Domando potros—en cuyo arte pasaba por insuperable—Eudoro Maciel logró reunir una tropilla de patacones.
Trabajando de capataz de tropas en invierno y de capataz de esquiladores en verano, fué aumentando el rodeo de las «amarillas» allá en la época de las «onzas» hispanas, las anchas «brasileñas», los «cóndores chilenos», las británicas «libras de caballito» y las macizas «doble águilas» yanquis.
Hacía tiempo que Eudoro había sacado un boleto de marca; marca M. No la sacó E. M., que sentaba más lindo, porque iba a resultar de «mucho fuego».
Y había ya como cosa de unos quinientos vacunos y de unos treinta caballos, quemados con la marca M., cuando Eudoro se decidió a realizar los tres actos fundamentales en la vida de un hombre: comprar campo, levantar un rancho y casarse.
Y compró un campo: chiquito—mil cuadras, nada más—, pero campo flor, sin desperdicios, con pasturas inmejorables, con aguadas permanentes y con leña en exceso.
En seguida levantó el rancho. Lo levantó él mismo, con horcones, tirantes y ajeras, cortadas y labradas por él en el monte lindero; con paja brava elegida y cortada por él en el estero vecino; con terrón cortado por él de la loma gramillosa de su campo.
Hizo el corral, hizo el chiquero para el terneraje de las lecheras, hizo la enramada y alambró un rectángulo de tres cuadras por cinco, para la futura chacra.
Ya no le faltaba nada más que casarse; y de ahí le resultó una dificultad imprevista. Hombre práctico, él siempre había preferido la calidad a la cantidad y lo productivo a lo decorativo. Cuando compraba un traje, lo elegía color cebruno,—pelo el más feo de todos los pelos,—pero «sufrido». Si debía adquirir una lechera, poco le importaba la estampa y deteníase, en cambio, en el estudio del escudo de la ubre. Para «carretoneros», elegía tubianos, recios de encuentro, sólidos de caderas, cortos de espinazo. Sus gallinas eran todas catalanas negras,—muchas crespas,—feas todas, pero ponedoras y de carne sabrosa.
Odiaba a los perros, los gatos, los pájaros y las flores, cosas inútiles, y sólo aceptaba la mujer,—que es al mismo tiempo, perro, gato, pájaro y flor,—en su carácter de compañero de yugo en el arado de la vida. En cuanto al amor,—no habiendo amado nunca,—le parecía una cosa supérflua como el fleco en el poncho o los bordados en la blusa.
Hombre práctico, hombre sensato, pensaba:
—Es más fácil encontrar un caballo lindo que un caballo bueno. Y los lindos, generalmente no sirven para nada.
Y luego:
—Una mujer bonita resulta como ponerse un anillo en el dedo: fastidia, y hace perder tiempo en mirarlo, y siempre está uno apeligrando perderlo.
La mujer que necesitaba, la que le convenía, debía ser grande, sana, fuerte y con toda la dentadura: ¡nada de potrancas!... En cuanto a la cara, un «asigún»: «ni linda qu'encante, ni fea qu'espante».
Y después de mucho buscar en los rodeos mujeriles del pago, «apartó» a Dominga.
—Es feona—se dijo,—pero la carculo de güen cómodo.
Y no era feona, Dominga; era fiera, más bien. Las tres dimensiones—alto, ancho y profundidad—estaban desproporcionalmente repartidas en ella. Era larga, era ancha, pero chata. Nada de protuberancias, nada de curvas: toda chata; los senos igual, los pies lo mismo y el rostro idéntico; parecía pasada por un laminador.
Pero él estaba conforme con la elección, realizada tras muchos minuciosos estudios.
—Dominga es feona—repetía,—pero es güena, es juerte, es sana, es trabajadora y no hay peligro de que nadies me la codicee.
Y el primer año de vida matrimonial transcurrido confirmó la excelencia de su tino. Todo marchaba como reloj en el nuevo hogar.
Desgraciadamente, después de ese tiempo las cosas comenzaron a cambiar. Las tareas domésticas ya no se hacían con la estricta regularidad y prolijidad de antes. Sin advertir las causas, Eudoro palpaba los efectos.
—Esto cambea... Yo no colijo por qué, pero cambea... Hay algo qu'stá rompido o qu'está por romperse...
Dominga se transformaba visiblemente. Su carácter se agriaba, su actividad decrecía; empezó por ser descuidada en el aseo de su persona y de su casa, y terminó por ser puerca.
Una tarde, al regresar del campo, Eudoro se dirigió, como de costumbre, a la cocina, y se extrañó de no encontrar allí a su mujer. Sobre la parrilla, en el fogón semiapagado, había un costillar de oveja, frío y casi carbonizado, constató que la pava, asado y fogón habían sido abandonados de largas horas atrás.. Inquieto Maciel penetró en el rancho y encontró a su esposa, tirada, boca arriba, en el suelo, junto al lecho, las ropas en completo desorden. Creyéndola muerta se abalanzó sobre ella, e hincando una rodilla en tierra, le pasó la mano por la espalda y le enderezó el busto.
Ella entreabrió los ojos, de un brillo vidrioso y con voz estropajosa tartamudeó:
—No... Déjame aura... puede cair Eudoro...
Eudoro sintióse profundamente afectado. La herida apenas rozaba el corazón: sus sentimientos afectivos y su concepto del honor eran, como hemos dicho, más que rudimentarios.
No. La pena nacía del inesperado fracaso del criterio y del sistema que le habían asegurado el éxito en todas sus empresas: la reflexión madura, la proscripción del entusiasmo, la constante subordinación de lo bello o lo útil.
No se indignó. No perdió el tiempo en reproches o violencias que sabía infructuosas como sembrar sobre el agua del arroyo. Se contrajo a establecer una severa vigilancia para impedir la introducción clandestina de bebidas alcohólicas.
Pero sus desvelos tuvieron poco éxito. Es sabido que habiendo babidas y habiendo borrachos, ninguna policía—ni aún la miseria—logran impedir que una y otras se pogan en contacto...
Y el convencimiento de su derrota al final de una larga campaña triunfadora, abatió su orgullo y mermó sus bríos.
Cosa de veinte meses después del desgraciado acontecimiento, no era ya ni sombra de aquella macha energía que le permitió ir ascendiendo, paso a paso, firmemente, sólidamente, durante treinta años consecutivos. Vencido, él también se dio a beber y entregarse a la inercia.
Y aconteció que una tarde fué a visitarlo Fermín Pérez, su ahijado, primogénito de su mejor amigo Pedro Pérez.
—Vengo a pedirle un consejo, padrino—expresó el mozo.
—Habla. Si es pa comprar un caballo, elegir un toro, apartar una novillada, cortar una punta de ovejas, o carcular el valor de un campo, te puedo servir.
—No; padrino; no es pa nada deso... Es que... sabe... me quisiera casar...
—¿Y tenes novia?
—Tengo media docena en vista; pero una es asina, y la otra asina, y una me gusta p'un lao y la otra pu'el otro... y tata me dijo:—«Anda pedirle consejo a mi compadre Udoro, qu'es entendido, y él te va decir cuáles son las condiciones preferibles».
Se estremeció el viejo. Luego, con violencia:
—¿Qué condiciones?... ¡Una sola! Búscala que sea linda. Fea o linda, tuitas te han de hacer tragar juego y han de ser la mesma manea que no te deje salir de al lao de las casas... ¡Y las lindas, siquiera recrean la vista!...
