Era día de hierra y el sol derramaba luz aquella mañana hasta enceguecer las cachillas.
En el gran corral de palo-a-pique, en medio de nubes de polvo, giraban inquietos los novillos de pezuña nerviosa y de mirada de fuego, rabiosos con el encierro.
Afuera, los pialadores escalonados en dos filas formando calle, esperaban, firmes sobre los garrones de acero, el lazo pronto, la vista alerta.
A un lado de la puerta, el inmenso fogón lanzaba llamaradas.
De pronto, el enlazador salía arrastrando un novillo, que al pisar la playa, enloquecido por el griterío del gauchaje, bajaba el testuz y emprendía la fuga. Diez, doce armadas silbaban en el aire, y la gran bestia, dando un bramido, se desplomaba ruidosamente. Un segundo despúes, los hombres estaban encima, lo liaban, lo oprimían...
—¡Marca! —gritaba uno.
Y desde el fogón, corriendo, el marcador acudía. El hierro, hecho ascua, hacía chirriar la piel, levantando una nubecilla de humo blanco y hediondo. Luego, mientras el animal, sangrante; dolorido y humillado, libre de los lazos, huía campo afuera, los gauchos, riendo y dicharachando, se acercaban al fogón en busca del trago, premio del pial.
En medio de la general alegría encendida en el alma de los gauchos por aquella ruda y arriesgada faena que formaba su diversión favorita, Mauro Núñez era la sola nota discordante. Alto, recio, algo cargado de espaldas, tenía una enorme cabeza boscosa, y de la cara, el único rasgo visible era la formidable nariz, que emergiendo de entre la frondosidad capilar, parecía una peña amarillenta en medio de un matorral de molles negros y enmarañados.
Mientras los otros hablaban, él gruñía; y cuando se reían los otros, él bramaba.
—¡Marcá! —gritábanle con apremio.
Y Mauro respondía furioso:
—¡Ya va, canejo! ¡No soy fierrocarril!...
Y a la vuelta, siempre rezongando, abríase paso a empujones y daba un puntapié a un perro y un coscorrón a un chico, con cualquier pretexto.
—¡Manga’e haraganes!.. ¿No pueden ladiarse pa dar paso a la gente?...
—¡Delen lao al rai! —solía replicar algún paisanito burlón— y Mauro, sin volver la cabeza, lo rajaba de un juramento en que iban enrabadas todas las malas palabras del vocabulario campesino.
Siempre había sido asi el viejo Nuñez; irascicible, duro, mal hablado, agrio como membrillo verde. Por eso le llamaban «el hombre malo», que imponía respeto con su cabeza de león, grande y clinuda, con su hosca faz cubierta de pelos, con los pequeños ojos de mirada torva, con su voz bronca y con la larga daga que llevaba siempre cruzada en la cintura.
¿De dónde había salido?... Nadie lo sabia.
«Del infierno» quizá; de alguna cueva de puma, «tal vez». Nadie conocía su vida, pero todos daban por sentado que era un bandido de siniestra historia... Un hombre muy malo, sin afectos, sin sentimientos, un alma seca, un corazón hecho piedra...
Y él rezongaba a todos sin dirigirse a nadie.
De pronto, una tremenda gritería resuena en la playa. Un toro de cuatro años, grande y cerril recién mutilado, se ha puesto de pié, ha escarbado furiosamente el suelo y ha embestido, ciego de dolor y de ira. Los gauchos, tomados de sorpresa, corrieron despavoridos. En cuatro brincos la bestia estuvo a pocos pasos del fogón. Mauro tuvo todavía tiempo de salvarse, encaramándose a las tapias del corral... Pero al volver la cabeza, vió á su lado a un chico, un chico de seis años, que con la pava en una mano y la calabaza en la otra, estaba lívido, inmovilizado por el terror... El hombre malo no titubea un segundo, agarra el niño y lo levanta sobre su cabeza, ofreciendo su propio pecho a las astas del toro.
Oyóse un grito de horror salido de veinte bocas a un mismo tiempo; los rojos tizones del fogón vuelan en todas direcciones, una nube de humo y polvo borra momentáneamente la escena, y cuando el toro es arrastrado de ella, con dos lazos en las astas, las gentes, atónitas, presencian el cuadro.
Junto al fogón deshecho, el chico está de pie, muy pálido, pero ileso. A su lado, en e! suelo, tendido a lo largo, inmóvil, está Mauro, el hombre malo de la historia siniestra; la cabeza reposa sobre las cenizas y del robusto pecho, abierto por una cornada feroz, salen las visceras, sangrientas y destrozadas.