El Abrojo

Javier de Viana


Cuento


Se llamaba Juan Fierro.

Durante los primeros treinta años de su vida fue simplemente Juan. El segundo término de la fórmula de su nombre parecía irrisorio: ¡Fierro, él!...

Era blando, dúctil, sin resistencia. A causa de su propensión a abrirle sin recelos la puerta de la amistad al primer forastero que golpeara, no llegó a quedarle más que un caballo de su tropilla, un mal pabellón en el recado, una camisa en el baúl y el calificativo de zonzo.

Llegado a esa etapa de su vida, ya no tuvo amigos. Por cada afecto sembrado, le había nacido una ingratitud. Sin embargo, heroico y resignado, doblaba el lomo, cavaba la tierra, fertilizándola con el riego de sudor de su frente, echando sin cesar al surco semillas de plantas florales y semillas de plantas sativas.

Cosechaba abrojo que pincha y miomio que envenena. Y a pesar de ello proseguía siendo Juan, sin que por un momento le asaltase la tentación de ser Fierro.

Empero, si es verdad que en el camino se hacen bueyes y que el clavo de la picana concluye casi siempre por abatir las más orgullosos altiveces, también es verdad que el rebenque y la espuela usados en forma injusta y desconsiderada, suele convertir al matungo más manso.

Tal le ocurrió a Juan Fierro.

A los treinta años presentaba un aspecto de viejo decrépito. Su rostro enflaquecido agrietábase en arrugas. Sus ojos fueron perdiendo poco a poco el brillo y tenían la lumbre triste de un fogón que se apaga, ahogadas las brasas por las cenizas. Sus labios, que ni la risa ni los besos calentaban ya, evocaban la tristeza de la arpa desencordada, en cuya gran boca muda ya no brotan las melodías que otrora hicieran estremecer en sensación voluptuosa la madera de su alma sonora...

Los pocos que todavía llegaban a su casa juzgaban mentalmente:

—Este candil se apaga.

O si no:

—En esta huerta se acabaron las sándias; pocas flores cuajan y las que producen fruto se pasman sin madurar...

—Tenia que ser —filosofaba otro— a los hombres blancos les pasa sobre la tierra lo que a la madera blanda bajo la tierra; la humedad los pudre, los ablanda, los convierte en estopa, quitándoles la fuerza pa resollar.

Un año después de estos pronósticos pesimistas, todo el pago comentaba con asombro la transformación operada en Juan Fierro.

Un día, en unas carreras grandes, se presentó caballero en un zaino que parecía vestido de terciopelo y con más adornos de oro y plata en el apero, que los llevados por la mujer del comisario en los festivales del pueblo.

Pero lo que más despertó la extrañeza general fué la transformación que se notaba en el físico y en el espíritu de Juan Fierro. Había engrosado y rejuvenecido; esta vez brillaban sus ojos y reían sus labios. Caminaba erguido y hablaba recio, no con petulancia, pero sí con el aplomo de quien se considera con derecho a decir lo que dice y con fuerzas para ejecutar lo que ha dicho.

El viejo «Malapata», conocido por el prototipo del infeliz, brutalmente castigado por culpa de su carencia de energías para la maldad ambiente, lo interrogó con su acostumbrado acento timorato y humilde.

—¿Cómo hicistes para sacar la pata del cepo?...

—Muy sencillo. Antes yo cortaba, las plantas de abrojo y las semillas que quedaban sobre la tierra producían al año siguiente cien plantas más. Tenía una montonera de amigos que explotaban mi bondad y se reían de mí. Tenía una mujer que era muy buena, que decía quererme mucho, pero que me atormentaba todo el día y todos los días, chillando como una carreta con los ejes sin engrasar, sin que mi humildá, mi sentimiento, mi afán de rendirla a fuerza de complacerla en todo, lograran otra cosa que endurecer las puntas de abrojo de su alma... Yo veía que viajaba perdido. Un día encontré el rumbo. Comencé a arrancar abrojos. A un «amigo» que me había pechado una carretonada ’e pesos, le cobré; se escusó; lo demandé; lo condenaron.

—«No tengo más qu’estas dos lecheras... —imploró.

—«Vengan» —dije, y me las arrié. Con los otros hice lo mismo, y continué arrancando abrojos. Me quedaba el más grande y pinchador, mi mujer... Hice un esfuerzo grandote y lo arranqué también!...

—¿La mató?...

—¡Qué había de matar!... ¿Para pagarla por buena?... Me mandé mudar; encontré una mujercita que no preocupándose de mí a todas horas no me mortifica, y que no tiene, como la otra, la ciencia de qu’el modo de demostrar cariño es hacer sufrir a la persona que se quiere!

Ahí está, —concluyó el mozo,— lo que hice. Maté a Juan y fui Fierro. Arranqué los abrojos y ahora soy feliz. Haga usted lo mismo.

—¡Hum!...—murmuró el viejo con amargura.—

P’arrancar abrojos hace falta juerza... Yo ya no tengo... Y además... ¿pa qué?... Tengo el cuero tan curao de pinchaduras, que ya ni las siento!...

Y lloró el viejo.


Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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