La Azotea de Manduca

Javier de Viana


Cuento


Á Juan Dornaleche.

Al trote, abstraído y casi sin rumbo, cruzaba campo en una adorable mañana del mes de Abril. Flojas las bridas—andando al capricho del bruto—, la mirada perdida en el vastísimo horizonte, disgustado conmigo mismo, en una tristeza insólita, mis ojos miraban sin ver las innumerables bellezas de ese campo que he recorrido tantas veces y que tantas veces espero recorrer aún. ¡El campo!... Cada loma, cada llano, cada arroyo y cada bosque tienen para mí una fisonomía especial; cada rancho posee un alma y un lenguaje propios, un organismo, una vida, que mi espíritu, sediento de novedades, estudia, penetra y analiza. ¡Tristes análisis! Toda la lluvia luminosa del medio día es impotente para disolver la sombra que encuentro condensada entre las cuatro paredes negras y el viejo techo pajizo... Creóme dueño de una razón fuerte y serena, nutrida por la ciencia—la augusta madre—, y libre de prejuicios que pudieran encadenarla. Y ello no obstante, me asalta la duda de si serán defectos de instrumento los defectos que mi observación señala. Hay almas infelices y extrañas que semejan laúdes de una sola cuerda; todas las vibraciones producen siempre el mismo acorde, todos los acordes modulan siempre la misma melodía. Almas pobres ó enfermas, su suerte es siempre lamentable. Instinto errático las impulsa en busca de nuevas sensaciones y las sensaciones nuevas despiertan emociones viejas. El placer parece tan próximo al dolor, la alegría tan cerca de la tristeza, que al recorrer con la memoria los muchos años de camino andado diríase que deletreamos un viejo pergamino garabateado con caracteres apenas legibles, y, en partes, ilegibles. Se llega á pensar que en el ser moral, como en el ser orgánico, vivir es arder. Removiendo cenizas, ¡qué desierto, qué inmensa soledad uniforme en todo lo vivido! Nos asombra y nos apena evocar fechas y nombres que son como los jalones del sendero de la existencia; ¡aquí sufrimos tanto, allí gozamos tan intensamente! Tal día el dolor nos desgarró el alma á golpes de sierra; tal otro la ilusión entró en nosotros como un rayo de aurora en la caverna. Y hoy sonreímos con amargura al considerar la futileza de aquel tormento y la nimiedad de esta alegría. Al realizar el terrible inventario, lo que esperábamos encontrar marcado con profundo surco lo hallamos confundido en el recuerdo con las ordinarias trivialidades de la vida. ¡Cuántas veces hablamos con calor de cosas pasadas, tratando de engañar y de engañarnos, con un fuego que sólo existe en nuestra palabra embustera y en nuestra insaciable sed de hondas sensaciones! La inmensidad de nuestra fantasía nos ha disgustado con el presente, haciéndonos dudar del porvenir, é incapaces de resignarnos á la contemplación de un campo infecundo donde, á pesar de nuestros esfuerzos, las plantas nacen y mueren sin producir fruto, nos consolamos con los ilusorios frutos del pasado, ¡pobres frutos que es necesario aceptar sin análisis!... ¡Pobres almas infelices y extrañas! ¡Pobres almas á las cuales todos los placeres y todas las felicidades llegan á despertarlas con los ardimientos de besos pasionales, para decirles luego, como al tierno y sentimental rival de Byron:

»¡Y olvídame, porque jamás he de ser tuya!...»

Al trote, al trote, voy cruzando campo. Frente á mí se tiende una loma de reluciente verdura taraceada de florecitas rosadas, azules y amarillas; á mi derecha se alzan, rugosas y grises, las asperezas de las sepulturas—la sierra triste y fea que hace soñar en la raza muerta cuyos despojos guarda—; á mi izquierda, retorciéndose entre barrancos, culebreando entre cerros, desparramándose en los llanos, imagino el Cebollatí que me muestra la sombra densa de su bosque casi virgen; de trecho en trecho se ven brillar los bajíos encharcados por las recientes lluvias y se oyen rugir los pletóricos regatos que en sitios muerden la tierra negra, y en sitios lamen los duros peñascales. Dispersos por los altos, las reses no levantan la cabeza del suelo, en su afanoso pacer. Profundo silencio al ras de la tierra, y arriba, en el fondo del cielo claro y limpio, sin nubes y sin vientos, hay como una tormenta dormida, que hace más adorable esta luminosa mañana del mes de Abril. Existe como una tormenta latente que, tamizando la exuberancia de luz, la presenta con melancólica suavidad y hace que se dirija al espíritu con voz triste y quejumbrosa.

No lejos del camino, en la amplia calva de una loma, suele verse un rancho miserable, desnudo de árboles, desprovisto de huerta, negro, silencioso y sombrío como una tumba en el desierto. Al mirarlo, mi vista penetra por el tragaluz, resiste con coraje de médico á la fetidez del ambiente y ve con pena la familia que allí dormita sorbiendo el "amargo", tranquila, despreocupada, indiferente, sin aspiraciones y sin ideales, intoxicada por la indolencia, ese mal hereditario que va consumiendo la raza. Más lejos se yergue el caserón vetusto, cabeza de la grande heredad donde otrora pacían miles de vacunos y de ovinos, sólo turbados en su tranquila holganza por el retozar bullicioso de las numerosas yeguas cerriles y de los clinudos potros bravios. También allí hay silencio y abandono; también allí el viejo estanciero sorbe el "amargo" junto al fogón, en la cocina cuyas paredes denegridas amenazan desplomarse, flojos y torcidos los centenarios horcones de coronilla. Halagado por el recuerdo de las "onzas" que han pasado por sus manos, feliz con el renombre de su opulencia perdida, contento con su improductivo prestigio de caudillo partidista, envejece satisfecho con la esperanza de morir antes de que su campo—carcomido por las llagas de la hipoteca—pase á manos extrañas. ¡Qué vejez, qué triste y fea vejez en este país tan nuevo y en este pueblo tan joven!... En el alambrado, cuyos hilos cuelgan flojos ó rotos, cuyos postes yacen en tierra, cuyos piques semejan miembros fracturados; en las ovejas raquíticas, degeneradas, flacas y con mal vellón picado de sarna; en el difícil vado de un cañadón convertido en lodazal infranqueable; en las tropillas de jamelgos escuálidos y ventrudos; en todo, en todo está pintada la incuria, la desidia, la atroz indolencia nativa. Parece como si se observara el paisaje en un crepúsculo frío y triste, y en ese escenario agonizara una raza sin lamentos ni protestas; parece como si en ese lúgubre y silencioso anochecer se oyeran las últimas vibraciones del alma nacional que se extingue.

Y, sin embargo, la vega pregona asombrosa fecundidad, el collado verdea con su piel de rica esmeralda, y aquí y allá la tupida red de canalizos, de arroyos y de ríos—que en este bajío se hinchan y en aquella hondonada se anastomosan—riega por doquiera el prolífico suelo que tiene por techumbre un firmamento maravillosamente puro y luminoso. Se diría el fantástico connubio de la aurora con el ere púsculo, ó un plácido agonizar en el cual el terrible anonadamiento se va acercando vaporoso y sereno, flotando en el ambiente tibio, irisado por la luz blanquísima de un día primaveral que concluye. ¡El triste y feo envejecimiento de una raza joven! Yo no sé por qué se me antoja estar en presencia de una mujer de cálido temperamento, creado para las voluptuosidades del amor, y que—desconocida ó engañada—, amarilla, pierde la tersura de la piel, la gracia de los formas y se consume—vieja á ios treinta años—llevando al sepulcro el tesoro de su exquisita ternura.

Al trote, al trote, voy cruzando campo. Al trasponer una portera he penetrado en un terreno bajo, plano, extenso y pobre. En todo el horizonte no se descubre otra población que un gran edificio, alto, macizo y obscuro, que se eleva en el confín. A medida que avanzo, la grande construcción se eleva, cada vez más obscura, cada vez más imponente, en la planicie yerma donde sólo se ven inmensas bandas de ñandúes, que á mi aproximación alzan los largos cuellos y me miran asombrados con sus grandes ojos inteligentes. No hay ni una nube en el cielo, no sopla la brisa, no se oye una voz, un murmullo, un rumor de hojas. En la adorable mañana del mes de Abril, fresca y serena, se siente la suave melancolía de la tormenta en gestación. En tanto, á lo lejos, sobre la tierra negra y plana, tapizada de yerbas ruines, sobre la zona desierta, silenciosa y triste, el caserón va creciendo, solitario y soberbio, destacándose en el horizonte azul como un peñón gigante. Todavía un poco más, diez minutos, un cuarto de hora, y la Azotea de Manduca se me presenta con toda su majestad de ruina vigorosa. Ningún árbol le da sombra, ninguna tierra de labranza negrea en el contorno; sólo ella, adusta y fiera, domina la amplia planicie erial que va á morir en la margen del Cebollatí caudaloso. ¡La Azotea de Manduca!... el castillo feudal del coronel Manduca Carabajal, el nido grande y áspero de aquella águila famosa. ¡Con cuánta avidez me acerco á ella, con qué profunda emoción la contemplo! Al Sur se eleva una especie de torreón cuadrangular, cuyos muros lisos, sin una ventana, altísimos y denegridos, le dan un aspecto terrible de atalaya y de cárcel. El revoque—que la enlució en sus tiempos de gloria—presenta largas estrías y anchas máculas obscuras que á la distancia producen la impresión de tupida red de yedra.

Acercándose, el monstruo aparece más terrible, carcomido, maltratado, envejecido, pero fuerte y soberbio, sañudo é indomable, como un león viejo, sin dientes y sin garras, solo, aislado, defendido por el prestigio de su nombre y el recuerdo de sus proezas. Del antiguo alambrado que le sirvió de valladar ya no restan más que algunos postes de coronilla, nudosos, descascarados, rojos y lustrosos como caoba pulida.

Al Este se muestra la fachada principal, un pabellón de veinte metros de largo que tiene por cabeza el altísimo torreón. Tres ventanas altas y angostas—provistas de rejas con barrotes de hierro de tres centímetros de diámetro—se abren en este frente. Las rejas, lo mismo que las ventanas—cuya madera está, agrietada y podrida por los soles y las lluvias—han estado en un tiempo pintadas de rojo. Delante, en lo que fué patio, crece un bosquecillo de ortigas, malvaviscos, hinojos y baldranas, llegando hasta morder los pies del muro, qué—en partes sin revoque—descubre el ladrillo rojizo como llagas sanguinolentas.

Misteriosamente atraído, fascinado por la gran mole ruinosa que remueve en mi espíritu el recuerdo de toda una época histórica, me he ido acercando, acercando, sin saber con qué objeto, sin explicarme con qué excusa, Llego muy despacio—como con recelo—, y no oigo ningún rumor, no sale á mi encuentro ningún perro. Y, sin embargo, un hombre se mueve allá lejos, junto á unos derruidos ranchos de terrón; y más próximos, tendidos al sol, dos grandes perros barcinos dormitan tranquilamente. Diríase que el hombre y los perros, contemporáneos de la Azotea, viven como ella en el pasado remoto, indiferentes á las agitaciones de una actualidad que nada de común tiene con ellos. Diríase que el hombre y los perros esperan que se desplome el vetusto edificio para morir también ellos, entregar también ellos al campo erial sus cansados organismos, é ir á juntarse de nuevo con el amo, el alma fuerte y brillante que al bajar al sepulcro se llevó la vida y la luz, que vibró y brilló en la comarca con convulsiones de monstruo y resplandores de incendio. Al presente, sin más misión que esperar la ruina final, no tienen voz ni oído, son sombras que andan. Con el corazón oprimido por una angustia inexplicable sigo avanzando. En la fachada que mira al Norte hay una ventana también guarnecida por férrea reja. Está abierta, y del lado de adentro se halla un hombre apoyado en el alféizar. Desmonto y me acerco.

En una sala muy larga, muy ancha, muy alta y muy sombría se ha instalado una pulpería, profanando la noble morada del héroe muerto. ¡Y qué pulpería!... Pido algo para dar una excusa y observar el interior. No hay coñac, no hay licores: caña solamente. ¡Sea! El hombre—que es joven y extranjero—me ha servido en silencio y ha vuelto á recostarse apoyado en la reja, taciturno y soñoliento, como contagiado, como intoxicado por la infinita melancolía de la ruina. Yo observo la pieza: me parece más grande y más tétrica. Contra las murallas ennegrecidas se alza una vieja anaquelería que sólo contiene algunas botellas, algunas lozas cubiertas de polvo, unas latas de tabaco y mucha telaraña. Pero en mi estado de ánimo, el mobiliario desaparece y veo la inmensa habitación desnuda, fría, húmeda y semi á oscuras. ¿Qué habrá sido aquella sala en la época remota?

Una ruina es como un cráneo.

Al observarlo se despierta en nosotros el inquieto deseo de averiguar lo que ha vivido, lo que ha pasado entre sus paredes, qué tormentas han rugido allí, qué grandes alegrías y qué grandes pesares se han roto en ellas como olas espumosas en el acantilado de la costa. ¡Cuántas veces, á altas horas de la noche, debió pensar aquella sala sombría!... Me parece ver una mesa de pino sobre la cual brilla un candil de grasa de potro, y alrededor, una asamblea de hombres extraños, torvos, de rostros tostados y barbudos, de líneas vigorosas, y de ojos negros y grandes, animados por centelleantes miradas.

En medio, dominando el conjunto, con la pequeña talla erguida y alta la dominadora cabeza gris, el viejo caudillo hablaba. La palabra concisa, el gesto rápido, y en las pupilas la luz de sol de los conductores de hombres. Señor, allí se decretaba la guerra ó se aceptaba la paz; juez y ejecutor, allí se sentenciaba y se ordenaba el castigo. En los veinte caminos que conducían á la estancia, siempre resonaban los cascos de los caballos que corrían: el chasque que lleva un aviso importante; el delincuente que llega pálido á implorar la gracia y el amparo del caudillo; los cortesanos que concurren á rendirle homenaje; los idólatras que abandonan sus hogares para ir á cuidar y defender la existencia del jefe. ¡Cuántos planes debieron tramarse en aquella habitación fuerte y ruda, resistente y áspera como el alma de su dueño! A altas horas de la noche, en el majestuoso silencio del inconmensurable campo dormido, las palpitaciones inteusas de aquellos corazones ardorosos como las siestas de Diciembre y las voces roncas como el bramido del pampero, debieron repercutir en las murallas negras con ímpetus de aquilón. Morada de caudillo, aquella vieja y semidesnuda azotea hacía renacer en mi espíritu al caudillo, todos los caudillos, el caudillaje, toda una época, acaso la más heroica, acaso la más negra de nuestra joven y trastornada historia. Entre aquellos muros fríos veo aletear el alma de una raza moribunda. La anaquelería desaparece, toda la luz se borra, y en la pared desnuda empiezan á pasar los fantásticos episodios. Ahí van los terribles escuadrones, los salvajes lanceros, clinudos é iracundos, soberbios en la desenfrenada carrera de sus potros; ahí va la frenética legión que el caudillo electriza con su valor y su audacia; ahí va esgrimiendo los chuzos, dando alaridos, sin miedo y sin piedad, revuelta en las entrañas la hiél de la pasión partidaria. Durante mucho rato desfilan episodios y episodios: cargas sublimes, entreveros siniestros, luchas heroicas, crímenes horrendos, venganzas espantosas, desesperaciones inenarrables, agonías horripilantes. Después un inmenso y fúnebre silencio en la placidez de un gran sol que muere. El reposo tras la lucha extenuante, el lento correr de las aguas hacia el cauce después de la atronadora inundación. En el campo, los dos adversarios, todavía fieros, todavía irreconciliables, desangran y se agotan enviándose una postrera mirada rencorosa; luego, la noche viene y la agonía comienza. ¡Ya no hay más ruidos, ya no hay más luz: en la sala obscura, entre las negras paredes, aletea el alma de una raza moribunda!...

Media hora más tarde, al trote por la ancha zona plana y ruin, regreso pensativo y entristecido. El caserón vetusto donde el viejo estanciero sorbe el amargo; el rancho aislado y miserable, sin árboles y sin huerta; los alambrados derruidos, los caminos intransitables, los imposibles vados, toda esa decoración de la desidia, se me presenta como el acto final, la lógica conclusión del drama cuyos cuadros principales vi pasar sobre las ennegrecidas murallas de la sala de Manduca. Aquella raza que tuvo la grandeza destructora de los huracanes duerme entre las ruinas, agotándose, consumiéndose y soñando con las púrpuras de auroras que ya no han de lucir para ella. País de revoltosos, país de haraganes: la guerra concluye donde el trabajo empieza. El arado es la paz: las razas fuertes se enorgullecen conduciéndolo; los inútiles sueñan con hacerlo arder en los vivaques. Razas gastadas, razas podridas, náufragos de la humanidad que vagan en la sombra con la brújula rota y la fe perdida, su destino es hundirse en el abismo, desaparecer, abandonar el campo á otras unidades étnicas, á seres potentes que llegarán confiados en sus fuerzas, sostenidos por el ideal, no por el pálido y enfermizo ideal de los pobres de espíritu, sino por aquel artífice coloso que ha construido la gran república del Norte, por el grande, el supremo ideal de la vida.


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 5 veces.