Jugando al Lobo

Javier de Viana


Cuento


Para Luis Vittone, mi excelente intérprete y buen amigo.


Entre el azul de ideal del cielo y el verde sativo de las colínas, el sol esparcía su cálido polvo de oro, que á ratos besa y á ratos muerde, con la ternura y con la brutalidad de un padrillo encelado.

El exceso de luz enceguecía y embriagaba, impidiendo el más leve esfuerzo. El silencio absoluto y la inmovilidad de los seres y los árboles, daban la sensación de que la vida se hubiese suspendido repentinamente.

No soplaba una brisa ni aleteaba un pájaro en la atmósfera hecha ascuas.

En la estancia, todo el mundo dormía. Es decir; todo el mundo no. Aurelio, Lucas y Matías, se paseaban silenciosos, del patio á la cocina y de la cocina al galpón, sin que la rabia solar mortificase sus cabecitas descubiertas, ni sus pies desnudos.

La siesta no había sido inventada para ellos; le profesaban odio á la siesta, cuya terminación constituía el más grande de sus deseos, á fin de que llegara cuanto antes la hora, ansiosamente esperada del baño en el arroyo.

Los pobres chicos, el mayor de los cuales solo contaba ocho años, no tenían sobra de diversiones en la casa. Hacía diez meses que había muerto la madre y las preocupaciones del padre le alejaban continuamente de ellos.

Él los adoraba y los chicos correspondían al afecto de aquel «tatita» siempre bueno y cariñoso y complaciente con ellos.

Siempre fué así, pero tornóse más extremoso desde la noche trágica en que trajeron en el carrito aguatero, bien envuelta en un poncho, á la madre, inesperada y misteriosamente fallecida en el cercano rancho de la vieja Polidora.

A partir de esa fecha ingrata, don Ricardo consagraba todos sus momentos libres á jugar, conversar, reir y llorar con sus chicos. Cuantas veces necesitaba ir á la pulpería, regresaba con las maletas llenas de cosas á ellos destinadas; ropas, juguetes, golosinas.

Sin embargo, á los pequeños nada les divertía tanto como el baño. Cuando el padre, levantado de la siesta, iba al galpón para amarguear, rodeábanle los pergenios, inquietos é insinuantes.

—¿Tatita, ensillo ya el petizo? preguntaba el mayor.

—Tatita, ya está bajando el sol,—advertía el segundo.

—¿No vamo, tatita?—balbuceaba el más chico.

Y el padre, besando á uno, acariciando á otro, sentía disminuida la pena que eternamente ensombrecía su faz noble y bondadosa, y contestaba afable:

—Tuavía no, m’hijitos... dejen qu’el sol tranquée un poco más...

Dóciles, pero incapaces de dominar la impaciencia, los niños corrían para ir á observar el sol, cuya marcha perezosa les indignaba.

Luego era una alegría enorme y bulliciosa, cuando el padre ordenaba ensillar.

En medio de charla interrumpida, llegaban al arroyo. Quitado el freno á los caballos para que pacieran bajo la sombra de los pintangueros, encaminábanse al borde de la laguna, sobre cuya playa arenosa tendían los cojinillos. Don Ricardo comenzaba á desnudarse lentamente y aun hallábase á medio desvestir, cuando ya los chicos, en cueros, gritaban y brincaban sobre la arena.

Por fin, el padre llegaba á la orilla del agua; mojaba los dedos, santiguábase y corriendo un poco zambullía estrepitosamente. Regresaba entonces y los pequeños se lanzaban á su vez al baño ansiado. En seguida, daba comienzo á la diaria y siempre aplaudida fiesta: don Ricardo, haciendo de lobo, zambullía acá, aparecía allá, cogiendo de una pierna, bajo el agua, tan pronto á uno, tan pronto al otro, y ellos, los perros, lo rodeaban, lo perseguían, riendo con inmensa alegría.

Ocurrió una tarde que mientras estaban entretenidos en la habitual jarana, advirtieron, no sin sorpresa, un insólito bañista, que emergía en medio de la laguna, en lo hondo, en lo profundo, sosteniéndose sobre la linfa correntosa sin esfuerzo aparente.

Don Ricardo debió reconocerlo y debió causarle su presencia una agria impresión, por cuanto su rostro descompúsose tomando extraño aspecto de cólera extraordinaria. Súbitamente, lánzóse al cauce y braceando con vigor llegó hasta donde el otro parecía esperarle, provocándole con desdén.

Desde la playa, inmóviles, las criaturas quedaron un momento sorprendidas con aquella interrupción de su juego. Escarbando la arena fina y blanca con sus piesecitos tostados por el sol, observaban.

Y observaban un curioso espectáculo: en mitad del arroyo, los dos hombres habíanse trabado en furiosa pelea. Entrelazados los cuerpos, buscábanse las gargantas para estrangular, para sumergir, para ahogar... A instantes hundíanse y tornaban á salir á flor de agua, rodeados de un colchón de espumas producidas por sus pataleos. Por momentos veíanse mezcladas sus cabelleras, largas y negras como crines, y algún reflejo del sol muriente, con dificultad insinuado por entre las tupidas ramazones de la selva, daba brillo feroz á las pupilas dilatadas al máximum... Y volvían á hundirse, y volvían á salir y á bregar con soberbio encarnizamiento, que hacía pensar en singular lucha de saurios monstruosos en el silencio oceánico de las edades remotas...

Y desde la playa, los chicos, encantados, palmoteaban y gritaban:

—¡Dos lobos!... ¡Tatita pelea con otro lobo!...

Estaban contentísimos con la variante introducida en el programa. Tatita les proporcionaba una diversión nueva y ellos aplaudían hasta llorar, al buen tatita.

Los dos lobos tornaron á sumergirse, y esta vez demoraron mucho bajo el agua. Al fin salió uno, el forastero, que por un momento viró á impulsos de la corriente. Luego, con fatiga, con pena, braceando dificultosamente, llegó á la opuesta orilla y desapareció entre los árboles de la ribera.

Los chicos esperaron la salida de tatita. Vieron que el agua, río abajo, formaba gorgoritos; y los gorgoritos marchaban, marchaban, todo á lo largo de la laguna y se continuaban en el recodo angosto...

Tatita no salía. Las sombras iban invadiendo el bosque. Las palomas regresaban al nido; los pájaros cantaban la triste cantinela del crepúsculo; el blanco hacíase gris, el verde, violeta, y el silencio comenzaba á pesar como una cosa material.

Y los chicos, que instintivamente se habían juntado, abrazado, formando un grupo, con sus cuerpecitos desnudos, tiritaban de frío y sentían llenárseles de lágrimas los ojos siempre fijos en el agua inmóvil, esperando ver surgir al padre.

Y la noche, la horrible noche seguía cayendo lentamente sobre la mudez del campo.


Publicado el 21 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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