El Negrito de Melitón

Javier de Viana


Cuento


Era en el Paraguay, en la época trágica de las revoluciones y los motines cuarteleros que tuvieron sometido al noble país hermano a continuos sobresaltos y a perpetuas torturas.

Gobernaba a la sazón, con poderes discrecionales, el famoso coronel Fortunato Jara, encaramado al poder por un audaz golpe de mano y convertido en dictador. Dictador de la peor especie, por cuanto no lo guiaba otro móvil que la satisfacción de los apetitos de su desenfrenado libertinaje.

La soldadesca, alentada por el ejemplo de los superiores y segura de la impunidad, cometía todo género de violencias y de atentados contra la propiedad y las personas.

Los milicos vivían más en las tabernas y la ranchería del suburbio que en los cuarteles.

Ebrios la mayor parte del día, recorrían las calles de la ciudad, gritando, cantando, promoviendo escándalos.

No había peligro de reprimendas ni castigos: los oficiales, por su parte, cuando no junto con ellos, cometían idénticos excesos, explicables,—ya que de ningún modo disculpables,—por el estado de completa anarquía y el relajamiento de la disciplina, fomentados en primer término por el jefe supremo con su conducta sin precedentes.

Tan lejos estaba a su ánimo el deseo de tomar medidas moralizadoras de severa represión, que era el primero en reir y festejar las «travesuras» de sus subalternos.

—¡Los muchachos también tienen derecho a divertirse!...—decía riendo.

—Y nada no pueden icir los otros,—conformaba algún adulador.

De fijo que nada podían decir «los otros»; pero no por faltarles derecho para la protesta, sino porque, bajo el régimen del terror, la más elemental prudencia aconsejaba mascar en silencio el amargo del agravio, ahorrando reclamaciones, cuyas consecuencias inevitables serían acentuar la persecución de parte de los forajidos.

Los mayores delitos pasaban inadvertidos por la justicia; y eso que los hubo de la magnitud del que va a leerse.

Melitón Manzanares era un chino correntino, petizo, grueso, fornido y de ancha cara cobriza y barbilampiña.

No hacía mucho que había caído a la Asunción, cuyas continuas revueltas ofrecían campo propicio a los tipos de su calaña, y también, probablemente por andar en malas relaciones con las autoridades de su país.

El solía decir, con una sonrisa que ponía de manifiesto su formidable dentadura de yacaré:

—Las autoridades de Caacatí estaban tan encamotadas conmigo que iá mi tinían empalagao... Siempre andaba detrás mío algún sargento con recao del comisario pa que juese a yerbiar con él, y de puro fastidiao, alcé el vuelo pa estos pagos...

—Usté es mesmito que ió,—dijo un compinche;—nada no apetesco la amistá de los polecías.

Melitón, que había sentado plaza en las milicias irregulares, conjuntamente con otros forajidos de igual ralea, encontrábase allí como pescado en el agua.

Farras, chupandinas, jugarretas y amplia libertad de acción en la holgazanería cuartelera, constituían el ideal de un sujeto de su clase y de sus hábitos.

Sus camaradas lo tenían en gran estima por su constante buen humor, su parla dicharachera, su audacia y su absoluta carencia de escrúpulos.

Admirando esta cualidad, dijo una vez entusiasmado un compinche:

—Amigo Melitón, estómago igualito a ñandú: ¡hasta vidrios digiere!...

Sin embargo hubo un momento en que empezó a ponerse meditativo y silencioso.

Interrogado por las causas de aquel cambio de carácter, dijo:

—La verdá, estoy triste porque ha venido un antojo.

—Y vaia diciendo.

—Velay: mi han contao que en este país no hay diversión más linda qu'el velorio de un negrito.

—No lo engañaron, no. ¡Si arman unos candombes que duran días y qu'es un viva la patria!

—Lo malo es que va p'al año que moro aquí y entuavía no ha muerto ningún negrito.

—Van quedando pocos.

Melitón meditó unos segundos, y luego propuso:

—¿Por qué no matamo uno?

—¡No sea bárbaro, compañero! Matar un cristiano p'al puro gusto 'e divertirse, es mucha herejía.

—¿Y quien ha dicho que los negros son cristianos?... ¿No saben que tienen el mate muy duro y el agua bendita nunca les dentra a los sesos?...

Melitón siguió preocupado con la idea de aquella farra original y magna.

Una vez, a eso de media noche, regresaba al cuartel, dando bordadas, apoyándose con frecuencia en los muros de las casas para no dar de bruces sobre la acera y recuperar un tanto el equilibrio y la fuerza de sus piernas ablandadas y descoyuntadas por el alcohol.

En uno de esos ziszaes fué a dar contra un portal, a cuyo pié vió un bulto obscuro. Tocólo con la punta del pié y notando blandura de carnes, agachóse, con muchas precauciones y grandes esfuerzos, hasta poder palparlo. Zamarreado con violencia, un quejido lastimoso escapó del bulto obscuro, y el soldado descubrió, envuelto en unos harapos, un negrito de cinco o seis años de edad.

—¿Qué hacés aquí?—preguntó ásperamente.

Y el negrito, asustado, respondió gimoteando:

—Me peldí...

—¿Dónde está tu casa?

—No sé, me peldí...

—¿Quiénes son tus padres?...

—Padres no tengo... Amita me mandó llamar el médico para amito enfermo... y me peldí... ¡ay!... ¡ay!... ¡ay!... ¡ay!

Una idea infernal cruzó por la mente del bandido.

—Io le via ievar,—dijo; y cogiendo al chico de ambos pies, lo revoloteó y le destrozó la cabeza contra un poste de piedra que había junto al portal.

El negrito lanzó un grito horrible, uno solo y enmudeció para siempre...

El criminal ocultó el cuerpo de la víctima bajo el poncho patrio y, dando traspiés, llegó al cuartel. Al penetrar en el cuerpo de guardia, donde los soldados ebrios jugaban al naipe, el oficial, más ebrio aún que sus subalternos, lo interrogó alegremente:

—¿Qué tráis debajo' el poncho?... ¿Chivito o borrego?

Rió Melitón y dijo:

—Borrego... Un borrego negro...

Y tirando en medio de la pieza el ensangrentado cadáver, agregó con feroz impudicia:

—Ya tenemos p'al candombe: yo pongo el difunto; pongan ustedes las velas y la caña...


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 3 veces.