¡Imposible!

Javier de Viana


Cuento


En aquel día el sol había hecho lo de un viejo quemado por el rescoldo de ardientes pasiones juveniles: todo el día, pero todo el día, desde la hora de ordeñar hasta la hora de acostarse las gallinas, estuvo derramando oro líquido sobre las colinas y los valles. Al caer la noche, los pastos, borrachos de luz, pálidos, ajados, se doblaban sobre sus tallos esperando la ducha restauradora del rocío nocturno.

En el cielo, las Tres Marías iban elevándose muy lentamente; y en rumbo opuesto, el Lucero, «rastaquere» del firmamento, centelleaba como brillante de coronel brasileño y avanzaba con cautela a fin de hallarse en el cénit, justo a media noche. Al sur, la Cruz Americana abría los brazos a una multitud de estrellas menores, en tanto, a su izquierda, el Saco de Carbón dibujaba tres sombras irregulares, sobre la sombra regular del todo de la tierra.

A lo lejos parpadeaba Venus en guiños de coqueta; y más lejos aún, en lo remoto de lo remoto, Sirio, sultán celeste, dominaba con el sereno fulgor de su pupila a la luz de las pupilas temblorosas de las estrellas de su harem.

Un enjambre de luces taraceaba la bóveda obscura; una diversidad de luces; blancas algunas, como gotas de argento, como ascuas otras; serenas luces de planetas, padres de familia; luces inquietas de soles vírgenes; luces infantiles de asteroides y luces opalinas de nebulosas, que pasean por el espacio con orgullosa desvergüenza el vientre inflamado en su preñez de mundos.

La luna demoraba en salir.

Tras los montes, la divina pastora juntaba nácares, perlas y lirios, esperando que el aliento de los prados y de las selvas hubiesen perfumado el ambiente, que se acallaran todos los rumores de la vigilia afanosa, a fin de que pudiese llegar hasta ella la elegía de los suspiros y la endecha de los besos.

La luna demoraba en salir.

El suave aroma de las glicinas se confundía con el penetrante perfume de los naranjos en flor.

Bajo la bóveda de enredaderas lujuriantes había un banco rústico, dónde él y ella, reunidos por el caprichoso oleaje de la vida, meditaban, —después de haberse leído mutuamente,— en la fatal equivocación de sus existencias. Él, que había pasado su tiempo regando una roca, vió en los ojos azules de ella la profunda melancolía de un sueño malogrado.

Era un silencio aromático y obscuro, en el cual aquellas dos almas tristes se besaban sin saberlo y sin desearlo.

No hablaban. En la quietud solemne de la noche aromatizada con el aliento de los jazmines y jacintos, las rosas y los claveles, los nardos y los lirios, los blancos azahares y los caireles lila de las glicinas, en aquel búcaro fragancioso, se inmovilizaba el sentimiento.

La primera palabra rompería el encanto. Al hablar, los labios buscarían los labios para un beso imposible, asustando a los espíritus que estaban deliciosamente juntos, un pico con otro pico, una ala sobre otra ala. Unidos así surcaban el espacio en un consorcio ideal. Pasando estrellas, desgarrando nubes, bogaban en lo infinito, estremeciéndose en espasmos amorosos, sordos al hoy, cerrados los ojos al mañana, lograron olvidar un momento el saco de miserias del pasado y el odre de miserias del futuro.

Nacidos el uno para el otro, se habían encontrado demasiado tarde, cuando ya sus existencias habían cavado sus cuencas irremediables, en lineas paralelas, conductoras las dos al mar del desengaño.

Sin embargo, tuvieron un instante de adorable olvido. Sin buscarse, las manos se juntaron y se oprimieron; las pupilas azules sobre las negras pupilas del atormentado... En ese instante se amaron hasta el punto de hacer crujir sus almas en lo frenético del abrazo!...

La luna tardaba en salir.

Él tenía cuarenta años; ella tenía treinta. En la sombra perfumada, comenzaban a olvidar deberes y una fuerza irresistible los atraía. Sus dedos se oprimían mutuamente, los labios, cerca de los labios, temblaban ganosos de soldarse en un beso. Ambos pensaban que la felicidad estaba allí, a un paso. Era el abismo. Dar cariño, triturarse en las aristas de las rocas, desangrar en los lastrales, ser arrastrados luego, como pedruzcos por las aguas del torrente... ¿qué importaba?...

La luna apareció en el cielo.

Él dijo:

—«Mañana debo partir.»

Y ella:

—«¿Por qué partir?».

—Porque antes de que la luna se haya hundido en el ocaso, y antes de que las glicinas y los naranjos hayan consumido el perfume de sus incensarios, me habrá olvidado usted. Si así no fuese, yo quedaría para observar, para admirar la luna, siempre contento, siempre feliz, recibiendo la luz de sus ojos, aunque lejos, muy lejos, uno de otro.

—Y cuando la luna se va, cuando la luna se esconde, cuando no hay luna ¿qué hará usted?

—Pensar en ella.

Instintivamente, los cuerpos se acercaron; las manos se oprimieron con fuerza; los labios de ella y los labios de él se encontraron a un milímetro de distancia; pero en ese mismo instante, la luna plena derramo una lluvia de luz blanca sobre el lila de las glicinas.

Ella dijo:

—¿Ama usted el cielo?

Y él:

—Mucho.

—Yo también... Busco eternamente en él dos angelitos, hijos de mis entrañas, devorados por la tierra, que deben aletear en lo azul.

Él sintió frío. Ella se puso de pié, arrancó un racimo de flores de glicina, y, pálida, muy pálida, dolorosamente pálida, murmuró arrojando la flor al suelo:

—¡Imposible!

Él guardó silencio, y luego, con infinita melancolía, respondió:

—Si, imposible... ¡La felicidad es siempre imposible!...


Publicado el 7 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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