A Domingo Arena.
Avanzaban cortando campo, rehuyendo los caminos y los pasos
reales, deslizándose por quebradas, internándose en serranías,
aventurándose por picadas, entre montes espesos y pajonales cerrados. De
día marchaban apareados, cambiando raras palabras de tarde en tarde;
más al llegar la noche—noches obscuras, toldadas, sin luna, salpicadas
apenas de escasas estrellas pálidas—Donato se adelantaba, ordenando
silencio, por precaución y por evitar distracciones que hubieran podido
hacerle perder el rumbo.
Policarpo, el hijo único del rico estanciero de Mazangano, había abandonado precipitadamente la ciudad, donde cursaba su estudios, para correr en busca del ejército revolucionario. Llegado a la estancia, puesto de acuerdo con el negrillo Donato, su compañero de infancia, confió a éste la dirección de la aventura, reconociéndole una superioridad campera, adquirida en los cuatro años que él había permanecido en la ciudad.
Y el negrillo ordenaba con insolente rigidez.
La noche estaba terriblemente obscura y el trote continuaba con su fatigosa monotonía. Policarpo había aflojado las riendas al zaino y dormitaba con las manos apoyadas en la cabecera del recado, el torso hecho un arco y la cabeza caída sobre el pecho. Pero un tropezón de la bestia, una sacudida demasiado violenta, lo obligaban a erguirse, a mirar, a pensar.
A uno y otro lado, extendíase la inmensidad negra y silenciosa. Abriendo desmesuradamente los ojos, luchaba Policarpo por distinguir algo en las tinieblas, y a las veces creía ver delante un grupo de árboles, algo opaco como un monte, algo blanco, como una estancia, algo luciente como un arroyo; y todo ello allí mismo, cerquita, encima, hasta parecerle que su caballo iba a chocar con obstáculos que se desvanecían para ser inmediatamente sustituidos por otros no menos irreales y absurdos. Tan pronto eran luces fugitivas como altísimas murallas emergiendo de súbito, o sombras que corrían entre las sombras de la noche, tan pronto creía percibir ruidos lejanos, sordos como de tropas en marcha, como voces inmediatas, cuchicheos, gemidos, voces brotadas del suelo bajo el casco de los caballos... Dolores agudos le tenaceaban los muslos y los ríñones. Y al mismo tiempo, experimentaba mortificante escozor en las pantorrillas. Latíanle las sienes, ardíale el rostro...
Se iniciaba el día cuando hicieron alto a la entrada de un bosque espeso. Durante un buen rato anduvieron buscando senda practicable, hasta lograr internarse por una que, tras mil curvas laberínticas, los condujo a un potril pequeño, avaramente guardado con frondosa y áspera arboleda.
Desensillaron de prisa y Policarpo se tiró sobre el recado. Era quizá mediodía cuando despertó violentamente sacudido por el negro. Ante esta brusquedad e incorporándose, Policarpo exclamó malhumorado:
—¿Qué?... ¿A marchar?... ¡Yo no sigo más!... ¡Andá vos!... ¡dejame aquí tranquilo!
Donato respondió con tono despectivo:
—¡Manate maula!...
Y luego, imperioso:
—¡Es pa pulpiar, animal!
Policarpo abrió totalmente los ojos, vio clavado un asador conteniendo una apetitosa picana con cuero y, sin hablar más, desenvainó el cuchillo y comenzó a comer. Sólo después de hallarse satisfecho, se le ocurrió inquirir de dónde procedía el regalo. Donato dijo con orgullo:—Vaquillona gorda!
—¿Pero todavía estamos en campo de casa?
—¡Mu, pero mu lejos!...
—¿Entonces, te dieron —prosiguió ingenuamente el mozo.
Y Donato, después de reir con estrépito, contestó con protectora entonación:
—¡Bolié!...
Policarpo se alzó indignado:
—¿Cómo?—exclamó.—¿Un animal, ajeno?...
Y el negrillo, escarbándose los dientes con la daga, replicó doctoralmente:
—¡En tiempo'e guerra nada es de naides, tuito es de tuitos!... ¡Entuavía te faltan muchas cosas que aprender, manate!...