El Viaje del Perro

Javier de Viana


Cuento


Entre la estancia de La Quebrada y la pulpería del Árbol Solo, mediaba una distancia no menor de quince leguas, y, todavía, «de las que cacheteó el diablo», vale decir, de las que se estiran como acordeón.

Quince leguas ya no se pueden llamar un paseíto, y menos si han de hacerse en invierno, con los cañadones «hinchaos» y los esteros repletos; pero al olor de un baile, la mozada campera aventa la pereza y olvida obstáculos. Y la fiesta que ofrecía don Goyo, celebrando el casamiento de su hija Mariquita, prometía ser de las que valen «tarja».

En el atardecer de! sábado, Andrés, Dionisio y Sebastián habían atado a soga sus «reservas», no sin antes haberles «emparejado el tuso» y arreglado los vasos. Y en la madrugada del domingo, salieron dispuestos a trotear firme, a bien de alcanzar «los con cuero» del mediodía.

Vestían los trajes de diario. Entre cojinillos llevaban, bien doblados, el saco y el pantalón de parada; en las maletas, las demás prendas, sin olvidar el espejito, el frasco de «aceite de olor» y el de Agua Florida; a los tientos las botas charoladas: en la islita de sauces que había cerca de las casas se mudarían, previa toilette en la «cachimba».

Andrés y Dionisio, mocetones exuberantes de salud, iban acortando la jornada y neutralizando, las fatigas con pláticas chacotonas, enhebrando propósitos y tejiendo planes; pero Sebastián, el del alma de escarcha, trotaba apartado y en silencio, siempre metido dentro de sí.

Viejo no era Sebastián; aun no había redondeado las tres décadas. No era descuidado tampoco; más, su extremo desgano, dábale un desesperante aspecto de cosa usada. El cabello empezaba a encanecer prematuramente; la piel áspera de color basáltico, ensombrecida más aún por las cejas copiosas y el bigote recio, impedían lucir la belleza de los ojos inteligentes y buenos.

Y si el físico no era simpático, en nada podía remediar el defecto con galas de espíritu. No que fuese bruto ni tímido, pero si provisto de un fastidioso sentido crítico.

La mayor parte de las frases de los camaradas, sobre todo en conversación con mujeres, le parecían simplezas. No queriendo imitarlos y costándole gran trabajo escapar á la vulgaridad, callaba muchas veces; otras encontraba la idea cuando la oportunidad de exponerla había pasado, exponiéndose a que le tomaran por pedante o por tonto. De ahí que poco a poco se hubiera ido retrayendo de las tertulias o asistiendo a ellas en silencio.

Al principio sufrió, luego, poquito a poco, se fué acostumbrando a la indiferencia, a ser considerado cómo un objeto habitual cuya presencia ni extraña ni incomoda.

¿Por qué se había unido a Dionisio y Andrés en aquel viaje a la pulpería de don Goyo, siendo así que no habría de bailar, ni de galantear a ninguna moza ni de entretenerse allí lo mismo que en la estancia, igual que en todas partes?...

¡Pues!... por eso; porque era lo mismo y porque siendo lo mismo, faltábale la razón de singularizarse quedándose en casa.

Cuando poco antes de mediodía hicieron alto en la islita de sauces, cerca de la pulpería, él se aseó y mudó de ropa con tanta prolijidad y esmero como sus camaradas, a quienes, por otra pate, ya no llamaban la atención aquellos inútiles preparativos.

Llegados a las casas se separaron, Andrés y Dionisio, alegres, bulliciosos, se apresuraron a reunirse con sus amigos, en tanto Sebastián desensillaba tranquilamente, averiguaba sitio seguro para colocar su apero, e iba después en busca de lugar apropiado para atar a soga a su caballo.

Cuando regresó, ya estaba instalada la primera mesa. Sin impaciencia, mientras llegábale el turno fuese a un fogón donde había rueda de humildes y púsose a amarguear, respondiendo complacido a las preguntas sobre parejeros del pago, estado de la hacienda y otras cosas sin importancia.

Almorzó. Fué después a pararse en la puerta de la sala donde habia dado comienzo el baile al compás chillón de los acordeones. Allí permaneció una hora, callado, sin experimentar alegría ni fastidio, como un soldado de facción, ajeno a cuanto pasaba a su alrededor.

Más tarde estuvo en la cancha de taba y en la carpeta de truco, mirando —él no jugaba;— en la última, ocupada por cuatro viejos, se entretuvo cebándoles mate. Durante todo el día anduvo así, inadvertido, ajeno al bullicio, a las risas, a la diversión, a la alegría.

Después de cenar estuvo otra hora parado en la puerta de la sala, mirando bailar. Un estanciero viejo y jaranista se le acercó y golpeándole el hombro, díjole:

—¿Porqué no baila, amigo?

—No sé; miro nomás.

—¿Y pa eso hizo el viaje?

—Yo hago e! viaje de! perro —repondió tranquilamente Sebastián, y como el otro no entendiera, explicó:

—Sí, pues; ¿para qué vá el perro detrás de la carreta o del caballo del amo?... Anda leguas; donde el otro se para, él se acuesta; cuando el otro marcha, él sigue. ¿Haciendo qué?... Nada; al nudo... Nadie lo obliga a ir, no presta ningún servicio ni gana nada en la trastiada; no lo lleva obligación ni provecho... Va; va al santo cuete, no más... Yo soy asina; tuita la vida me lo paso haciendo «el viaje del perro».


Publicado el 10 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
Leído 3 veces.