Entre Púrpuras

Javier de Viana


Cuento


A Eduardo Ferreira.


Policarpo había visto desfilar la triste caravana apeado, junto a unas talas, en compañía del teniente Donato y los seis soldados que le acompañaban en su reciente excursión. Cuando todo el ejército hubo pasado, cuando ya se le veía distante, ondulando como una inmensa culebra parda, se volvió hacia sus compañeros y les dijo:

—Muchachos, traigo una "picana" gorda bajo los cojinillos, y mi "chifle" está preñado: todo esto es para luego, si me acompañan hasta aquí cerquita.

—Ande mande, capitán—respondieron los soldados a coro; y Donato, mostrando su dentadura de perro de presa, agregó:

—Vos sabes, hermano Policarpo, que yo soy como el carancho: ande hay carniza me abajo.

—¿Por qué no decís como el cuervo?—replicó uno de los soldados en son de mofa. A lo que replicó airado el negro:

—¡No te cayés, mal hablao, verás si te sumo el facón y te saco el sebo pa engrasar mis garras!

—¡No t'enojes, tizón!...

—¡Tizón te vi'a meter yo!

Policarpo tuvo que intervenir para hacer cesar la disputa, que, sobre el mismo tema, se repetía veinte veces al día.

—Güeno—dijo Montón de humo, —por respeto a vos, me cayo; alcanza el chifle pa que se me pase la rabia.

Alcanzóle el mozo la cantimplora; él absorbió un buen trago de caña, y limpiándose la boca con el revés de la mano:

—Aura sí—exclamó,—y'asta pronto el indio.

Y como otro soldado dijera:

—El negro, será;—Donato se amoscó de nuevo y gritó furioso, dirigiéndose a Policarpo:

—¡A ver si aprienden de una vez a rispetar a los superiores!... ¡Che! Capitán: ¿yo soy teniente, o no soy teniente?...

Y antes de que nadie hubiera tenido tiempo de replicarle, lanzó una sonora carcajada, y, sacudiendo la cabeza, agregó burlonamente:

—¿Ande vamos?...

—A un ranchito de aquí cerca.

—¡A chimar el mozo!

Policarpo se ruborizó y replicó con enojo:

—¡No! El año pasado, cuando venía herido, estuve allí unos días, y como me trataron muy bien, quiero llegar a saludarlos... gente pobre, muy buena, muy servicial.

—Soy testigo—agregó Donato.

Y sin hablar más, los ocho hombres montaron y emprendieron la marcha rumbo al Tacuarembó, cuyo bosque se veía negrear en el horizonte.

Delante iban Policarpo y Montón de humo. El primero vestía chiripá de merino negro, con pechera tableada, bajo el grueso poncho de paño azul, bayeta colorada y cuello de pana cerrado con alamares de seda. Su caballo, un tordillo pequeño, fornido, ágil, lucía el vistoso apero plateado, que había sido objeto de admiración para Donato, hasta que vio el portentoso "herraje" de Segundo Rodríguez, el coloso que murió gloriosamente en la acción del Sauce. Debajo de los cojinillos, junto a las boleadoras retobadas en cuero de ciervo, se alzaban las infladas alforjas, y más atrás, a los tientos, el maneador bien sobado y engrasado, y la guampita que hacía las veces de copa.

Sombreado por las anchas alas del hongo, el rostro del mozo, antes blanco, hoy dorado, presentaba un aspecto de resolución y de dureza que imponía. Las penurias, el peligro, el ejemplo, el contacto diario con hombres tallados apresuradamente en bloques de granito, dieron a aquella fisonomía, de suyo varonil y enérgica, esas líneas fuertes, esos rasgos firmes que revelan los dedos del infortunio trabajando en la pasta resistente de una alma altanera. En su faz, como en su modo indolente y seguro de montar a caballo, se descubría al gaucho de origen; sin embargo en la mirada honda y escrutadora, en el desdeñoso pliegue de los labios y en el inconsciente pliegue de las cejas, había ese algo indefinido que deja la educación en los espíritus que su luz ha tocado.

En aquella vida independiente y despreocupada, Policarpo se encontraba a gusto; las empresas temerarias que miden las fuerzas, pesan los méritos y producen una admirable selección natural, tenían para él inagotables encantos. Era jefe de nacimiento, y así como otros nacen para esclavos, él había nacido para el mando; y por eso mismo, porque la superioridad era innata y no adquirida, su despotismo se manifestaba sencillo, cariñoso, protector. Donato, que trotaba a su lado con los pies descalzos sobre el estribo de hierro, las pantorrillas desnudas, apenas cubierta la región pudenda con corto chiripá de lona y abrigado el busto con poncho hecho de dos cueros de oveja; Donato, el negro contrahecho, el mono convertido en hombre por un error de la naturaleza, era un compañero, su amigo, y en muchas circunstancias un igual del rico y presumido capitán. Se tuteaban, se manoseaban y, en todos los menudos incidentes de la vida, nada los diferenciaba, nada establecía la superioridad del uno sobre el otro. Pero, cuando era necesario obrar, el jefe ordenaba. Montón de humo, bajaba la cabeza, y a veces gruñendo, en ocasiones furioso, se entregaba siempre sumiso ante la voz seca y breve del boquirrubio y ante la mirada imperiosa y fría de aquellos ojos claros.

Como Donato, los demás soldados lo respetaban, sabiéndolo bravo, fuerte, audaz, y lo querían porque era escrupulosamente justo. Inexorable con los pillos, rápido en el castigo, no penaba sino en la absoluta seguridad del delito. Castigar a un hombre que pudiera ser inocente, le parecía una monstruosidad más grande que perdonar a un culpable.


* * *


Ese día, Donato llevaba en las obscuridades de su alma más de un resentimiento, rojo y caliente como brasa de madera de ley; pero guardaba silencio y obedecía, esperando el momento de un desquite lucrativo. Así, conversando, cantando, silbando, según su hábito seguía en apariencia contento, mientras el capitán trotaba en silencio y los soldados se quejaban del frío que les amorotaba el rostro. Y hacía frío, en verdad, el terrible frío de las tardes azules y serenas que anuncian helada grande.

A los lejos, junto al monte, negro como los árboles que le formaban fondo, divisábase un rancho, un bulto informe sobre el cual flotaba una nube blanquísima, semejante a las últimas expiraciones de un incendio.

Policarpo, sobresaltado, interrogó a Montón de humo:

—¿Ves?

—Veo.

—Parece quemazón.

—Parece. Los zumacos han asao churrasco gordo en fogón grande!... Con tal que no estén ahí entuavía y nos churrasqueen a nosotros también...

Sin escuchar las últimas palabras de Donato, el mozo picó espuelas y la partida emprendió al galope, en silencio, los labios apretados, los ojos lucientes, las manos oprimiendo convulsivamente los astiles de las lanzas. No necesitaban hablarse, comunicarse nada; aves de presa, el instinto los ponía de acuerdo y los guiaba.

Ya cerraba la noche cuando llegaron junto al rancho, cuyas paredes de cebato se mantenían firmes; en tanto, adentro, donde el techo se había desplomado, las maderas ardían aún, enviando una llama baja y un humo blanco, tenue, que se cernía indolente sobre la ruina.

No había huerto, ni cerco, ni otros árboles inmediatos que algunas talas nacidas de semillas llevadas por el estiércol de los pájaros. El silencio era absoluto, pues los hombres de la partida presintiendo el drama, no se atrevían a desplegar los labios. Al principio no vieron a nadie; pero luego, costeando los muros, Policarpo contempló un espectáculo horroroso. En el suelo, desnudo, tendido largo a largo, estaba un hombre ya anciano, cuyo cuerpo, rojo en sangre, presentaba innumerables heridas de daga; a su lado, igualmente desnuda, rígida, el cabello en desorden y la garganta partida de un tajo feroz, había una joven, una niña casi; una de esas vírgenes criollas, de formas perfectas, de piel suave, tersa y colorida como una terracota; y entre los dos muertos, en cuclillas, enmarañada la cabellera entrecana;, una mujer, consumida más por las fatigas y privaciones de una vida penosa, que por los muchos años.

A la llegada de los forasteros, la vieja no se movió, no miró, no habló. De cuando en cuando, una llamarada iluminaba su faz enjuta, aceitunada, la nariz filosa, los pómulos mareados, los labios gruesos y el mentón fino y fuerte. Los ojos inmóviles y áridos, la boca contraída, las rigidez de todas las líneas y el color rojizo que le prestaban los resplandores de la hoguera, la hacía semejarse a las estatuas indias halladas en las ruinas de Palenque. Otras veces, el viento, sacudiendo la llama, dejaba la siniestra figura en una semiobscuridad que le daba un aspecto aún más fantástico y terrible.

Ante aquél cuadro de dolorosa intensidad dramática, Policarpo y sus hombres—no obstante estar habituados a contemplar escenas sangrientas, episodios conmovedores y agonías horripilantes,—permanecieron mudos de estupor. En la inmensa soledad del despoblado; interrumpido apenas el silencio augusto por los rumores de la cercana selva y el crepitar de las maderas incendiadas; en las medias tintas de la tarde agonizante, aquellos resplandores rojos iluminando a ratos dos muertos desnudos, tintos en sangre y un espectro velándolos, adquirían una solemnidad dominadora.

El capitán fué el primero en reprimir su emoción; y echando pie a tierra, llegóse a la anciana, y la tocó en el hombro preguntándole:

—¿Qué ha pasado, vieja?

Ella alzó la vista pausadamente; lo miró un rato con fijeza, y por fin, reconociendo a Policarpo, exclamó con voz ronca, preñada de dolor y de odio:

—¡Los bandidos!

—¿Quién?

—Martiniano Lemos.

—Cuente, cómo fué.

—Llegaron... quisieron... El finao repelió... lo mataron... ¡eran muchos!... Dispués... a ella... ¡pobrecita! ¡pobrecita!... ¡Los bandidos!...

—¡Oh!—exclamó Policarpo; y la vieja interpretando mal la exclamación, irguió el busto, apretó los puños y replicó con voz más ronca aún:

—¡Y ya estaba medio muerta cuando la degollaron!... ¡Pobrecita, hija de mi alma!...

Un sollozo semejante a un hipo, la ahogó; y los ojos, abiertos y secos, coloide púrpura, brillaban con intensidad de pupila felina. En seguida tornó a quedar inmóvil, absorta en la contemplación de sus muertos, que para ella constituían el mundo.

Policarpo volvió a contemplar los cadáveres; los miembros flacos, velludos, con rudos tendones, del viejo puestero, y los miembros gráciles, torneados, de la niña, cuyo rostro expresaba los tormentos de una muerte horrible. Sobre la frente pálida caían los bucles de un cabello negro, rizado y lustroso; la pequeña nariz contraída en un espasmo supremo, mostraba las ventanillas cubiertas de espuma sanguinolenta; la boca, grande y de gruesos labios, dejaba ver los dientes menudos y blancos; entre los senos, redondos y firmes, había un gran coágulo de la sangre brotada de la herida "del cuello, cuyos bordes cárdenos se habían contraído hacia arriba y hacia abajo.


* * *


Policarpo observaba con piedad aquellos labios que él había besado en unos inocentes y castos amores de pocos días; y vio de nuevo en su imaginación, la chicuela alegre, cariñosa, que llenó de luz sus dos semanas de sufrimiento físico. Ella lo había amado, él también; los dos sabían que aquellos debían ser amores fugitivos, pasajera conjunción de dos almas, sin más trascendencia, sin otra interioridad, que el delicioso recuerdo de sus caricias puras, de sus divinos éxtasis. De pronto, sintiendo unirse a su innato instinto de justicia su orgullo herido, como si la ofensa lo alcanzara en aquel crimen alevoso, sacudió con rabia la cabeza y dirigiéndose á la vieja, preguntó con imperio:

—¿Á qué hora fué esto?

La pobre mujer, como petrificada, no se movió, no respondió.

Policarpo, impaciente, la sacudió, repitiendo la interrogación:

—¿Oye?... ¿A qué hora fué?...

Ella, sin alzar la vista:

—No sé—contestó.

—¿Hace mucho?

—Hace como... ¡no sé!... ¡Hace rato!

—¿Y no sabe con qué rumbo salieron?

La infeliz tendió el brazo escuálido, señalando el monte y con displicencia:

—P'allá—dijo;—Tacuarembó arriba, po la costa.

Y bruscamente, como si hubiera creído adivinar, como si una idea hubiera entrado en su cercioro aletargado, dio un saltó, se alzó terrible, con sus vestidos, su rostro contraído y pálido, sus ojos lucientes y secos, sus labios trémulos, estirados, negros.

—¿Los vas a seguir?—rugió con acento de leona.

—Sí—replicó el joven con firmeza.

—¿De verdad?

—Sí.

Con un brusco movimiento, los brazos secos de la vieja abrazaron el cuerpo del capitán, y una voz que no tenía timbre humano, dijo:

—¡Mátalo m'hijito, mátalo!... ¿Me jurás que lo vas a matar?

—Sí—respondió Policarpo conmovido.

—¿A Martiniano?

—A Martiniano y a sus compañeros.

—A Martiniano sobre todo, m'hijito, a Martiniano: Jurámelo por estos cuerpos, por mi pobre finao, por mi pobrecita querida.

El joven tendió la mano sobre los cadáveres y respondió con voz pausada y grave:

—Juro por ellos que los seguiré y los mataré. Juro qué si agarro a Martiniano yo mismo lo degollaré.

—Gracias m'hijito; Dios te bendiga—exclamó la anciana. Y, apretando los brazos, juntó su horrible cabeza con la cabeza del mozo y depositó en su frente un beso largo, sonoro y candente.

Policarpo quiso dejar dos hombres para que dieran sepultura a los muertos, pero la vieja se opuso.

—No—le dijo:—vayanse, no pierdan tiempo; vayan todos; ellos son muchos; que no se escapen, que caigan todos!

Policarpo no insistió.

—¡A caballo!

Montón de humo, el único que, con el capitán, había desmontado, y que durante todo el tiempo permaneció junto a los muertos, contemplando con ojos lascivos la desnudez de la niña, montó de un salto y gritó furibundo:

—¡Mueran los asesinos!...

Pero Policarpo, ya a caballo, radiosamente iluminado por un borbollón de grana, que era como el último estertor del incendio, se empinó sobre los estribos, se echó el sombrero a la nuca y, blandiendo la lanza, respondió con voz vibrante de indignación:

—¡Miseria de miseria!... Para hacer el bien, para hacer el mal; para satisfacción de bajos instintos y para restablecer la justicia, para todo, ¡matar!... ¡La muerte anda suelta en esta tierra desgraciada y ya estoy encandilado con el rojo maldito de la sangre y de los incendios! ¡Vamos!...


Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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