Hormiguita

Javier de Viana


Cuento


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Era una pobre muchacha, muy delgada, muy pálida, con lacios cabellos negros, con grandes ojos tristes, con finos labios amargos. Era una pobre muchacha, débil como un tallo de flechilla, insignificante como uno de esos pajaritos sin colores, sin voz, casi sin vuelo, que nacen, viven y mueren en la húmeda obscuridad de los pajonales.

Llamábase Tomasa y la llamaban «Hormiguita». Se había criado en la estancia como un cachorro flaco, que caído sin que nadie supiera de donde, nadie se preocupa de averiguarlo; era como esos yuyos que nacen en lo alto del muro del patio: como no lucen, ni sirven, ni estorban, pasan inadvertidos.

Tan pequeña, tan silenciosa, hablando rara vez y con voz incolora y débil, deslizándose más que marchando, en rápidos saltitos de chingólo, nadie se daba cuenta de la enorme labor ejecutada al cabo del día por la humilde «Hormiguita». Ella ordeñaba, levantándose con la aurora; ella hacía diariamente un queso: ella amasaba todos los sábados; ella dirigía las comidas; ella cebaba todas las tardes, el amargo para el patrón, y el dulce con azúcar quemada, para la patrona y las niñas.

Y concluido el trajín diurno, recogida en su pieza, no se acostaba antes de un par de horas de trabajo de aguja, recomponiendo sus ropas, confeccionándose alguna prenda humilde.

Cuando habla baile en la estancia, o cuando las niñas iban a algún baile en estancias vecinas, «Hormiguita» pasaba lo mas del tiempo «ayudando», ofreciéndose para cebar el mate, hacer el chocolate o servir los refrescos.

Nadie le hacia caso; los mozos todos parecían guardar para ella algo más hiriente que el desprecio: la indiferencia. Con su carita triste, con su aire de inocencia irreductible, con su cuerpecito insignificante —más insignificante aún dentro de la bata lisa, de la pollera lisa, de colores obscuros y sin ningún adorno— con su vocecita de chicuela humilde, con su andar rápido y silencioso, pasaba por todas partes sin que ninguno la viera: era una cosa.

A veces, en los bailes, algún estanciero maduro, condolido, la sacaba para una danza dormilona o una mazurca aburrida. Ella seguía, sin demostrar placer ni agradecimiento, sin ruborizarse con las zafadurías inofensivas, con las alusiones picantes de su viejo caballero: no comprendía nada, no le impresionaba nada, ni nada abría brecha en su suprema inocencia, en la frialdad de su cuerpo insexual.

Hasta los viejos concluyeron por considerarla una cosa, tornándose en proverbio la frase de uno de ellos:

—«Bailar con «Hormiguita», es los mesmo que bailar con una silla: es desabrida como sandia pasmada!...»

Tomasa tuvo conocimiento del dicho y no protestó, no se ofendió: continuó siendo el mismo ser indiferente, trabajador y resignado, para quien la vida es buena, merced a la máxima sabiduría de la conformidad.

En sus ojos, pregoneros de adorable inocencia, de humildad extrema, jamás un relámpago de odio, de encono, de despecho, de rebeldía, llegaba a interrumpir el sosegado crepúsculo de una dulce y apacible tristeza; sus labios demasiado finos, demasiado pálidos, demasiado fríos para servir de nido al beso, tenían el dejo amargo de esas frutas del monte en quien nadie repara; pero sin asomo de rencor, de envidia, o de protesta.

Era como una de esas florecitas del campo, que nacen en la mañana para morir en la tarde bajo el casco de un potro o la pezuña de un buey, de igual modo inadvertidas en la vida y en la muerte.

Sin embargo, llegó un tiempo en que Pedro un paisanito de las cercanías, comenzó a mirar a la Cenicienta con ojos de ternura. Buscaba, muy discretamente, hallarse solo con ella y en las raras ocasiones en que lo lograba, aventurábase, también muy discretamente, en amorosos interrogatorios, en tímidas insinuaciones.

La «Hormiguita» no comprendía nada. Como jamás pasó por su mente la idea de que pudiese haber un hombre que la amara, como no entendía una sola sílaba del lenguaje del amor, las palabras del mozo resbalaban sobre su alma cual resbala la suave brisa de las madrugadas sobre la blanca escarcha del bajío.

Tan grande ignorancia, tan extreana inocencia, fueron convirtiendo en pasión la primitiva simpatía del mozo.

Una tardecita, encontrándola sola en el lavadero, se atrevió a ser explícito.

—Tomasa... ¿si usted quisiera ser mi mujer?...

—¡Callesé!... Ya sabe que no me gustan las bromas.

—No es broma: yo le hablo en serio —y como el mozo se acercase tratando de tomarle una mano, ella la rechazó diciéndole:

—¡Sosieguesé!... Vaya por ahí, que sobran mozas lindas y dejemé a mí que soy...

—¿Qué sos?

—La hormiguita —exclamó, rompiendo a llorar.

—¡Sos la más buena, la más pura, la que yo quiero! —dijole Pedro estrechándola entre sus brazos cariñosamente.

«Hormiguita» resistió todavía un buen rato, negándose a creer en la sinceridad de Pedro.

Al fin, vencida, cedió; protestando, sin embargo, contra el plazo de un mes señalado por él mozo para realizar la boda.

—Es muy corto —dijo.

—A mí me parece muy largo; pero haré lo que vos quieras. Sañalalo vos...

—Güeno, pa...

—¿Pa cuándo?

—¡No sé!... Venga mañana aquí, a esta mesma hora y le contestaré.

—Bien. Hasta mañana... mi hormiguita.

Pedro depositó un beso ardiente en los labios fríos y apretados de la muchacha y partió.

Ella permaneció en el mismo sitio, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, el seno palpitante, los ojos fijos en el suelo y con el rostro arrebolado.

Al día siguiente, muy de madrugada, se fué corriendo hasta el rancho de ña Filomena, distante unas cuadras de la estancia. Ña Filomena, medio bruja, medio «médica», la recibió cariñosamente.

—¿Qué te pasa m’hijita, qué te pasa que trais esa cara de potrillo asustao?...

Hormiguita le contó lloriquieando la extraña aventura de la víspera, y la vieja respondió riendo socarronamente:

—Lindo, pues, lindo no más...

—Es que...

Y entonces Tomasa, siempre llorando, se acercó y murmuró unas palabras al oído de la bruja. Esta alzó los brazos al cielo y exclamó escandalizada.

—¡Pero muchacha!... ¡Otra güelta y ya van cuatro!...


Publicado el 17 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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