Justicia Humana

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Victoriano Martínez.


Ya no se veía más que un pedacito de sol,—como un trapo rojo colgado en las crestas agudas de la serranía de occidente,—cuando don Panta, echando la caldera sobre el rescoldo y el mate al lado, apoyando en el pico de aquella la bombilla de éste, ordenó al decir:

—Vamos p'adentro, qu'el día está desensillando.

Cruzaron el patio, entre ortigas, malvabiscos, vértebras y canillas de carnero; y tras un puntapié dado al perro que dormitaba junto a la puerta y que salió gritando y rengueando, patrón y huéspedes entraron en el comedor de la estancia.

Los tres invitados rodearon la mesa y permanecieron de pie, el sombrero en la mano, los brazos caídos inmóviles.

En eso entró la patrona, una china adiposa y petiza que andaba con un pesado balanceo de pata vieja. La saludaron; los gauchos pidieron permiso para quitarse los ponchos y las armas; se sentaron; la peona trajo el hervido; cenaron. Durante la comida, la patrona se mostró disgustada, y no era para menos ¡no había podido entablar una conversación! Primero habló de la mujer del pulpero López, que era una gallega sucia, y los invitados respondieron a coro:

—Sí, señora.

Luego dijo que las hijas de don Camilo se echaban harina en la cara, no teniendo para comprar polvos y reventaban pitangas para darse colorete; y los gauchos tragando a prisa un bocado, atestiguaron diciendo:

—Sí, señora.

Después manifestó la mala opinión que tenía de la esposa del vecino Lucas; su indignación por la haraganería de las hermanas Gutiérrez; la repugnancia que le causaba la mujer de Fagúndez y el asco que sentía por la barragana del comisario. Y los invitados mascando, mascando, respondían siempre:

—Sí, señora.

A ella le dió rabia. ¡De ese modo, sin que nadie apadrine, no se puede hablar mal del vecindario! Y, pues, no se puede hablar. ¡Vaya una sociedad!... Don Panta el esposo, callaba zorrudamente, y tragaba con avidez, agradecido a los visitantes que impedían cayese sobre él el eterno mal humor de su consorte, mal humor que le dejaba sin comer cuatro días en la semana.

Concluida la cena, la patrona recogió los platos, golpeándolos; y al retirarse y dar las buenas noches, envió a su esposo una mirada furibunda. ¿Por qué?... El infeliz no había hecho nada, pero ella presentía que había de pasarse un rato charlando, jugando, divertido, y esto la mortificaba extremadamente. Al despedirse, gritóle a la peona:

—Apagá el fuego y cerrá la cocina con candao y traime la llave.

El patrón pensó: ¡no hay amargo!—y mirando para la alacena vio que habían desaparecido la botella de caña y los naipes.

El pobre hombre resopló, clavó los codos en la mesa, se arañó la carne entre las barbas espesas, y dijo:

—¡Pucha! ¡Es triste ser maula!...

Uno de los huéspedes, intrigado, preguntó:

—¿Por qué dice eso?

—Por lo del pobre Lemos. ¿No saben?

—No.

—Pues, Lemos, aquel muchacho, ahijao de ño Pedro, el domador, que supo vivir entre los Mandisovices, y que se disgració de mulita y lo han sentenciao la muerte.

—¿Pa muerte?... ¿Y qu'hizo?...

—Van a ver. Lemos se había casao con una moza bien parecida, hija'e un chacarero'e San José'e Feliciano. El muchacho, aunque es mala la comparación, era como güey pal trabajo, moderao, sin vicios, y prosperaba. Un día cayó al pago Villafán aquel indio asesino, terror de Montiel y que en el mesmo Chajarí degolló una criatura y le tiró la cabeza a la madre, que no le había querido un envite, diciéndole: "A yegua flaca hay que matarle el potrillo". Güeno: este Villafán llegó un día a lo'e Lemos, y hay no más se hizo dueño 'e casa. Lemos el pobrecito le tenía miedo. Yo no sé si su mujer le tuvo miedo también, pero... Él quería mucho a su mujercita ¡pucha si la quería! y supo y dejuramente la sangre le corcobiaba; pero el pucho era blandito y tenía que conformarse con mascar juego y tragar yel. Villafán, de verlo tan gallina, le encomenzó a tomar asco, y d'ihai, a afrentarlo en tuita forma. En una ocasión, en la pulpería'el gallego Pintos, lo mandó que le desensillara el caballo y como no anduviera ligero...—¡por esta cruz de Dios que es verdá!—le sacudió un rebencazo por el lomo! ¡Daba lástima' aquel cristiano, tan güeno y tan aporriao!...

Un día, Lemos jué a la pulpería, y cuando dió la güelta, se encontró a su mujer hecha una mar de lágrimas. Villafán había pasao por allí, la había golpiado a ella y al chico. La mujer contó todo sin dejar una tripa por dar güelta, y concluyó diciendo:

—"¡Qué disgracia cuando no hay un hombre en una casa!"...

A Lemos le pareció que lo rebenquiaban por la cabeza, con aquella frase, y sin decir nada, volvió a montar a caballo.

—"¿Pande vas?—le preguntó la mujer,—Lemos no contestó y salió al trote.

En el primer bajo se apio, le apretó la cincha al caballo, revisó la pistola, se acomodó el puñal, montó y marchó. Al llegar a la costa'el Mandisón Grande, se abajó junto al monte, maneó su flete y se jué a esconder detrás de un sauce, a la entrada'el paso. Él sabía que esa noche, el bandido debía pasar por allí para dir a un bailable que se daba en los ranchos de ño Pancracio, del otro lao del arroyo.

A poco rato de estar aguaitando, vio venir un paisano, en seguida, por el zaino malacara y por el poncho rayao, reconoció a Villafán, que se acercaba silbando un estilo compadrón.

El pobre mozo tenía en la mano la pistola amartillada, y temblaba. Caso de errar al primer tiro, era hombre muerto. Sabía que no iba a ser capaz de defenderse, que se iba a entregar como oveja, pa qu'el otro lo achurase. El miedo le escarbaba el corazón como si juera uñas de peludo cavando cueva pa escapar a los perros. Y la tierra, tirada p'atrás, le venía hasta el tragadero y lo augaba...

En eso, Villafán pasó por su lado, siempre silbando. Él se enderezó, le arrecostó la pistola al lomo, y le prendió fuego, con dos caños a la vez. El bandido saltó por las orejas del mancarrón, y toavía no había cáido al suelo, cuando Lemos, facón en mano, lo apretaba y se le dormía a puñaladas. Le dió hasta por la vida ociosa. El otro ya no resollaba, y él seguía encajándole la daga. Dispués, lo degolló a la correntina, arrancó la cabeza, la agarró de los pelos, la golpió un rato contra el suelo, y la tiró al agua.

Al otro día, muy temprano, Lemos se presentó a la autoridad y contó lo sucedido. No tenía miedo ¿qué l'iban a hacer?... La justicia lo agarró pa pelota. El defensor aprobó que era un hombre güeno, pacífico y demostró las judierías qu'el finao le había hecho, no más que porque era flojo. Todo jué al ñudo, amigo, y lo han condenao pa muerte. ¿Qué le parece?...

—¡Pues!—respondió uno de los huéspedes;—es asina la justicia.

Don Panta resolló fuerte, y pensando en los denuestos con que lo iba a recibir su opulenta consorte cuando se fuera a acostar, tornó a decir melancólicamente:

—¡Cosa triste, ser maula!...


Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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