El Canto de la Calandria

Javier de Viana


Cuento


El paso de los Ceibos era, de por sí, uno de los más lindos y alegres parajes de las riberas del Mandisoví. La cuchilla descendía en suave pendiente hasta el arenal del paso, un lecho de arenas finísimas, en medio de las cuales brillaban, a la luz del sol, los nácares de las conchas muertas. Doble fila de ceibos en flor, formaban como unos cortinados de púrpura acompañando el arenal hasta la orilla del agua.

Era de los parajes más lindos y más alegres, naturalmente; y lo fué muchísimo más cuando Juan Berón y Feliciana fueron a vivir en el prolijo ranchito edificado en la loma, a media cuadra del arroyo.

Feliciana era una adorable chinita, cuyos veinte años rebosaban salud y alegría, cuyas risas y cuyos cantos hacían competencia, desde el alba hasta el obscurecer, a las calandrias y a los jilgueros, a los cardenales y a los sabiás, los filarmónicos vecinos de enfrente.

Su marido, Juan Berón, tenía idéntico carácter. A los tres años de casados seguían queriéndose con la intensidad del primer día. En aquel ranchito alegre, rodeado de flores, la tristeza no había penetrado nunca.

Juan y Feliciana, los «cachorros», como los llamaban en el pago, eran la admiración de todos y la envidia de muchos.

Nunca faltaban visitas en el puesto de los Ceibos; pero no visitas de etiqueta a quien hubiera que hacérsele sala. No; eran amigas, parientas de Feliciana o de Juan y que pagaban los dos o tres días de contento pasados allí, ayudando en los trabajos de la casa; porque hay que advertir que la «patroncita» si nunca se cansaba de cantar, tampoco se cansaba nunca de trabajar.

Cuando había concluido todas las faenas domésticas se ocupaba en hacer algún dulce, para sorprender a su marido, que era extremadamente goloso.

Aquel domingo, a la hora de siesta estaba ella en la cocina preparando una empanadas, cuando se presentó Juan.

—¿Anda por poner un güevo mi calandria?—dijo cogiéndola cariñosamente por la cintura.

—Sí;—respondió ella riendo.—Pero ya sabes que no me gusta que me vean en el nido. Andá sestiar.

—No puedo... Sin vos la cama es fiera y grande como el campo en una noche oscura... ¡Mostrá!...

—¡No muestro nada!—replicó ella, tapando con el delantal la masa y el picadillo que estaba sobre la mesa.

—Ándate te digo. Andá hacerle sala a Petrona.

Petrona era una prima de Feliciana y hacía varios días que estaba de visita en la casa. Era la amiga más íntima, la compañera, la hermana casi de Feliciana.


Trayendo en la mano la fuente de latón tapada con una servilleta floreada, la chinita, con el rostro inundado de alegría, fué al rancho y penetró en puntillas al primer cuarto, el comedor, esperando sorprender a su marido. Pero como allí no había nadie, pasó al segundo que estaba semi oscuro y exclamó gozosa:

—¡Adivina lo que...

Y no pudo decir más. Sentados al borde del lecho, estrechamente abrazados y besándose con rabia, estaban Juan y Petrona.

Feliciana dejó caer la fuente; los pasteles rodaron por el suelo.

—¡Cochinos, cochinos!—exclamó al cabo de un rato; y salió apresuradamente.

Su marido quiso seguirla, disculparse, pero ella siguió refugiándose en el monte.

Al día siguiente ella volvió a ocuparse de sus tareas; ni un reproche, ni una palabra. Él intentó hablarla, pedirle perdón, pero ella no quiso oírle.

Transcurrió una semana. La vida había cambiado por completo en el puesto de los Ceibos. El silencio reinaba ahora allí. La risa y los cantos de Feliciana no volvieron a oirse. Su rostro no expresaba enojo: estaba impasible. Cuando Juan llegaba del campo y la abrazaba y la besaba tratando de enardecerla, de devolverle la sana alegría de antes, ella lo dejaba hacer, sin una palabra, sin un gesto.

—¿Pero viejita, siempre vas a estar enojada asina?

—Yo no estoy enojada.

—Usted sabe, mi prenda, que una resfalada no es caída... ¡Perdone!

—No tengo nada que perdonar... Dejame hacer la comida;—respondía ella en una voz blanca, sin timbre, enervadora.

Y así fué transcurriendo el tiempo y la situación continuaba idéntica. La alegre casita de antes se había convertido en un sepulcro habitado por dos seres mudos.

Los ruegos, los llantos, lo mismo que los enojos y las amenazas de Juan, no conseguían modificar la actitud de su mujer. Humilde, dócil, complaciente, hacía cuanto él pedía, cuanto él deseaba; pero la risa, el canto, la alegría continuaban ausentes.

El sufrimiento del mozo fué creciendo aceleradamente. No podía conformarse a aquella existencia fúnebre. El recuerdo de la voz armoniosa de su mujer le perseguía, le obsesionaba.

Al cabo de un mes sus facultades mentales empezaron a desequilibrarse. Abandonó casi por completo su trabajo. Pasaba casi todo el día paseándose por el monte, con la escopeta al hombro, observando los árboles y pronunciando frases incoherentes.

—Se me ha vulao mi calandria... Se jué a cantar a otro nido...

Feliciana había llegado a ser para él una persona desconocida. Muchas veces solía preguntarle:

—¿Usted no ha visto a mi calandria? ¿No ha venido por acá mientras yo andaba en el campo?...

Ella se encogía de hombros, fría, impasible, terrible en su venganza que no cejaba ante la miseria de su esposo.

Una tarde ella había ido al río a lavar la ropa. Atardecía. De pronto, sin darse cuenta, Feliciana empezó a cantar una coplas, en voz baja primero, a toda voz después.

Juan, que también vagaba por el bosque, se detuvo asombrado al escuchar el canto. Cautelosamente fué acercándose al sitio de donde brotaban las notas armoniosas.

—¡Mi calandria!—exclamó con infinita satisfacción—¡Mi calandria adorada!

Al desembocar en el abra, crujió una rama; la criolla sorprendida volvió la cabeza y al ver a su marido, dio un grito y sin saber lo que hacía echó a correr.

Él la siguió gritando:

—¡No te vayas!... ¡No te vayas!... ¡No dejo ir más a mi calandria cantora!...

De pronto se enredó en unas ramas y cayó. Ella ganó terreno, iba a desaparecer. Entonces el mozo, en el colmo de la desesperación, tomó la escopeta, apuntó, hizo fuego:

—¡Aunque sea muerta quiero conservar a mi calandria! La pobre calandria, herida en mitad de la espalda, se desplomó ensangrentada y sin proferir un grito.


Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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