Jugada Sin Desquite

Javier de Viana


Cuento


Había llovido hasta fastidiar a los sapos.

Todo el campo estaba lleno de agua. Las cañadas parecían ríos; parecían cocineras pavoneándose con los vestidos de seda de las patronas ausentes.

En la chacra recién arada, cada surco era un flete argentado qué hizo decir al bobo Cleto:

—¡Mirá che!... Parece el papel con rayas que venden los turcos pa escribir a la novia!...

No habiendo nada que hacer en tanto no bajasen las aguas y se secasen los campos, la peonada se lo pasaba en el galpón, tomando mate, jugando al truco o contando cuentos; engordando.

Algunos, aburridos de «estar al ñudo», mataban el tiempo recomponiendo «guascas». Entre estos hallábase Setembrino Lunarejo, un forastero.

Había caído al pago unos seis meses atrás. Pidió trabajo.

El capataz lo observó atentamente; le gustó, la estampa del mozo y como le hacía falta gente para una monteada, preguntóle:

—¿Si quiere ir a voltear unos palos?... ¿Sabe?

—Yo sé hacer todo lo que saben hacer los gauchos,—respondió con altanería. Y después, sonriendo enigmáticamente:

—Y hoy por hoy, pa la salú, prefiero trabajo e'monte.

El capataz había comprendido perfectamente y sin entrar en averiguaciones indiscretas, lo tomó.

Como resultara excelente, al concluirse el trabajo de monte le ofreció tomarlo como peón de campo, y él aceptó, haciendo la advertencia de que era posible alzara el vuelo el día menos pensado.

Buen compañero, siempre servicial, Setembrino no intimaba con nadie, sin embargo. Sin ser huraño, su reserva era extrema y sólo cuando las circunstancias lo exigían, tomaba parte en las conversaciones de los camaradas, ni tampoco en sus diversiones..

Pedro Lemos, que sentía por él una gran simpatía, tentó muchas veces, inútilmente, arrancarle el secreto de su taciturnidad o arrastrarlo a bailes y jaranas.

Nunca solicitaba nada. Si se encontraba sin tabaco era capaz de pasarse el día sin fumar, antes de pedir un cigarrillo.

—Lo vi'hacer compadre, por lo poco pedigüeño,—le dijo Pedro un día; y él respondió sonriendo:

—Siamos compadres..

Desde entonces se daban siempre ese amistoso tratamiento.

Aquella tarde Setembrino había permanecido completamente alejado del grupo, absorbido en la tarea de «armar» unos «corredores».

—Compadre—le gritó una vez su amigo—acerquesé, que el cimarrón está muy lindo.

—Gracias, compadre: nu'ando bien de las tripas.

Un tiempo después, otro ofrecióle:

—Un trago e'caña amigo Setembrino.

—Gracias; yo no sé beber.

Como estaban habituados a su modo de ser, nadie insistió. La tertulia proseguía alegre, cantando cada uno una aventura más o menos chistosa, más o menos trágica. Y ya iba languideciendo la conversación, cuando Lemos se levantó y yendo hasta donde estaba Lunarejo, le dijo:

—¿Y usté no tiene nada que contar, compadre?

—Nada, compadre: ni plata.

—Parece mentira,—prosiguió Pedro;—yo no puedo comprender un gaucho que nunca haya jugao ninguna carrera.

—Una vez dentré en una,—respondió el forastero con casi imperceptible amargura;—dentré en una y la perdí... Dispués no he vuelto a correr más.

—¿Ni siquiera pa dir pu'el desquite?

—Hay jugadas que no tienen desquite, compadre.

Empezaba a oscurecer. De sopetón, sin que los perros hubieran dado aviso, tres hombres emponchados se presentaron en la puerta del galpón. Los gauchos se asombraron, reconociendo que eran policía, pero no la del pago. Instintivamente todas las miradas se fijaron en Setembrino, quien se había puesto de pie y había hecho ademán de sacar armas. Pero en seguida bajó la mano y quedó tranquilo.

El jefe de los policianos se adelantó y saludando a los peones dijo, señalando a Setembrino:

—Vengo en busca d'este hombre...

Y avanzando, unos pasos, agregó:

—Hace un año que lo andamos buscando p'arreglarle unas cuantas cuentas.

Tranquilo, con acento ligeramente irónico, Lunarejo replicó:

—Mientras los anduve matreriando, y después que los disparé a balazos en dos ocasiones, no me buscaron muy de cerca.

—¡Date a preso!—gritó el sargento apuntándole con su revólver.

—Me entrego—respondió el forastero—y luego, dirigiéndose a sus camaradas:

—No vayan a creer que soy ningún b andido...

Un hombre me ofendió; lo pelié y lo maté... Nada más... Tome mis armas sargento y cuando quiera puede arriarme...

El policía, dominado por la serenidad del criminal, exclamó:

—¡No hay tanta priesa, amigo!... ¡No es puñalada e'pícaro!... Yo sé que usté era hombre güeno...

—Y que dejé de serlo cuando se me atravesó un pícaro... completó sonriendo el gaucho, quien luego, acercándose de nuevo a Pedro y poniéndole la mano en el hombro, le dijo solemnemente:

—Mi mujer me engañó. La maté y maté a su amante... ¡Ya ve, compadre, qu'esa jugada no tiene desquite!...


Publicado el 7 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.