Era un muchacho enclenque, las piernas increíblemente flacas, arqueado el torso, hundido el pecho, demacrado y pálido el rostro, donde los grandes ojos obscuros estaban inmovilizados en eterna expresión de espanto.
Tenia quince años; se llamaba Cosme, pero sólo le llamaban El idiota.
Vivía El idiota con un viejo puestero sin familia, cuyo rancho dormitaba a dos cuadras del Arroyo Malo. En el arroyo pasaba el chico casi todo el día, todos los días, pescando que era cuanto sabía hacer. Algunos suponíanlo al viejo don Pancho abuelo del idiota: pero eso no era cierto. Si lo tenía consigo, era obedeciendo a órdenes del patrón, quien le había cedido el rancho de la finada Jesusa, encargándolo al mismo tiempo del cuidado del huérfano, que contaba ocho años en la época de la desgracia.
Refiriendo ésta, volaban muchas narraciones distintas, bordadas todas ellas con comentarios absurdos. La verdad parece ser así:
El patrón don Estanislao era ya maduro cuando se casó con la viuda doña Paula, la mujer más mala que haya nacido en el pago del Arroyo Malo, desde el tiempo de españoles hasta ahora. Sus celos lo tenían medio loco a don Estanislao, que era hombre bueno, aún cuando la cara enorme, la cabeza cerduda, la nariz chata, los ojos saltones y los rígidos bigotes le dieron un cierto aspecto feroz de lobo fluvial.
Los celos de doña Paula se enredaban en todo bicho que gastase polleras, fuese joven, fuese viejo, rubio, pardo o negro. Ni la lógica, ni las posibilidades, ni la verosimilitud intervenían para nada en sus agravios. Don Estanislao estaba ya a punto de enllenarse, cuando su consorte descubrió las relaciones que en un tiempo tuvo con Jesusa, la puestera del Arroyo Malo... ¡Ardió el campo!...
Al fin de dos meses de vida envenenada, Estanislao se dijo una mañana:
—¡Este animal no me va a dejar ni cebo en las tripas !... Hay que buscarle remedio.
Y montando a caballo, salió al campo, castigando a su zaino, mientras su mujer le gritaba, desgañitándose:
—¡Andá buscarla, asqueroso!, ¡andá buscarla, andá!...
No oyó más.
Como hacía calor y él estaba con rabia, se dirigió al arroyo para darse un baño. Aquí encaja decir que el nombre de Malo, con el cual se designa aquel curso de agua, no es fruto de la hipérbole criolla. Hállase constituido por una serie de lagunas —no anchas pero profundas y sucias,— separadas entre sí por trozos de estero, terror del que tiene que atravesarlos.
Don Estanislao, pues, amontonó unos camalotes junto a la orilla del agua, entre los sarandies, y se sentó, desnudo, «para secar el sudor». Una voz de criatura le hizo levantar la vísta y observar la otra margen. Allí, en una abra pequeña, estaba Jesusa lavando; al lado suyo, brincaba el chico. Aquella visión le hizo perder la cabeza; su cabeza de bruto, que se incendió de odios contra la pobre mujer, causa inocente de sus mayores fastidios conyugales. Todo el furor impotente en que le había arrojado su consorte, derivó en un instante hacia Jesusa, la humilde amiga de lejanos tiempos. El vértigo le obscureció la vista, y ya completamente loco se deslizó en el agua y arrancando un gran manojo de camalotes detrás de los cuales se ocultaba, se puso a nadar hacia el lavadero.
La mujer seguía su tarea, pero el chico se quedó mirando aquella isla de hierbas que avanzaba rápidamente hacia ellos. De pronto, el chico dió un grito de espanto.
—¡Mama!... ¡el lobo!... ¡el lobo!...
Los camalotes se habían detenido junto al lavadero y de entre las grandes hojas verdes emergía una cabeza siniestra, con sus ojos redondos y saltones, su nariz aplastada y sus largos bigotes de cerdas rígidas.
—¡El lobo!... ¡el lobo!...
No pudo decir más. La fiera se avalanzó sobre Jesusa, que se había inclinado para observar, —la cogió del cuello y la arrastró al fondo de la laguna en rápida zambullida.
El muchacho echó a correr gritando con espanto:
—¡El lobo!... ¡el lobo!...
***
Dos días después se encontró a Jesusa flotando en la laguna.
Cosme, completamente idiota, fué recogido por el patrón y entregado a la
solicitud de un viejo puestero sin familia.
***
Allí, cerca del agua, creció El idiota, enclenque, enfermizo,
encorvado, pálido, los grandes ojos obscuros inmovilizados en eterna
expresión de espanto.
En un atardecer de invierno, rondaba por la ribera, cuando oyó pedido de auxilio partiendo del próximo paso en el estero. Atraído por los gritos, pero sin prisa, fué andando hacia allá, y al echar la mirada al bañado, dio un brinco atrás, exclamando despavorido:
—¡El lobo!... ¡el lobo!...
Era él, en efecto; era don Estanislao, cuyo caballo, hundiéndose en la ciénaga, había cedido, aplastándole. A cada pataleo, a cada esfuerzo del animal para enderezarse, el barrizal lo tragaba un poco más. Del ganadero quedaba afuera solamente la cabeza, la horrible cabeza de lobo, cuyos ojos redondos, saltones, rojos, se fijaban con desesperación en el chico y cuyos labios, coronados por inmensos mostachos cerdudos, se agitaban gritando:
—¡Avisá en el puesto!... ¡avisá en el puesto!...
Pero Cosme, fijos en la horrible cabezota sus ojos sin luz, no se movía; de cuando en cuando, señalando con su dedo escuálido gritaba:
—¡El lobo!... ¡el lobo!...
La noche iba ilegando ya. El caballo había casi desaparecido entre el lodo y sólo se divisaba del grupo la cabeza espantosa del ganadero, haciendo desesperados esfuerzos por mantenerse a flote. La voz ronca y sin eco, seguía aullando:
—¡Avisá en el puesto!... ¡avisá en el puesto!...
De pronto la voz cesó, la cabeza desapareció bajo el barro. Entonces, Cosme, El idiota, echó a correr, rumbo al puesto, gritando con creciente espanto:
—¡El lobo!... ¡el lobo!...