El Muerto Recalcitrante

Javier de Viana


Cuento


Esto pasó a mi regreso a la Estancia nativa, de donde mis padres me sacaron muy niño para enelaustrarme en un internado porteño, y enviarme después a Europa para completar mi educación.

Cuando salí de la Estancia, era chico; pero había tomado mate, había andado a caballo en mi petizo rosillo y había aspirado el perfume del trébol y de los sarandises en flor. Si las márgenes del Nilo tienen el loto que encariña, nuestros mansos canalizos crían el camalote que aquerencia. Ni las aulas, ni los libros, ni las ciudades y los paisajes extraños consiguieron aminorar mi culto al terruño. Todo al contrario: el tiempo y las distancias inflaron y magnificaron las leves reminiscencias del niño.

En el transcurso de mi vida estudiantil, el gusanillo atávico empeñóse en roer los textos extranjeros en las líneas donde juzgaban despectivamente nuestra tierra, y páginas enteras de los libros escritos por argentinos para ser leídos por los extranjeros, ajándose en demostrar que ya ni rastro quedaba del criollismo ancestral.

Claro que yo nunca dí crédito a semejante patraña. Sin embargo, al descender del tren sufrí na primera dolorosa decepción. Esperaba que hubiera ido a recibirme el viejo capataz de larga melena y largas barbas canosas, que en tiempos lejanos me domó el petizo rosillo y me dió las primeras lecciones de equitación. Y confiaba tener por vehículo un pingo piafante, vistosamente enjaezado a la criolla.

Mas, en vez del viejo me recibió un paisanito de bigote rasurado y que llevaba “jockey” en lugar de chambergo, y en reemplazo de la bombacha y de la bota granadera, pantalón ajustado y polaina de “chauffeur”. No me ofertó, felizmente, un auto, pero sí el asiento en elegante “charrette”, muy Bois de Boulogne.

Oculté mi desagrado pensando que quizá mi padre me supusiera suficientemente “agringado” para preferir ese medio de locomoción más cómodo al más pintoresco, y para el caso adecuado, de un lindo flete, y esperé resarcirme una vez instalado en la Estancia.

Cuando el paisanito rasurado detuvo, al final de una alameda para mí desconocida, el tordillo pommelé y rabicorto, y me dijo, descendiendo del asiento:

—Hemos llegado, señor —supuse haber confundido el itinerario. Tenía delante de mí, en vez de la grande, sólida y sobria azotea custodiada por tres ombúes y cinco paraísos que conocí en mi niñez, un chalet suizo, de aspecto frágil y presuntuoso, rodeado de un jardín inglés, con sus canteros simétricos, con borduras semejantes a festones de batas femeninas y con arbolillos tan correcta, impecablemente tallados como la cabellera de un dandy recién salido de las manos de un fígaro de la calle Florida...

La alegría de estrechar entre mis brazos a mis ancianos padres me hizo olvidar pasajeramente el desencanto; y la granizada de preguntas con que me atolondraron ellos, y mis hermanas, no me dejaron tiempo para formular ninguna.

El cansancio de un largo viaje no me impidió levantarme al alba para correr presuroso en busca del “galpón”, con ansias de “cimarronear” con los peones, escuchar sus cuentos y festejar sus dichos, campechanamente instalado en la rueda del fogón...

El gran edificio de negras paredes de adobe y desconchado techo pajizo no existía ya. En el sitio que ocupara otrora, erguíase largo pabellón de blancos muros y azulada techumbre de zinc. Su aspecto interior era más de taller que de galpón gauchesco. A los lados veíanse maquinarias y útiles de labranza y en medio una larga mesa portátil, asentada sobre caballetes. A su alrededor estaban sentados los peones, que tomaban en silencio el café con leche del desayuno...

¿Y el trashoguero?... ¿Y la pava?... ¿Y la guitarra cantora?... ¿Y el chacotear bullicioso?... ¿Dónde estaban el mozo donjuaneseo y el viejo sentencioso?... Y la golilla, altanera como penacho gascón, y la daga, —más mimada que la novia—, que al salir, salía cortando, ¿dónde estaban?... ¿Y los “lazos”? y las “boleadoras”, y las “sobeas” y los ““maneadores?” y los ganchos de aspas de ciervos para colgar los cuartos de novillo, y las lonjas de cuero de yegua para cortar los “tientos””, y las botas de potro y las férreas lloronas, ¿qué se hicieron?

Ese mismo día, terminado el almuerzo, díjele a mi padre:

—Todas mis ilusiones se han desvanecido. Me han cambiado mi tierra. Desaparecido el gaucho, el campo no me seduce: prefiero volver a Europa.

—Te equivocas, —respondió sonriendo mi padre—. El gaucho no ha desaparecido, pereciendo por incapacidad de adaptarse al nuevo medio creado por la evolución social. Esos hombres que ves ahí, vestidos a la europea y que no saben enlazar, ni pialar, ni domar potros, ni jugar a la taba, ni manejar la lanza, son tan gauchos —és decir, tan argentinos—, como los gauchos de antaño. Tienen el mismo patriotismo, el mismo espíritu de abnegación, el mismo amor al trabajo y la misma inteligencia, condiciones que les han permitido evolucionar con una celeridad de que no hay ejemplo en ninguna otra raza.

“Literatos ignorantes crearon un tipo absurdo y caricaturesco, que sirvió a “pensadores” —no menos ignaros, pero más pedantes—, para pronunciar un severo responso junto a la fosa del gaucho muerto.

“Felizmente la fosa sólo encierra un muñeco, mientras el gaucho, cada vez más lozano, lucha esforzadamente, ahora como antes, por el engrandecimiento de la patria.

“Han cambiado las exterioridades, pero el alma no. Y como el alma es grande, buena y noble, deleitémonos de su supervivencia, y hagamos votos por que nunca muera.”


Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.
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