Cuando en enero de 1904 la plaga devastadora de la guerra civil hizo de nuevo su aparición por el campito que Santiago Ibáñez poseía en las puntas del Guaviyú, en las faldas de la cuchilla del Hospital, ya iban barranca abajo los bienes del laborioso paisano.
Los años malos, la peste, la enfermedad que llevó el viejo padre y los médicos y las boticas que le llevaron varios centenares de libras esterlinas, destruyeron en poco tiempo la mitad de lo conquistado por tres generaciones de humildes trabajadores campesinos.
La guerra fué a darle el golpe de gracia. El ventarrón echó abajo los alambrados, destrozó la huerta, diezmó la reducida hacienda, arrió los pocos caballos, mató los bueyes aradores y arrastró consigo a Santiago Ibáñez, a Pedro, su hijo mayor, un adolescente y a los dos muchachos que le servían de peones.
Dejaron a su anciana madre y a su esposa y a su hijito Cleto, porque era muy chico y al Negro Macario, porque era muy viejo, y a la yegua overa porque de flaca, renga, y manca no andaba diez cuadras seguidas, al tranco y de tiro.
Cuando la gente armada se perdió en el horizonte, un silencio infinito pesó sobre el lugar y hasta parecía que el cielo, el luminoso cielo estival, se hubiese toldado de súbito.
—No lloren, patronas,—dijo el negro Macario acercándose al grupo desconsolado que habían formado junto al guardapatio, las dos mujeres y el pequeño Cleto, quien, intuitivamente, lloraba también.
—No lloren, patronas,—continuó Macario;— aunque el negro viejo está muy maceta, entuavía tiene juerzas en las tabas y en los pulsos pa cuidarlas a ustedes hasta quel patrón y el patronato peguen la güelta...
—¡Si vuelven!—gimió la esposa.
—Han de volver, con la ayuda e Dios—consoló la anciana.
—¡Ya lo creo que han de golver!—afirmó Macario;—por fiero que sea el temporal, no se puede tragar el sol que hace el güen tiempo!... Si habrá visto destas tormentas, en los años que tiene, el negro viejo.
—¡Si nos lo matan!
—¡Qué los van a matar!... ¡Déjese de mentar dijuntos, ña Liboria!... En las guerras de aura no se matan más que caballos y vacas... ¡Si juese en antes, en el tiempoe los entreveros a lanza!...
Sin embargo, pasaron los meses y el temporal, lejos de amenguar, arreciaba.
En los ranchos de Guaviyú no se volvieron a tener noticias de los ausentes. Es decir, las dos mujeres no volvieron a tener noticias; Macario debió haberlas tenido a juzgar por la tristeza que lo había invadido y que en vano se empeñaba en ocultar.
En tanto, la miseria iba invadiendo el campa y la casa, como invaden los yuyos y la sabandija a la tapera abandonada.
El negro viejo hacía esfuerzos prodigiosos para atender el sustento de la familia, para distraer a las patronas y... para inventar ardiles a fin de salvarle al pequeño Cleto su peticito picazo.
Sin embargo, una partida lo sorprendió cuando menos lo esperaba, Había ido al campo a carnear un capón y como la yegua overa apenas trotaba, la tarea fué difícil y ya obscurecía, cuando regresó a las casas.
Al llegar, un soldado de la partida tenía embozalado el petizo, sin hacer caso de las súplicas de las mujeres ni el llanto desesperado del chico, quien al ver el negro, exclamó esperanzado:
—¡Tío Macario, no me deje lleva mi petizo!...
El negro imploró:
—¿Pa qué van a llevar ese animalito que no les sirve pa nada y lo van a tener que dejar puay no más?
—Pa quedar, bien con alguna china del pago respondió, insensible, el jefe de la partida.
Tras un rato de indecisión y como arreciara el llanto de Cleto, el negro tuvo una inspiración:
—Vea, oficial,—dijo con voz trémula;—si me deja el petizo le doy en cambio una prenda...
—¿Una prenda?—preguntó el otro incrédulo observando la facha indigente del viejo:
—Una prenda de oro y plata.
—Vamos a ver.
Macario fué al cuarto; buscó en el fondo del baúl su tirador, su querido tirador de botonadura de plata y oro.
—Tome,—dijo con lágrimas en la voz.
El oficial lo observó con ojos de codicia.
—¿Ande lo robaste?—preguntó.
—¡No lo robé!... ¡Se lo gané al truco, hace vainte años al chileno Pintos, el jugador más menta o, a quien nunca naides le ganó al truco!—replicó orgulloso y airado el negro viejo.
El oficial asintió.
—Está bien; larga el petizo,—ordenó.
Se fué la partida. El chico, loco de alegría, se puso a abrazar y a besar la cabeza del petizo. Doña Liboria, anegada en llanto, abrazó y besó al negro viejo...
Pero, desde ese día el negro viejo empezó a declinar sensiblemente. Con el tirador, aquel tirador que era el orgullo de su vida miserable, le habían arrancado las últimas fuerzas que le quedaban en el cuerpo y en el alma.
Una semana después, lo encontraron en medio de su cuarto, muerto, rígido, la cabeza y las manos hundidas en el baúl, como si en el delirio final se esforzara en defender la preciosa reliquia de su gloria.