Los salones del chalet parecían incendiados con la multitud de ampollas eléctricas. La luz, saliendo en ráfagas por las ventanas, bañaba con su claridad la campaña dormida, asustando a los pájaros que descansaban en sus humildes casitas de pajas y briznas.
Matías, en el colmo del desgano, se había dejado caer sobre un sofá turco en la salita semi a obscuras, y semi dormía y semi soñaba, contemplando a través de los cristales del ventanal, la llanura que iba paulatinamente emblanqueciendo con la helada.
Los sones de la orquesta que desde el inmediato salón de baile llegaban hasta él, antojábansele ayes quejumbrosos de sus esperanzas maloeradas, de sus ideales abandonados en un instante de abominable cobardía.
—¡Cuánta miseria en medio de tanto lujo! ¡Cuánta tristeza disimulada con la alegría artificial de las luces, de las músicas y de las risas!
Todo falso, todo farsa, Todo falso, todo farsa, desde el ambiente cálido, mientras afuera la naturaleza temblaba de frío, hasta las flores erguidas sobre peciolos de acero, desde el sentimiento de un violín mercenario, hasta los rostros maquillados de las damas y las amables sonrisas de los hombres.
Todo mentira, todo falso, todo farsaico: las armonías y los perfumes y los colores y las sonrisas...
Anonadado, Matías empezó a inventariar su existencia.
Recordó su juventud penosa, pero alegre; los años de bohemia, de penurias alegremente soportadas en la estrecha comunidad de amigos unidos por múltiples lazos.
Después, la dispersión. De los miembros de la pequeña tribu, éste se alcanzó su título de médico, el otro el de abogado, aquel de ingeniero, otro se incrustó en la burocracia, alguno ascendió en el rápido aeroplano de la política, y más de uno resolvió el problema de la vida con un matrimonio ventajoso.
Llegó a quedar solo, con sus ensueños improductivos, con sus ideales estériles,
Periodista, literato, quimérico desposado de la gloria, que se muere de miseria en soñaciones de opulencias, alma de príncipe eternamente vestida con la librea del lacayo, Ruy Blas que sólo en sueños habita palacios, saborea manjares y besa labios de reinas...
Todo: los amigos, los íntimos, los camaradashabían resuelto el problema de la existencia. Todos triunfaban, en tanto él, quizá el más inteligente, el más apto, permanecía anclado en la ribera de aguas infectas, dejando invadir su alma por las algas y los moluscos parasitarios, como se invaden los flancos de los viejos navíos abandonados en la quietud del puerto.
Todo era hostil a su triunfo: su cándida confianza en la supremacía cerebral; su altivez de hombre desprovisto de prejuicios sociales; la honestidad espiritual que le hacía despreciar el trato provechoso de nulidades influyentes... hasta su cariño a la mujercita que compartía con él las penas de la vida en la pieza misérrima donde los besos de amor morían sin ruido en la pesada atmósfera de infinito cansancio físico y mental, donde las más ardientes inspiraciones pasionales se helaban en el bostezo arrastrado por la fatiga...
Matías, que vendía al menudeo los productos de su ingenio, tuvo al fin su noche triunfal con su drama “Jugo de espina”. Fué una ovación delirante. El bordereau resultó espléndido; dos mil ochocientos pesos para la empresa y... treinta pesos para él, el autor de la obra ovacionada. El salió radioso, sin embargo. La paga no pesaba gran cosa en su bolsillo, un bolsillo habituado a los míqueles y para el cual tres billetes de diez constituía una iluminación de día de fiesta; pero los aplausos se aquilataban en su espíritu dándole brillazones de tesoro oriental. ¡La gloria!...
Pocos días después, el doctor Saavedra, uno de sus antiguos camaradas, fué a verlo. Lo felicitó por su triunfo, le echó en cara su inhabilidad para sacar provecho de su talento y terminó expresando el objeto de su visita.
—Elvira, mi cuñadita, vió tu pieza, se entusiasmó contigo y me pidió que te presentase... Te conviene... Vos sabés qué clase de gente son los Pelagatti.
Matías no ignoraba quiénes eran los Pelagatti, aventureros obscuros enriquecidos, no en trabajo honesto, sino en especulaciones de una honestidad suficiente para no caer bajo la sanción del código penal, y conocía a su amigo, abogadillo sin talento, que había vendido su título universitario por una hijuela, del mismo modo que los aristócratas europeos compran sus títulos nobiliarios por los millones de las hijas de chancheros yanquis.
Fué a la casa. Se dejó tentar. Ella, muchacha coqueta y mimosa, quiso darse el lujo de comprar un marido que medio Buenos Aires aplaudía estrepitosamente. Adquirir un autor célebre es más difícil que adquirir un collar de brillantes, porque los talentos, aunque valgan menos, abundan menos que los brillantes,
Él tuvo sus momentos de indecisión.
—La cárcel, por grande que sea, siempre es más chica que la pieza estrecha donde se vive en libertad —pensaba.
Pero su alma acobardada y degradada por los infortunios, cedió. Elvira, la hija del riquísimo aventurero ignaro, le dió la satisfacción de encerrar en su alhajero, junto con las diademas de brillantes, las pulseras encajadas de rubíes, los collares constelados de perlas, los anillos de esmeraldas, las carabanas de zafiros, —la joya preciada de un autor célebre.
Él cometió la cobardía de abandonar su mujercita obrera y la chiquilla, fruto de sus amores atormentados.
Repentinamente pasó de la miseria a la opulencia; de las necesidades y los apremios angustiosos a todas las satisfacciones físicas. Sus suegros y su esposa lo alimentaban con la coquetería con que su cuida un perro fino, destinado a ser vanidosamente exhibido a las relaciones.
No sin justicia sabía decir en sus momentos de supremo descorazonamiento:
—¡Qué vida de perro!
Sí; de perro; de perro faldero, obligado a lamer la mano que desearía morder; obligado a vivir un medio completamente ajeno al suyo, entre mujeres que sólo hablaban de chismes y frivolidades, entre hombres sólo preocupados de ventas de terneros y de bajas o subas de valores...
En la semi obscuridad de la salita, semi dormido, semi soñaba. Y sobre la llanura, totalmente blanca, vió avanzar un soberbio oso, que un gitanillo conducía con la cadena. De cuando en cuando, se detenían; y el majestuoso animal veíase obligado a bailar ridículamento, al son de un organillo, para diversión de los badulaques que lo rodeaban.
—¡Cuánto debe sufrir ese pobre oso clown! —pensaba.
Y en ese mismo instante se presentó en la puerta de la habitación su joven esposa, una rubia insignificante, ni fea, ni linda, impersonal, —una mujer de confección, como quien dice, Con gesto airado y con voz agriada increpó:
—¡¿Qué haces aquí?
—Ya lo ves, sueño.
—Dejate de pavadas!... Todos los invitados han notado tu ausencia y hacen comentarios de tu grosería.
—¡Elvira!...
—Sí, de tu grosería; de tu falta de don de gentes, de tacto social!...
Él sonrió buenamente, mansamente, y dijo con imperceptible ironía:
—No me riñas; estaba recibiendo lecciones... Estaba observando un colega mío, más viejo sin duda en el oficio...
Y poniéndose de pie, agregó:
—Vamos; tira de la cadena...
Matías echó una postrera mirada al campo emblanquecido por la helada. El oso, el gitanillo y el público de badulaques, habían desaparecido y otra visión substituía a aquélla: en un cuartito miserable, una pobre muchacha penaba sobre la máquina de coser, en tanto sobre su regazo apoyaba la cabeza dormida una chiquilla de cinco años.
Sacudió rabiosamente la cabeza para ahuyentar la espantosa visión y echó a andar diciendo:
—¡Vamos!... Es necesario bailar para pagar la comida... ¡Vamos!