lentes de oro y de las manos blancas—, quien lo miró con extrañeza y le dijo con voz jovial:

—¿Qué diablos haces por aquí, con esa cara, con esa facha?... Pareces un idiota!

A la vista del antiguo compañero, cuya fisonomía mostrábase iluminada, altiva, casi riente, Cipriano tuvo, no obstante su inmenso abatimiento, un momento de reacción, algo como un débil despertamiento de sus gastadas energías.

El tono burlesco de la frase del amigo, que era sólo un soldado, alcanzó á herir su orgullo de oficial, y olvidando momentáneamente el estampido del cañón, se puso á pensar en lo que había de contestar, en la disculpa que iba á dar en defensa de su honor. No le dio tiempo una metralla que en ese preciso instante reventó cerca de ellos.

Abrióse el grupo, empujáronse unos á otros los soldados, y Cipriano perdió ya de vista á Máximo. En cambio tuvo el disgusto de hallarse con Alberto, quien estaba tirado en el suelo, echado sobre el vientre, levantado el tórax mediante la mano derecha, que apoyaba en la tierra, mientras la mano izquierda oprimía el flanco que se observaba profunda, enorme, horriblemente destrozado por la metralla.

Los intestinos rotos saltaban entre sus dedos crispados y la sangre manaba á grandes chorros enrojeciendo la hierba. La faz descompuesta, lívida y cubierta de sudor viscoso que la asemejaba á piel de abortón, y los ojos tristes, con la inmensa tristeza del moribundo, Alberto se sentía acabar é imploraba desesperadamente una ayuda, buscaba ansiosamente una mano caritativa, una voz cariñosa, allí, en medio de la trágica escena, del torbellino indescriptible y del egoísmo inconmensurable, obligado, forzoso, fatal. Retorciéndose sobre la hierba entre su propia sangre, gritaba sin cesar:

—¡Oh!... ¡qué barbaridad!... ¡Cómo me duele!... ¡Mamita, cómo me duele!... ¡cómo me duele!

Cipriano, mudo de espanto, olvidado del propio peligro, quiso inútilmente hablarle y consolarlo. El otro proseguía:

—¡Cómo me duele!... ¡cómo me duele!... ¡Qué barbaridad!... ¡Mamita, qué barbaridad!...

El brazo derecho no pudo sostener por más tiempo el peso del cuerpo, se dobló, y éste cayó pesado sobre la masa intestinal deshecha, coagulosa, infecta con el derrame de materias fecales. Sin fuerzas ya, con la boca apoyada sobre el pasto, dejando escapar una voz apagada, lúgubre y llena de infinita desesperación, repetía á cortos intervalos:

—¡Qué barbaridad!... ¡qué barbaridad!...

Con un esfuerzo poderoso levantó la cabeza y su mirada se fijó en Cipriano con tal expresión de dolor, de angustia y desesperación, que el oficial bajó la vista anonadado. Aquella mirada parecía decirle si era posible que un hombre joven, sano, vigoroso, que tiene padre, que tiene madre, que tiene fortuna, lujo, comodidades, muriera así, en medio del campo, entre el apeñuscamiento de hombres y bestias que empezaban á pisar su cuerpo antes que hubiera exhalado el último suspiro,

Y la idea de que él habría podido ahorrarse todo eso; de que podía á esas horas haber estado tranquilo y mimado en el hogar paterno; ó jugando el vermouth ó el cocktail al cubilete con sus amigos de la "Bodega"; ó aplaudiendo á Paysandú en la cancha San José, sano, bueno, feliz, en la plenitud de la vida, en el apogeo de una vida ancha y brillante, le horrorizaba y pintaba en su mirada un poema de arrepentimiento y de odio, de odio frenético contra su imbecilidad y contra la hora aciaga é inconcebible en que se le ocurrió abandonar sus comodidades, sus diversiones, sus placeres, para ir á enrolarse en las filas de una revolución que no significaba nada para él, joven sin opiniones ni tendencias políticas. De cuando en cuando el dolor quebraba sus ideas, y sus labios temblorosos volvían á murmurar á la manera de una queja y de una súplica, el

—¡Ay, mamita!... ¡Qué barbaridad!... ¡qué barbaridad!... ¡Cómo me duele!... ¡Mamita!... ¡Coma me duele!...

Quiso incorporarse como para huir del sufrimiento, y lo consiguió, porque un proyectil le dio en medio dé la frente, le deshizo el cráneo y su cuerpo se estremeció y quedó inmóvil, cortada por la mitad la ultima queja:

—¡Qué barb...!

Momentos después los revolucionarios levantaban bandera de parlamento. La enseña blanca del vencido tremoló triste sobre el campo de muerte, besada por una brisa cálida que presagiaba tormenta.

Estaba anocheciendo; los relámpagos cortaban con sus fosforescencias instantáneas el gris oscuro del cielo, y, apagada la voz de los cañones y de los fusiles, en el silencio inmenso y terrible de la contienda concluida, los truenos lejanos, sordos y prolongados, parecían significar el disgusto de arriba por la masacre consumada abajo.

Cipriano, que había caído de rodillas, desfallecido, inconsciente de cuanto le rodeaba, inclinó la frente hacia el suelo, y así estuvo largo rato, inmóvil, mudo, triste como la estatua del supremo abatimiento.

Cuando se dió cuenta de que el fuego había cesado; cuando dejó de oir aquellas detonaciones que desde la mañana le sonaban en los oídos como martillazos dados en el cráneo, quedóse primero confuso, irresoluto, temeroso de que volvieran; y luego, convencido de que el silencio se hacía al fin, de que la batalla había concluido y de que iba á serle posible el descanso para sus pobres músculos transidos y para su martirizado cerebro, vióse embargado por un bienestar indescriptible.

Y sin cambiar de postura, de hinojos, con la cabeza inclinada hacia la tierra maldita, tinta en tanta sangre humana, sintió que las lágrimas, unas lágrimas de infinito alivio, llenaban sus ojos, enrojecidos por el sol, por el humo, por el polvo, por los insomnios y por las terribles emociones del día.

Frente por frente

I

Por hábito de muchos años, Ventura Melgarejo era siempre el primero levantado en su casa. Todas las mañanas, indefectiblemente, “ponía los huesos de punta” rato antes de que asomara el sol en el oriente.

En chancletas y en mangas de camisa, fuese verano o fuese invierno, salía al patio, dirigiéndose al barril del agua para efectuar una somera ablución: luego al galponcito, donde sin llamar a nadie, sin incomodar a nadie, hacía fuego, ponía la “pava” junto a las brasas, ensartaba en el asador el churrasco y se sentaba en su banquito de ceibo, pulido por el uso, preparando el cimarrón.

Picaba el tabaco en cuerda: liaba en chala un grueso cigarrillo; y “pitando” y cimarroneando, esperaba que estuviese a punto el churrasco del desayuno.

Terminado éste, iba a inspeccionar en la caballeriza sus parejeros, que nunca bajaban de dos, y a racionarlos. Después visitaba las jaulas de los gallos de riña. observándolos uno por uno, con la mayor prolijidad.

Cuando, ya con el sol afuera, se levantaban los peones, y sus hijos, él había terminado la labor matutina; y mientras los recién venidos tomaban sus mates y comían sus churrascos, Ventura, orgulloso de su superioridad de patrón y de gaucho, testificada por su madrugón, ensillaba uno de los parejeros y con el otro de tiro salía al campo, a pasearlos lenta, concienzudamente.

Al regreso, él mismo los acomodaba en la caballeriza, él mismo les servía la ración de maíz y alfalfa, y, dando prueba de un celo excepcional, —mientras los parejeros comían, iba él a ocuparse de los gallos. En las cosas serias, no admitía la intervención de nadie, no tenía confianza en nadie.

Hecho eso, podía almorzar a gusto, dormir tranquilamente su siesta y ensillar después para ir a la pulpería a distraerse jugando unas partiditas de truco.

Hombre metódico, que no veía razón alguna para cambiar el martes el programa de vida del lunes, llegó al medio siglo satisfecho, porque balanceando su existencia, hallaba un superávit de satisfacciones sobre las contrariedades inevitables de toda humana existencia.

Su abuelo y después su padre, penaron mucho para redondear las cinco suertes de estancia, bien poblada de vacunos, que le dejaron por herencia. Y él, sin trabajar mayormente, sin ocuparse de otra cosa que de sus parejeros y de sus gallos, vivía feliz, siempre lo mismo. Verdad que de tiempo en tiempo hipotecaba mil cuadras y en otro tiempo después, vendía dos mil para cancelar la deuda, La propiedad mermaba; más eso carecía de importancia desde que él continuaba viviendo del mismo modo, sin alteraciones en sus hábitos, sin restricciones en sus placeres.

Pero llegó un momento en que sólo le quedaban mil quinientas cuadras de campo y en que se vió obligado a vender quinientas para salvar compromisos ineludibles.

Él no quería vender. Tenía la seguridad de que su malacara iba a ganar la carrera atada con el moro de los Gutiérrez, por cien libras, y con eso había más que suficiente para taparle la boca al pulpero.

La patrona se opuso. Cosas de mujeres. ¡Qué saben las mujeres!...

Él, por no hacerse mala sangre, consintió. Y fué así como Bruno Viviani resultó comprador del potrero que un camino vecinal alambrado separaba del resto del campo.

Melgarejo, que experimenta siempre rencorosa antipatía para con todos los que fueron adquiriéndole campos, a quienes consideraba un poco como despojadores —sentía especial malquerencia para el último, a causa de ser éste _gringo_.

II

Bruno Viviani era criollo e hijo de criollos: pero el color blanco de su piel, lo azul de los ojos, lo rubio de sus cabellos, su apellido y, principalmente, su dedicación a la labranza, hicieron que Ventura lo considerara y lo llamara siempre, con expresión despectiva, “el gringo

Viviani”.

Su antipatía y su desdén fueron subiendo de punto cuando vió al nuevo propietario edificar, frente por frente a sus ranchos ruinosos, una linda casita de ladrillo y techo de zinc, un amplio galpón de los mismos materiales, una cocina muy Superior en aspecto y confort a la sala de Melgarejo y un gallinero que le daba cola y luz al galponcito de don Ventura y hasta a la caballeriza de sus parejeros.

—¡Son insolentes estos gringos! —exclamaba mientras, después de siesta y en tanto amargueaha en su sitio habitual, veía ir creciendo y completándose la alegre población.

Juana, la hija mayor del ex estanciero —una china de treinta años, flaca, desgarbada, negra a pesar del revoque de harina y ridícula con su indumentaria: de telas chillonas y multitud de moños y cintas, —con voz agria, filosofó, obserando que Josefa, la esposa del chacarero, una mujer como de cuarenta años, de tez fresca y de aspecto robusto, y su hija Lina, —una rubiecita adolescente, estaban, bajo el sol abrasador de la siesta meneando pala y azada en el iniciado jardín:

—Fijate tata: la mujer y la hija trabajando la tierra como si juesen piones.

—¡Qu'estraño! —agregó Venancia, la segunda hija de Melgarejo, —¡no tienen ni una triste piona!... La gringa y la hija cocinan, arreglan la casa, ordeñan las vacas, amasan, hacen el queso, lavan y planchan la ropa!...

—¿Y sabe cuántos caballos tienen, tata? —interrogó Patricio, mocetón de diez y ocho años que, como su padre, sentía pasión por los parejeros.

—¿Cuántos, ché?

—¡Ninguno!... ¡Dos yeguas, y les dan maíz y cebada y las hacen dormir a rancho como si juesen pingos de ley!...

—¡Qué querés, m'hijo! Los gringos son así. Por eso amontonan plata...

—¡Que yo no les envidio!

—¡Ni yo!

—¡Ni menos yo!...

Viviani y su familia, sin ignorar la hostilidad de sus vecinos, proseguían su vida intensa, despreocupados de los alfílerazos con que les pretendían herir.

Bruno y su hijo César no descansaban en el afanoso cultivo de la tierra. Durante el primer año, antes de morir Septiembre, habían roturado y sembrado cien hectáreas de maíz, diez de alfalfa, cinco de cebada, dos de papas, y todavía les sobró tiempo y fuerza para preparar una buena huerta de hortalizas y plantar cien árboles frutales y quinientos eucaliptos; amén de haber construído un molino surtidor de agua y canaletas y caños de riego.

Sin desmontar de su desdén, por el contrario, acentuándolo, los Melgarejo recurrían frecuentemente a los Viviani, para comprarles papas, cebollas, boniatos, pan y en ocasiones hasta huevos, porque, —explicaban, como las gallinas de ellos eran inglesas finas, la mejor cría de raza de pelea conocida en el pago—hubiera sido herejía comer los huevos.

III

Al entrar el invierno, Melgarejo empezó a encontrarse preocupado. El moro de los Gutiérrez, —¡un sotreta!— le ganó a su malacara la carrera por cien libras; a causa, es cierto, de haber largado mal el corredor del malacara. Pero como a Ventura le constaba que le iba sobrando caballo para ganarle al moro, volvió a firmar compromiso, por la misma suma, para la próxima primavera.

Era una fija.

Así se lo manifestó a Viviani una mañana en que fué a visitarlo para pedirle que le vendiera cien kilos de maíz, destinados al parejero,

—¿Y usted no recogió maíz este año? —interrogó con cierta sorna el chacarero.

—Cuasi nada... ¿Sabe?, la chacra yo se la tengo dada en sociedá al indio Justiniano... qu' es más haragán que un perro... y como yo no puedo vigilarlo, ¿sabe?, por causa'el cuidao de los parejeros,... y también de los gallos... Aura ando por dentrar en una pelea linda con el batará del gallego Inacio... ¡Va ser pelarle la plata'el bolsillo, porque mi pollo giro por la sangre y pu'el estáo, tiene que hacerlo cacariar al calcuta a las primeras de cambio!... Si quiere pichulear unos pesos, metalé no más a mi giro!...

—Usted sabe que yo...

—¡Metalé, no más!... ¡Metalé con confianza! ¡Cuando yo le digo!... Y al propósito, vecino; el domingo que viene es mi santo, y las muchachas han resuelto festejarlo. Vamo a carniar una cerda y un par de lechones y una vaquillona mestiza que ofrecieron trainta pesos por ella, pero que yo la guardé pa comerla con cuero el día e mi Santo... Hay que ser asina. ¿No haya?... ¡Un capricho es un capricho, y un día'e vida es vida!... ¿Contamos con usted y la patrona y los cachorros, dejuramente?...

—Vea...

—¡Sin cumplimiento, amigo, sin cumplimiento!... En la estancia de un gaucho'e ley nunca se cierran las puertas y... cada'uno dentra, carnea lo que quiere, agarra el caballo que le gusta y acampa ande le parece... Si por mí juese, le prendería juego a tuitos los alambraos.

Sonrió discretamente el chacarero, y aceptó, forzado por la insistencia del vecino, la invitación a la comilona.

No escapó a su perspicacia el contento manifestado en la fisonomía de Melgarejo ante su respuesta afirmativa.

—Así me gusta —exclamó el carrerista, tendiendo la ancha mano velluda y sacudiendo efusivamente la mano dura y encallecida del labrador;— digalés a su patrona y la cachorrada que vayan sin cumplimiento... Y ya sabe vecino, en cualesquier cosa que pueda servirlo, no tiene más que ocuparme.

IV

Doña Josefa y Lina, notificadas de la invitación del vecino, no la aceptaron de buen grado. La primera porque, muy mujer de su casa, poco afecta a fiestas, acostumbraba destinar los domingos al cuidado y arreglo de su interior. Y Lina, debido a la poca gracia que le hacían los requiebros, bastante irrespetuosos, con que, de tiempo atrás, la perseguía el hijo de Melgarejo.

Sin embargo, habituadas a respetar las decisiones del jefe de la familia, ninguna de las dos objetó nada.

El domingo, pues, la familia Viviani, hombros y mujeres muy modestamente vestidos, atravesaron la calle medianera. Fueron temprano, con el deseo de “ayudar en algo”.

Los recibió Melgarejo, muy afable, disculpando la ausencia de sus hijas mayores:

—Se están arreglando... ¡Ustedes saben lo que son las mujeres!... Pero pasen p'adentro... con confianza, no más...

Al fondo del patio ardía una hoguera. Diez o doce gauchos-cuervos, de esos que caen siempre al olor de la carniza, se ocupaban en echar, de cuando en cuando, un tronco de árbol al fuego, y después “amargueaban” y “pitaban”” y charlaban de carreras y carpetas, de parejeros y tabas, interrumpiéndose en ocasiones para gritar:

—¡Juera! —y tirarle con un trozo de palo a alguno de los perros, de la bandada de perros que, no satisfechos con los desperdicios de la res, iban a lambisquear los asados que, echados sobre el pasto, esperaban la formación del braserío.

—¡Linda leña! —observó Bruno sin poder disimular la pena que le causaba aquel despilfarro.

—¡Ya lo creo! —respondió con orgullo Melgarejo— puro coronilla y espinillo!... Pero, ¿sabe?, p'hacer un asao con cuero como Dios manda, carece madera'e ley, braza juerte... Si no es al ñudo...

A la izquierda del galponcito donde el dueño de casa retenía, agasajándolo, al chacarero, estaba el horno. Cerca del horno un catre, conteniendo el amasijo, cubierto con varias frazadas viejas. Al lado. un tacho con agua hirviente, donde Julia, la menor de las hijas de Melgarejo, la Cenicienta, sumergía los pollos muertos para facilitar el desplume.

Penaba, la pobre chica, al remover, de tiempo en tiempo, la leña del horno, y al quemarse las manos en el agua hirviendo.

Doña Josefa, condolida, se ofreció a ayudarla.

—No, señora —dijo...

Pero ella no hizo caso. Dobló la pollera, arremangó la bata y:

—Trái, muchacha, trái —dijo bondadosamente...

Julia, con esfuerzos por no lagrimear, dijo:

—El pan no quiere leudarse y el horno no calienta...

Y como en ese momento tomase el rastrillo para avivar el fuego, César se acercó, y, tímidamente:

—Permitamé —dijo...

—No se moleste...

—No es molestia, es gusto.

Al tomarle él, casi por fuerza, el rastrillo, los dedos de sus manos se juntaron y el intenso resplandor que brotó del horno al abrir el mozo la puerta, disimuló el arrebolamiento que aquel fugitivo contacto había producido en sus rostros juveniles, revelación de un mutuo afecto que sus almas inocentes ignoraban, presintiéndolo...

Melgarejo no perdió de vista la maniobra, e indicando a Viviani la atortolada pareja, dijo sonriendo con picardía :

—Lindo casal... ¿No encuentra?...

—Sí; los dos son trabajadores, —fué la juiciosa respuesta del chacarero, quien no concebía nada lindo sin ser productivo, rendidor.

Era ya cerca del mediodía cuando aparecieron Juana y Venancia, presuntuosa y arlequinescamente vestidas. Seguíanlas la negra peona, y otra peona parda y tres o cuatro sirvientillas más.

Al acercarse al grupo formado por los Viviani y Julia, Juana exclamó, fingiendo extrañeza:

—¡Pero usté aquí, ña Josefa!... ¡Y esta animala de Julia que no las'hecho pasar p'adentro!...

—¡Usté disculpe! —agregó Venancia en el mismo tono—; esta muchacha es lo más encevil qui hay y no sirve más que p'abochornarlas a unas!...

—Estoy bien, estoy bien, —respondió la chata Vera, esquivando explicaciones,

Pero ya Juana había cambiado de tema; y después de haberle dado a Lina un beso, frunciendo los labios, —para disminuir el honor y de echar una mirada despreciativa a su modesta indumentaria, exclamó:

—¡Un trabajo pa vestirse!... Aquí en el campo, dejemé, no se puede hallar una costurera medio decente. Nosotras nos vestimos siempro en el pueblo, en casa de la modista madama, pero aura con el apuro, y como tata está tan ocupao con los parejeros y los gallos, no nos pudo llevar...

—Están muy bien —elogió la chacarera.

—¡Callesé!... ¡Unos caches!... ¡Gracias que unas a juerza de güen gusto y de frecuentar la sociedá, puede arreglar un poco!...

—A mí me parece que están muy bien —insinuó tímidamente Lina.

—¡No digas! —respondió Venancia— si aquí, en medio'e los animales, agatas si unas puedemos aperarnos algo. Yo siempre l'estoy diciendo a tata: debemos dirnos pal pueblo, porque aquí unas no tenemos ni con quien alternar... Y tata compriende, pero como el pobre est'atao con sus ocupaciones...

—¿Los parejeros?

—Y los gallos. Los gallos le dan más trabajo todavía...

—¿Pero y vos? —observó Juana dirigiéndose a Julia, —¿no pensás ir arreglarte un poco?...

—Ya voy —respondió medio sollozando la chica.

—¿Quiere que la acompañe? —murmuró en voz baja, afectuosamente, Lina.

—Güeno —dijo ella; y después, mientras se alejaban:— Usté es güena... Nadie es güeno conmigo...

V

Melgarejo acentuaba el cultivo de su amistad con Viviani. Ya le había comprado a crédito, amén de varias partidas de papas, pan, manteca, hasta leche, —porque sus vacas no daban casi nada— unos cuantos centenares de kilos de maíz y alfalfa.

—Aura, cuando gane la carrera con el tordillo, —¡qu'es robo! —arreglamos.

El día de la carrera del tordillo, Melgarejo imponía con su parada. Había limpiado bien, con tiza y aguardiente, sus prendas de plata, y no veíase en la cancha “herraje” más lujoso ni gaucho más apuesto.

Entrando a la trastienda de la pulpería para pagar la convidada a unos amigos y admiradores, quedó gratamente sorprendido al ver a Viviani, quien habíase quitado el cinto y contaba unas libras al pulpero.

—¡Hola, amigazo! —exclamó con alborozo el carrerista.— ¿Usté también viene a echar unos pesitos a las patas de mi tordillo?...

—Yo...

—¡Ya sé! no juega, pero cuando es una fija, como esta...

Y acercándosele, al oído:

—Puede dar cinco a tres con toda confianza... ¡Y metalé, no más! ¡metalé sin asco, que nos vamos a rejuntar tuita la plata'el pago!...

—No, don Ventura; yo no he venido a jugar, yo no juego, —respondió Bruno.

—¿Y esa plata? —interrumpió desconcertado Melgarejo.

—Es para pagar el seguro contra el granizo.

—¿El seguro?

—Sí. Tengo mucho trigo sembrado y no quiero exponerme a perder mi trabajo por no exponer unos pesos que me pongan a salvo de lo que puede venir...

—¡Del granizo!

—Sí.

—¿Y si no viene?... ¡Le habrá tirao un montón de libras a los gringos!...

Y como aquello fué dicho violenta, despreciativa, ofensivamente, Viviani respondió con energía:

—¡Vale más que tirarlas a las patas de un caballo, vale más que gastarlas en beberajes!...

Melgarejo empalideció, sintiendo tentaciones de hacer un disparate, dando al fin satisfacción a su corazón amargado por la prosperidad de aquel “jentuza”; pero se contuvo.

—Cada uno piensa a su modo —dijo.

—Así es —respondió pausadamente Bruno.

Por designios de la fatalidad que se empeñaba en perseguir al estanciero arruinado, el tordilloperdió la carrera. Fué un rudo golpe para Melgarejo; y lo peor es que, en la absoluta seguridad de un fácil triunfo, había hecho sobre palabra varias apuestas crecidas, que le iba a ser imposible saldar, al menos de inmediato.

En el apremio, y venciendo instancias morales, fué en busca de Viviani, quien en esos momentos, realizada su póliza del seguro, se disponía a partir, sin preocuparse de la bulliciosa fiesta campesina. Le contó su caso y terminó diciendo:

—¿No podría emprestarme un par de cientos de pesos?... Por pocos días, hasta que yo agencie dinero... usté sabe que tengo con qué responder...

—Siento mucho —respondió el chacarero— no poderlo servir, pero no tengo dinero disponible.

—El pulpero no le negaría, si le pidiese, una porquería así...

—Tal vez que no; pero,... disculpe, ni para mí hago nunca deudas.

—Está bien —respondió con voz sorda Melgarejo—¡la culpa tengo yo, de no darme mi lugar y ser demasiado gúeno!...

Viviani se encogió de hombros y partió sin responder al petulante apóstrofe del carrerista...

VI

Habían transcurrido cinco años. La casita blanca del chacarero estaba entonces, —rodeada ya de árboles, ataviada y perfumada con las plantas del jardín— sola, a la vera del camino.

Los viejos ranchos de la vieja estancia de los Melgarejo habían desaparecido. Frente a las habitaciones del cultivador, se extendía como ún manto de oro triunfal, enorme manto de trigo en flor.

De la antigua familia sólo quedaban el jefe y su hija menor. Julia. Su hijo varón, Patricio, purgaba en la penitenciaría un homicidio cometido bajo la influencia del alcohol y de las pérdidas al juego; Juana, burlada por un jovencito que supo explotar su romanticismo ridículo, se suicidó tragándose las cabezas de media gruesa de fósforos; Venancia desapareció del pago llevada en las ancas del caballo de un matrero...

Melgarejo tuvo al fin que rendir su orgullo.

Todo su campo pasó a manos de Viviani, y él mismo hubo de aceptar la hospitalidad que le daba su yerno.

Porque César y Julia se habían casado, dos años antes.

Melgarejo siguió madrugando, aún cuando ya no tuviese parejeros mi gallos que cuidar. No le faltó nunca el churrasco y el amargo para el desayuno, y en más de uña ocasión musitó mientras cortaba un trozo de carne:

—¡Pensar que si no juese por la gurisa Julia, yo, Ventura Melgarejo, el último'e los Melgarejo, a est'hora mo tendría un pedazo'e pulpa pa llevar a los dientes!... Y en cambio, ahí está el gringo, enriquecido, orgulloso... ¡Si en esta tierra hay que ser gringo pa prosperar!...

—No, —rectificó su yerno, que se había acercado por detrás— no, tata: hay que ser trabajador, modesto, ahorrativo; hay que cultivar la tierra para que nos dé el sustento del cuerpo y el alma, para que nos proporcione los placeres domésticos, que son los más grandes, que son los únicos, al fín... Quien vive dentro de su casa y dentro de su alma, difícilmente se muere de hambre ni de tristeza...

El viejo guardó silencio. Luego dijo:

—Pueda ser que tengás rasón, ¡Pero si a uno no le ayuda la suerte!... Ahí tenés: si no hubiese sido por la adversidá que m'hizo perder tres carreras y cinco riñas seguidas, a esta fecha yo habría levantao cabeza.. ¡Pero es al ñudo, todo depende'e la suerte!...

Pausada, serena, sentenciosamente, el mozo respondió:

—La suerte es una palabra sin sentido: la suerte la llevamos en nuestras manos y sólo es infeliz quien no sabe ser feliz...

Tiro de bolas perdido

I

Desde chiquilín, don Macario Beneochea había hecho maletas con sus actividades, distribuyendo por peso igual, de un lado el trabajo y del otro las diversiones. A un hombre que es honbre, y más aún si ese hombre es un gaucho, no le debe asquear ninguna labor, así fuese más pesada que un toro padre y más peligrosa que galopar por el campo en una de esas noches en que el cielo se entretiene en plantar rayos sobre la tierra.

Si el deber ordena pasar cuarenta y ocho horas sin apearse del caballo, sin comer y sin dormir, calado por la lluvia, amoratado por el frío, se aguanta; y a cada vez que el hambre, el sueño, el cansancio, se presentan con ánimo de interrumpir la tarea, se les pega un chirlazón como a perro importuno, diciéndole:

—Ladiate che, que pa pintar una rodada, sobra con los tacuruses del campo y los ahujeros del camino...

Mas cuando los clarines tocan rancho, hay que llenar la panza, con lo mucho y lo mejor, empujando hasta donde quepa, como quien hace chorizos, apretando hasta que no quede gota de suero, como quien amasa queso.

Y cuando tocan a divertirse, en el armonioso bullicio del baile o de las cameras, o en el silencio de las carpetas o de los velorios, sin preocuparse de aflojarle las cinchas a los pingos de la imaginación y el sentimiento...

A galope tendido por el amplio y liso camino real de los placeres, con absoluta despreocupación de cuanto va quedando detrás de las ancas del caballo. Él lo exponía en su parla gráfica:

—La vida, pa ser linda, y debe ser como debe ser, ha de tener comparancia con las yapas de las riendas; entre argolla y argolla un corredor.

Así fué en el transcurso de muchos años, manteniendo siempre el equilibrio prudente las dos alas de la alforja.

Mas, al trasponer la portera de los cincuenta, empezó a romperse la armonía. Del nacimiento hasta los veinte, los años marchan al tranco; de ahí hasta los cuarenta trotan; y más p'adelante le meten galope tendido.

Hacía ya tiempo que don Macario vivía a galope a toda rienda. La sección trabajo quedó reducida al mínimum, y a medida que iba decreciendo iba inflando la otra. En su casa las fiestas se sucedían sin interrupción, no faltando nunca un pretexto para justificar el jolgorio. Todas las fiestas del calendario eran puestas a contribución, lo mismo que todos los aniversarios familiares y una multitud de acontecimientos como la terminación de la esquila o de las hierras, la doma del potro firmado en una penca, el triunfo del potro, cuando triunfaba y el desagravio al potro por haber perdido injustamente...

El caso es que, como mínimum, una vez por semana, el gran horno se tragaba una carrada de espinillo, para dorar en sus entrañas el copioso amasijo, las tortas, los bizcochos y los lechones: en tanto al frente, otra carrada de coronillas fabricaba montañas de brasas para la larga y difícil operación de asarlos “con cuero”, y mientras en los fogones de la cocina, bramaban las ollas con los vientres llenos de gallinas, destinadas al indispensable guisado de arroz.

Con semejante banqueteo continuo, todo el mundo estaba gordo en la estancia del Pedernal, y de ahí que todos, siguiendo el ejemplo del patrón, consagraran al trabajo el menor tiempo posible. Después de un copioso almuerzo, sería una iniquidad privarle a un hombre de la larga siesta reparadora; y tras una noche de baile, juego y chupandina, inicuo sería obligar a la peonada a montar a caballo e ir a recorrer el campo.

Doña Tolentina, quien, contagiada con la glotonería de su esposo, se había convertido en pesado ballenáceo, abandonaba la cama para desparramarse sobre su amplia y sólida mecedora, en la cual permanecía tomando mate, hasta que llegara la hora de sentarse a la mesa.

Jovita, hija única del ventripotente matrimonio, sin poseer el caudal adiposo de sus genitores era, sin embargo, tan perezosa como ellos. Para bailar y charlar con los mozos, era incansable; pero, natural consecuencia de ese derroche de energías, encontrábase durante todo el resto de la semana sin ánimo de hacer nada, ni siquiera del aseo y compostura de su persona.

Para qué lavarse, ni peinarse, ni ensalanarse cuando en las pocas horas que permanecía fuera del lecho, sólo la veían los “viejos”? y el personal de la casa? Hasta los peones y los gatos estaban gordos y siempre ahitos. Por eso los perros, despreocupándose de sus deberes policíacos, cuando no comían, dormían, y a cualquier hora del día o de la noche podían acercarse al guarda patio, no ya un forastero silencioso y prudente, sino una banda numerosa y barullenta, sin que ellos llevaran el esfuerzo más allá de abrir un ojo y lanzar un gruñido. Los gatos, por su parte, no interrumpían el plácido ronroneo ni aún cuando los ratones pasaran por sus narices y gritaran sobre sus lomos. Como los ratones también estaban gordos, mostrábanse igualmente alegres.

Los bueyes, que rara vez se uncían, y que cuando los uncían era para exigirles corta y liviana labor, competían en gordura y gallardía con los caballos de la tropilla del servicio, tan deshabituados al trabajo, que cada vez que. los ensillaban todos, hasta los matungos de carretilla mora y dientes en horqueta sentíanse potros y nunca fallaban en hinchar el lomo y tirar unos corcovos inofensivos al iniciar la marcha.

II

En la amplia sala, donde cuatro lámparas a querosén competen con veinte velas de sebo, no a quién da más luz, pero sí a quién produce más y más apestoso tufo, la alegría crepita como un paquete de cohetes chinescos. Ríen las primas, lloran las bordonas, acompañadas por el ruido acompasado de los pasos giros de los danzantes; y hay murmullos que semejan al pintado aletear del picaflor, y hay risas trinadas que recuerdan la salutación de las calandrias, en la umbría de la selva al sol que nace.

El baile está en su apogeo y don Macario no cabe en sí de satisfacción.

—Ansina me gusta ver retozar la mozada; y si no juese por que me pesa mucho el mondongo, ya me le habría prendido hasta a este chotis que m'está haciendo cosquillas en las tabas.

—Ricuerdo que un tiempo usté era más bailarín que un trompo —notició un viejo gaucho adulador.

—Como un trompo silbador, que desparramaba las parejas, abriendo cancha pa sí solo... A ver, mulata... alcansale la limeta a mi compadre Ramón... ¿Quiere pitar compadre?

En el más solitario y obseuro rincón de la sala, Gorgonio permanecía de pie, con el hombro apoyado al muro, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, inclinada sobre el pecho la cabeza y con visible expresión de amargura y de tristeza en el semblante.

Entre aquella apiñada muchedumbre sólo había una persona que le interesara, su prima Jovita; y Jovita, ora en brazos de un galán, ora en los de otro, pasaba y repasaba junto a él, empujándolo a veces en los viros de la danza, sin mirarlo, sin advertirlo..., y era su novia...

Cinco o seis veces había ido a “sacarla” y en todas recibió idéntica respuesta:

—Pa esta estoy comprometida,

—¿Y pa la que viene?

—Creo que también... dejame cumplir con los forasteros, que a vos te sobra tiempo... Además ya sabés que no conviene que tata malisée nuestras relaciones... Pa mi gusto que la vieja ha olido algo... Hasta luego...

Fué entonces cuando Gorgonio optó por irse a refugiar en el más obscuro rincón de la sala, para poder, sin mostrar a los demás la miseria de su sufrimiento, seguir contemplando a la ingrata adorada...

Extraño novio era él, novio de entre semana, clandestino, considerado por Jovita como un vicio inconfesable, algo así como la camaradería que debe desaparecer en absoluto ante la presencia de las visitas; amistad igualitaria en la chismografía del fogón de la cocina, pero que no podía trasponer las puertas de la sala, dentro la cual era forzoso poner ambiente entre las dos distanciadas categorías: la “niña” y la “piona”.

Cruelmente herido en su cariño y en su orgullo, luchaba el mozo entre el deseo de marcharse indicado por el amor propio ofendido, y la orden de permanecer allí, dada por el torcedor de los celos.

Estaba a punto de triunfar el primer impulso en el instante que Jovita fué a pasar junto a él, dirigiéndose a las habitaciones interiores.

Tanta tristeza notó expresada en el rostro de Gorgonio que se sintió conmovida y se detuvo para decirle afectuosamente:

—Te reservo la primera polca que venga,

—¿Pa qué? —replicó él con amargura; pa qué, si ya veo que la plantita e mi cariño se ha secao en tu corazón....

Irritóse ella:

—Siempre has de hablar cosas bobas, siempre has de andar con ese aire triste de lechuzón y siempre has de andar llorando achaques y miserias como una vieja pedigüeña.

—Porque te quiero.

—También te quiero yo, y estoy contenta y me río y me divierto.

—Porque no sentís el verdadero querer.

—Si el verdadero querer obliga a estar siempre con cara de sepulturero y a pegarse la vista con cáscara e cebolla pa que s'enllenen de agua cuando una no tiene denguna ganas de llorar, renunceo al querer. Yo soy así.

—Yo desearía que jueses de otra laya.

—Vos me querés porque m'encontrás bonita, simpática, alegre, pero pretendés que sea bonita, simpática y alegre, sólo pa vos; pretendés que sea pa vos un silguero cantor, de linda pluma y saltarín y pa los demás una lechuza cebruna empacada, muda... Pensar ansina y querer ordeñar una mosca son locuras tocayas...

Gorgonio no encontró réplica. Todo lo dicho por su prima parecióle falso, sofístico, malo, pero en la cartuchera de su ingenio faltaba la munición para contestar con eficacia al ataque.

—Hasta luego —dijo ella—; vení a sacarme en la primera polca.

Y se fué,

Él esperó.

Los guitarreros tocaron una mazurca, despues un vals, a continuación una habanera, y, por último, un pericón, cuyas variadas figuras prolongaron la fiesta hasta que la luz del nuevo día entró por puertas y ventanas, avergonzando a lámparas y velas... Fatigados los “musiqueros” y los bailarines, terminó la jarana, sin haber dejado sitio para la polca que Gorgonio esperaba bailar con su novia.

Durante toda la noche, nadie, y su novia menos que nadie, se habían preocupado en lo mínimo de Gorgonio.

Y sin embareo, don Macario había tomado como pretexto de la “comilona” y la “tertulia”, el onomástico de su sobrino Gorgonio...

III

Cuando el mozo regresó a su casa, ya el sol iba trepando la cuchilla del cielo. Aunque no había pegado los ojos en toda la noche, no hizo más que cambiarse las prendas domingueras, por las habituales del trabajo, y echándose al hombro la azada, se encaminó a la huerta y se puso a continuar la carpida del extenso sembrado de papas.

Sabía perfectamente que su padre no le reprocharía unas cuantas horas robadas al trabajo para satisfacer la necesidad juvenil de divertirse; pero ni su concepto del deber ni el estado de su espíritu le permitían ir en busca de reposo.

Siempre había tenido por su austero padre el más respetuoso cariño y se esforzaba siempre y en todo en emularlo.

Eran dos camaradas. Don Filemón, cuantas veces tenía que referirse a su hijo lo designaba afectuosamente:

—Mi amigo Gorgonio...

Esa vez don Filemón prolongó más que de costumbre la “recorrida” del campito, entreteniéndose en curar las ovejas “abichadas”, numerosas en aquella época. Llegó a la casa pasado el mediodía. Se sentó a la mesa y ordenó a la vieja negra que acababa de llevar la fuente de puchero:

—Andá ver si Gorgonio se va levantar, o si quiere que le lleven la comida al cuarto.

—El niño Gorgonio está trabajando en la chacra.

—¿Ya se levantó?

—No se acostó. Ansina que llegó del baile no hizo más que cambiarse ropa y dir a carpir las papas... Ni mate quiso tomar. Yo le oferté: “¿querés que te cebe unos amargos?” Y él me respondió de esta laya: “Gracias, tía

Juana; dimasiaos he tomado anoche?”... Y se jué a trabajar. Ánsina es, pué...

—Güeno... Andá llamarlo, que la comida s'enfría; y no te metás en lo que no te importa.

Asustada por aquella insólita violencia del patrón, la viejecita corrió hasta la puerta, pero antes de salir exclamó:

—Yo no me meto patrón, porque yo' soy una pobre negra vieja más redonda que argolla e' lazo... Pero pa mí que al niño Gorgonio le pasa algo y que usté debería meterse.

Pocos minutos después entró Gorgonio.

—Güenos días, tata.

—Güenos, amigo Gorgonio.

El “amigo Gorgonio” mostróse singularmente triste y silencioso durante el almuerzo, a cuyo término don Filemón hablóle en esta forma:

—Amigo Gorgonio, hace tiempo que usté anda con un entripao muy grande al cual es preciso aplicarle una güena medecina; y usté no debió olvidar que los amigos son pa las ocasiones, y que mejor amigo que su padre no ha'e tener en el mundo...

—Nada me pasa, tata, tartamudeó el mozo.

—Tan grande es el pedazo e'pulpa que lo tiene atorao, que hasta l'obligao a mentir, a usté que siempre supo decir verdad.

—Hay cosas, tata, que no se deben decir.

—Hay cosas, hijo, que no se deben hacer, pero una vez hechas carece aguantarlas como varón: esconder una lacra no es curarla... Pero no perdamos tiempo al ñudo. ¿Vos estás enamorao de tu prima Jovita?

—Hasta los cacaruces, tata...

—¿Y ella te cabrestea?

—Parece que sí, pero siempre me dice que hay que disimular, porque los viejos no serían conformes.

—¿Y se hace el amor a escondidas? Lo desconozco, amigo Gorgonio. Yo le enseñé que un hombre honrao debe viajar siempre por el camino real y a la luz del día. Sólo quien tiene delito marcha escondido en el poncho negro e' la noche, cortando campos y maniando alambraos. Y hay que tener vergüenza para hacer una mala acción, no pa empezarla.

Luego, suavizando el tono, el viejo prosiguió:

—Yo creo que mi sobrina no es la mujer que te conviene; pero como sé que lo que el corazón elige la riflesión no lo cambea, hoy mesmo viá ver a mi hermano y le hablaré derecho viejo, como deben hablar los hombres.

Don Filemón era la antítesis, física y moral, de su hermano don Macario.

Era alto y flaco, serio, parco en todo. No fumaba, no bebía alcoholes, no frecuentaba las pulperías, no tuvo jamás un “parejero” y no conoció otras caricias femeninas que las de su esposa, muerta al dar a luz su único hijo, Gorgonio.

Su padre le dejó al morir muy reducida herencia: quinientas hectáreas de campo y unos pocos animalitos correspondieron a cada uno de los hermanos.

Don Macario, con más inclinaciones al placer, a la vida alegre, que al trabajo rudo, metódico, despilfarró en poco tiempo las tres cuartas partes de su modesto patrimonio.

Empero, su casamiento con Tolentina, una jamona poco agraciada pero poseedora de una hijuela respetable, lo convirtió, del sábado al domingo, en acaudalado estanciero mientras su hermano mayor proseguía en su vida laboriosa, cultivando por sí solo su escasa heredad sin ningún progreso visible.

Tal era la situación respectiva de los dos hermanos, cuyas relaciones, dicho sea de paso, si siempre fueron cordiales nunca fueron íntimas, en virtud de la desigualdad de fortuna —cuando don Filemón fué a la estancia del Pedernal en misión casamentera.

Llegó en mal momento. Don Macario era un hombre generalmente alegre y bondadoso; pero no convenía abordarle al siguiente día de una fiesta, pues el exceso de comidas y de alcoholes, poníanlo de un humor de perros. En la juerga de la víspera había ingerido, entre otras frioleras, medio lechón que “entuavia l'estaba patiando en la barriga”, y una tal cantidad de vino y caña, que ya había concluido un barril de agua sin lograr extinguir el incendio que le devoraba las entrañas.

A las primeras palabras de don Filemón trató de evadirse proponiendo postergar la discusión del asunto; pero el otro con su terquedad de hombre metódico, habituado a hacer las cosas en su debido tiempo, insistió.

—Yo propongo. Vos decidís. Pa responder si o no, no carece consulta de abogado...

—Güeno ¡pues no! —fué la categórica contestación de don Macario, expresada con una violencia poco común en él.

Luego, intentando dulcificar la brutalidad de la negativa explicó:

—No puede ser, Filemón. Escuchame y verás que me asiste razón. Pa cuasi todos yo soy un hombre rico; pero la verdad es que tengo más deudas que capital, y no abrigo más esperanza'e salvarme como me salvé antes: haciéndole un güen casamiento a Jovita antes de que el pago se entere de qu'estoy partido pu'el eje... ¿Es razón?

—Mirá que yo tengo algo que dejarle al muchacho... Algo que no es tan poco..

—Pa vos, hermano... Pero no pa mí.

—¡Todo lo que vos podás dejarle —agregó— me lo fundo en dos comilonas!...

—¿Última palabra?

—Yo no tengo más que una.

—¿Y no te parece que sería justo consultar a Jovita?

—No me parece; ella hará lo que yo mande.

—Respeto tu parecer —respondió don Filemón;y sin demostrarse agraviado se despidió de su hermano para ir a transmitir a Gorgonio el fracaso de su misión, que por otra parte él preveía.

El mozo escuchó con serena entereza el relato de la entrevista; y cuando el padre interrogóle:

—¿Qué piensas hacer? —él contestó:

—Necesito hablar con ella. Si ella me quiere como yo la quiero, consentirá en ser mi compañera pobres o ricos, pese a quien pese. Si alega las mismas razones de tío Macario, tendré la asiguranza de que he colocao mal mi cariño y trataré de salvar anque más no sean las ganas.

—¡Así hablan los hombres! —dijo el viejo poniendo su callosa mano sobre la cabeza del hijo; y en seguida con augusta solemnidad, sentenció:

—¡Pero no olvides que los hombres, los verdaderos hombres, están obligaos más que a decir lo que sienten, a cumplir lo que han dicho!...

La entrevista de Gorgonio con su novia fué breve y decisiva.

—¿Sabés lo que conversaron tata y Mario?

—Sí; mamá me conto todo, ordenándome que rompa las mis relaciones con vos inmediatamente, porque nosotros, con juntar nuestras pobrezas lo vamo a pasar pescando sapos en el arroyo e la vida.

—¿Vos decís eso?

—Jue mama que dijo que había dicho tata.

—Entonces vos pensás lo mesmo... Sin embargo tata dijo que el tenía su capitalito, y que a su muerte...

Sonriendo con cierta expresión despectiva, Jovita interrumpió:

—¡La herencia del tío Filemón!... Una chacra, unos matungos viejos, una majadita que no habría de alcanzarnos para el consumo de tres meses... y algunos pocos pesos que tenga ahorraos!... Convencete Gorgonio; yo te quiero bien, pero la vida es la vida y los cuatro vintenes que pueda dejar tío Filemón serán mucho pa ustedes, pero nada pa nosotros, acostumbraos a ser ricos.

Gorgonio que se había puesto densamente: pálido, inquirió con voz breve y seca:

—De modo... ¿hemos rompido?...

—Tiene que ser... Seguiremos siendo amiguitos; —y le tendió la mano que el mozo no se dignó tomar.

—Güeno, adiós —dijo—, que la suerte te dé el marido que merecés.

—Quién sabe más adelante... —insinuó ella; y él respondió con tranquila firmeza:

—Un vale que se rompe ya no se paga jamás.

IV

Tres años transcurmeron y don Macario había ido a media rienda por el camino de la ruina. Apremiado por los acreedores, conocida su verdadera situación, —que había intentado oculta multiplicando la frecuencia y la esplendidez de sus fiestas—, se encontraba ya al borde del abismo, cuando ocurmó el fallecimiento del tío Filemón. Jovita, agriada, herida en su amor propio, por el sucesivo abandono de parte de sus múltiples galanes de la époea en que la creían un buen partido, empezó a juzgar menos despreciable la herencia del tío Filemón.

Sus padres compartían ese modo de pensar y los tres rivalizaron en esfuerzos para exteriorizar ante Gorgonio la pena que les causaba el infausto acontecimiento y las simpatías, el sincero cariño que le profesaban.

—Mi hermano Filemón no puede haber dejao gran cosa... pero quien anda con el freno en la mano no desprecea el caballo que le regalan porque no le guste el pelo.

Misia Tolentina asintió. Para ella cualquiera solución era aceptable con tal que le permitiese proseguir su vida holgazana de perro gordo, sin otro ideal que comer y dormir.

Jovita, que en su alma sensible al amor, sentía, si no cariño, tampoco repulsión por su primo, se resignó también al remate modesto de su brillante ensueño matrimonial.

En suma, la herencia del tío Filemón era misérrima, pero las circunstancias imponían la obligación de aceptarla; y en esto estuvieron perfectamente concordes los tres miembros de la familia.

No consultaron a Gorgonio, dando por sentado que había de aceptar jubilosamente el honor y la satisfacción de casarse con su adorada prima.

Y se esperó el desarrollo de los acontecimientos, guardando discreta compostura.

Poco antes de fenecer, don Filemón había dicho a su hijo:

—En la caja de latón qu'está en el fondo el baúl, encontrarás tuito lo que te dejo: la propiedad del pedazo e tierra que me dejó mi padre, y lo que hemos ido ahorrando con mi trabajo y el tuyo, amigo Gorgonio.

La familia de don Macario, que había escuchado esas palabras, no se movió de la casa.

Durante el velorio no abandonaron un momento la sala, y en la casa quedaron instalados hasta el segundo día de la inhumación de los restos,

—¡Hay que atender al pobre muchacho, canejo!... ¡P'algo semos los parientes!...

Al tercer día, tras un almuerzo silencioso, casi lugubre, don Macario llamó aparte a Gorgonio y le dijo paternalmente:

—Mirá muchacho... Yo compriendo qu'estés abatatao... Pero es mi deber aconsejarte, que pa eso soy tu tío y tengo esperiensa... El pobre Filemón ya se jué; aura hay que pensar en los vivos, porque por perra que sea la vida estamos condenados a vivirla... Es tiempo que abrás la caja'e latón pa ver lo que te manda hacer tu finao Padre, con respecto a sus bienes.

—Tiene razón, tío, —respondió Gorgonio y extrajo del baúl la caja de latón, poco pesada. La abrieron. Sólo contenía papeles: los títulos de propiedades del campito; los certificados de los diversos animales adquiridos; los boletos de señal y marca, y, finalmente, un sobre grande, dentro del cual había un documento prolijamente doblado y un papel garabateado por el viejo.

El papel decía así:

“Amigo Gorgonio: Con nuestro trabajo hemos vivido, pobremente pero sin pasar necesidades. Vós nunca me pedistes y yo nunca te rendí cuentas. Aura te las presiento. El papel qu'está abajo esta esquela es el comprobante de un seguro de vida: que yo hice hace veinte años. Cuando yo muera tendrás cincuenta mil pesos oro, con la presentación de ese papel. Te dejo una fortuna, amigo Gorgonio y sólo te pido que sepás emplearla bien, siendo siempre honrado y trabajador...”

—¡Cincuenta mil pesos! —exclamó entusiasmado don Macario—. Con esa suma podemos levantar las hipotecas del Pedernal, vos te ponés al frente del establecimiento y...

—Y una vez casado... —dijo misia Tolentina.

—¡Eso será lo primero!... ¿No te parece, Jovita?

—Me parece... es decir... según le parezca a Gorgonio —respondió la chica con fingida emoción.

El mozo secóse las lágrimas que habían inundado sus ojos, y luego, con voz firme, enérgica, respondió:

—Si lo primero ha' e ser casarme, formar un nido, pa no estar solo, sin un poste en que rascarme, sin una cría pa lamber, y pa probarle al viejo querido que mo me olvido de lo que me dijo cuando me dijo: “Los verdaderos hombres están obligaos más que a decir lo que piensan, a cumplir lo que han dicho”.

—Está bien eso... Y como vos habías prometido casarte...

—Con la hija del chacarero Gervasi, dispués que usted me negó la mano e' Jovita y Jovita se me ladió también, me caso, con Juana, la hija el chacarero Gervasi, que me quiso sin saber que yo iba a recibir cincuenta mil pesos de herencia del finao mi padre... Espero, tío Macario y tía Tolentina que ustedes sean mis padrinos de casamiento.

Doña Tolentina y su hija quedaron mudas.

Don Macario, venciendo la amargura causada por aquella decepción tan imprevista, dijo:

—¡Cómo no, sobrino!... ¡Cómo no!... ¡Y habrá que hacer una comilóna v una fiesta machaza!... ¡Yo m'encargo de eso!...

Teru-tero

Don Ciriaco Palma, hacendado rico, poseía dos estancias en el departamento de Cerro-Largo: una sobre el Aceguá y otra sobre el Río Negro, separadas entre sí por una extensión de quince kilómetros, más ó menos. Su residencia del Aceguá la constituía una maciza y pesada construcción de piedra, especie de fortaleza á prueba de matreros. Allí pasaba las tres cuartas partes del año en compañía de su hija Camila, único fruto de su matrimonio con Rudecinda Puentes, buena paisana que murió de tisis, según el médico, y de mal, echado por su marido, según las gentes.

Decíase en la comarca que Rudecinda era extremadamente celosa, y muy enamorado don Ciriaco, al punto de tener un par de hijos en el rancho de cada agregado, los que no bajaban de diez.

Aseguraban también las gentes que no respetaban "pelo ni marca"; que caían por igual blancas y negras, y que cuando recorría el campo y llegaba á un puesto, solían caer de rodillas, juntar las manos y pronunciar un "¿Santito?", rapazuelos de tez cobriza, nariz chata, ojos azules y cabellos rubios amotados. En vida de su mujer, don Ciriaco hizo un viaje á la estancia del Río Negro para dirigir la esquila, y estuvo allí varios días.

Concluida la faena, hubo fiestas: pasteles y tortas fritas, asado con cuero y vino á discreción. Por la noche se jugó al truco, hasta muy tarde; y doña Paula, mujer ya entrada en años, y que en sus mocedades había gozado fama de alegre y amiga de empinar el codo, acarreaba el mate amargo desde la cocina, é iba, de rato en rato, á llenar en la despensa la botella de caña que los jugadores vaciaban con rapidez increíble.

Como la despensa —una troja— estaba á oscuras, doña Paula llenaba demasiado la botella, y por no llevarla chorreando, apuraba unos tragos en cada ocasión. No andaría muy bien, cuando don Ciriaco, al recibir la calabaza, le dijo, con entonación entre reprensiva y cariñosa:

—Su mate está mi labao, bieja.

—¿Y d'iai? —contestó ella, lanzando un regüeldo de caña—. ¿Cómo quiere que esté güeno si hace dos horas que estoy trajinando de acá paya y ya se han tomao una sinfinidad de cafeteras de agua! Si no tienen las tripas verdes...

—Güeno, bieja, no se enoje: baya á trair otra boteya de caña y no sebe más mate.

La mujer salió tambaleando y la partida de truco continuó encarnizada, gritando y embrollándose mutuamente, porque todos estaban borrachos.

Como la botella no volvía, don Ciriaco, impaciente, se levantó y salió al patio. Gritó y no le respondieron. Entonces, dando traspiés, se dirigió á la despensa. Llamó y no obtuvo respuesta.

Encendió un fósforo y vio á doña Paula tirada en el suelo, boca arriba, con la botella de caña en la mano. La pollera de percal, levantada, dejaba ver las piernas bien hechas y todavía incitantes.

Don Ciriaco la contempló hasta que el fósforo, quemándole los dedos, se le escapó y se apagó. Entonces, sin saber lo que hacía, se dejó caer, él también, sobre el pavimento de tierra de la troja.


Siete meses más tarde, Rudecinda daba á luz una hermosa y rolliza niña, y tres días después doña Paula moría de parto, dejando, como fruto del placer momentáneo saboreado en instantes de afrentosa borrachera, un niño débil, raquítico y con enorme cabeza alargada. Mientras la niña crecía lozana y mimada en la estancia de Aceguá, el pobre sietemesino, criado guacho en la del Río Negro, se agrandaba poco á poco y sin vigor, como los molles en las infecundas hendiduras de la sierra.

No tuvo otros juguetes que las "tabas" y "caracuces" que los perros abandonaban en el patio, ni otras caricias que los manotones de dos cuzcos canelos, únicos seres que jugaban con él, arañándole algunas veces, mordiéndole otras. A los dos años no caminaba y á los tres no articulaba sino una que otra palabra.

Un día, el padre, que jamás le dio un beso, ni siquiera le tomó en sus brazos, decidió bautizarlo, aprovechando la visita del cura de la parroquia. Concluida la ceremonia, los concurrentes —don Ciriaco el primero— estuvieron de fiesta y holgorio, sin acordarse para nada del pequeño miserable que dormitaba tirado dentro de un cajón con un cuero de oveja por colchón, sin una pequeña almohada en que reposar su enorme cabeza de idiota.

Le habían puesto por nombre Cirilo; pero los peones lo llamaban siempre Teru-tero y así siguieron llamándolo. Don Ciriaco —después de muerta su mujer— llevó al Aceguá, en calidad de concubina, á una de sus agregadas; y casi todos los veranos iba con ella y su hija Camila á pasar un par de meses en la estancia del Río Negro, que era muy alegre, y tenía, á seiscientos metros, un bañadero espléndido. Durante estas cortas estadías, la diversión favorita de Camila era Teru-tero. Se servía de él como de un muñeco, mimándolo, acariciándolo ó pegándole y riéndose de su desgracia.

Así pasaron varios años. La última vez que Camila fué con su familia á la residencia veraniega contaba veinte años y era una moza alegre, robusta y juguetona. Teru-tero había crecido también, pero era siempre el mismo ser disforme, de largas piernas escuálidas, brazos de chimpancé y enorme cabeza hundida entre los hombros, que se elevaban á manera de dos montículos. Su cara era larga, flaca y de color terroso; el cabello largo, lacio y mugriento, caía sobre la espalda y sobre la frente estrecha; la boca, muy grande, con el labio inferior grueso y caído, dejaba ver cuatro incisivos superiores, largos, separados, irregulares y negros; los ojos, de un azul claro, tenían la mirada de los idiotas, pálida y sin vida. Hablaba poco y con grandes esfuerzos, y haciendo mil muecas ridiculas.

En la estancia era menos que un perro; comía lo que sobraba, y más de una vez, hambriento, disputó á los perros un pedazo de carne flaca ó los tendones de una rótula. Su traje eran harapos que recogía del basurero, ó que algún peón le daba en pago de algunas torturas que le infligía; su habitación era un ángulo del galpón, donde dormía sobre una piel de carnero, entre pilas de cueros y bolsas de lana y cerda.

Todos los hombres eran iguales para él: todos lo mandaban con modos groseros, todos lo pifiaban, á todos servía de estropajo casi siempre, y de risa y burla siempre. La burla grosera del gaucho, que consistía en darle golpes, en martirizarlo físicamente, ya que la idiotez de Cirilo le impedía comprender y por lo tanto enfadarse por los dicharachos. Su padre jamás se preocupó de aquella sangre suya, y no tenía para él ni odio ni cariño: le era completamente indiferente; lo miraba más como una cosa que como un ser humano.

Él, por su parte, veía con terror á aquel hombre grande, barbudo, altanero, que mandaba con soberbia y llenaba la estancia con sus gritos cuando montaba en cólera, lo que era frecuente. Una vez, mientras don Ciriaco ensillaba en la enramada, Teru-tero, con los brazos caídos y la boca abierta, lo contemplaba embelesado. El ganadero no había notado su presencia; pero al recoger la sobrecincha vio que el muchacho pisaba la punta de la correa. Entonces dio un tirón, levantó la prenda y descargó tan fuerte golpe sobre las piernas del desgraciado, que éste huyó dando gritos como perro castigado. Desde esa vez Teru-tero huía del hombre barbudo como de un demonio.

Camila mostraba gran preferencia por un mocetón del pago, un gauchito aindiado, trigueño y jaranista, célebre por sus fuerzas y sus proezas como domador de afición. Con frecuencia iba á la estancia del Río Negro y sus relaciones con Camila aumentaban rápidamente.

Eran dos caracteres semejantes y se entendían á las mil maravillas. Muchas veces, paseando por el patio, él —que ardía en deseos y con la boca seca y el espíritu embotado no encontraba frases que dirigir á su prenda— llamaba á Teru-tero y se ensañaba con éste, inventando diabólicas travesuras, que la china festejaba con grandes risotadas. Un día fué á la cocina, asó un hermoso choclo y se lo dio á Camila, quien, cambiándolo de una á otra mano y soplándolo para no quemarse, se entretuvo luego en arrojar algunos granos á la distancia, exclamando al mismo tiempo alegremente:

—¡Tomá, Teru-tero, tomá!

Y Teru-tero, sumiso, humilde, recogía los granos, uno por uno, y los comía sonriendo, mientras Camila y su novio reían. Después tomaban piedras, un pañuelo, una "guasca", otros objetos por el estilo, y se los arrojaban para que fuera á traerlos.

—¡Busca, Teru-tero, busca!

El infeliz idiota corría presuroso y reía, sacudiendo su horrible cabeza deforme, contento con aquel juego, al cual debían seguir otros tan vejatorios y más crueles.

El gauchito había regalado á Camila unas boleadoras con piolín en vez de trenza, y bolas de plomo en lugar de piedras; boleadoras á propósito para cazar ñandús. Cierta tarde salieron los dos al campo, siguiéndolos, como un perro, Cirilo. Entre el gauchito y él espantaban los ñandús y Camila tiraba.

Pero como no lograra apresar ninguna de aquellas ligeras zancudas, llegó á enfadarse y se le ocurrió descargar su mal humor sobre el huérfano, á quien acusaba de torpe y de no haber espantado bien los bípedos. En un momento de rabia le tiró las boleadoras, y el infeliz, enredado, cayó en tierra. Camila rió largamente y utilizó el descubrimiento. Teru-tero supliría á los avestruces.

—¡Corre, Teru-tero! —gritaba excitada—, ¡corre, Teru-tero!

Y sus piolines, con las extremidades terminadas en bolas de plomo, se enroscaban en las débiles piernas de Cirilo, machucándolo y haciéndolo caer, lo que motivaba una explosión de risa en Camila y su compañero. Este iba por las boleadoras y el juego continuaba. A poco el idiota no pudo más y se detuvo como bestia transida; pero el paisanito comenzó á darle golpes de arreador y el infeliz tuvo que seguir disparando, hasta que, maniatado de nuevo, caía en tierra y de nuevo veíase obligado á levantarse azuzado por las bromas y la trenza del arreador del gaucho.

Como zorro perseguido por mastines enfurecidos, corrió, corrió, en dirección á la estancia, hasta que logró ganar el galpón, y fué á tirarse, rendido y con las piernas ensangrentadas, sobre el cuero de carnero que le servía de cama, entre pilas de cerda y lana.

Los dos jóvenes lo dejaron tranquilo, y él, hundido allí, á la manera de perro acosado, sin ánimo para moverse y con miedo de ir en busca de una piltrafa, se durmió profundamente, recogidas las flacas piernas laceradas y apoyada sobre los brazos escuálidos la enorme cabeza de idiota, cuyos cabellos desgreñados caían ocultando el rostro.

Hacía rato que dormía, cuando Camila, seguida de su novio, penetró en el galpón, llevando en una mano un candil de grasa de potro y un trozo de asado en otra. Golpeó con el pie al huerfanito, y cuando éste se despertó sobresaltado, abriendo enormemente los ojos:

—¡Pobre Teru-tero! —dijo la china—; naides se acuerda de vos. Mira, te traigo un churrasco. Y le dio el trozo de carne, gordo, bien asado, apetitoso.

Teru-tero se incorporó y lo tomó con ambas manos. Tenía hambre, pero no se atrevía á comer. Su semblante, transfigurado, expresaba inmensa gratitud; sus ojos azules, sin luz, repentinamente humedecidos, no se apartaban del rostro de la muchacha, que lo miraba sonriendo, y que le dijo de pronto:

—¡Come, bestia!

El idiota clavó sus grandes dientes en la carne y arrancó un bocado que empezó á masticar con ansia. Pero en seguida lo soltó con rabia, se incorporó más, lanzó un gruñido sordo, mostrando la doble fila de incisivos largos y negros; y, rabioso, fuera de sí, tomó el trozo de carne y se lo arrojó á Camila, que reía hasta enfermarse, apoyada en el hombro de su novio, que también daba salida á estruendosa carcajada.

Partieron. La covacha quedó á oscuras, y el pobre huérfano, después de escupir repetidas veces para quitarse de la boca el gusto que le dejó la carne mezclada con una materia inmunda, inclinó su cabeza de bestia y tornó á dormirse sobre el cuero de carnero, entre las pilas de lana y cerda.


En todo el siguiente día, nadie vio á Teru-tero, ni tampoco nadie se preocupó de él.

Había hecho una tarde de sofocante calor. El galpón, con su techo de cinc y su piso lleno de bosta fermentada; con las emanaciones de orinas putrefactas y los olores acres de las lanas y los cueros apilados, no convidaba á permanecer en él. Sin embargo, á la tardecita, cuando ya estaba oscureciendo, penetraron allí Camila y el gauchito. Apenas entrados, este último abrazó á la china con tanta fuerza, que ella se quejó, y murmuró entre cariñosa y agresiva:

—¡Bruto!

Hubo un momento de silencio, durante el cual él la fué empujando hacia el fondo, donde estaba más oscuro y donde el olor de la lana grasienta y de los cueros secos era más acre é incitante; y entonces, de golpe, brutalmente, ferozmente, en un impulso irresistible de bruto encelado, la cogió y la arrojó con fuerza sobre la bolsa de cerdas, blando y cómodo lecho que la pareja conocía de tiempo.

Camila hizo un débil esfuerzo por levantarse, por escapar de los brazos nervudos que la sujetaban, de los dedos lúbricos que la quemaban, del aliento de fiera que sentía en la boca y en el cuello. En la lucha apoyó una mano en el suelo, y tocó una cosa fría que la horripiló.

—¡Ah, qué asco!—dijo, y se puso en pie. El gaucho quiso detenerla; pero ella huyó, perseguida por su novio. Sin preocuparse de nada, corrió á la cocina, cogió el candil y volvió precipitadamente al galpón. El gauchito y otros peones la siguieron, y cuando llegaron al fondo, entre las pilas de lana y cerda y cueros vacunos, vieron á Teru-tero frío, rígido, con las piernas encogidas, el rostro terroso y los ojos cerrados.

¡Quién sabe cuántas horas hacía que había muerto! Muerto de fatiga, de inanición y de pesadumbre; solo en la oscuridad de aquel rincón infecto; sin recursos, sin una ayuda, sin un socorro, sin ver á su lado en los siempre terribles últimos instantes, no ya un amigo —que ninguna amistad le acarició jamás—, pero siquiera un rostro humano que le lanzara una mirada de misericordia; la mirada de lástima que arranca el espectáculo de una bestia moribunda.

Entre la lana, entre la cerda, entre los cueros, ¡quién sabe qué horribles tormentos acosaron al miserable; quién sabe qué espantosa agonía dio término á aquella vida siniestra! Solo, abandonado: así había vivido, así debía morir.

Camila lo contempló un rato, asombrada, confusa, con más muestras de desagrado que de pena; y luego, de pronto, como si le viniera á la mente el recuerdo de un placer frustrado á causa de aquel miserable, la cólera se pintó en su rostro, avanzó un paso y dio con el pie én el rostro de Teru-tero, exclamando con rabia:

—¡Bruto! ¡Idiota!

Los hombres, que al principio se habían detenido impresionados por el respeto que siempre impone la muerte de un semejante, volvieron —ante la frase de Camila— á recordar á Teru-tero, la bestia, la cosa, la piltrafa; y rieron de buena gana.

Después salieron. El galpón volvió á quedar oscuro y silencioso. Uno de los cuzcos canelos que jugaban con Teru-tero cuando éste era pequeño, fué el último en abandonar el fúnebre recinto.

El cadáver del idiota permaneció toda la noche sobre el cuero de carnero, y al día siguiente, como había faena y no podía perderse tiempo, don Ciriaco ordenó al pardo Anastasio que llevase al finado al monte, en la rastra de acarrear agua, y que lo pusiera sobre unos talas, agregando

—"Que juera pa abajo 'e la picada, pa que no yegara el jedor á las casas."


Publicado el 31 de agosto de 2025 por Edu Robsy.
Leído 1 vez.