Frente por Frente

Javier de Viana


Cuento



I

Por hábito de muchos años, Ventura Melgarejo era siempre el primero levantado en su casa. Todas las mañanas, indefectiblemente, “ponía los huesos de punta” rato antes de que asomara el sol en el oriente.

En chancletas y en mangas de camisa, fuese verano o fuese invierno, salía al patio, dirigiéndose al barril del agua para efectuar una somera ablución: luego al galponcito, donde sin llamar a nadie, sin incomodar a nadie, hacía fuego, ponía la “pava” junto a las brasas, ensartaba en el asador el churrasco y se sentaba en su banquito de ceibo, pulido por el uso, preparando el cimarrón.

Picaba el tabaco en cuerda: liaba en chala un grueso cigarrillo; y “pitando” y cimarroneando, esperaba que estuviese a punto el churrasco del desayuno.

Terminado éste, iba a inspeccionar en la caballeriza sus parejeros, que nunca bajaban de dos, y a racionarlos. Después visitaba las jaulas de los gallos de riña. observándolos uno por uno, con la mayor prolijidad.

Cuando, ya con el sol afuera, se levantaban los peones, y sus hijos, él había terminado la labor matutina; y mientras los recién venidos tomaban sus mates y comían sus churrascos, Ventura, orgulloso de su superioridad de patrón y de gaucho, testificada por su madrugón, ensillaba uno de los parejeros y con el otro de tiro salía al campo, a pasearlos lenta, concienzudamente.

Al regreso, él mismo los acomodaba en la caballeriza, él mismo les servía la ración de maíz y alfalfa, y, dando prueba de un celo excepcional, —mientras los parejeros comían, iba él a ocuparse de los gallos. En las cosas serias, no admitía la intervención de nadie, no tenía confianza en nadie.

Hecho eso, podía almorzar a gusto, dormir tranquilamente su siesta y ensillar después para ir a la pulpería a distraerse jugando unas partiditas de truco.

Hombre metódico, que no veía razón alguna para cambiar el martes el programa de vida del lunes, llegó al medio siglo satisfecho, porque balanceando su existencia, hallaba un superávit de satisfacciones sobre las contrariedades inevitables de toda humana existencia.

Su abuelo y después su padre, penaron mucho para redondear las cinco suertes de estancia, bien poblada de vacunos, que le dejaron por herencia. Y él, sin trabajar mayormente, sin ocuparse de otra cosa que de sus parejeros y de sus gallos, vivía feliz, siempre lo mismo. Verdad que de tiempo en tiempo hipotecaba mil cuadras y en otro tiempo después, vendía dos mil para cancelar la deuda, La propiedad mermaba; más eso carecía de importancia desde que él continuaba viviendo del mismo modo, sin alteraciones en sus hábitos, sin restricciones en sus placeres.

Pero llegó un momento en que sólo le quedaban mil quinientas cuadras de campo y en que se vió obligado a vender quinientas para salvar compromisos ineludibles.

Él no quería vender. Tenía la seguridad de que su malacara iba a ganar la carrera atada con el moro de los Gutiérrez, por cien libras, y con eso había más que suficiente para taparle la boca al pulpero.

La patrona se opuso. Cosas de mujeres. ¡Qué saben las mujeres!...

Él, por no hacerse mala sangre, consintió. Y fué así como Bruno Viviani resultó comprador del potrero que un camino vecinal alambrado separaba del resto del campo.

Melgarejo, que experimenta siempre rencorosa antipatía para con todos los que fueron adquiriéndole campos, a quienes consideraba un poco como despojadores —sentía especial malquerencia para el último, a causa de ser éste _gringo_.

II

Bruno Viviani era criollo e hijo de criollos: pero el color blanco de su piel, lo azul de los ojos, lo rubio de sus cabellos, su apellido y, principalmente, su dedicación a la labranza, hicieron que Ventura lo considerara y lo llamara siempre, con expresión despectiva, “el gringo

Viviani”.

Su antipatía y su desdén fueron subiendo de punto cuando vió al nuevo propietario edificar, frente por frente a sus ranchos ruinosos, una linda casita de ladrillo y techo de zinc, un amplio galpón de los mismos materiales, una cocina muy Superior en aspecto y confort a la sala de Melgarejo y un gallinero que le daba cola y luz al galponcito de don Ventura y hasta a la caballeriza de sus parejeros.

—¡Son insolentes estos gringos! —exclamaba mientras, después de siesta y en tanto amargueaha en su sitio habitual, veía ir creciendo y completándose la alegre población.

Juana, la hija mayor del ex estanciero —una china de treinta años, flaca, desgarbada, negra a pesar del revoque de harina y ridícula con su indumentaria: de telas chillonas y multitud de moños y cintas, —con voz agria, filosofó, obserando que Josefa, la esposa del chacarero, una mujer como de cuarenta años, de tez fresca y de aspecto robusto, y su hija Lina, —una rubiecita adolescente, estaban, bajo el sol abrasador de la siesta meneando pala y azada en el iniciado jardín:

—Fijate tata: la mujer y la hija trabajando la tierra como si juesen piones.

—¡Qu'estraño! —agregó Venancia, la segunda hija de Melgarejo, —¡no tienen ni una triste piona!... La gringa y la hija cocinan, arreglan la casa, ordeñan las vacas, amasan, hacen el queso, lavan y planchan la ropa!...

—¿Y sabe cuántos caballos tienen, tata? —interrogó Patricio, mocetón de diez y ocho años que, como su padre, sentía pasión por los parejeros.

—¿Cuántos, ché?

—¡Ninguno!... ¡Dos yeguas, y les dan maíz y cebada y las hacen dormir a rancho como si juesen pingos de ley!...

—¡Qué querés, m'hijo! Los gringos son así. Por eso amontonan plata...

—¡Que yo no les envidio!

—¡Ni yo!

—¡Ni menos yo!...

Viviani y su familia, sin ignorar la hostilidad de sus vecinos, proseguían su vida intensa, despreocupados de los alfílerazos con que les pretendían herir.

Bruno y su hijo César no descansaban en el afanoso cultivo de la tierra. Durante el primer año, antes de morir Septiembre, habían roturado y sembrado cien hectáreas de maíz, diez de alfalfa, cinco de cebada, dos de papas, y todavía les sobró tiempo y fuerza para preparar una buena huerta de hortalizas y plantar cien árboles frutales y quinientos eucaliptos; amén de haber construído un molino surtidor de agua y canaletas y caños de riego.

Sin desmontar de su desdén, por el contrario, acentuándolo, los Melgarejo recurrían frecuentemente a los Viviani, para comprarles papas, cebollas, boniatos, pan y en ocasiones hasta huevos, porque, —explicaban, como las gallinas de ellos eran inglesas finas, la mejor cría de raza de pelea conocida en el pago—hubiera sido herejía comer los huevos.

III

Al entrar el invierno, Melgarejo empezó a encontrarse preocupado. El moro de los Gutiérrez, —¡un sotreta!— le ganó a su malacara la carrera por cien libras; a causa, es cierto, de haber largado mal el corredor del malacara. Pero como a Ventura le constaba que le iba sobrando caballo para ganarle al moro, volvió a firmar compromiso, por la misma suma, para la próxima primavera.

Era una fija.

Así se lo manifestó a Viviani una mañana en que fué a visitarlo para pedirle que le vendiera cien kilos de maíz, destinados al parejero,

—¿Y usted no recogió maíz este año? —interrogó con cierta sorna el chacarero.

—Cuasi nada... ¿Sabe?, la chacra yo se la tengo dada en sociedá al indio Justiniano... qu' es más haragán que un perro... y como yo no puedo vigilarlo, ¿sabe?, por causa'el cuidao de los parejeros,... y también de los gallos... Aura ando por dentrar en una pelea linda con el batará del gallego Inacio... ¡Va ser pelarle la plata'el bolsillo, porque mi pollo giro por la sangre y pu'el estáo, tiene que hacerlo cacariar al calcuta a las primeras de cambio!... Si quiere pichulear unos pesos, metalé no más a mi giro!...

—Usted sabe que yo...

—¡Metalé, no más!... ¡Metalé con confianza! ¡Cuando yo le digo!... Y al propósito, vecino; el domingo que viene es mi santo, y las muchachas han resuelto festejarlo. Vamo a carniar una cerda y un par de lechones y una vaquillona mestiza que ofrecieron trainta pesos por ella, pero que yo la guardé pa comerla con cuero el día e mi Santo... Hay que ser asina. ¿No haya?... ¡Un capricho es un capricho, y un día'e vida es vida!... ¿Contamos con usted y la patrona y los cachorros, dejuramente?...

—Vea...

—¡Sin cumplimiento, amigo, sin cumplimiento!... En la estancia de un gaucho'e ley nunca se cierran las puertas y... cada'uno dentra, carnea lo que quiere, agarra el caballo que le gusta y acampa ande le parece... Si por mí juese, le prendería juego a tuitos los alambraos.

Sonrió discretamente el chacarero, y aceptó, forzado por la insistencia del vecino, la invitación a la comilona.

No escapó a su perspicacia el contento manifestado en la fisonomía de Melgarejo ante su respuesta afirmativa.

—Así me gusta —exclamó el carrerista, tendiendo la ancha mano velluda y sacudiendo efusivamente la mano dura y encallecida del labrador;— digalés a su patrona y la cachorrada que vayan sin cumplimiento... Y ya sabe vecino, en cualesquier cosa que pueda servirlo, no tiene más que ocuparme.

IV

Doña Josefa y Lina, notificadas de la invitación del vecino, no la aceptaron de buen grado. La primera porque, muy mujer de su casa, poco afecta a fiestas, acostumbraba destinar los domingos al cuidado y arreglo de su interior. Y Lina, debido a la poca gracia que le hacían los requiebros, bastante irrespetuosos, con que, de tiempo atrás, la perseguía el hijo de Melgarejo.

Sin embargo, habituadas a respetar las decisiones del jefe de la familia, ninguna de las dos objetó nada.

El domingo, pues, la familia Viviani, hombros y mujeres muy modestamente vestidos, atravesaron la calle medianera. Fueron temprano, con el deseo de “ayudar en algo”.

Los recibió Melgarejo, muy afable, disculpando la ausencia de sus hijas mayores:

—Se están arreglando... ¡Ustedes saben lo que son las mujeres!... Pero pasen p'adentro... con confianza, no más...

Al fondo del patio ardía una hoguera. Diez o doce gauchos-cuervos, de esos que caen siempre al olor de la carniza, se ocupaban en echar, de cuando en cuando, un tronco de árbol al fuego, y después “amargueaban” y “pitaban”” y charlaban de carreras y carpetas, de parejeros y tabas, interrumpiéndose en ocasiones para gritar:

—¡Juera! —y tirarle con un trozo de palo a alguno de los perros, de la bandada de perros que, no satisfechos con los desperdicios de la res, iban a lambisquear los asados que, echados sobre el pasto, esperaban la formación del braserío.

—¡Linda leña! —observó Bruno sin poder disimular la pena que le causaba aquel despilfarro.

—¡Ya lo creo! —respondió con orgullo Melgarejo— puro coronilla y espinillo!... Pero, ¿sabe?, p'hacer un asao con cuero como Dios manda, carece madera'e ley, braza juerte... Si no es al ñudo...

A la izquierda del galponcito donde el dueño de casa retenía, agasajándolo, al chacarero, estaba el horno. Cerca del horno un catre, conteniendo el amasijo, cubierto con varias frazadas viejas. Al lado. un tacho con agua hirviente, donde Julia, la menor de las hijas de Melgarejo, la Cenicienta, sumergía los pollos muertos para facilitar el desplume.

Penaba, la pobre chica, al remover, de tiempo en tiempo, la leña del horno, y al quemarse las manos en el agua hirviendo.

Doña Josefa, condolida, se ofreció a ayudarla.

—No, señora —dijo...

Pero ella no hizo caso. Dobló la pollera, arremangó la bata y:

—Trái, muchacha, trái —dijo bondadosamente...

Julia, con esfuerzos por no lagrimear, dijo:

—El pan no quiere leudarse y el horno no calienta...

Y como en ese momento tomase el rastrillo para avivar el fuego, César se acercó, y, tímidamente:

—Permitamé —dijo...

—No se moleste...

—No es molestia, es gusto.

Al tomarle él, casi por fuerza, el rastrillo, los dedos de sus manos se juntaron y el intenso resplandor que brotó del horno al abrir el mozo la puerta, disimuló el arrebolamiento que aquel fugitivo contacto había producido en sus rostros juveniles, revelación de un mutuo afecto que sus almas inocentes ignoraban, presintiéndolo...

Melgarejo no perdió de vista la maniobra, e indicando a Viviani la atortolada pareja, dijo sonriendo con picardía :

—Lindo casal... ¿No encuentra?...

—Sí; los dos son trabajadores, —fué la juiciosa respuesta del chacarero, quien no concebía nada lindo sin ser productivo, rendidor.

Era ya cerca del mediodía cuando aparecieron Juana y Venancia, presuntuosa y arlequinescamente vestidas. Seguíanlas la negra peona, y otra peona parda y tres o cuatro sirvientillas más.

Al acercarse al grupo formado por los Viviani y Julia, Juana exclamó, fingiendo extrañeza:

—¡Pero usté aquí, ña Josefa!... ¡Y esta animala de Julia que no las'hecho pasar p'adentro!...

—¡Usté disculpe! —agregó Venancia en el mismo tono—; esta muchacha es lo más encevil qui hay y no sirve más que p'abochornarlas a unas!...

—Estoy bien, estoy bien, —respondió la chata Vera, esquivando explicaciones,

Pero ya Juana había cambiado de tema; y después de haberle dado a Lina un beso, frunciendo los labios, —para disminuir el honor y de echar una mirada despreciativa a su modesta indumentaria, exclamó:

—¡Un trabajo pa vestirse!... Aquí en el campo, dejemé, no se puede hallar una costurera medio decente. Nosotras nos vestimos siempro en el pueblo, en casa de la modista madama, pero aura con el apuro, y como tata está tan ocupao con los parejeros y los gallos, no nos pudo llevar...

—Están muy bien —elogió la chacarera.

—¡Callesé!... ¡Unos caches!... ¡Gracias que unas a juerza de güen gusto y de frecuentar la sociedá, puede arreglar un poco!...

—A mí me parece que están muy bien —insinuó tímidamente Lina.

—¡No digas! —respondió Venancia— si aquí, en medio'e los animales, agatas si unas puedemos aperarnos algo. Yo siempre l'estoy diciendo a tata: debemos dirnos pal pueblo, porque aquí unas no tenemos ni con quien alternar... Y tata compriende, pero como el pobre est'atao con sus ocupaciones...

—¿Los parejeros?

—Y los gallos. Los gallos le dan más trabajo todavía...

—¿Pero y vos? —observó Juana dirigiéndose a Julia, —¿no pensás ir arreglarte un poco?...

—Ya voy —respondió medio sollozando la chica.

—¿Quiere que la acompañe? —murmuró en voz baja, afectuosamente, Lina.

—Güeno —dijo ella; y después, mientras se alejaban:— Usté es güena... Nadie es güeno conmigo...

V

Melgarejo acentuaba el cultivo de su amistad con Viviani. Ya le había comprado a crédito, amén de varias partidas de papas, pan, manteca, hasta leche, —porque sus vacas no daban casi nada— unos cuantos centenares de kilos de maíz y alfalfa.

—Aura, cuando gane la carrera con el tordillo, —¡qu'es robo! —arreglamos.

El día de la carrera del tordillo, Melgarejo imponía con su parada. Había limpiado bien, con tiza y aguardiente, sus prendas de plata, y no veíase en la cancha “herraje” más lujoso ni gaucho más apuesto.

Entrando a la trastienda de la pulpería para pagar la convidada a unos amigos y admiradores, quedó gratamente sorprendido al ver a Viviani, quien habíase quitado el cinto y contaba unas libras al pulpero.

—¡Hola, amigazo! —exclamó con alborozo el carrerista.— ¿Usté también viene a echar unos pesitos a las patas de mi tordillo?...

—Yo...

—¡Ya sé! no juega, pero cuando es una fija, como esta...

Y acercándosele, al oído:

—Puede dar cinco a tres con toda confianza... ¡Y metalé, no más! ¡metalé sin asco, que nos vamos a rejuntar tuita la plata'el pago!...

—No, don Ventura; yo no he venido a jugar, yo no juego, —respondió Bruno.

—¿Y esa plata? —interrumpió desconcertado Melgarejo.

—Es para pagar el seguro contra el granizo.

—¿El seguro?

—Sí. Tengo mucho trigo sembrado y no quiero exponerme a perder mi trabajo por no exponer unos pesos que me pongan a salvo de lo que puede venir...

—¡Del granizo!

—Sí.

—¿Y si no viene?... ¡Le habrá tirao un montón de libras a los gringos!...

Y como aquello fué dicho violenta, despreciativa, ofensivamente, Viviani respondió con energía:

—¡Vale más que tirarlas a las patas de un caballo, vale más que gastarlas en beberajes!...

Melgarejo empalideció, sintiendo tentaciones de hacer un disparate, dando al fin satisfacción a su corazón amargado por la prosperidad de aquel “jentuza”; pero se contuvo.

—Cada uno piensa a su modo —dijo.

—Así es —respondió pausadamente Bruno.

Por designios de la fatalidad que se empeñaba en perseguir al estanciero arruinado, el tordilloperdió la carrera. Fué un rudo golpe para Melgarejo; y lo peor es que, en la absoluta seguridad de un fácil triunfo, había hecho sobre palabra varias apuestas crecidas, que le iba a ser imposible saldar, al menos de inmediato.

En el apremio, y venciendo instancias morales, fué en busca de Viviani, quien en esos momentos, realizada su póliza del seguro, se disponía a partir, sin preocuparse de la bulliciosa fiesta campesina. Le contó su caso y terminó diciendo:

—¿No podría emprestarme un par de cientos de pesos?... Por pocos días, hasta que yo agencie dinero... usté sabe que tengo con qué responder...

—Siento mucho —respondió el chacarero— no poderlo servir, pero no tengo dinero disponible.

—El pulpero no le negaría, si le pidiese, una porquería así...

—Tal vez que no; pero,... disculpe, ni para mí hago nunca deudas.

—Está bien —respondió con voz sorda Melgarejo—¡la culpa tengo yo, de no darme mi lugar y ser demasiado gúeno!...

Viviani se encogió de hombros y partió sin responder al petulante apóstrofe del carrerista...

VI

Habían transcurrido cinco años. La casita blanca del chacarero estaba entonces, —rodeada ya de árboles, ataviada y perfumada con las plantas del jardín— sola, a la vera del camino.

Los viejos ranchos de la vieja estancia de los Melgarejo habían desaparecido. Frente a las habitaciones del cultivador, se extendía como ún manto de oro triunfal, enorme manto de trigo en flor.

De la antigua familia sólo quedaban el jefe y su hija menor. Julia. Su hijo varón, Patricio, purgaba en la penitenciaría un homicidio cometido bajo la influencia del alcohol y de las pérdidas al juego; Juana, burlada por un jovencito que supo explotar su romanticismo ridículo, se suicidó tragándose las cabezas de media gruesa de fósforos; Venancia desapareció del pago llevada en las ancas del caballo de un matrero...

Melgarejo tuvo al fin que rendir su orgullo.

Todo su campo pasó a manos de Viviani, y él mismo hubo de aceptar la hospitalidad que le daba su yerno.

Porque César y Julia se habían casado, dos años antes.

Melgarejo siguió madrugando, aún cuando ya no tuviese parejeros mi gallos que cuidar. No le faltó nunca el churrasco y el amargo para el desayuno, y en más de uña ocasión musitó mientras cortaba un trozo de carne:

—¡Pensar que si no juese por la gurisa Julia, yo, Ventura Melgarejo, el último'e los Melgarejo, a est'hora mo tendría un pedazo'e pulpa pa llevar a los dientes!... Y en cambio, ahí está el gringo, enriquecido, orgulloso... ¡Si en esta tierra hay que ser gringo pa prosperar!...

—No, —rectificó su yerno, que se había acercado por detrás— no, tata: hay que ser trabajador, modesto, ahorrativo; hay que cultivar la tierra para que nos dé el sustento del cuerpo y el alma, para que nos proporcione los placeres domésticos, que son los más grandes, que son los únicos, al fín... Quien vive dentro de su casa y dentro de su alma, difícilmente se muere de

hambre ni de tristeza...

El viejo guardó silencio. Luego dijo:

—Pueda ser que tengás rasón, ¡Pero si a uno no le ayuda la suerte!... Ahí tenés: si no hubiese sido por la adversidá que m'hizo perder tres carreras y cinco riñas seguidas, a esta fecha yo habría levantao cabeza.. ¡Pero es al ñudo, todo depende'e la suerte!...

Pausada, serena, sentenciosamente, el mozo

respondió:

—La suerte es una palabra sin sentido: la suerte la llevamos en nuestras manos y sólo es infeliz quien no sabe ser feliz...


Publicado el 31 de agosto de 2025 por Edu Robsy.
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