En las Cuchillas

Javier de Viana


Cuento


Dedicado a Fructuoso del Puerto

La primera vez que le bolearon el caballo tuvo tiempo para tirarse al suelo, cortar las sogas y montar de salto; pingo manso, blando de boca y ligero para partir, el tordillo recuperó de un solo bote el corto tiempo perdido. El segundo tiro de bolas lo paró en el astil de la lanza, donde las tres marías se enroscaron á la manera de culebras que juegan en las cuchillas durante el sol de las siestas, y como el jinete viera que las piedras eran bien trabajadas—piedras charrúas, seguramente—, que el "retobo" era nuevo y en piel de lagarto y las sogas de cuero de potro, delgadas y fuertes, pasó rápidamente bajo los cojinillos la prenda apresada. Y siguió huyendo, con las piernas encogidas, sueltos los estribos que cencerreaban por debajo de la barriga del caballo, y el cuerpo echado hacia adelante, tan hacia adelante, que las barbas largas del hombre se mezclaban con las abundosas crines del bruto. Con la mano izquierda sujetaba las bridas, tomadas cerquita del freno, por la mitad de la segunda "yapa", tocando á veces las orejas del animal. En la mano derecha llevaba la lanza, cuyo regatón metálico iba arrastrando por el suelo y cuya banderola blanca, manchada de rojo, flotaba arriba, castigando el rejón, sacudida por el viento. De la muñeca de la misma mano iba pendiente por la manija de cuero sobado un rebenque corto, grueso, trenzado, con grande argolla de plata y ancha "sotera" dura.

Alentado por los repetidos ¡hop!... ¡hop!... del jinete, el tordillo se estiraba—"clavaba la uña"—con sordo golpear de cascos sobre la cuchilla alta, dura, seca, quemada, lisa como un arenal y larga como el río Negro: todo igual, lo andado y lo por andar.

El hombre no cedía, sin embargo; no disminuía en nada la celeridad de la carrera: parecía una desesperación perseguida á bola sobre campo limpio y plano, un campo triste pintado de amarillo, pero del amarillo feo de los pastos secos, tostados por el sol y medio desprendidos del suelo, de la tierra pardusca y agrietada como revoque de barro en horno de Estancia. Flores de clase alguna no se veían, y en vez del habitual aroma de las cuchillas percibíase un olor áspero, quemante, que las sequías prolongadas arrancan á la tierra removida, allí donde sólo quedan tallos rotos, raíces blancas y yerbas muertas.

De lejos, caballo y jinete casi se confundían. Los perseguidores veían en los flancos del bruto las piernas del calzoncillo, infladas, blanqueando y saltando como enormes maletas de vendedor ambulante; después una mancha negra: la camiseta de merino, con un triángulo blanco formado por la golilla que caía sobre la espalda; finalmente, otra mancha obscura, más pequeña y movible, constituida por las melenas confundidas del hombre y del tordillo.

Los perseguidores eran seis: cinco mocetones fornidos, con barbas ralas y morenas como trigal recién brotado, y caras color de "picana" asada á punto; el sexto era indio y viejo. Tres de los mozos calzaban bota de potro; dos iban descalzos, al aire la gruesa pantorrilla, al aire el pie pequeño y negro. Uno de los que llevaban bolas había perdido el sombrero y en el otro no era blusa la blusa que llevaba. Todos montaban buenos pingos criollos é iban armados de largas lanzas ornadas con banderolas rojas. Como el perseguido, ellos también taloneaban recio, clavando la espuela sin compasión.

No se veía más gente que ellos en el campo; pero se oían retumbos cercanos, viniendo de varias direcciones, indicando que la persecución era general, que el exterminio se proseguía á los cuatro vientos. Los mocetones habían salido juntos, guiados por el indio, que corría á un jefe enemigo. Hacía rato que le tenían cerca sin poderle dar alcance. Cuando el viejo acertó el primer tiro de bolas, los seis hombres rugieron á un tiempo y las seis lanzas se blandieron, ganosas de sangre, embriagadas con la sangre que habían bebido en la pelea, sedientas de más sangre. Al ver que el fugitivo frustraba sus anhelos, los talones golpearon los flancos de los caballos y sonaron las grupas castigadas por las lonjas de los rebenques. Y durante un rato los seis perseguidores continuaron así, "tapándoles la marca" á las pobres bestias transidas. En el empuje habían ganado terreno y lograron distinguir el apero y la vestimenta del jefe perseguido.

—¡Las botas son pa mí!—gritó roncamente uno de los descalzos.

—Una pa mí—agregó el otro descalzo.

—Güeno, y jugamo la'utra—replicó el primero que había hablado.

Apuraron los pingos y, al cabo de un tiempo, un tercero exclamó:

—¡Copo el chiripá...

Y un cuarto, un jovencito petiso y rechoncho que iba haciendo fuerza por ganar la punta:

—¡Los estribos son míos, cabayerosl—gritó con una vocecita aflautada.

Pero el indio, que iba adelante y revoleaba un nuevo par de "boleadoras", contestó con energía de jefe y sin volver la cabeza:

—Chapiao e mío.

Y largó las bolas, que fueron á enroscarse en la lanza del diestro fugitivo.

No iba asustado aquél. Todavía tenía caballo, y él sabía dónde se salía con el rumbo que llevaba. El continuo castigar de sus persiguidores le decía que sus cabalgaduras no irían lejos: ¡habían lanceado mucho en ellas aquella mañana!...

Otras boleadoras picaron cerca, un poco atrás, golpeando los garrones del tordillo y las espaldas del jefe con pedazos de tierra dura. Y el tordillo dio un balance y el otro tiro de bolas cayó lejos.

—¡Los tres volidos de la perdiz grande!— murmuró, sonriendo, el fugitivo.

El viejo zorro había escapado una vez más á la perrada: el matorral estaba cerca. ¡Dejarlo para otro día, camaradas!...

La tarde empezaba á declinar. De cuando en cuando, una nube obscura y delgada nublaba el sol y proyectaba sombra sobre la loma. Y aquellas cortas interrupciones de la radiación solar producían como un alivio, como un consuelo en el alma áspera del jefe perseguido. Durante esos rapidísimos instantes hacía menos calor, y el viento azotaba fresco las sienes del caudillo, que tendía siempre hacia adelante la mirada, con insistencia, con tenacidad, como si á lo lejos, en el fin de la cuchilla, en el confín azul, le esperase un auxilio ó un refugio, una partida amiga ó un monte espeso. Tanto confiaba en la salvación, que empezó á examinar la insignificante herida que tenía en el muslo, un arañazo de lanza, y hasta sintióse fatigado con la postura incómoda que llevaba sobre el caballo. Estiró las piernas; y después de buscar un rato con la punta del pie logró estribar fuerte, firme, con satisfacción marcada. Varias veces volvió la cabeza para observar á sus enemigos, y sonrió irónicamente al considerarlos furiosos é impotentes. Ellos, en efecto, iban perdiendo terreno y habían renunciado á emplear las boleadoras, convencidos de que el único resultado era perder tiempo en recogerlas. Por eso se resignaban á seguir la presa de cerca, sin perderla de vista un solo instante, calculando que en el campo habían de encontrar algún caballo descansado, y tan pronto como el indio jefe de la partida hubiese "mudado", la cosa iría como lista de poncho.

Entretanto, ¡con qué enconada avidez seguían al fugitivo sus miradas! Jamás aguará alguno se vio acosado por perrada más inclemente. Era inútil que el perseguido se ocultara un momento al bajar un vallecito, ó que intentara escurrirse por la falda de una cuchilla: bien pronto advertía que sus enemigos, sin abandonar el rastro, lo seguían con una constancia de potrillo guacho. Ellos abarcaban el campo, la inconmensurable campaña abierta á los cuatro vientos; las cuchillas de ancho bombeo; las amplísimas lomas desnudas, desiertas, tristes y monótonas, con el eterno tapiz trigueño de las gramíneas secas, deslumbradoras con la ardiente reverberación de un sol tropical que derramaba torrentes de fuego por entre la atmósfera diáfana, liviana, cansadamente gris, tediosamente uniforme; ellos abarcaban el campo con sus visuales inquietas, que erraban del suelo al cielo, de la cuchilla al bajo, contentos con la soledad, satisfechos de no columbrar ningún ser humano, ninguna morada humana, obstáculos ó enemigos que hubieran podido disputarles ó hacerles extraviar la codiciada presa. ¡Pobre presa!... Desdichado aguará que trotaba confiado, olfateando la guarida, pensando quizá en pegarles el grito burlón—como el zorro detrás de la maciega—, sin imaginarse que á él también pudiera aplicársele la conocida copla cantada en honor de otro de sus congéneres:

Pobrecito el aguará

que andaba de cerro en cerro;

al cabo de tanto andar,

lo hiciero bostiar los perros...

¿Sería posible?... ¡Oh, cachorros para cazarlo á él, viejo aguará de las selvas del Río Negro!... ¡Tenían que echar colmillos todavía! ¡Todavía tenían que ser mordidos por muchos zorros y perfumados por muchos zorrillos para aprender por dónde se empieza á tragar!...

Aquellas cuchillas eran una desolación. No se encontraba en ellas ni un caballo enteco ni un vacuno flaco: la vida se había escapado, huyendo á tranco largo de aquellas lomas caldeadas—sin pasto y sin agua—, dejando tan vasto dominio abandonado á los seres ruines, á los escarabajos y á las víboras.

Los perseguidores vieron llegar la tarde, vieron declinar el sol, vieron aparecer las primeras sombras de la noche sin haber satisfecho su furioso deseo de darle caza al tenaz fugitivo, que había estado haciendo con ellos el juego de la mariposa con el niño. Cuando cerró la noche lo habían perdido de vista y habían tenido que resignarse á hacer alto, desensillar, atar á soga los caballos y entregarse al sueño para recuperar las fuerzas gastadas en la dura brega de aquel día. Y al siguiente amanecer... ¡quién sabe! acaso se podría satisfacer todavía la venganza... y el "carcheo", el "carcheo" sobre todo, que necesitaban para cubrir sus desnuceces, y que sería siempre escaso botín y menguada recompensa á la fidelidad y el valor con que servían su causa. Si no... otros prisioneros habían de hacer, y no por andar desnudos y descalzos abandonarían las filas. El soldado oriental de todas las épocas escucharía siempre impasible la frase del sargento francés de la República á la tropa harapienta: "Le Représentant a dit comme ca:—"Avec du fer et du pain on peut aller en Chine." — Il n'a pas parlé de chaussures." El soldado oriental exigía menos: con el fierro bastaba.

Entretanto, el jefe vencido trotaba contento por un terreno ligeramente quebrado. Sonreía con placer al imaginarse á sus perseguidores mascando rabia y tragando fuego. Poco á poco fué creyendo que nunca había sentido el miedo, que nunca había dudado de su salvación, que nunca había creído que podrían apresarlo á él—potro viejo de colmillo retorcido, ñandú arisco acostumbrado á los sogazos— aquellos mocetones inocentes que, como los cuzcos, sólo sabían ladrar. ¡Los pobres gurises!... ¡Una cosa es pialar terneros en la playa de la manguera y otra enlazar toraje alzado en los riscos de la sierra ó en las dificultades de los potriles!...

Al trote llegó á una cañada, un arroyuelo de márgenes desnudas, pero que debía de tener su origen en manantiales fecundos cuando conservaba aguas claras en sequía semejante.

El gaucho se apeó, se quitó el sombrero y ahuecando la palma de la mano sirvióse de ella como de recipiente para beber con fruición de la linfa pura y fresca que corría sobre lecho de piedrezuelas blancas y arenas finas. Luego quitó el freno al tordillo, que se abalanzó sediento y estuvo largo rato con el sudoroso hocico sumergido en el agua; después levantó la cabeza para paladear el último buche, que empezó á caer á chorros por los lados de la boca, y tornó á beber, á beber con ansia insaciable, "como pa secar el arroyo".

El fugitivo "bajó el recado" para que el pingo se refrescara, lo dejó tirar una docena de mordiscos "pa engañar el hambre", ensilló de nuevo y volvió á montar, marchando al trote, con el rumbo "bien escrito en su mente y en el tino", como dice el galano cantor de las cosas nuestras, de las taperas y los tréboles.

Había cerrado la noche, una noche obscura, sin luna, sin estrellas, una de esas noches que, en la inmensidad desierta, en lo ilimitado del campo, donde no se distingue una sola luz ni se oye un solo ruido, oprimen el corazón y despiertan el miedo en todo aquel que no ha nacido y crecido en el despoblado. Pero el viejo caudillo, que no conocía otra vida y que había hecho mil veces esas travesías nocturnas conduciendo huestes armadas en tiempo de guerra y tropas de vacuno en tiempo de paz, sentía placer por aquella obscuridad que le ocultaba al ojo del enemigo y que no le impedía proseguir tranquilamente la marcha hasta un refugio seguro.

La alegría había vuelto á su alma y, olvidando fatigas, se entretenía en pasar revista á los últimos acontecimientos: la noche pasada en vela con el arma al brazo, frente al enemigo tendido en batalla; el amanecer nubloso, las guerrillas, los primeros tiros, y luego las terribles cargas á lanza, el entrevero, el caos, lo indescriptible del combate; finalmente, aquel pánico sin explicación que se apoderó del ala derecha é hizo huir despavoridas á tres divisiones, una de ellas de arriba, sin haber entrado al fuego; después, la inmediata derrota, una espantosa derrota que impidió toda retirada en orden, deshizo el ejército y forzó el desbande, la huida vergonzosa al grito desesperado de «¡sálvese quien pueda!» Tras esa visión rápida del conjunto, de todo el drama, el caudillo se detenía á considerar escenas parciales: la actitud de tal jefe, la bizarría de tal carga, lo horrendo de tal episodio.

Y así fué andando, andando, por colinas y por valles, hasta que un olor fresco y húmedo le denunció la cercanía de un arroyo. El paisano detuvo su caballo.

—¿Un arroyo aquí? Pu'aquí nu'hay arroyo nenguno. ¡Si andaré sonsiando!...

Unos pasos más, y se encontró con un cañadón de lecho de piedra por delante. Entró en él, observó y sacudió la cabeza con rabia. ¡El mismo cañadón, el mismo vado, el mismo sitio de donde había salido horas antes!... No pudo reprimir su enojo ante aquella malaventura que le dejaba en situación incierta, que volvía á poner en peligro su vida tan hábilmente disputada al enemigo, y que, sobre todo, hería en lo hondo su orgullo de gaucho, de hombre campero, baqueano en todo el país, capaz de «rumbear», por tino, por instinto, por herencia, aun en los parajes desconocidos, aun en las comarcas que no había visitado jamás.

Como el caballo, todavía sediento, intentara detenerse en mitad del arroyuelo, el jefe, enfurecido, le clavó, inclemente, la espuela en el ijar sudoroso, al mismo tiempo que descargó sobre la grupa un rebencazo tan recio, que el chasquido repercutió y oyóse fuerte en el silencio de aquella negra soledad. El noble animal dio un brinco, hizo saltar con los cascos las piedrezuelas del vado y traspuso el regato, en la vera del cual detúvole el jinete con brusco tirón de riendas.

Durante unos minutos el gaucho estuvo pensativo, recordando cuchillas y bajíos, zanjas y cañadas, arroyos y ríos, ranchos y estancias. Poco después toda aquella inmensidad tenebrosa se dibujaba clara y precisa en su mente de rastreador, y tornaba á emprender la marcha, reanudando el hilo de sus recuerdos. Otra vez renació la confianza en su espíritu y de nuevo sonrió al peligro pasado y á las amenazas burladas.

¿Dónde estaría á esas horas su amigo Basilio Laguna, quien tanto se había empeñado para que se quedara tranquilo? Recordaba bien sus palabras: «No se meta, compadre, que esta guerra va'ser como el juego del lobo con la oveja; mire, compadre, que más vale ser terutero, que perder el cuero». Y al verlo reir incrédulo, su compadre le había dicho muy serio:—«Güeno, yo se lo alvierto pa su bien; déjese estar en sus ranchos cuidando los animalitos, y sepa que amigos sernos y ligaos pol sacramento, y pa servirlo; pero la guerra es la guerra, y si nos topamos en una, yo he de hacer juerza por lanziarlo, como á cualisquiera que lleve divisa blanca...»

¡Pobre compadre! ¡Quién sabe si no le había tocado quedar panza arriba en las cuchillas!... ¡Quién sabe si los cuervos y los caranchos no estaban cebándose en su osamenta en aquellos mismos instantes!...

Y la marcha proseguía al trote, cada vez más lento, porque el tordillo, con el cuello estirado y la cabeza baja, comenzaba á ceder, hasta el punto de que á menudo la espuela del amo tenía que recordarle la necesidad de continuar el esfuerzo.

En tanto, el fugitivo comenzó á extrañarse de no encontrar una cerrillada, que por fuerza debía hallar en su itinerario; pero como de noche, y sobre todo cuando se va huyendo, los caminos parecen más largos, esperó. Y al andar unos metros más volvió á sentir el olor fresco y húmedo que anunciaba la proximidad de un arroyo. Hincó espuelas furioso y se encontró en la misma cañada, en el mismo vado, en el mismo sitio de donde había salido horas antes lleno de fe y de confianza. Por su cuerpo pasó como el estremecimiento que produce el inesperado grito de la lechuza oído en las noches de estío, mientras se toma mate en el patio de la Estancia, junto á la puerta de la cocina obscura. Fué aquello un presentimiento, un rebencazo dado á su fantasía nativa, que se lanzó al galope por los esterales de la superstición. Anuncio, agüero, presagio: su corazón, sereno y bravo ante el peligro real y visible, se ablandó—aflojó—ante la sospecha de una intervención misteriosa empeñada en perderle. Sintió que las fuerzas le flaqueaban, que el coraje se le iba como se le va la sangre á la res degollada: á chorros, á borbotones, por segundos...

Sin embargo—gaucho indomable, alma de acero—no se rindió aún é intentó luchar, hacer los últimos y desesperados esfuerzos por escapar de aquel círculo terrible é inexplicable que le hacía girar y volver siempre al punto de partida. Anduvo, anduvo, deteniéndose de trecho en trecho, dilatando desesperadamente la pupila en vano intento de rasgar las tinieblas, de arrancar á las sombras su secreto.

Desmontaba de cuando en cuando para palpar el suelo y oler el pasto; sofrenaba el caballo con frecuencia creyendo ver delante un bulto negro que se le antojaba un animal ó una casa y que sólo existía en su exaltada imaginación, y concluyó por encontrarse, por tercera vez, en el vado del cañadón.

No pudo más. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se apeó; se quitó el sombrero y lo arrojó al suelo con rabia; se mesó furiosamente los cabellos y exclamó desesperado:

—¡Parece mentira que un hombre como yo haiga andao tuita la noche dando güeltas lo mesmo que oveja loca!

Sus dientes castañeteaban, su respiración era un ronquido. Le quitó el freno al tordillo, pero no se preocupó de desensillarlo. En seguida se tiró al suelo, largo á largo, boca abajo, dispuesto á esperar resignadamente el fin que la Providencia le tuviere reservado.

Al día siguiente, muy temprano, al rayar el alba—cuando los teruteros empezaban á gritar en las alturas—, el jefe despertó, más por hábito de madrugar que por sobresalto ó precaución; y aquel despertar, tendido sobre el pasto, junto á un paso y cerca de su caballo, que pacía ensillado, causóle infinita pesadumbre.

Durante un largo rato no pudo poner en orden sus recuerdos ni aclarar su situación. Sentía la cabeza pesada, las ideas revueltas, y una gran debilidad en el cuerpo y en el espíritu. Hacía treinta y seis horas que no probaba alimento y había pasado cuarenta y ocho á caballo, ¡y de qué modo!... Los oídos le zumbaban, tenía "como una cerrazón" en los ojos, y lo pasado se le parecía como una pesadilla. Tantas escenas, tantos episodios, tantas faces del mismo drama, tantas sensaciones habían concluido por transformar su cabeza en olla de grillos.

Paulatinamente su espíritu fué renaciendo con la luz que blanqueaba el horizonte; los hechos empezaron á encajar uno en otro y la situación concluyó por manifestarse.

Enfrenó, arregló el recado, se lavó la cara, montó y partió, bien orientado esta vez, pero no ya con la confianza que le había animado en la noche. Ahora era imposible errar el camino; sabía perfectamente por dónde iba y adonde iba, pero sentía la fatalidad cernerse sobre su cabeza. Siguió trotando distraído, sin prisa, sin ideas, sin proyectos ni propósitos.

No había avanzado gran trecho cuando sintió tropel á sus espaldas. Volvió la cabeza, escudriñó el horizonte, y aunque nada pudo divisar no le quedó duda de que la partida enemiga había logrado mudar caballos y le seguía con el feroz encarnizamiento de los odios partidistas.

Siguió trotando lentamente, sin talonear, sin mirar atrás, pero con el oído atento al ruido seco y continuo que producían en la tierra dura los cascos de los caballos de los perseguidores. El tropel resonaba á cada instante más cercano; el caudillo no se intimidó por ello: parecía no preocuparse. De pronto oyó un grito ronco; los contrarios lo habían visto y aceleraban la carrera.

El caudillo tuvo un instante de debilidad, uno solo—un estremecimiento de animal que olfatea la muerte—, y acto continuo, convencido de que no tenía caballo para huir, de que todo esfuerzo por escapar sería inútil, sofrenó el caballo, dio media vuelta, se echó el sombrero á la nunca, é hizo cimbrar la lanza, á cuya resistencia iba á confiar, no la defensa de su vida, pero sí la de su honor de hombre y de partidario.

De lejos, de bastante lejos todavía, el indio, jefe de la partida, lo vio, y blandiendo la tacuara, espoleó al brioso "pagaré" que montaba, y se adelantó á los cinco mocetones que le seguían á poca distancia.

El caudillo los esperó de frente, alta la cabeza melenuda, erguido el tronco de anchas espaldas y pecho recio, los labios contraídos, los ojos ardientes, la lanza en guardia.

Chocaron, y el choque fué épico. Durante un cuarto de hora, los insultos, los vivas y los mueras se cruzaron tan violentos como los botes de lanza. En una embestida furiosa, el caudillo ensartó, levantó y arrojó hacia atrás á un enemigo, de la misma manera que un jabalí ensarta, levanta y arroja un perro. En el esfuerzo, la lanza se cimbró, crujió y se partió por el medio con un ruido de vidrio quebrado. ¡Era de urunday!... Dos moharras entraron á un mismo tiempo en aquel pecho de gigante. Pero había mucha vida en aquel bárbaro, y siguió defendiéndose con el pedazo de astil.

En la solemnidad de aquella lucha, ya nadie hablaba. ¡Rostros contraídos, ojos fulgurantes, saltos bruscos, desordenada é incesante contracción de músculos!...

En medio de aquel silencio sintióse de pronto una detonación: el caudillo saltó por las orejas del caballo y quedó tendido en el suelo. El soldado herido, casi moribundo, había logrado, en un postrer esfuerzo, sacar la pistola y le había hecho saltar un pedazo de occipucio con los cortados de la carga. Los otros se quedaron inmóviles, instintivamente avergonzados de una cobardía que ponía un fin indigno á una lucha heroica.

Pero el caudillo no estaba muerto todavía. Mientras duraba el asombro de sus adversarios se puso en pie, echó mano á la daga y avanzó amenazante. Sin hablar una palabra, aceptando el reto en silencio, el indio "voleó la pierna" y cayó en guardia con el facón en la mano. Los demás no se atrevieron á intervenir: el combate se hizo singular. Diestros y fuertes los dos, la brega hubiera sido larga; pero mientras el indio sólo tenía algunas heridas insignificantes, el otro desangraba por cuatro bocas. Retrocediendo á cada golpe, á cada golpe recibía una puñalada ó un hachazo.

—¡Sos duro!—exclamó el indio con admiración.

—¡Como aspa'e güey barcino!—bramó el caudillo.

Ya el jefe retrocedía tambaleando, amagando con la daga golpes que no lograba desarrollar; ya la vida se le iba por múltiples heridas, cuando un jinete llegó á escape y gritó con voz imperativa:

—¡Alto! ¡No maten á ese hombre!

El indio se volvió, bajó el arma y retrocedió con rabia.

El jefe, el comandante Laguna, un viejo grande y fornido, de cuyo rostro, cubierto de pelos blancos, sólo se veían la larga nariz aguileña y los grandes ojos negros, exclamó:

—¡No se mata ansina á un oriental guapo como éste!...

El caudillo había dado unos pasos más hacia atrás y había caído de espaldas, la muerte pintada en el rostro enérgico y bravio, donde aún se manifestaba altanera su alma indomable. El jefe adversario se acercó, hincó una rodilla, le tomó una mano y le dijo con cariño:

—He llegao tarde, compadre. ¡Qué vamo'hacer: ansina es la vida, mesmo como la taba, unas veces suerte y otras culo!...

— Ansina es—contestó con voz muy débil el herido.

Su rostro palidecía, sus ojos se enturbiaban, su respiración se hacía fatigosa.

—Compadre, ¿tiene algo que encargarme? —preguntóle el comandante Laguna con voz conmovida.

Por respuesta, el gaucho hizo un esfuerzo y arrancó de él la divisa, una divisa blanca, amarillenta á causa de las lluvias y los soles, y que en medio llevaba escrito en letras de oro: Oribe, leyes ó muerte.

—Quiero—dijo penosamente—, que entriegue esta divisa á mi hijo, pa que se acuerde'e su padre y pa que cuando sea hombre se la ponga y muera con ella defendiendo su partido...

El comandante la dobló cuidadosamente, la guardó y contestó lagrimeando:

—Ta güeno.

Durante un largo cuarto de hora permaneció el comandante de rodillas al lado de su amigo moribundo.

Su faz hirsuta y tostada, en la cual brillaban los grandes ojos negros de mirada mansa y bondadosa, su frente lisa y serena como el cristal de la laguna cortada, su boca contraída, expresaban, con la sinceridad propia del hombre inculto, la pena que embargaba su alma grande y buena.

En tanto el moribundo se agitaba en convulsiones terribles: la agonía empezaba, larga y dolorosa, en aquel gran cuerpo lleno de vida, de una vida potente que se resistía á ser desalojada.

El sufrimiento era tan grande que arrancaba al paciente sordos y terribles rugidos. Las piernas y los brazos se estiraban, los dedos se crispaban, el rostro adquiría expresiones espantosas.

El comandanteLaguna,profundamente emocionado, exclamó de pronto:

—¡Es fiero ver penar ansina á un cristiano!...

Y desenvainando su cuchillo lo degolló de oreja á oreja, con un movimiento rápido.

Se oyó un ruido roncó, se vio una gran sacudida, y el cuerpo quedó inmóvil.

En un momento los soldados desnudaron al muerto, repartiéndose las prendas, mientras el indio viejo ataba la cola "contra el marlo" al pangaré escarceador, que estaba lindo de veras con el "chapiao" de la víctima.

El jefe montó á caballo.

—Mañana, á la güelta, lo enterraremo— dijo—; aura no tenemo tiempo.

Y la partida se puso en movimiento, alejándose para cumplir la comisión de que iba encargado el comandante Laguna.

Cuando regresaron, dos días después, se detuvieron ante el cadáver, que, desnudo é hinchado, estaba tendido en el camino. En el cuello, la espantosa degollación había abierto una boca negra, sombría, repugnante, retraídos los dos labios gruesos y cárdenos. Las moscas y los jejenes formaban enjambre sobre la llaga y sobre las entrañas que habían salido de las brechas abiertas en el tronco por los lanzazos, y que los caranchos y los chimangos habían arrancado y arrastrado á fuerza de pico y garra.

Se detuvieron un momento.

El comandante Laguna, muy triste, contemplando con marcada pena el cadáver de su amigo y compadre:

—Parece un güey muerto—dijo.

Y el viejo indio, mirándose la pata ancha y desnuda desparramada sobre el gran estribo de plata, contestó sonriendo:

—¡Memo!...¡Parece'ungüey po lo grandote!...

Después agregó filosóficamente:

—Hombre grandote é sonso.

Y escupió por el colmillo.


Montevideo, 1896.


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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