A la orilla de un arroyuelo menguado, de aguas turbias y perezosas, una cerca de otra, Albina y Fabia lavaban en silencio.
El cielo estaba gris, húmeda la atmósfera, frío y recio el viento, uno de esos días en que parece que el sol ha dormido mal y se levanta alunado.
A pesar de ello, Fabia, una morocha fuerte, regordeta, sonrosada, conservaba su constante buen humor y su sana alegría. Fregaba sin cesar y sin cesar cantaba, desmostrando que ni la tarea ni la agriedad del tiempo conseguían contrariarla.
No así Albina, quien mustia, desganada, silenciosa, suspendía con frecuencia su trabajo para permanecer inmóvil, encorvado el dorso, caídos los brazos, cerrados los ojos.
—¡Pero mujer,—exclamó Fabia,—anímate un poco, que da lástima verte con ese aire de cordero achuchao!...
Albina volvió la cabeza y dijo:
—Y a mí me hace sufrir verte siempre alegre, siempre contenta, siempre cantando, indiferente y despreocupada como los pájaros!
—¿Querés que me ponga a llorar porque no tengo ninguna pena?...
—¡Nunca faltan dolores que hagan sufrir!...
—Ya sé. Yo sufro cuando me pincho con l'auja o me clavo una espina en un pie o tengo retorcijones de tripas; pero eso no es como p'andar tuito el tiempo llorando y con cara de viernes santo.
—¡Es que a mí a cada momento me pinchan las aújas y se me clavan espinas!...
—¡Porque siempre andas con el corazón descalzo!—respondió riendo Fabia.
La risa de la chica resonó sonora en la soledad del arroyuelo y sorprendió a Patrocinio que pescaba plácidamente quince varas más abajo, separado y oculto de las mozas por un mechón de las largas y ásperas barbas del estero.
, No pudo contenerse; arrolló la línea, recogió la pesca y se encaminó al lavadero, donde se presentó de improviso, saludando con un:
—Güeñas tardes, linduras...
—Muy güenas las tenga el zalamero,—contestó Fabia.—¿Sacó muchos pescaos?...
—¡Un cardumen!...
—¡Dejuro!... Ande usté echa el anzuelo no hay mojarrita que no se prienda!...
—No, vea: yo no me explicaba que picase tanto, pero cuando su risada me anunció que ustedes estaban acá, comprendí en seguida...
—¿Cuála la causa?...
—Qu'el cardumen las vido y los péscaos se atropellaban pa que yo los sacase ajuera, por que sabiendo que se los había 'e llevar a ustedes, estaban ansiosos por morir mirando a las reinas del arroyo!...
Y esto diciendo, ofertó a cada una de las mozas un espléndido collar de alabastrinas mojarras, ensartadas en fresca y verde rama de junco.
—¡Qué lindas... ¡Parecen de plata!—agradeció Fabia.
En cambio Albina las desdeñó diciendo:
—Gracias; no apetezco bichos del agua.
Conmovido y apenado, el mozo desató el junco y vació sobre su sombrero las mojarras, que vivas aún, comenzaron asaltar dentro del chambergo.
Después, con brusco ademán, las arrojó al arroyo, exclamando:
—¡Que vuelvan al agua, entonces, y que me perdonen haberlas hecho sufrir por osequiar a una ingrata!...
Acto continuo, Patrocinio púsose el sombrero y partió sin agregar palabra.
—¿Por qué haces eso?—interrogó Fabia abrazando cariñosamente a su prima.
—¡Porque no lo quiero!—respondió Albina con imperio.
—¿Entonces, no sabés querer a naides?... Este es el quinto novio que te conozco y a éste, como a los otros, te le has volcao sin motivo...
No te compriendo. Sos joven, bien parecida, tus padres tienen un pasar, los mozos te codicean y ninguno te contenta y estás siempre triste... ¡No te compriendo!
—No podés comprenderme,—contestó Albina, volviendo su rostro afilado y pálido, de una belleza extremadamente melancólica;—no podés comprenderme porque vos sos nacida y criada en otros pagos, donde la tierra es alta, donde los arroyos son hondos y tienen aguas blancas y árboles lindos que las cuidan, donde el aire es puro y el sol alegre... Y yo he nacido y crecido entre estos bañaos maldecidos, puro barro, agua sucia, juncos y paja brava!... Deseo amar y nadie consigue encender en mi corazón el fuego de un cariño!... Llevo dentro mi alma, la humedá, el silencio y la tristeza del bañao!... ¡Yo soy la flor del estero!...