El Más Fuerte

Javier de Viana


Cuento


A las dos de la tarde, soportando con estoicismo el quemante sol de noviembre, don Evaristo Villar avanzaba animosamente en el aporcado de su gran tablón de papas.

No descansaba en el manejo de la azada, sino, de rato en rato, para beber el mate que le traía su hija Luz.

En uno de sus «viajes», la niña, compadecida, viendo a su viejo padre bañado en sudor, rogó:

—¿Por qué no deja un rato, tata, y espera que baje un poco el sol?

—Porque no se puede, hija mía;—respondió con bondad cariñosa el anciano;—si no me apresuro en el trabajo, corro el riesgo de perder la cosecha... ¡Y nosotros ya no podemos exponernos a perder nada!...

Don Evaristo era un hombre de más de sesenta años. Era pequeño, flaco, pero huesudo, con una amplia caja torácica. De color cetrino, de nariz aguileña, de ojos obscuros, de pómulos salientes, de mentón ancho, grueso y prolongado, su rostro expresaba una mezcla, poco común, de bondad y de energía.

No había aún cumplido diez años cuando abandonó su asoleada tierra de Castilla para venir a América con la eterna ensoñación del vellocino de oro.

Empezó su carrera como dependiente ínfimo en un ínfimo boliche de campaña. Enérgico, sobrio fué ascendiendo y prosperando, de etapa en etapa, crecía. Llegó a ser dueño de un almacén importante y del campito en que estaba ubicado.

Se casó, ya en edad madura, y tuvo una hija, Luz que resultó tan buena y cariñosa como doña Emilia, su madre, y don Evaristo vivía contentísimo, feliz cuando un hombre puedo serlo.

Pero ocurrió que un año desastroso para la ganadería y la agricultura, echó abajo, de golpe, como un soplido de huracán, todos los esfuerzos acumulados por aquel honesto luchador.

Frente al derrumbe, su voluntad y su hombría de bien, no flaquearon un momento. Renunciando a expedientes que le propusieron profesionales de la chicana y de la embrolla, pagó integramente a sus acreedores.

Quedóle como saldo una pequeña chacra, y en ella se refugió con su familia poniéndose a cultivar la tierra con la misma fe, con la misma perseverancia, con la misma honradez que había empleado en edificar su fortuna.

—Hay dos cosas que uno no debe perder nunca,—decía;—la honestidad y el amor al trabajo. La primera nos asegura la tranquilidad moral, indispensable para que el trabajo sea fecundo y soportado con placer.

Y cuando don Evaristo estaba aporcando sus papas, cerca del alambrado que delimitaba el camino real, se aproximó un joven jinete, que saludando con respecto preguntó:

—¿No precisa usté un pión?

—¿Para qué?—interrogó a su vez el chacarero.

—Pa todo servicio... Ando sin trabajo... no sé robar ni pedir limosna...

Don Evaristo lo observó al forastero. Era él un lindo tipo de criollo, de fisonomía enérgica y noble.

—Yo necesitaría un peón—dijo—para el trabajo de la chacra; pero puedo pagar muy poco, no ha de convenirle.

—Por ahora cualquier cosa me conviene.

Pablo Páez entró desde ese día en la casa.

Fué un peón modelo. Poquito a poco don Evaristo llegó a conocer toda su historia. Procedía de una provincia lejana. Una vez, en una reunión, de pulpería, pelió y mató al guapo del pago. Después pelió y mató a otros, adquiriendo una fama de guapo que intimidó hasta las policías.


Luz era joven, era linda, era inocente...

Pablo Páez era joven, era fuerte, era un lindo mancebo.

Se amaron.


Una madrugada, muy de madrugada, Pablo estaba ensillando su caballo, cuando inesperadamente se le presentó don Evaristo.

—¿Dónde vas?—preguntó.

—A la pulpería...

—¡Mientes! Te vas a escondidas, como ladrón que eres!... Lo sé todo. Abusando de mi bondad, de mi confianza, de la hospitalidad amplia y generosa que te dí en mi casa, has seducido a mi pobre hija y ahora intentas huir cobardemente! ¡Pero te equivocas!... ¡Veo que no eres nada más que un gaucho asesino, explotador de mi buena fe, que creyendo tus mentiras te he amparado en mi casa!...

Irguióse el gaucho ante el insulto; desenvainó la daga, echó a un lado la balda del poncho dejando descubierto el mango del revólver y respondió con soberbia:

—¡A tuitos los que me han insultao los he convertido en dijuntos!...

Sin intimidarse, el viejo respondió levantando el puño:

—¡Vení a mí, canalla!... Porque calculo que además de asesino eres maula... ¡Atropellá!... Yo no tengo armas, con los puños me voy a defender!...

Pablo Páez, el mozo fornido y provisto de una daga y de un revólver, consideró a aquel viejo débil e inerme que lo provocaba con semejante arrogancia. Y él, que no había temblado nunca delante de ningún enemigo, tuvo miedo.

La daga se escapó de sus manos y con voz sumisa dijo:,

—¿Me deja casarme con Luz?...


Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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