El Crimen del Viejo Pedro

Javier de Viana


Cuento


En el pago de Quebracho Chico había un viejo que cuando era muchacho todos lo nombraban simplemente «Pedro», y más tarde «Pedro Lezama», y después «el viejo Lezama» y al último, «el Viejo» nada más.

En el pago de Quebracho Chico había, naturalmente, muchos viejos; pero cuando se nombraba «el viejo», así, a secas, todo Dios sabía que era refiriéndose al viejo Pedro Lezama.

Nadie sabía a ciencia fija su edad; pero echando cálculos, a ojo de buen cubero, coincidían los comarcanos que por lo menos un rodeo de vacunos y dos o tres majadas habían pasado por sus tripas, y que con las cuerdas de tabaco negro que había pitado, se podía hacer un lazo largo como para enlazar las siete cabrillas del cielo.

Era muy viejo; muy viejo, pero lo extraordinario era que parecía haber nacido viejo o no haber envejecido, porque a través de los años y las generaciones que lo contemplaban, era una cosa siempre igual, como el sol, como la luna, como el río, como la loma, como el bajo, como las piedras del cerrillo que enorgullece el pago.

Las depresaciones que el tiempo operaba en su físico, no se advertían, a fuerza de perdurar invariable su espíritu, su pensar, su ser expresivo.

De chico fué un infeliz, sumiso, inofensivo, siempre dispuesto a hacerse a un lado para dar paso a otro, u otros que venían de atrás empujando y que lo dejaban atrás por la simple audacia del empujón. Si alguno le pisaba la cola a un perro, casi siempre él estaba al lado y el perro lo mordía a él y con frecuencia recibía, sobre la mordedura, un rebencazo del capataz o del patrón o de un peón cualquiera, por haberle pisado la cola al perro.

Y en su mocedad y en su edad madura y en su vejez, siguió siempre pisándole la cola al perro y siempre con las mismas consecuencias desagradables.

Conociéndosele como se le conocía a Pedro Lezama, al viejo Lezama, al Viejo, nadie en el pago hubiera podido admitir que fuera capaz de una rebelión, de un acto de energía impositiva.

Y, sin embargo, la tuvo el día que asesinó a su patrón.

¿Asesinó?... Yo digo simplemente, mató. Asesinar y matar no son sinónimos muchas veces, y me parece que en este caso menos que en otro ninguno.

Es cierto que cuando el comisario fué y preguntó:

—¿Quién jué el autor del'hecho?—él dijo tranquilamente.

—Juí yo.

Y cuando la autoridad interrogó otra vez, indagando:

—¿Las veintiuna puñaladas que tiene el dijunto, se las hizo usté?—él respondió con una franqueza que hubiera parecido cínica:

—Yo mesmo; las veintiuna, si son veintiuna; pero que nos la conté al encajárselas.

Instruido el sumario, lo enviaron a la cárcel, se inició el proceso, el fiscal pidió la última pena y el defensor—un defensor de oficio—no encontró otro argumento en favor de su cliente que alegar el reblandecimiento cerebral, un caso de locura senil.

El Viejo se hizo explicar el valor de aquellos términos para él incomprensibles, y luego dijo:

—Oiga, señor juez. Pa mí, que me afusilen o me larguen lo mesmo me da; y aun prefiero lo primero, porque el güey viejo más agradece lo manden a la tablada y no que lo uñan cuando ya no tiene juerzas ni pa levantar las guampas, ni pa salvar las pesuñas del pedregullo qu'encuentra en la reta del zurco... Pero antes es necesario que diga por qué he matao un cristiano, yo que nunca he sabido matar un pájaro...

Y contó su caso, con frase clara y concisa, con voz serena, más como quien relata un hecho ajeno que como quien hace su propia defensa.

La causa inocente de su desgracia había sido el chiquitín Domingo, «Barba'e choclo», como lo llamaban todos;

El chiquilín era huérfano; uno da esos seres que nacen huérfanos, como los tordos. Se crió en la estancia, compartiendo la áspera caridad de los amos con los corderos guachos y los cachorros que penas viciosas abandonaban, sin detestar a la inclemencia del desamparado.

Barba'e choclo era endeble, pobre de músculos y de sangre. Tenía, eso sí, una linda cabeza copiosamente poblada de ensortijados cabellos de un rubio rojizo, y la tez blanca y pálida y los ojos azules y tristes.

Su espíritu parecía siempre ausente, y cuando le hablaban necesitaba dejar pasar varios minutos antes de darse cuenta de lo que le decían. Su pereza mental y física le acarreaba a diario, de parte de la patrona, sus hijas, las peonas y todas las mujeres de la estancia, brutales tirones de las mechas; y de parte del patrón, del capataz, de los peones y hasta de los muchos muchachos de la estancia, rebencazos, patadas y sopapos.

Hacía tiempo que el viejo observaba esas iniquidades, indignándose por dentro, sin atreverse a protestar.

—Ansina jué conmigo,—pensaba;—dende chiquito me sobaron de tal laya, que me dejaron hecho una guasca a penas güeña pa maniar lecheras!...

Y una tarde que el patrón se levantó de la siesta malhumorado, se fué al palenque, donde tenía atado un rosillo redomón y se dispuso a rasquetearlo y cepillarlo.

Quiso la mala suerte que «Barba'e choclo» se encontrase allí. El patrón desató el cabestro y se lo entregó, mientras él operaba el aseo del pingo. Éste, nervioso y arisco, se revolvía impaciente y concluyó por pegar una sentada, que arrancó el cabestro de las débiles manos del chico, y disparó campo afuera.

El estanciero quedó un momento indeciso; y luego, temblando de cólera, asestó con la rasqueta de hierro un golpe feroz en la cara del chico, quien con los dientes rotos y la cara bañada en sangre, se desplomó quejándose angustiosamente»

—Y jué entonces—terminó el Viejo—que yo no pude contenerme más. Saqué el cuchillo y se lo sumí al patrón una vez, cinco veces, diez veces, veinte veces, y si no le di más puñaladas es porque no había más sitio en el cuero.

Y epilogó, sereno, satisfecho de su obra.

—Jué ansina que pasó. Yo no m'esplico cómo tuve coraje p'hacerlo, pero lo hice. Y pa l'única vez que supe ser hombre en tuita mi vida, que no me vengan a decir que lo hice porqu'estaba loco!...


Publicado el 16 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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