La estancia quedaba muy a trasmano, casi en el fondo de la horqueta formada por el caudaloso Ibiracoy y su feudatario el Pintado. El único camino que cruzaba el dominio hacíalo a cerca de dos leguas de “las casas”, y por tales circunstancias eran contados los forasteros que llegasen a ellas.
El arribo de alguno, —anunciado con larga anticipación por las “toreadas” de la guardia perruna,— producía, si no alarma, recelo en la población de aquel descampado...
En lluvioso atardecer de julio comenzó a ladrar desaforadamente la jauría; y el patrón —quien, en rueda con el capataz y los peones, aprestábase a pegar el primer tajo en el dorado costillar,— prestó oído y dijo:
—Viene gente.
—Parecen varios —observó el capataz.
—No; es uno sólo. El chapaliar del campo empapado engaña.
Empero, no obstante la respetable opinión del patrón, todos se cercioraron de que llevaban las armas al cinto...
—¡Ave María Purísima!...
—Sin pecado concebida... Abajesé.
Desmonta el forastero. Tiende la mano a todos e interroga:
—Si me permite hacer noche... vengo de lejos y con el caballo pesadón...
—Desensille no más, y ate a soga pa la zurda’e las casas, que hay güen pasto...
Retorna el viajero; echa el apero en un ángulo del galpón, se quita el poncho, que chorrea agua, lo extiende sobre una pila de cueros vacunos y se acerca a la rueda, al calor del hogar.
Es un hombre como de cuarenta años. Su rostro, que expresa en alto grado la energía criolla, está intensamente pálido. Ancha venda cubre la frente y el ojo derecho. La venda está manchada de sangre, denunciando una cuchillada reciente...
Se cena. Luego circula el amargo. Se habla.
—Ha llovido mucho... Los arroyos deben venir creciendo juerte...
—Vienen repuntando ligero, —responde el huésped;— el Caraguatá lo bandié a bolapié, y en el Ibiracoy boyé un trecho. Maliseo que a estas horas ya no ha’e dar paso.
—¿Usté es baquiano pu’estos pagos?
—Soy oriental: un oriental es baquiano en tuitas partes...
Cuando empezaban a ensombrecerse los rubíes del fogón, uno de los peones encendió la “luminaria”, —una esponja de campo embebida en grasa de potro y puesta en el interior de una guampa de toro;— cada cual tendió la cama con su apero. El huésped lo mismo.
—¿Apago?...
—Cuando guste.
—Güenas noches.
—Güenas.
Rojearon las barras del día.
El capataz, siempre el primero en “poner los güesos de punta”, sopló el trasfoguero, amontonó unas ramitas, avivó con un trozo de sebo, arrimó la “pava” y preparó el cimarrón.
Natalio, el más glotón de la comandita, ensartó el churrasco en el asador.
En tanto el forastero fué a recoger su caballo de la soga; ensilló y volvió al galpón. Cimarroneó, churrasqueó, y luego, tendiendo la mano al patrón, dijo con voz altiva:
—Gracias; y perdone el incómodo.
Montó a caballo y se fué...
Nadie le había preguntado su nombre, ni su procedencia, qué hacía y a dónde iba.
Hospitalidad gaucha. Hospitalidad bíblica.